12
Aquel año Claudia sacaría unas notas tan buenas como había esperado.
Quizá llamaría a casa para contarlo. De hecho, sus únicas llamadas a la casa eran para informar de sus éxitos académicos. Para el resto no tenía mucho sentido, porque pensaba que no importaba demasiado si ella estaba bien, si era feliz o si la ciudad aún estaba tan empeñada en devorarla como cuando llegó.
La primera mañana que amaneció clara después de muchos días de oscuridad, Claudia saltó de la cama con renovada energía y decidió que haría de esa jornada un día memorable. No desperdiciaría ni un solo segundo, viviría plenamente los minutos, como sintiendo que su tiempo se acababa.
Corrió a la ducha, se vistió sin atender mucho a lo que se ponía y se bebió de un trago el café, solo y frío, que se había preparado antes de vestirse. Sonrió ante el espejo y decidió que se pintaría los labios de un color suave, acorde con el tiempo que hacía afuera.
Sus compañeras de piso ni siquiera se habían levantado aún cuando ella abrió la puerta de la calle y se dispuso a comerse el mundo. Pensó en la gran oportunidad que perdían durmiendo unas horas en las que podría ocurrir el acontecimiento más grande de sus vidas. Ella sabía que el suyo, su gran momento, se llevaría a cabo. Bueno, quizá no el más importante, pero sí uno decisivo, eso sí lo intuía.
Al salir del oscuro portal, el sol matinal bañó su rostro de una impecable y perfecta luz matutina. No recordaba nada parecido desde sus legendarios baños en el río, allá en los largos días de verano de su infancia. Cerró los ojos para empaparse de ese sol que la recibía y le daba la bienvenida a tan magnífico escenario y comenzó a caminar sin ningún rumbo determinado.
Ese día había decidido hacerle un guiño a la ciudad que tan mal la había tratado todos aquellos años. No se dejaría acobardar ni doblegar por su ambiente asfixiante, sus calles estrechas, ni la gente maleducada que sólo se preocupaba de ella misma. Aquel no era un día para guardar rencor por algo que ni siquiera le importaba ya, así que, en plena tregua con aquel conjunto de vidas, se decidió a continuar el paseo.
Recorrió avenidas y plazas y se maravilló de la inusitada soledad de las calles. La gente debía estar disfrutando del domingo fuera de la ciudad o apurando los minutos en sus camas. Qué gran desperdicio, pensó Claudia. Aunque pronto comprendió que quizá la felicidad que ella estaba experimentando aquel día, otros lo consiguieran estando en compañía de alguien a quien realmente amaran.
Ella nunca había conocido a nadie que le diera una confianza tal como para llegar a amarlo. Tenía veintiún años y se sentía como si aún no hubiera dejado la infancia.
El año anterior a comenzar la universidad, un muchacho del pueblo se le había acercado una noche durante las fiestas del pueblo, y se había ofrecido a acompañarla hasta su casa. Apenas conocía al chico, sólo sabía que trabajaba en uno de los barcos de la pequeña empresa de su padre, que había dejado los estudios hacía tres o cuatro años y que jamás tendría un futuro lejos del pueblo.
Escuchó su propuesta sin inmutarse y luego, amablemente, la desechó. El chico pintó su rostro con la oscura decepción de la derrota y se alejó de allí sin dejar de mirarla, aún dolido. Claudia le había rechazado por las mismas razones por las que siempre les rechazaba a todos. No quería que vieran en ella a su hermana, que siempre tuvo fama de chica fácil en el pueblo. No se le ocurrió que ese chico pudiera acercarse a ella porque realmente le gustaba. Lo vio en sus ojos cuando la dejó. Los demás se iban encogiéndose de hombros y soltando algún improperio entre dientes, sin sentir realmente el rechazo.
A Claudia se le había revuelto el estómago, pensando que quizá se había equivocado, pero no hizo nada por remediarlo. Pasaron los dos últimos meses que viviría en el pueblo, y luego se marchó, tras alegar en casa que procuraría encontrar un lugar donde la quisieran más. Su abuela la había mirado como si se le hubiera quebrado el corazón, pero Claudia sólo podía pensar en el chico rechazado. Salió de su casa, se montó en un autobús y se alejó de allí.
Ahora habían pasado tres años y aún recordaba lo cerca que estuvo alguna vez de conocer a alguien que pudiera amarla. Pero aquel día no quiso que el rostro dolido de aquel chico se cruzara en su mente. No quiso acordarse de él, ni tampoco de sus días en el pueblo y de los siempre memorables acontecimientos que su hermana había protagonizado antes de irse.
Claudia sólo pretendía seguir disfrutando del día, sin que los negros pensamientos que la habían atormentado en su adolescencia volvieran a enturbiarlo todo.
Sin darse mucha cuenta de los lugares por los que cruzaba, llegó a un pequeño parque del que desconocía su total existencia. Era de esos remotos lugares que, sin embargo, están tan cerca y que nunca vemos realmente, hasta que por fin los descubrimos gracias a una feliz casualidad. La distancia con su casa era ridícula y se preguntó porque nunca antes había sentido la necesidad de mirar a su alrededor y ver lugares como ese. La respuesta era muy sencilla: había estado muy ocupada sacando buenas notas, defendiéndose de los embates de esa ciudad hostil y buscando un lugar en el que la quisieran, tal y como había anunciado al abandonar el pueblo.
Sólo había triunfado en lo de sus buenas calificaciones, porque la ciudad se la seguía tragando viva y no había conocido a nadie que la ayudara a encontrar un lugar de amor, acorde con sus necesidades emocionales. Era un fracaso tras otro, pero aún era joven y aún le quedaba tiempo. Y además, ese día iba a ocurrir algo… algo decisivo.
Se adentró en el parque y lo recorrió con su mirada, con sus ojos jubilosos que celebraban un día especial. No dejó de percatarse de los sonidos de pájaros tras los árboles, el olor a verde que lo inundaba todo, los rostros complacidos de los habitantes de sus estrechos senderos, flanqueados de árboles centenarios, con troncos tan verdes como las propias hojas.
Era el paraíso, se dijo Claudia. En el parque sólo había gente como ella. Gente que huía de la existencia que la vida les otorgaba de lunes a sábado. Gente que se desnudaba de falsos vestidos cotidianos, para ser simplemente ellos mismos. En aquellos rectos caminos rodeados de verde se cruzaba con almas gemelas, personas que le sonreían de manera cómplice, que le transmitían sentimientos compartidos entre la liberación y el hastío rutinario por la mediocridad. Allí estaban los desheredados, las mentes achicadas por el tedio y la modernidad, mentes que al llegar el domingo se liberaban y salían a la luz con el esplendor renovado de cien soles. Allí podía ser feliz, aunque la felicidad se le mostrara tan efímera y distante que, apenas traspasaba los límites del sanador parque, ésta emigraba nuevamente dentro del verde recinto.
Era un lugar que encerraba la paz que tanto había deseado hallar. Se dirigió a un banco del camino principal, junto a la fuente y se dejó caer, sin poder apartar los ojos de toda la maravillosa atmósfera con la que era rodeada, cubierta y embaucada. Había caído presa del hechizo del lugar y ya nada podría alejarla de allí. El parque tenía una esclava más, y ella estaba encantada de pertenecer por fin a algún lugar concreto.
Entonces se dio cuenta de lo especiales que eran allí las personas. No importaba el aspecto, la edad o la procedencia, porque todas las personas que se encontraban a su lado, habían acudido al parque por la misma razón que ella, buscando algo que no sabrían definir, pero que ya no abandonarían jamás, una vez encontrado.
Y en ese momento fue cuando el hombre entró en el recinto, con paso lento, contemplando la misma maravillosa atmósfera que ya había capturado a Claudia. Él también veía el parque por primera vez, sus ojos le delataban. Claudia lo observó desde su banco conteniendo la respiración. Encontrar el parque no era esa cosa decisiva que tenía que ocurrir ese día. Era encontrarle a él.
El hombre era alto, corpulento, de piel oscura y estaba tocado con una espesa mata de pelo del color de la paja seca, que le llegaba a la altura de la nuca. A pesar del sol y el calor con el que había despertado el día, el hombre vestía un grueso abrigo de paño negro, muy desgastado y raído. Su ropa, bajo el abrigo, también era oscura, y el conjunto destacaba poderosamente con relación a su cabello de oro. Sus ojos eran de un color gris piedra que transmitía la frialdad de ese material, pero que al instante, se inundaban por la luz del sol y se transformaban en dos enormes focos de luminosidad.
Claudia lo observaba embelesada, comprendiendo que la perfección existía y que la belleza de aquel hombre sólo podía ser comparada a la de uno de los divinizados mitos griegos. Era tan bello que cortaba la respiración. Pero casi nadie era capaz de llegar a ver esa apostura, enmascarada por la suciedad y el desaliño con que el hombre se paseaba.
Era un mendigo. Pero a Claudia no le importaba nada. Sólo su presencia, que a partir de entonces sería central en su nueva vida. Continuó observándolo de lejos y sin intención de acercarse, a pesar de sus imperiosas ganas de darse a conocer. Si algo hubiese de pasar entre ellos, ella no iría a buscarlo, pasaría porque él también se daría cuenta.
Claudia, no obstante, sabía que aquel hombre sería su futuro y prometió no abandonar su espera hasta que no obtuviera resultados. Sabía, además, que él también había sido arrastrado por la magia del parque y que también regresaría todos los días. Allí se verían y allí se conocerían.
El aire se cargó de un delicioso olor a flores y una brisa suave trajo los acordes de una canción perdida, que le devolvió por un instante a su infancia y a la casa del pueblo. La canción, cantada con voz masculina y grave, hablaba de amores desgraciados, de lágrimas contenidas y de gritos no proferidos. Hablaba de un hombre que no se resistía a perder lo que amaba, pero que su orgullo le indicaba que el único consuelo posible radicaba en clavarse las uñas en el corazón. Ella también se las clavaría para evitar correr a llamar a ese desconocido que, de pronto, era su única esperanza.