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Golpeaba la puerta con los puños cerrados, llenos de dolor, no físico, sino del otro. Dolor del que te derrota en las batallas de la vida, dolor del corazón. Golpeaba la puerta en busca de una respuesta, de unos ojos suplicantes y cálidos, sabiendo que no tendría la oportunidad, que esa puerta no volvería a abrirse para él. Se le había cerrado el acceso, pero había decidido no darse por vencido sin luchar.
Y nadie salió detrás de esa puerta cerrada. Tal vez Claudia estuviera allí, sentadaen un sillón, dándole la espalda a sus golpes desesperados, llorando amargas represalias de amor perdido. O quizá vagara en esos instantes por el parque donde todo aquello había comenzado, intentando aferrar en su ánimo la idea del desamor.
“Claudia. Claudia. Mi pequeña Claudia”. Sólo por ella vivía cada día, pero lo había comprendido demasiado tarde. No como ella, que lo había sabido al instante, al conseguir que él dejara de buscarse a sí mismo en el parque y la enfocara con sus ojos tristes. Ella era la primera persona a la que realmente veía desde que había llegado al país.
Llevaba diez días en aquella ciudad cuando descubrió el parque. Era grande, hermoso, salvaje y limpio. Era el pulmón de aire fresco que necesitaba su ánimo cansado, apagado, asfixiado más bien.
Tenía 32 años cuando tomó la decisión más importante de su vida: dejar Stitar Sabac, su pueblo natal en Serbia. Afirmó que se iba porque quería ver el mundo, saber qué había más allá de los límites de Sabac, pero en realidad huía de su propio fracaso, de una vida sin esperanzas y sin futuro que se consumía demasiado despacio. Todo en Stitar Sabac ocurría con una lentitud exasperante. Incluso la guerra allí debió de durar el doble que en cualquier otra parte de Yugoslavia.
El país se estaba recuperando de los excesos bélicos de los meses pasados y se necesitaba mucha ayuda, lo que le aseguraba el trabajo, pero Luka no quería que la miseria rodeara su vida para siempre. Había tenido su ración de miseria en esta vida y quería algo más que consumir sus días conduciendo tractores. Un amigo suyo, Miroslav, había tenido mucha suerte y se lo habían llevado a España a jugar al fútbol. A él, el fútbol no se le daba bien, sólo destacaba con la guitarra, pero nadie iba a venir de España a buscarle para escucharle tocar unos acordes.
Y entonces España se convirtió en un destino. Al principio sólo era un nombre, sólo seis letras que no le decían nada. Luego decidió que debía ir allí. Si a Miroslav le había ido tan bien, ¿por qué no a él?. De la noche a la mañana lo decidió, cogió su guitarra y poco más y se fue de Sabac, probablemente para siempre.
Al llegar se encontró solo por primera vez en su vida. Nunca antes la soledad le había pegado tan fuerte, nunca en tantos sitios a la vez. Luka era fuerte, o más bien duro, y aquello le descolocó por la novedad. Extrañó su casa, a su madre, echó de menos las calles desiguales de Stitar Sabac, llenas de agujeros y sangre seca que jamás se borraría, y por encima de todo eso, añoró la seguridad de sentirse entre iguales, misma lengua, mismo tono de ojos, entre el gris de las piedras y el azul plomizo del cielo encapotado, ojos que encerraban cien vidas de lucha y miseria, y sobre todo, misma tradición en la vida: nacer, sufrir, morir.
El parque le salvó de sí mismo. De caer en la locura de la autocompasión y la tristeza. Lo hizo suyo, lo colonizó. Decidió que suyo sería el hueco que había junto al tercer banco, al lado de la gran fuente. Allí sería él mismo, observando el mundo y conociéndose por dentro.
Vivía de la nada y eso le dejaba un agujero negro en el orgullo. Por las noches dormía en un apartamento viejo y pequeño, sin apenas muebles y comodidades. Su vida no era mejor que en Stitar Sabac, pero se consolaba pensando que al menos nadie conocido sabía de su mediocridad.
Pero todo lo malo se olvidaba cuando acudía al parque. Llegaba allí y se olvidaba de sí mismo. Sólo existían los árboles, los pájaros y el aire fresco que le daba en la cara. Incluso si llovía, Luka jamás faltaba a su cita diaria con sus momentos felices.
Ni un solo día miró a nadie, ni vio a nadie. Sólo existían sus pensamientos. En más de un año en aquel paraíso verde, Luka jamás quiso involucrarse en los días de ninguna persona. Pero una tarde se encontró con unos ojos que sabía que llevaban allí tanto tiempo como él, tal vez esperando por él. Vio a la muchacha y ya todo dejó de importar.