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Fabio sonreía entre las sábanas y Olivia lo miraba asombrada. La capacidad de resistencia de aquel hombre era realmente prodigiosa.
Rosalía, la hermana del demacrado doctor, le había traído un caldo a la cama y él lo sostenía entre sus dedos algo temblorosos. Fabio no perdía la sonrisa ni aún después de llevar postrado en la cama casi medio año, a causa de una destructiva enfermedad degenerativa de los huesos.
Olivia sabía que por mucho dolor que pudiera sentir, el doctor estaba acostumbrado a ocultar sus sentimientos y los espectadores de su prematura decadencia sólo conseguirían verle sonreír. La procesión iría por dentro.
Rosalía le había contado a Olivia que la enfermedad de su hermano era muy dolorosa y que por las noches le oía sollozar silenciosamente, cuando la creía dormida. Se negaba a tomar la morfina porque quería mantener todas sus facultades en perfecto estado. Decía que no quería que las visitas se encontraran con un mueble más en la habitación.
Olivia le visitaba todos los días desde que ya no pudo seguir ejerciendo y hubo de quedarse en casa. Recordaba muchos años atrás, cuando él había hecho lo mismo por ella, cuando él era un recién llegado al pueblo y ella acababa de perder el uso de sus piernas. Aún le estaba agradecida por lo consolada que se sintió al recibir sus atenciones.
La casa de Fabio no quedaba muy lejos de la suya, y como casi todas en aquel pueblo, no tenía escaleras para acceder a la planta baja. Eso le permitía recorrer a ella sola esa distancia con su silla de ruedas y llegar en unos minutos junto a su mejor amigo.
Rodrigo la esperaba a su vuelta a casa y entonces volvían a contemplar juntos otro atardecer. A veces, cuando la mujer regresaba a casa, él se mostraba enojado por haberle dejado olvidado entre las sombras del pasillo o tras las cortinas del salón, escondido de las miradas de otros. Pero pronto la perdonaba y volvían a encerrarse en el ritual de contemplación muda de la partida del sol.
Fabio la había acompañado en alguna ocasión junto a los ventanales, en los tiempos en los que era un hombre perfectamente sano. Rodrigo había sentido la puñalada de los celos en su cuerpo inorgánico y se había retirado silenciosamente a cualquier otro rincón de la casa.
A Olivia le gustaba compartir su vida con aquellos dos hombres, ambos tan silenciosos. El doctor siempre le había tendido la mano en la vida real. Rodrigo había consagrado su vida eterna a cuidar de ella. Y su madre cerraba los ojos con dolor cada vez que la oía hablar con su marido muerto, pero la dejaba hacer, porque no se le ocurría nada salvo dejarla vivir en las sombras.
Fabio estaba acostumbrado a las visitas diarias de Olivia. La mujer solía aparcar su silla al borde de la cama y tras hablar con Rosalía sobre el estado del enfermo como si él no estuviera realmente allí, se dedicaba a contemplar el rostro, cada vez más delgado, de su amigo. Era Fabio quien a veces le hacía alguna pregunta, pero casi siempre dejaban pasar las horas en silencio.
Olivia rezaba para que Fabio sufriera lo menos posible, aunque ya sabía que la enfermedad que se lo estaba llevando era sumamente dolorosa. Ella lo comparaba con aquellos primeros días de su parálisis, cuando todo el cuerpo, incluidas las piernas que ya había dejado de sentir, se le rebelaban como insufribles focos de dolor continuo y agudo. Entonces deseó morir y unirse a los que la habían abandonado. Pero por más que había rezado, la muerte la había dejado allí, rota de cintura para abajo y tan desolada que nada podría consolarla jamás.
Ahora contemplaba a Fabio y le admiraba profundamente. No le oía quejarse y nunca le decía que deseaba morir de una vez. Quizá esperara un milagro o se había resignado a vivir con su dolor, pero de un modo u otro, jamás se quejaba de su suerte.
Sus ojos azules y profundos, que un día le habían sonreído llenos de vida, ahora se iban apagando con el discurrir de unos días terribles. Estaban rodeados de unas enfermizas ojeras oscuras y la nariz parecía haber crecido hasta ser demasiado grande para un rostro tan hundido y blanquecino como el de su querido amigo. Ella se sentía impotente, viendo como el hombre se consumía con el transcurso de los días, pero no se le ocurría nada que hacer, salvo continuar a su lado.
Olivia aún recordaba al Fabio de unos meses atrás. Al Fabio lleno de vida que la había acompañado la mitad de sus años. Al amigo leal que nunca la dejó sola y que siempre le dio ánimos para continuar mirando hacia delante. Ese hombre enérgico y vital que había evitado su caída a los infiernos de la autocompasión y el miedo. Su héroe, su apoyo.
Le había amado casi desde el principio. El suyo había sido un amor extraño, nacido a la sombra de su devoción por Rodrigo, la cual seguía manteniendo intacta tantos años después. Hubo una ocasión en la que casi sortearon el obstáculo que el fantasma había erigido entre ambos, pero fue sólo un espejismo que no llegó a formalizarse jamás. Una ilusión que además, creía Olivia, tenía más motivos que la presencia de Rodrigo para no verse realizada.
Nunca había querido indagar en los secretos que el doctor guardaba, pero sabía que uno de ellos les había impedido estar juntos. Tal vez era otra mujer del pueblo, o alguien de su vida anterior, antes de llegar allí y conocerla. Olivia sabía que ese alguien se había interpuesto entre ambos y se odiaba a sí misma por no ser lo suficientemente orgullosa como para preguntarle claramente de qué se trataba.
Cuando abandonaba el lecho de Fabio, Olivia no podía evitar derramar lágrimas de dolor. No podía comprender su vida futura sin la presencia de ese hombre en todos sus rincones. Entonces él, consciente del dolor de la mujer, alargaba una de sus huesudas manos y le acariciaba el brazo, intentando procurarle algún alivio, por pequeño que fuera.
—Yo volveré y miraré los atardeceres contigo y con Rodrigo— le decía. —¿Me dejarás?
Olivia asentía entre lágrimas. No sabía si sus palabras le dolían o le aliviaban. Pero se las agradecía, porque en el fondo de su alma, eso era exactamente lo que quería de él. Saber si cuando él cerrara los ojos definitivamente, le perdería para siempre o si volvería a sentirlo con ella.
La mujer derramaba alguna lágrima más y luego abandonaba la habitación que cada día olía más a muerte y a hospital. Entonces se paraba tras la puerta cerrada y allí, lo más cerca que podía estar de su amigo para decirle lo que pensaba, le agradecía entre susurros su dedicación y su valentía.
Al volver a casa, al reunirse con Rodrigo, Olivia hacía resumen del día a día de la enfermedad de Fabio, y le contaba al fantasma los pormenores de la enfermedad del doctor. Eso le ayudaba a afrontar esa realidad que le dolía tanto. A asumir que pronto Fabio sólo sería una presencia tras ella, como lo era Rodrigo desde hacía tantos años.
Y eso le aterraba, porque comprendía que la muerte de Fabio podría alejarla definitivamente del mundo real, para refugiarse por toda la eternidad entre los brazos de sus más queridos fantasmas.
Una tarde cualquiera Fabio quiso aparcar el silencio. Olivia ya sólo deseaba que los últimos días que les quedaban se hicieran eternos. Ya le había prometido que tendría un lugar junto a Rodrigo y eso parecía aliviar en parte al hombre. Pero él quería aliviarse del todo. Quería decirle todo lo que nunca había podido explicarle hasta entonces.
Aquella tarde Fabio se había dado un ultimátum. Se lo contaría y le pediría la absolución que necesitaba para partir en paz. Olivia le contemplaba expectante, sabía que algo importante iba a ocurrir y creía estar preparada, llevaba todo la vida preparándose para escuchar las razones de Fabio a su negativa de amor.
—Así como tú amas al fantasma de tu marido muerto, yo estoy enamorado de un recuerdo. —Dijo con un tremendo esfuerzo el doctor. —Vivo obsesionado por el beso que una mujer, apenas una niña, dejó en mis labios. El mismo día que me besó, desapareció para siempre. Pero ni un solo día he dejado de pensar en ella.
Olivia sintió alivio y disgusto a la vez. Alivio, porque por fin le había confesado su secreto. Disgusto, porque sabía perfectamente quién era su rival, a quién pertenecía su corazón, podía leerlo en la angustia que recorría el rostro de Fabio.
La mujer no logró dominarse, ni asimilarlo. Se sintió profundamente ofendida por la deslealtad del doctor y quiso huir de allí, dejarle para siempre, olvidarse de su nombre, de sus ojos, de sus manos, de los labios que una vez fueron suyos. De la única noche de amor que compartieron. Quiso olvidarse de que el mundo seguía girando y de que él esperaba su perdón.
Fabio la sujetó del brazo con suavidad, como hacía siempre para pedirle un lugar junto a Rodrigo. Ya se lo había prometido, pero no había comprometido con él su perdón. No iba a dárselo, no podría por mucho que se lo propusiera, la traición le dolía demasiado.
—No me dejes morir sin una palabra— le rogó él.
Pero Olivia ya estaba cerca de la puerta y ya la estaba abriendo, manejando con dificultad el picaporte y las ruedas de su silla. Fabio la llamó y ella le ignoró. Ya estaba casi fuera de alcance, un metro más y no volvería a verle, ni a sentirle, ni a oírle.
Junto a la puerta ella se volvió.
—Volveré mañana,— concedió —pero no puedo decirte nada. Al menos no de momento.
Fabio sonrió desde su cama. Una lágrima descendió por su rostro enjuto y enfermo y le dijo gracias con los ojos acuosos. Ella también lloraba y se mordía los labios para evitar el dolor. De pronto recordó la hora que era y su cita con los ventanales del salón y con el abandonado Rodrigo. Cerró la puerta tras ella y regresó a su casa. Al cruzar el umbral de su hogar, las lágrimas bañaban completamente su rostro y de sus labios le salía un hilo de roja y profunda sangre.