Noches en Escocia

YA en la habitación, Laura siguió dándole vueltas a las cifras expuestas por el historiador. Helen, quien se estaba introduciendo en un vistoso pijama de felpa, comenzó un diálogo sobre en qué parte de la cama dormiría cada una.

“Me es indiferente,” señaló la valenciana. “Puedes escoger.”

“¿Roncas?”

“No que yo sepa, Helen. ¿Y tú?”

“Creo que no.”

Se acostaron y apagaron la luz. El reflejo de la luna, a través de la ventana, formó un charco pálido en la moqueta. Había cesado de llover y una calma sepulcral invitaba a la reflexión. Laura estaba echada boca arriba, mirando al techo. Helen reposaba a su lado, sobre un costado. Ninguna tenía demasiado sueño.

“¿En qué piensas, Laura?”

Esta habló sin girarse.

“En los horrores de la guerra.”

“¡Oh, supuse estarías pensando en Müller!”

La penumbra escondió el rubor de Laura.

Sí, también pienso en él.

“¿Sabes?” dijo finalmente; “nunca me había parado a considerar la perspectiva alemana de la guerra.”

“Es lógico,” repuso Helen. “Ellos fueron los agresores; responsables de un espantoso genocidio. A pesar de todo, como historiadora, debo admitir ciertos hechos. Tendemos a confundir ejército alemán con las SS. Esto, en parte, es un error, y digo en parte porque las SS tenían una rama militar de élite conocida como Waffen SS, encuadrada dentro de la Wehrmacht. Aunque hubo soldados y oficiales alemanes comportándose como verdaderos criminales, no es menos cierto que millones de ellos sólo fueron hombres atrapados en medio de una cruel guerra; hombres deseosos de volver a casa para abrazar a sus padres, novias, esposas, hijos, amigos…”

“¿Soldados reflejando sus sueños más profundos en diarios?” preguntó Laura.

“Así es.”

La valenciana pensó en ello.

“¿Coincides con McAllister en que Jessel nos ha facilitado las memorias de su abuelo, atrapado en Stalingrado?”

Helen lo tenía muy claro.

“Coincido plenamente, Laura.”

“Sí, yo también,” admitió esta. “Visitarlo ha sido una buena idea. Es un placer escucharlo.”

“Cierto. Él sufrió lo suyo a causa de la guerra. Su padre, Ryan McAllister, luchó con los aliados y perdió la vida en la batalla de Sicilia. Kevin sólo era un niño y esa pérdida marcó el resto de su infancia, especialmente cuando su madre se volvió medio loca al conocer la muerte de su esposo y convirtió su hogar en un infierno. Como entenderás, todo esto es confidencial.”

Laura escuchó la confidencia con interés. A raíz de ella, sus simpatías hacia McAllister aumentaron todavía más.

La historia de este, consideró, sólo era la punta de un iceberg compuesto de millones de historias similares o incluso peores.

“¡Pobre hombre!”

Helen bostezó. El sueño comenzaba a atraparla.

“¿Qué planes tienes ahora?”

Por primera vez en mucho tiempo, Laura estaba llena de resoluciones.

“Me gustaría ver el diario original. Nunca he deseado algo con tantas ganas.”

Salvo estar con Jessel.

“Ese es mi propio deseo, Laura. ¿Por dónde te gustaría empezar?”

“No lo sé. Según McAllister, hay dos opciones: Moscú o Múnich. ¿Qué sugieres?”

“Bien,” razonó Helen; “si tenemos en cuenta el escenario de la batalla y el ganador de la misma, yo me dirigiría primero a Moscú. Es más probable que nuestro anhelado diario se encuentre allí.”

“Sí, estoy acuerdo. Empiezo a pensar que es realmente eso: un diario.”

“Yo también. ¿Cuándo quieres partir, Laura?”

“Lo antes posible.”

 

Agnes, envuelta en una manta, se volvió hacia su marido. El escocés daba cuerda a un viejo reloj de pulsera, con la espalda apoyada contra el cabecero de la cama.

“Kevin, no logro entender una cosa.”

El aludido dejó el reloj en la mesilla.

“¿Sí, querida?”

“No sé qué te ha llevado a decir que ese diario sólo puede encontrarse en manos de un archivo estatal. Si mal no recuerdo, la mayor parte de la correspondencia enviada a casa por los soldados británicos durante la I Guerra Mundial, mucha de la cual estudiaste por ti mismo, estaba en posesión de los familiares. Los funcionarios ingleses la hicieron llegar a su destino y tú accediste a ella con el permiso de los destinatarios. ¿Por qué, en este caso…?”

Su marido la interrumpió en este punto.

“No eres la única en hacerse esa pregunta. Helen me ha mirado de manera muy reveladora cuando afirmé tal cosa, pero ella ha sabido interpretar mi intención. Verás, una serie de razones me han impulsado a decir eso.”

Agnes lo escuchó atentamente.

“Primera, nuestra profesora parece estar muy interesada en ese misterioso Müller. Su lucha interior podría ceder si se distrae con algo. En resumen, trato de mantenerla ocupada. Esto no sólo le hará bien sino que la enseñará a desenvolverse en entornos de investigación. Por otra parte, yo leí ese diario en Moscú, lo cual casi nos garantiza que la destinataria del mismo, la tan mencionada Erika, jamás lo ha visto. Cada gobierno vela por las pertenencias de sus ciudadanos, especialmente por las de quienes han dado su vida por la patria. Las posesiones del enemigo son botín de guerra, nada más. Cuando fui a Moscú, allá por los años sesenta, el diario se guardaba en el archivo nacional junto a otros documentos incautados a los alemanes. Siento una gran curiosidad por saber cómo una copia del mismo anda circulando por ahí. Nuestras invitadas se encargarán de averiguarlo por mí; yo ya estoy muy mayor para emprender esa labor.”

Guiñó un ojo.

“Kevin, estás hablando de una lectura llevada a cabo hace sesenta años,” protestó su esposa. “Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Ya no hay una guerra fría de por medio.”

“Es posible, querida. Es posible.”

El anciano apagó la luz.

 

Helen cayó dormida a los pocos minutos de finalizar su diálogo con Laura. Esta, por su parte, necesitó algo más de una hora para conciliar el sueño. Cuando lo hizo, fue para adentrarse en una vívida pesadilla que tensó todos sus músculos como si fuesen cables de acero.

Se vio, a sí misma, acurrucada en la esquina de un improvisado bunker, medio desmoronado. Se cubría la cabeza con ambas manos y apoyaba los codos en los muslos. El suelo, el techo, las paredes… Todo temblaba bajo el impacto incesante de las bombas. Puñados de tierra y cemento desgranado le caían sobre el pelo. No llevaba casco, ni siquiera vestía un uniforme militar. En su sueño, Laura vestía unos vaqueros y un jersey blanco de punto. El ruido era ensordecedor y el mundo daba la impresión de querer venirse abajo de un momento a otro. Estaba sola, aterrada. Una explosión perforó parte del techo y pudo distinguir, por encima, el resplandor de innumerables hogueras. Un grupo de hombres gritó algo en ruso a la vez que se escucharon los pasos apresurados de unas pesadas botas de campaña. Ella no hablaba ruso pero, en el universo paralelo de los sueños, entendió todo aquello vociferado por encima del bunker, el cual sólo era una zanja reforzada con cemento y cubierta de escombros arrojados al azar, en un intento por camuflarla.

Hablaban de ella. ¡Encontrad a la maestra!, gritaban por encima del infernal ruido. Comprendió por qué la buscaban. Querían golpearla, torturarla, violarla y luego pegarle un tiro en la nuca. Deseaba gritar, huir a alguna parte, tratar de escapar, pero el terror había inutilizado cualquier capacidad de decisión. Un par de enormes ratas, con la boca cubierta de sangre, aparecieron delante de ella. Una transportaba, entre los dientes, lo que parecía un dedo humano. Laura contuvo unas arcadas y agitó los brazos, tratando de espantarlas. No sólo no huyeron sino que cambiaron su curso y se dirigieron amenazantes hacia su posición. Una comenzó a morderle las zapatillas de deporte mientras la otra, la que mascaba el dedo, trataba de introducírsele por la pernera del pantalón. Laura estaba a punto de perder la consciencia; el corazón le latía con furia dentro del pecho. Su instinto natural la invitaba a gritar, correr… pero los rusos la perseguían con una sed insaciable de venganza. Aquello era la guerra, esa cosa abstracta tantas veces vista en documentales y noticiarios, una cosa a la cual nunca había prestado la atención debida y que ahora descubría en todo su horror.

La rata la arañó en una pantorrilla con unas uñas afiladas. No, no podía soportarlo más; tenía que levantarse, huir, chillar…

Algo se movió a su espalda y distinguió, por el rabillo de un ojo, la boca de un fusil. Invadida por el pánico, Laura comenzó a gemir. La habían encontrado. Ya nada podía salvarla.

Un hombre, con un casco calado hasta los ojos, le tendió una mano. Su cara estaba salpicada de llagas, fruto de varias quemaduras, así como repleta de mugre y ennegrecida por el humo de tantas hogueras. Los brillantes ojos azules del soldado contrastaban con esa caverna en la cual se había convertido su rostro. El tipo, sonriente, se agachó junto a ella y una de las ratas cejó en su empeño por roerle las zapatillas deportivas y salió corriendo. El desconocido descubrió a su compañera, tratando de subir por el interior del pantalón de Laura. Sólo la cola, desnuda, asomaba por el fondo del vaquero. El hombre la asió con una mano, extrajo la alimaña de un tirón y la arrojó con fuerza contra la pared, donde reventó de modo grotesco. Luego, le dijo a Laura unas palabras en alemán, palabras que el subconsciente onírico de la valenciana tradujo para ella.

“Confía en mí y sígueme. Te sacaré de aquí.”

Laura se incorporó y lo siguió. Avanzaron encorvados debido a la bajura de un techo roto, aquí y allá, por el martilleo de los cohetes rusos. Aunque era de noche, las llamas iluminaban el entorno como si fuesen potentes faros. El suelo comenzó a inclinarse hacia arriba y ambos salieron a la superficie, arrastrándose entre escombros y un puñado de cadáveres abandonados cuyo hedor impregnaba el aire. El soldado desposeyó uno de los muertos de su casco y se lo ofreció a Laura, quien tiritaba de frío pese a estar rodeada de llamas descontroladas. El sonido de artillería pesada y ametralladoras lo envolvía todo. Angustiada, Laura se puso el casco y preguntó a su compañero:

“¿Quién eres?”

Este se volvió hacia ella. De sus facciones distorsionadas, surgió la respuesta imaginada.

“Me llamo Ludwig, Laura.”

“¡Ludwig!”

(Laura se agitó, inquieta, en mitad del sueño. Sus ojos se movieron con rapidez bajo los párpados cerrados. A su lado, Helen reposaba serena.)

“¿Cómo sabes mi nombre? ¿Y qué estoy haciendo en medio de esta espantosa guerra?”

“Olvídate de eso ahora; lo importante es escapar con vida. Sígueme sin levantar la cabeza; los francotiradores están por todas partes.”

Laura reptó con esfuerzo detrás del alemán, entre las ruinas de lo que parecía una ciudad fantasma. Trozos de hormigón y restos de metal le rasgaron la ropa, hiriéndola en los brazos y en las piernas. El soldado divisó un agujero en el asfalto y se introdujo en él como un conejo en una madriguera, con Laura siguiéndolo de cerca.

“Aquí encontraremos a los hombres de mi división,” anunció el alemán.

Bajo el terreno, todo estaba oscuro; la luz de las llamas no lograba penetrar en esa parte del subsuelo, el cual recordaba a algún tipo de túnel reforzado. Ludwig extrajo una bengala del bolsillo y la encendió, moviéndola de un lado a otro. Distinguió trozos de madera, pedazos de tela, una lata de lubricante vacía… Sacó un enorme cuchillo de su funda y cortó con él un cuadrado en mitad de la lata. Acto seguido la llenó con palos y tiras de tela a los cuales prendió fuego. Hubo un súbito fogonazo y la estancia se iluminó por completo.

Ludwig se acomodó en el suelo, de cuclillas, al lado de la improvisada fogata, apoyado contra una pared mientras desenroscaba el tapón de su cantimplora. Le ofreció a Laura un poco de agua y ella, sentada a su lado, se llenó la boca reseca con un líquido sucio de sabor ferroso. Tras beber algo, se sintió mejor.

“Saldremos de esta.” El soldado, muy joven, trató de animarla.

“¿Cómo? ¡Estáis rodeados! ¡Pronto seréis apresados por los rusos y la mayoría moriréis!”

Él escuchó estas palabras sin pestañear, tranquilo. Una expresión plácida le cruzó el semblante sucio.

“¿Cómo puedes saber eso, Laura?”

“De la misma manera que tú sabes mi nombre,” contestó ella.

El alemán recuperó la cantimplora y posó sus ojos claros en el suelo. Atravesó el fusil sobre las piernas y frunció el ceño justo cuando otra explosión sacudía el interior, desprendiendo más tierra de las paredes y cargando el ambiente de polvo pesado. Laura se asió, con fuerza, al brazo del joven, quien la rodeó por los hombros y trató de calmarla.

“¿Dónde están tus compañeros?” preguntó Laura.

A sus oídos llegó un murmullo apenas audible.

“No lo sé. Esperaba encontrarlos aquí. Esta era zona alemana, o al menos lo era esta mañana. ¡Todo cambia tan deprisa!”

El soldado se levantó y asomó la cabeza por el orificio a través del cual habían entrado. Después de estudiar los alrededores durante unos segundos, se volvió de nuevo hacia Laura. Meditaba en silencio; algo ocupaba su mente en aquellos instantes. Ella trató de adivinar sus rasgos pero la sombra del casco, las horribles llagas de sus mejillas, un corte en un pómulo y el polvo que lo cubrían, hacían imposible cualquier identificación. Una barba de varios días, escasa y con multitud de claros, cubría la tez curtida de Ludwig. Este se sentó de nuevo a su lado, todavía sumido en sus pensamientos. Finalmente extrajo del abrigo un libro envejecido, con unas pastas de cuero de color negro, y lo depositó en el regazo de Laura.

“Este es mi diario. Por favor, cuida de él. Debemos alcanzar los servicios médicos encargados de evacuar a los heridos. Huye con ellos a Alemania y entrega ese diario a mi esposa. La dirección está escrita en la última página.”

Miró a Laura, suplicante.

¿Me harás ese favor?”

Ella asintió en silencio, apretando el pequeño volumen contra el pecho. Un cohete silbó en la distancia, acercándose. Explosionó justo sobre ellos y gran parte de la techumbre se vino abajo a escasos metros de donde se encontraban, quedando de nuevo al descubierto. Él se incorporó rápidamente y examinó, otra vez, el exterior. Un grupo de soldados rusos se acercaba al escondite; unos 15 o 20 hombres. No había escapatoria.

El alemán retrocedió sobre sus pasos y cogió a Laura por el brazo, obligándola a levantarse.

“Sal por ese agujero y huye, tan pegada al suelo como puedas. Yo distraeré su atención todo el tiempo posible. ¡Vamos! ¡Deprisa!”

Laura se enderezó con rapidez y lo miró con ansiedad. De los labios rajados del joven surgieron unas últimas palabras.

“Me alegro de haberte conocido, Laura.” La estrechó contra sí y la besó con ternura en los labios. Ella se le abrazó al cuello, con un frenesí fruto de la desesperación. El soldado le retiró los brazos con dulzura y por su mejilla corrió una lágrima que trazó un valle, dorado, entre montañas de mugre.

“¡Sal de aquí! ¡Qué Dios te acompañe!”

Laura, encogida, corrió hacia la diminuta salida. Miró atrás, sobre su hombro, mientras el joven apretaba el rifle y apuntaba al frente. Comenzaron los disparos.

Emergiendo del subsuelo, Laura se tumbó sobre un montón de escombros. Los cohetes silbaban por encima de ella. Aquello era una locura. ¿Acaso los rusos los lanzaban indiscriminadamente, sin importarles si caían sobre su propia gente? A gatas, sudorosa, fue alejándose del lugar.

Ludwig quedó detrás, disparando a discreción; el sonido de las balas amortiguado por el griterío de los rusos. En su pesadilla Laura descubrió, con horror, como el joven agotaba las municiones y arrojaba el fusil a un lado antes de dejarse caer, resignado, en el suelo. Entonces sacaba algo del cinturón, un algo que Laura, al principio, no pudo distinguir. Cuando Ludwig levantó una mano, ella reconoció el objeto; era una pistola. El soldado la apoyó contra la sien derecha. (Laura, jadeante, se convulsionó en la cama).

Ludwig apretó el gatillo y, tras estampar un charco de sangre en el hormigón, se desplomó.

Espantada, Laura se escabulló entre las sombras, evitando los claros formados por el fuego. De repente, algo la detuvo; una bota aprisionando su columna vertebral. Un hombre gritó en ruso:

“¡La tengo camaradas! ¡La he cogido!”

Con la mejilla apoyada contra un suelo gélido, Laura percibió la vibración del terreno provocada por el avance de un grupo de soldados, al trote, como si estuviese echada sobre una vía del tren tratando de captar la llegada de una locomotora. La bota que la atrapaba se clavó, un poco más, en su carne lastimada. Una mano la agarró por el pelo y la obligó a darse la vuelta. Aterrada, contempló los rasgos de su captor; un hombre envuelto en pesadas ropas y que la observaba con desprecio. Por fin llegó el resto. Uno de ellos le propinó una dolorosa patada en un costado, cortándole la respiración; otro se arrodilló a su lado y le gritó algo a la cara, a través de un aliento apestando a vodka y tabaco; un tercero se armó con una navaja y comenzó a rasgarle los pantalones, ante las risas del resto. ¡Poneros en fila!, gritó. ¡La violaremos hasta dejarla inconsciente y luego la arrojaremos al río!

Laura se resistió y el resultado fue un puñetazo en la boca. Escupió un par de dientes envueltos en sangre. El que había dado la orden se bajó la cremallera y tiró con violencia de los restos de su jersey, dejándola desnuda. El diario cayó a un lado y otro hombre lo recogió del suelo. Lo examinó un instante, indiferente, y lo arrojó al fuego. Laura, tumbada sobre la espalda, sangrando, vio entre lágrimas como el calor consumía el preciado tesoro que le había sido confiado. Justo cuando aquellos soldados iban a abusar de ella, se despertó en la espesura de la noche, ahogando un grito. Helen dormía encogida, ajena una mueca de terror que distorsionó las facciones de su amiga.

Laura saltó de la cama y se fue al cuarto de baño. Nunca había experimentado un sueño tan real; incluso se palpó el costado golpeado, en su pesadilla, como si en realidad le doliese. Abrió el grifo y se salpicó los ojos con agua fría. A continuación, se sentó en el borde de la bañera, tratando de recuperar el aliento.

 

 

 

Aunque deseaban proseguir con la investigación lo antes posible, pasaron tres noches más en casa de los McAllister. Estos les enseñaron, detenidamente y con orgullo, la ciudad de Edimburgo, una ciudad que a Laura le pareció absolutamente encantadora (Helen la conocía sobradamente), especialmente sus jardines y museos. Auld Reekie (vieja chimenea), como denominan los locales a Edimburgo a causa de la multitud de chimeneas en los tejados de los edificios, logró borrar de la mente de Laura gran parte de sus preocupaciones, especialmente las relacionadas con Jessel Müller. Las vistas desde Calton Hill y el hermoso castillo de la ciudad, conformaban un tipo de paisaje urbano difícil de olvidar.

Pero, tanto Laura como Helen, no podían ocultar el deseo de partir en busca de más pistas relacionadas con el viejo diario. McAllister fue consciente de ello y las animó a continuar con sus pesquisas, no sin antes rogarles que lo mantuviesen al tanto de todo cuanto descubriesen.

 

La última noche volvieron a reunirse en torno a la chimenea del salón, disfrutando de otra conversación mitad erudición mitad filosofía. Esos debates las hacían sentirse como estudiantes universitarias en el primer año de carrera. Laura, respetuosa con todo aquello que brotaba de la boca de McAllister, no dejó de solicitar su opinión sobre varios asuntos concretos. Él respondió a todas las pesquisas con placer, sin ocultar una cierta atracción hacia la valenciana. Esta le despertó la conciencia de una edad avanzada, de una muerte cercana.

El tema de la guerra surgió de nuevo y Laura provechó la ocasión para saber algo más de ese período y sus consecuencias. Ella no comprendía porqué millones de seres humanos habían acudido al matadero sin rechistar, dispuestos a satisfacer las ambiciones de unos pocos.

“Para empezar, Laura, si el ciudadano medio supiese toda la verdad de las cosas, ¿cree usted que se permitirían ciertas licencias a los políticos? ¿Cuántas personas estarían dispuestas a ir a un conflicto armado en nombre de una mentira oficial? Porque, al final, todo se reduce a eso: a mentiras y más mentiras. Por mi parte, si fuese joven y estallase una guerra entre mi país y cualquier otro, desertaría lo más lejos posible.”

“¿Desertaría?”

“Ciertamente, muchacha. A no ser desde un punto de vista estrictamente histórico, no siento el menor interés por los himnos, las banderas, las fronteras, ni nada semejante.”

“Una postura muy inteligente, Kevin,” indicó Helen.

“Mentiras y más mentiras,” repitió el escocés. “¿Conoce, Laura, los juicios de Núremberg?”

Laura reconoció hacerlo.

“Los juicios de Núremberg, como otros juicios que siguieron a la II Guerra Mundial, deberían haber sentado un ejemplo para el mundo. Al final, sólo se juzgó a los criminales de un bando, el perdedor. Hiroshima, Nagasaki, Dresde o las tropelías del Ejército Rojo, quedaron exentas. Muchos de los testigos que declararon en el juicio, pese a estar bajo juramento, mintieron abiertamente en cuanto a su localización física en un momento dado, quien estaba a cargo de un lugar, qué ocurría y qué no ocurría en algunos campos de concentración, fechas… Aun así, se aceptaron sus testimonios. Núremberg es un claro ejemplo de prostitución de la justicia. Otro ejemplo sería el juicio de Eichmann, en Jerusalén. ¿Ha oído hablar de él?”

Laura dijo que sí. El proceso a Adolf Eichmann era algo bien conocido.

“Cuando expresé mi opinión sobre la forma y fondo de aquel juicio, se me acusó de nazi. ¡A mí, que odio a esa panda de criminales con toda mi alma! Por su culpa, de niño, perdí un hogar estable. ¿Y por qué dicha acusación? Porque apelé al principio básico de la justicia: un juicio justo con derecho a una defensa completa. Incluso muchos teóricos judíos estuvieron de acuerdo conmigo. Nos guste o no, los delincuentes también tienen derecho a una defensa justa; así lo establece la ley y es el pilar de cualquier estado de derecho. No voy a entrar a valorar la operación de secuestro de Eichmann, una violación de la ley internacional. El Mossad lo localizó en Argentina. Allí, Eichmann pasaba sus días casi abiertamente. Él jamás se consideró más de lo que realmente fue: un burócrata sin escrúpulos al servicio de un grupo de asesinos. Cierto, tan culpable es el verdugo como quien lo apoya. Ahora bien, considerar a Eichmann como el arquitecto de la llamada solución final… Bien, permítame reírme de esa idea. Esa afirmación equivaldría a decir que sus clases en la universidad las planifica un estudiante de primer curso. ¡Absurdo! Fueron tipos como Heydrich y otros de mayor rango quienes planificaron toda la estructura necesaria para deportar judíos (además de otros desafortunados) a los campos de concentración. Se buscaba un golpe de efecto y Eichmann, dada su presencia en la famosa conferencia de Wansee, donde se discutió qué hacer con los judíos, era el hombre perfecto. Luego vino la tragicomedia representada por el fiscal, para disgusto del juez; la apatía de la defensa; la desinformación de la prensa… Resultado: una ejecución muy cara. Hubiese sido mejor, pues la sentencia ya estaba dictada de antemano, liquidar a Eichmann en Argentina; el final adecuado para una persona así. En definitiva, algunos nazis pasaron por la horca y otros, con los mismos crímenes a sus espaldas, terminaron en puestos directivos del Bundesbank, el gobierno de la República Democrática Alemana o el de la República Federal Alemana, por no nombrar a quienes acogió Estados Unidos dada su utilidad científica o de contraespionaje. Tenemos miedo a hablar de ciertas cosas, bien porque su impopularidad nos inhibe o bien porque tememos ser interpretados de manera equivocada.”

Su esposa suspiró mirándole de reojo.

“Querido, terminarás por aburrir a tus invitadas con todo ese tema de la guerra. No estamos en una conferencia. El asunto a debate es el diario mencionado y no otro.”

McAllister emitió una falsa tosecilla de lo siento, no puedo evitarlo.

“Tienes razón. Me falta humildad.”

“Lo que te falta es un tornillo.”

“Si sólo fuese uno, no sería tan malo.”

Hubo una risa generalizada.

“Déjenme concluir con una anécdota sin la menor relación con esto,” dijo el anciano. “Todos conocemos la densa obra de Alejandro Dumas, el autor de los Tres Mosqueteros o el Conde de Montecristo. Su hijo, del mismo nombre y también escritor, sabía que gran parte del contenido de las novelas de su padre estaba escrito por aquellos a quienes solemos llamar negros literarios, mientras su progenitor se limitaba a narrar las escenas más emocionantes de luchas o escarceos, en las cuales era un maestro. Pero su uso o abuso de esas ayudas externas llegó a ser tal que, en cierta ocasión, el padre preguntó al hijo: ¿has leído mi última novela, hijo mío? A lo cual este respondió: Yo no, ¿y tú?”

Laura estalló en carcajadas. La anécdota le era conocida. Las risas inundaron la estancia y el tintineo de los vasos, al chocar unos con otros en un brindis colectivo, elevó aún más el espíritu del grupo.

“Nunca lo olvide Laura. Cuando algún tipo vendido al sistema le pregunte si usted es consciente de esto o de aquello, responda siempre: Yo no, ¿y tú?

 

A sabiendas de su prestigio internacional, McAllister las obsequió con una carta de introducción con idea de ayudarlas, llegado el momento, a la hora de examinar cualquier archivo. Cuando se despidieron en el aeropuerto de Edimburgo, el anciano se había formado un concepto excelente de la profesora española. Esta, por su parte, apenas podía expresar con palabras lo que Kevin McAllister representaba para ella en ese instante.