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Mamá Rosario decidió que debía hacer limpieza en la casa de una vez por todas, porque se acumulaban ya demasiados trastos que ella consideraba inútiles, sobre todo desde que la pequeña se fue.
Le daba un poco de pereza ponerse con una limpieza a fondo en las habitaciones de la parte alta de la casa, pero esa no era la única razón que la mantenía alejada de su propósito. No quería revolver entre las cosas de las niñas, porque aún no había perdido la esperanza de que un día regresaran.
La pequeña aún llamaba alguna vez, pero de forma esporádica y apenas revelaba detalles sobre su vida lejos de la casa de su niñez. Su voz parecía tan cargada de tristeza, que Mamá Rosario sentía la necesidad de correr a su lado y susurrarle al oído de que ella siempre estaría allí.
La recordaba de niña, y sabía bien que nunca se había sentido querida en la casa. Mamá Rosario se había dado cuenta, quizá demasiado tarde, de que nunca pensaron en ella como destinataria de amor, pensando que no lo necesitaba tanto como los demás. Incluso una vez fue tan desconsiderada como para decírselo. El resultado era el esperado, así que ahora no podía sorprenderla que la joven quisiera alejarse de ella, que no había sabido demostrarle su amor.
Mamá Rosario decidió que iba a limpiar las habitaciones ese mismo día, nada más acabar con el encargo del restaurante.
Para mantener a la familia, en la casa contaban con el sueldo del tío José, que trabajaba en el puerto y el suyo propio. Ella era modista ocasional, y preparaba postres para el único restaurante del pueblo.
Aquella mañana debía preparar varias tartas y una cazuela de arroz con leche. No le llevaría mucho tiempo, después de cuarenta años preparando deliciosos platos, sabía cómo hacer su trabajo en el menor tiempo posible y manchando la menor cantidad de utensilios. Luego, lo dejaba todo hacerse a fuego lento, con un poco de atención, y las recetas le salín en su justo punto.
Su hija no se había levantado todavía, pero siempre dormía hasta muy tarde, así que no se preocupó por ella. Solía pasar las mañanas completamente sola y solamente a la hora de la cena se reunían los tres habitantes de la casa. El tío, ya demasiado viejo y contando ya los días que le quedaban para la deseada jubilación, sin prestar mucha atención a la comida del plato y deseando irse a dormir y consumir otro día. Su hija, sin abandonar esa mirada triste y perdida que tanto dolor le causaba a Mamá Rosario.
Sólo ella, una vieja solitaria y artrítica, con problemas gástricos y con el corazón encogido por la falta de felicidad con la que había vivido toda su vida, se sentaba a cenar contenta, porque era el único momento del día en el que se sentía acompañada y si fingía un poco, incluso se sentía querida. Aunque esto era más bien un espejismo.
Su última oportunidad de amor se pasó ya hacía mil años. Aún recordaba con cariño la declaración torpe del candidato y sus ojos esperanzadores, implorando una oportunidad que se creía de sobra merecida. Hasta el día de la declaración, le llenaba de flores la cocina todas las tardes y luego salían a pasear. Caminaban por la misma senda, hasta que llegaban a unos parajes algo hundidos, a las afueras del pueblo, donde sólo se veía la torre de la iglesia si miraban en dirección a la población.
A veces se cruzaban con algún pastor que regresaba a casa tras la jornada de trabajo y ellos intercambiaban algunas palabras con el hombre. Luego, se dirigían cañada abajo, en dirección al río, y junto a la charca, siempre bajo el mismo árbol, se sentaban cada día a contemplar los campos bañados por la suave luz del crepúsculo.
Mamá Rosario nunca olvidaría aquellos momentos, ni el olor de las lomas recién segadas, la brisa que soplaba desde el mar, tan cercano y lejano, o el sonido de los pájaros que se paraban a beber en la charca. Tampoco olvidaría nunca el roce de la mano de su compañero una tarde de finales de agosto. Fue un tímido intento de acercarse a ella como un hombre se aproxima a una mujer, y entonces Mamá Rosario creyó que el cielo se desprendía de las alturas y caía sobre su cabeza.
Había deseado largamente el contacto de la mano amiga en su propia piel, el roce de unos labios, una palabra que le hablara al corazón. Pero cuando se encontraba al borde de la situación anhelada, el miedo le atenazó toda entera. No podía corresponder a su amor, jamás podría aunque en su interior sintiera lo mismo. En el pueblo ya había oído que se hablaba de ellos y no estaba dispuesta a que las habladurías siguieran lapidándola y condenándola por algo que aún no había hecho, y que ya probablemente nunca haría.
Sonrió con dulzura a su amigo y le cogió su mano. La besó y se la acercó al corazón. Él sonrió, pensando que era una declaración de correspondencia a su amor. Pero la sonrisa pronto murió en sus labios, cuando ella le agradeció toda la compañía que tenía en él y en su presencia a su lado. Pero nunca le podría dar nada más.
—Nadie entendería esta situación. Ni yo misma lo haría— dijo ella presa del dolor más intenso —aún amo a tu hermano, aunque me dejara tan pronto. A veces quisiera haber muerto como él. Pero sé que te tengo conmigo, y tu compañía me ayuda a seguir. Lo siento, José.
El tío José no dijo nada. Asintió comprendiendo que ella tenía razón, aunque sus ojos reflejaban la fuerza del daño infringido.
Desde aquel día nunca más hubo paseos ni flores en la cocina. El brillo de los ojos de ambos volvió a apagarse, como en los días de la muerte del marido. El hombre comenzó a vivir sólo para trabajar y luego para jubilarse. Ella, se refugió en la pena absoluta y se maldijo por no haber sabido mantener al amigo a su lado. Intuía que desde ese día, él le guardaba un calculado rencor que un día le expondría sin miramientos.
Y vivir bajo el mismo techo no ayudaba. Verse todos los días les dolía a ambos como cien puñales lanzados al estómago, pero ninguno le puso remedio a la situación.
Ahora, quince años después, Mamá Rosario aún cerraba los ojos para oler el perfume de la siega reciente y para escuchar a los pájaros junto a la charca, pero jamás había regresado allí. Nunca regresaría sin él, porque ese era el santuario de su amistad, y lo profanaría si se le ocurriera visitarlo sin su compañía.
Desechó estos pensamientos mientras metía las tartas en el horno y ponía a reposar el arroz con leche. Entonces ya no encontró excusas para no subir a las habitaciones de las niñas para empezar la limpieza. Le seguía dando miedo enfrentarse a lo que esos cuartos contenían, pero no le quedaba más remedio que hacerse la valiente.
Recordó entonces la voz lejana de una canción que recorría la casa en una época que ya parecía enterrada. La voz que arrastraba las palabras y que sentía cada una de las sílabas de lo que cantaba. Y una frase, tan desgarradora, tan sufriente, que hablaba de clavarse las uñas en el corazón para no llamar de vuelta al amor que ha resultado infiel. La tristeza más infinita, la mayor prueba de que lo que se tuvo fue amor del de verdad, las uñas clavadas en el corazón.
Mamá Rosario decidió que buscaría el disco antes de limpiar la vida de las niñas y lo pondría en el viejo tocadiscos. Quizá se sentara un rato a escuchar las palabras de dolor de la canción y luego, ya subiría las escaleras en busca de los recuerdos… quizá, sí, quizá más tarde.