6

 

 

 

 

 

Claudia por fin había comprendido que ese hombre era la única ilusión de su vida y que debía llegar el día en que ambos fueran una sola persona.

 

Cada día se levantaba con el único propósito de verle aparecer y ya lo demás dejó de tener sentido en su vida. Apenas comía, no atendía en sus clases y ya no se preocupaba por su salud o por su aspecto.

 

Llevaba cuatro años viviendo en la ciudad y nunca había sentido tan intensamente la vida como ahora la sentía. Antes era una niña de pueblo, sin más ambiciones que hacer felices a los que se quedaron en la casa con notas brillantes, como había hecho siempre. Claudia era la niña lista de la casa, la que llegaría lejos.

 

Pero ella no quería ser sólo eso para nadie. Quería ser la persona que recibiera el cariño que siempre se llevaron otros en su lugar. Siempre supuso que ella no se lo merecía tanto como los demás, por eso jamás elevó sus quejas de desamparo. Ella no había sufrido ningún mal, los avatares de la vida la habían respetado y siempre había vivido protegida y eso era su maldición. Nunca fue importante en la casa del pueblo y por eso vivir en la ciudad debería haber sido una liberación.

 

Pero se había equivocado. La ciudad se había rebelado como un lugar frío y sin compasión, que había intentado devorarla desde le mismo día que quiso formar parte de ella. Nunca le había dado una oportunidad, ni siquiera le había ofrecido una tregua. Siempre la trató como a una intrusa y jamás pudo sentir que ese conjunto de calles y personas podrían convertirse en un hogar para ella.

 

Claudia siempre había sido una niña solitaria y muy tímida que sólo tuvo una amiga durante toda su infancia. Una amiga que la trató todo lo mal que pudo y a la que nunca dejó de amar a pesar de todo. Su amiga, su hermana mayor, siempre se aprovechó del amor que todos la tenían en casa para hacerle todo el mal posible, sabiendo que la fragilidad de Claudia era el propio resultado de ese mal que ella le infringía con morboso placer. Un día su hermana se fue y desde entonces se había sentido huérfana.

 

Pero su niñez casi había sido feliz porque le había cerrado los ojos con enorme convicción a las maldades de los demás y ni siquiera cuando unas niñas crueles se rieron de su propia ignorancia, por llamar mamá a la persona equivocada, ella no dejó de creer en la felicidad que el mundo encerraba. Y cuando quiso que su hermana le explicara las complicaciones de esa familia en la que vivían, sólo obtuvo frialdad y silencio.

 

Claudia seguía queriendo a su hermana, a pesar de que hacía años que no se veían. No importaban la distancia y el tiempo transcurrido, porque en el corazón de Claudia nunca habría sitio para odiar a su única amiga, como tampoco podía odiar a su madre, que la había engañado, ni a la ciudad que pretendía asfixiarla.

 

El hombre tampoco encerraba ningún odio. Eso podía verlo en sus ojos, hijos del mismo sol. Era demasiado hermoso y demasiado transparente como para encerrar algún sentimiento mezquino y por eso ella le quería tanto.

 

Hacía ya un tiempo que se presentaba a su cita con el parque y con ella, aunque en este caso, sin pretenderlo. Pero seguía sin verla, a pesar de estar sentada justamente enfrente de él.

 

Claudia había decidido permanecer fiel a su sentimiento de amor por aquel desconocido y no iba a romper su propia promesa, por mucho tiempo que pasase sentada en aquel parque sin obtener ningún resultado.

 

Era tímida y solitaria desde niña, pero también obstinada y perseverante. Nunca cejaba en su empeño si se le metía algo en la cabeza y eso lo sabían perfectamente cuantos la conocían. Al cumplir los siete años, se había empeñado en nadar sola en el río, sin que su hermana tuviera que meterse en el agua con ella y sujetarla de las manos. Y tras numerosos intentos fallidos de mantenerse en pie en el agua, sin ningún apoyo al que asirse, lo había conseguido finalmente, demostrando a todos que podía hacerlo sola. Nunca más la cuestionaron y nunca más se preocuparon por su arrojo, sabían bien que era valiente, aunque ella misma lo ignorara.

 

Claudia estudiaba para ser médico. Lo deseaba desde siempre, desde que conoció al hombre más cariñoso del mundo, un médico que le acariciaba el pelo y le preguntaba cómo le había ido en el colegio. Decidió que sería como él, para consolar a los niños que la necesitaran, como ella había necesitado del roce de la mano de ese hombre para sentirse mejor. Para sentirse amada.

 

Estudiaba con constancia para conseguirlo, pero desde que el hombre había aparecido en su vida, las prioridades ya no estaban tan definidas y dejó de preocuparse por lo que quería ser. Ya sólo le preocupaba lo que quería tener. Nunca antes se preocupó por la posesión, pero ahora sólo anhelaba poseer el brillo de los ojos de ese hombre.

 

A veces se sentía mezquina porque pretendía apropiarse de algo tan bello en lugar de dejarlo libre. Si amaba a ese hombre era por lo que realmente era, y si ella lo poseía dejaría de ser libre, una de las cualidades que lo representaban y por las cuales le amaba. Recordó la fábula que alguien le había contado hacía muchos años, aquella que decía que si posees un pájaro debes cortarle las alas para evitar que vuele lejos de tu lado, pero sin alas, dejará de ser un pájaro. Y ella quería al pájaro. La moraleja era simple. Si le quería, debía dejarlo y no pensar en poseerlo, para que él pudiera seguir siendo el pájaro que amaba. Pero era tan complicado separarse de la atracción que le unía a él, que por más que se lo prometiera cada mañana, siempre acababa acudiendo a la cita con su presencia.

 

Le gustaba contemplarle en silencio, mientras él se dedicaba a estudiar el mundo. Le gustaban sus ojos grandes y claros, fríos y luminosos a la vez. Le gustaba cuando los cerraba para retener algún pensamiento o para poner orden en su mente. Le hacía parecer un niño guardando secretos en algún escondite lejos de la vista de los demás.

 

Claudia abandonaba el parque tras él, cuando la luz empezaba a declinar y se convencía de que las horas hasta su próximo encuentro pasarían rápidas como el viento. Entonces recordaba quién era, y qué se esperaba de ella y corría a encerrarse en su dormitorio para tratar de recuperar un poco de la ilusión de su niñez, que tanto la había alimentado y sostenido durante años. Estudiaba unas páginas sin mucha convicción y se acostaba en su cama, rogando para encontrarse de nuevo con el hombre en sus sueños.

 

A veces, sus oraciones se veían recompensadas y en sus sueños él se acercaba y le sonreía. Era muy poco, pero ella siempre se conformaba con cualquier gesto.

 

Otras veces no soñaba con él, sino con su hermana y con la casa del pueblo. Con el río en el que aprendió a no necesitar a nadie y con la brisa con olor a mar que soplaba los días cálidos. Soñaba con su madre, la de verdad, distante y triste, y con la madre postiza, la que una vez le dijo que ella no podía darle el mismo amor que a su hermana, porque ella no había reunido los méritos suficientes ni el sufrimiento que Dios le había infringido a la otra.

 

Esos días los sueños se convertían en pesadillas y se torturaba pensando que aquello era cierto, que Dios no la había colocado en la misma situación que a los demás. Rogaba por las secuelas del resto de las mujeres de la familia y por poder acordarse de los que murieron entonces.

 

Pero la angustia acababa desapareciendo con su visita al parque, con su encuentro anónimo con aquel hombre. La ilusión volvía a florecer, y se olvidaba de su vida, la de verdad, mientras las pesadillas no se repitieran de nuevo.

 

 

 

 

 
Clávame las uñas en el corazón
titlepage.xhtml
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_000.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_001.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_002.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_003.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_004.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_005.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_006.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_007.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_008.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_009.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_010.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_011.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_012.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_013.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_014.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_015.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_016.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_017.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_018.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_019.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_020.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_021.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_022.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_023.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_024.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_025.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_026.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_027.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_028.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_029.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_030.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_031.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_032.html