Moscú
UN vuelo de British Airways las depositó en Moscú. Reservaron, a su llegada, una habitación en el hotel Holiday Inn, en la calle Suschevsky, a unos 4 kilómetros del centro. Desde allí, planificaron su estancia en la capital. Aunque Rusia es célebre por sus fríos inviernos, a mediados de Julio la temperatura no podría ser más sofocante. Las dos sudaban profusamente y cualquier lugar resguardado del sol era bienvenido. Lo primero que hicieron fue presentar la carta de recomendación de McAllister ante el ministerio del interior. Las autoridades aceptaron un examen de los archivos, sin ningún tipo de restricción, al día siguiente en horario de oficina. Un funcionario consideró la introducción de McAllister una formalidad innecesaria. Los archivos estaban abiertos a cualquier investigador interesado en consultarlos; ya no vivían en los viejos tiempos de la guerra fría. Además, Helen Bradley era sobradamente conocida y sus libros se vendían, con cierto éxito, entre la población rusa.
Cumplido el trámite, ambas salieron a disfrutar de la ciudad.
Si Edimburgo les había parecido encantador, Moscú les resultó sencillamente fascinante. La visión de la catedral de San Basilio sobrecogía al observador, como lo hacía el complejo del Kremlin. El legendario teatro Bolshoi las transportó, en la imaginación, a las representaciones de los más célebres ballets, especialmente El Lago de los Cisnes. Disfrutaron como niñas de la galería Tretriakov y de la estatua de Pedro el Grande. ¡Y qué decir del célebre metro! Fotografiaron, entusiasmadas, las estaciones de Kievskaya; la de Novoslobodskaya (con sus vistosas vidrieras); Teatranatkaya (desde la cual se dirigieron al mencionado Bolshoi); la estación de Novokuznetskaya (con sus farolillos de bronce y sus mosaicos) y, especialmente, la estación de Mayakovskaya, cuyas estatuas del ejército del aire y de los paracaidistas rememoraban aquella cruel guerra origen del misterioso diario. Laura no había sido tan feliz en mucho tiempo, pese a su anhelo por Jessel. Helen no parecía menos encantada. Y todavía les quedaba una posible labor en Alemania. No podrían haber organizado unas vacaciones mejores. ¿Qué más estaba por venir?
La mañana siguiente, nada más salir del hotel, accedieron al archivo del ministerio ruso. Tras ser informadas de que no podrían ver los originales pero sí las copias escaneadas en los ordenadores de la sala de estudio, se les explicó cómo introducir una palabra clave, en el motor de búsqueda de la intranet, con objeto de obtener el resultado deseado; esto es, si este se encontraba en el disco duro. La sala informatizada resultó ser un amplio rectángulo cubierto de mesas individuales rodeadas de mamparas de cristal negro, erigidas sobre una moqueta de color verde oscuro. Cada mesa disponía de un ordenador personal, iluminado por unos poderosos fluorescentes incrustados en el techo. Las sillas, de piel, eran cómodas y el personal del centro atento y servicial. Un encargado quedó a su disposición, reposando apático detrás de un mostrador plantado en la parte central del rectángulo. Después de saludar a las dos mujeres, les ofreció un bolígrafo y un puñado de folios. El ruso anotó con un lápiz, en una de las hojas, la contraseña de acceso al sistema. Acto seguido se atrincheró de nuevo tras el mostrador donde comenzó a ojear, con visible desgana, un periódico arrugado. La mayoría de los ordenadores estaban equipados con teclados cuyos caracteres estaban en cirílico, pero descubrieron un par de ellos con letras latinas. Llegadas a este punto de su andadura, apenas podían contener la excitación que las dominaba. Un retrato de Vladimir Putin las contemplaba desde una pared.
Laura se acomodó en una silla y su compañera se apropió de otra, arrastrándola desde de una de las mesas contiguas. Salvo ellas y el mencionado encargado, nadie más estaba presente. Las manecillas de un antiguo reloj apuntaban a las 09.12 de la mañana.
Laura encendió el PC y el sonido del disco duro las rodeó de inmediato. Pronto surgió, ante ellas, una pantalla gris con una línea parpadeante en el medio. Entendieron se les estaba solicitando la contraseña y la introdujeron casi sin aliento. Las manos de Laura temblaban ligeramente; Helen parecía más tranquila.
El sistema aceptó la contraseña y pasaron a la siguiente pantalla. Estaba en ruso. En la parte superior derecha divisaron cuatro banderitas (británica, alemana, española y francesa) las cuales les permitían seleccionar el idioma de navegación. Hicieron clic, con el ratón, en la española.
Esto las llevó al programa principal, dominado por una lupa de búsqueda y un campo de entrada de caracteres. Laura tecleó, sin más preámbulos, el nombre de Ludwig. Aparecieron varios archivos en orden alfabético. Ninguno les decía nada.
“Déjame probar,” pidió la inglesa.
Helen se acercó al teclado y comenzó a pulsar las teclas a toda velocidad.
Segunda Guerra Mundial
Estudiaron el resultado.
1226 archivos encontrados
Tecleó de nuevo.
Stalingrado
Resultado.
205 archivos encontrados
La respiración de Laura podía oírse con claridad.
Su amiga prosiguió.
Ludwig
Resultado.
Ningún archivo encontrado
Repitió la operación, obteniendo la misma respuesta.
Laura comenzó a mostrar signos de impaciencia.
“¿Qué significa esto, Helen? No hemos llegado hasta aquí para obtener cero resultados. ¿Verdad?”
Su amiga la cogió de la mano.
“Tranquilízate, Laura. Apenas hemos comenzado.”
Helen se llevó el puño a la boca y arrugó la frente, concentrada.
“A ver si así…”
Stalingrado
Resultado.
205 archivos encontrados
Volvió a teclear.
Ludwig
Resultado.
Ningún archivo encontrado
“¡Diablos!”
Cambió el criterio de búsqueda.
Diarios
Resultado.
Ningún archivo encontrado
Helen suspiró.
“Este motor de búsqueda deja mucho que desear. Bien, probemos de otra manera.”
Stalingrado
Resultado.
205 archivos encontrados
Pulsó las teclas de nuevo.
Ejército VI
Laura cruzó las manos ante el pecho, como si estuviese rezando.
Resultado.
82 archivos encontrados
Las dos sonrieron.
Ludwig
Resultado.
6 archivos encontrados
Dejaron escapar un grito de alegría y el encargado levantó la cabeza del periódico. Dijo algo en ruso, mientras torcía la boca.
“¡Helen, es lo más emocionante que me ha ocurrido en la vida!”
Su amiga seguía concentrada en el teclado del ordenador. Escribió algo más.
Mostrar archivos
En la pantalla aparecieron dos columnas. Había tres nombres en cada una de ellas.
Kant, L. (soldado) Mühe, L. (soldado)
Meyer, L. (médico) Haussa, L. (soldado)
Schweinsteiger, L. (teniente) Schmidt, L. (soldado)
Laura comenzó a agitarse, inquieta, en la silla. Su corazón latía sin control y le vino a la memoria la pesadilla en casa de los McAllister, cuando el soldado Ludwig la había invitado a salir de Stalingrado con los servicios médicos. ¿Era el Ludwig de aquel sueño un médico? Había uno en el listado pero, a su entender, en las guerras los sanitarios ejercen funciones en hospitales de campaña, no van por ahí pegando tiros. ¿Qué motivo tendría un médico para deambular por el frente con un fusil al hombro? ¿Iba a tomarse en serio un episodio onírico? Ella era profesora universitaria, no pitonisa. Se centró en la realidad y dejó a un lado las interpretaciones freudianas. Laura repasó de nuevo el listado, agobiada por la duda.
“¿Cuál, Helen? ¿Cuál?” su voz rozó la histeria.
La inglesa comenzó a contagiarse del torbellino mental de su compañera.
“¿Quieres serenarte, Laura? ¡Me estás sacando de quicio!”
Pero esta vociferó alterada:
“¿Cuál? ¿Cuál de ellos?”
El funcionario tosió en voz alta y las miró severo.
“Por favor, Laura, no hemos entrado aquí para que nos echen a la calle. No nos dejarían entrar de nuevo.”
Laura hizo caso omiso.
“¿Cuál? ¿Cuál?”
Helen se encomendó a la lógica.
“Si recuerdas las palabras de Kevin, el diario fue escrito por un alemán de nombre impronunciable. También nos expresó su opinión de que, probablemente, era obra de un oficial…”
“¡Sí!” chilló Laura. “¡Es el teniente! ¡El teniente!”
Helen manipuló el teclado con resolución.
Schweinsteiger
Resultado.
1 archivo encontrado (pulse S para ver el archivo)
Laura apartó a su compañera a un lado y se lanzó, como un kamikaze, sobre las teclas.
S
Pulsó intro, con fuerza.
Ante ellas apareció la ficha del teniente Ludwig Schweinsteiger; unas escasas líneas en medio de un rectángulo.
Schweinsteiger, Ludwig: Teniente del Ejército VI alemán, participante en la batalla de Stalingrado.
Nacido en Kiel, Alemania (Marzo de 1918) — Fallecido en Stalingrado, Rusia (Enero 1943)
Cruz de Hierro de primera clase.
Documentación asociada: tres cartas (archivos del ministerio del interior, Moscú). Libro (cedido a la Biblioteca de Múnich en 1989).
Nivel de acceso: 1
Eso era todo. Nunca se habían topado con una biografía tan breve.
“Murió a los 24 años,” comentó Helen.
Laura estaba pensando en algo diferente.
“Según esto, su diario está en Múnich. Intuyo será el mencionado libro.”
“Eso es lo de menos. Iremos a Múnich. Me pregunto qué significa nivel de acceso 1.”
Helen giró su silla e hizo un gesto ostensible al ruso. Este captó la llamada, se acercó con parsimonia y se plantó ante ellas con cara de pocos amigos. Helen, consciente del inglés básico del hombre, le preguntó vocalizando muy lentamente:
“¡Ni-vel u-no! ¿Qué es ni-vel u-no?”
El tipo la contempló con expresión de no entender nada. Laura señaló la pantalla con el índice.
“¡Ni-vel u-no!”
“¡Nivel uno!” sonrió finalmente el empleado. “Sí, nivel uno. Tu poder copia documenta con nivel uno.”
Inclinó la cabeza y regresó a su puesto.
“¡Claro!” exclamó la inglesa. “¡Las tres cartas! Podemos solicitar una copia de ellas. ¡Es fantástico!”
“¡Las cartas! ¡Es verdad! Estaba tan centrada en el diario que las había olvidado. ¿Podemos verlas?”
Bajo la biografía del teniente Schweinsteiger encontraron tres números: 1, 2 y 3.
Helen hizo doble clic sobre el primero y la imagen escaneada de una vieja página rayada, escrita a mano, ocupó el centro de la pantalla. Como era previsible, estaba en alemán, lengua que ninguna de ellas conocía; además, era poco legible y no había ninguna traducción.
“Lo mejor será pedir una copia y enviarla por email a McAllister. Él las traducirá para nosotras,” sugirió Helen.
“Ese hombre es nuestro eterno salvador,” suspiró Laura.
El funcionario imprimió las copias solicitadas y se las entregó a la inglesa. Esta extrajo un dispositivo USB de su bolsillo y rogó las grabasen en él. El ruso lo hizo sin ningún reparo, devolviendo la memoria portátil a su dueña con expresión de curiosidad. Helen le dio las gracias y abandonó el ministerio seguida Laura. En apenas unos minutos, habían concluido su labor en Moscú. Todo había resultado muy sencillo. Lo que buscaban se guardaba en un edificio de Múnich. En 1989, una parte de los documentos relacionados con el teniente Schweinsteiger se había cedido a los alemanes, poco después de la caída del muro. Finalmente, tras años de distanciamiento, las dos naciones habían decidido cooperar entre sí, compartiendo archivos históricos de interés mutuo. Tomando esto en consideración, Helen admitió la posibilidad de que el diario hubiese pasado a manos de la familia de Müller, manteniéndose una copia en la biblioteca de Múnich. Un pedacito del misterio, en torno al origen de la traducción, quedaba resuelto. ¿O no? Había una clara contradicción de apellidos, sumamente curiosa.
Al llegar al hotel, la inglesa transfirió los archivos al disco duro de su portátil. Luego entró en su cuenta de correo con la intención de enviar un mensaje a Kevin McAllister.
Laura le indicó:
“Dale las gracias por su ayuda. Coméntale que no se ha equivocado; su idea de un oficial alemán, muerto en Rusia, ha resultado acertada.”
“De acuerdo, Laura,” murmuró Helen mecánicamente.
“Envíale mis recuerdos.”
“De acuerdo, Laura.”
“Y no te olvides de adjuntar todos los documentos.”
“De acuerdo, Laura.”
“¿Me estás escuchando?”
“De acuerdo, Laura.”
De: Helen Bradley
Para: Kevin McAllister
CC: Laura Torrent
Asunto: Ludwig Schweinsteiger
Archivo adjunto: 1-2-3
Estimado Kevin,
Hemos dado con el autor del diario (o eso creemos), si bien este último parece estar en Múnich. Los Müller han debido obtenerlo allí, aunque los apellidos no concuerdan. Sin tu ayuda no habríamos llegado hasta aquí. Mil gracias. Trata de recordar si el nombre completo del Ludwig que nos comentabas es el del asunto (ver arriba). Por lo visto, era un teniente nativo de Kiel (sí, Kiel, ¡cuánta razón tenías en tu idea del manuscrito!) el cual murió en Stalingrado en Enero de 1943. Te adjunto tres cartas conservadas en el ministerio ruso. ¿Serías tan amable de traducirlas para nosotras lo antes posible?
Estaremos un día más en Moscú; nos hemos ganado un breve descanso. A continuación, nos trasladaremos a Múnich. Tu carta de introducción no ha sido necesaria, yo también tengo mis fieles (ja ja), pero quizás nos sirva de ayuda en Alemania.
Saluda a Agnes de nuestra parte y recibe todo mi cariño.
Helen mandó el email y se dio la vuelta para encarar a Laura.
“Y ahora le enviaré un mensaje al móvil para que lea mi correo cuanto antes. Debe de estar tan intrigado como nosotras.”
La valenciana asintió.
“Te habrás dado cuenta, Laura, del interés de los McAllister en todo este asunto. ¡Y pensar que me esperaba otro de esos aburridos veranos, rodeada de consumidores compulsivos de cerveza!”