Kevin McAllister

EL comunicado del historiador escocés fue de todo menos intrascendente. Su contenido marcaría el destino de las dos mujeres para siempre.

 

 

 

De: Kevin McAllister

Para: Helen Bradley

CC: Laura Torrent

Asunto: escrito

 

 

 

Estimada Helen,

 

Me alegro de saber de ti aunque sea a través de Neville. Espero con impaciencia tu próxima biografía; la de Churchill me ha parecido una delicia. Cierto, siendo escocés, me regocija toda crítica hacia vuestros mandatarios.

 

Entremos en materia. El manuscrito enviado por Neville es, probablemente, una de esas maravillas que de vez en cuando tenemos la suerte de analizar. Una vez comencé a leerlo, no pude dejarlo de lado hasta el final. Su autor merece un busto en Westminster Abbey, quizás dos. Ahora bien, no es inédito para mí.

 

Se quedaron estupefactas al leer esto.

 

Sí, trágate una aspirina con un sorbo de agua.

 

Durante mis años de investigación en esa lamentable tierra conocida como Europa, estudié multitud de archivos y anotaciones de sólo Dios sabe cuánta gente. Hace muchísimos años, cuando las mujeres todavía llamaban a mi puerta y mi querida Agnes aún no era mi desafortunada esposa, recuerdo haber leído un par de fragmentos de un antiguo diario, fragmentos similares al texto recibido. Desgraciadamente, no sé donde tuvo lugar esa lectura; en cuanto se refresque mi memoria te lo haré saber. De una cosa sí estoy seguro: los nombres en la copia de Neville y los nombres en aquel diario son los mismos. ¿Casualidad? No creo en ellas.

 

Coincido plenamente con la valoración de tu editor. No se trata de una ficción, sino de una narración de hechos reales descritos por una mente muy despierta, apasionada y llena de amargura. ¿Debe publicarse? Yo esperaría hasta conocer la identidad real del autor. Comprobada esta, sin duda merece pasar por la imprenta; esto es, si el escritor o sus descendientes están de acuerdo. Los diarios son cosas muy personales y pocas veces se escriben pensando en un público. ¿Hubiese deseado Ana Frank compartir sus vivencias con millones de seres humanos? Puede que sí o puede que no; nunca lo sabremos.

 

En cuanto a su origen no tengo ninguna duda. Uno de los pasajes descriptivos refleja, fielmente, los alrededores de Kiel, al norte de Alemania. Tengo la intención de efectuar una segunda revisión; quizás entonces mis recuerdos despierten del todo. Mientras tanto, recomiendo prudencia.

Espero haberte sido útil. Seguiremos en contacto. Agnes te envía todo su cariño. Si vienes por Edimburgo, ya sabes dónde tienes una casa en la cual se te acogerá con los brazos abiertos.

 

Kevin

 

 

 

Laura se golpeó la frente con la palma de una mano.

“¡No me lo puedo creer! ¿McAllister ya lo había leído? ¿Cómo? ¿Dónde? ¡Esto es inaudito! ¿Ha tenido el original en las manos?”

“Estoy tan sorprendida como tú,” reconoció una pensativa Helen.

Esta, pese a reconocer en Müller a un varón excepcional, no estaba (al contrario que su amiga) bajo ningún tipo de influjo, por tanto su cabeza comenzó a barajar teorías, de inmediato, sin reparar en cómo pudiesen influir en la imagen del joven. La primera de ellas se centró en la posibilidad de que Müller hubiese copiado, sin permiso, la obra de otra persona, algo condenable tanto si poseía unos conocimientos poco usuales como si no. Por otro lado, incluso si había cometido un acto reprobable al hacer pasar aquel manuscrito como obra de su abuelo, esto sólo habría sido posible teniendo ante sí el diario original mencionado por McAllister. Al admitir Müller a su ancestro como el verdadero autor, la idea de una copia efectuada por un amigo de este último quedaba descartada; sólo la presencia física de la composición original, en manos de los Müller, podría explicar una traducción.

Pero algo no cuadraba. En ese momento, Helen no supo qué era lo que tanto le llamaba la atención, si bien tarde o temprano daría con ello.

¿Qué estás pasando por alto, Helen?

Así mismo, si el chico no había cometido ningún acto denunciable y realmente les había dicho la verdad, ¿por qué rechazar los ingresos de una publicación? Si su abuelo ya no podía aprovecharse de las ganancias, ¿por qué no aquellos empeñados en rescatarlo del olvido? Una cosa era cierta: la devoción del muchacho hacia el autor del manuscrito no podía cuestionarse.

Helen hizo partícipe de sus pensamientos a Laura.

Esta los asimiló con interés, segura de no cambiar de opinión con respecto a Jessel. No se lo imaginó, ni por un segundo, apropiándose de algo ajeno. Su intuición le decía que él no era ese tipo de persona; ella nunca hubiese perdido la cabeza por alguien sospechoso de practicar juego sucio. Al menor presentimiento de algo así, el sentido común la habría obligado a desistir de una relación con el muchacho. ¿Oh no? Laura no dejaba de rememorar el momento de intimidad entre ambos; aquel contacto electrizante.

Recapacitó un rato antes de dar la razón a su amiga. Al hacerlo, contaba con la excusa perfecta para convocar a Jessel y tenerlo otra vez a su lado.

“Es cierto, Helen, sólo el chico puede aclarar la situación. Me pondré en contacto con él. Cuanto antes vuelva, antes sabremos si tu razonamiento es correcto. Le enviaré una nota ahora mismo (resopló de modo melodramático). Una conversación con él, en privado, hará el resto. Será mejor que no estés presente; yo lo intimido menos. Cuando alguien posee tu currículum, querida, el resultado es una actitud de reserva.”

Sus mejillas enrojecieron ante el gesto de curiosidad de Helen. Ciertos silencios resultan más reveladores que las palabras. Laura añadió algo enseguida. Odiaba delatarse de aquella manera.

“Olvidamos pedirle un número de teléfono,” mintió.

“¿Olvidamos? Yo estaba en la ducha. Además, tú eres su amiga, no yo,” le recordó la inglesa con sorna.

“¡Sí, claro! Bueno, tampoco soy su amiga. Apenas lo conozco.”

“¿No? Pensaba que a estas alturas ya existiría una cierta complicidad entre vosotros (Laura empezó a sentirse muy incómoda). En fin, dejemos el tema. Quizás la explicación del misterio sea más sencilla de lo aparente. La intervención de McAllister, como bien predijo Neville, ha sido fundamental. Si Jessel no nos aclara algunos puntos, mi colega encontrará la solución por sí mismo. Jamás deja de sorprenderme. Incluso podría ser divertido.” Helen estaba encantada con el rumbo de los acontecimientos.

“No lo sé.” Laura cerró los ojos y respiró profundamente. Con tantas sensaciones desconocidas, había olvidado preguntar al joven el nombre de la persona responsable de dirigirlo hasta ella. Menudo lapsus. Helen volvió a la carga, dispuesta de una vez por todas a penetrar en el corazón de su amiga.

“Sientes una gran adoración por ese muchacho, querida; se lee en tu cara y en todos tus gestos. A mí también me ha llamado la atención, no lo niego, pero al menos yo he quedado a salvo de su influencia. No hay llamas en mi pecho. El tuyo, por el contrario, está a punto de incinerarse. Debes tomártelo con más calma. ¿Podrás hacerlo?”

Laura experimentó esa furia interior característica de quien trata de ocultar un secreto y sólo consigue dejarlo expuesto. Estuvo a punto de protestar de modo airado, pero se limitó a repetir cabizbaja:

“No lo sé.”