14

 

 

 

 

 

Claudia se sintió completamente abandonada desde la primera mañana que su hermana faltó en la casa.

 

Era su única amiga y, a pesar de su desdén, era la única persona que alguna vez había intentado quererla. Creyó que sus intentos habían dado resultado, porque le había dado un beso antes de partir. Eso tenía que significar algo, nadie la había besado antes, así que algo tenía que decir.

 

La marcha de su hermana culminó la que hasta ese momento estaba siendo la peor semana de su vida.

 

Sólo tres días antes había comenzado la pesadilla. Claudia siempre supo que ella nunca fue una prioridad para los miembros de su casa, pero jamás se llegó a cuestionar que la sometieran a un castigo semejante, a mentirle sobre su propia madre.

 

Si bien no había sentido nunca la protección que otorga el amor, hasta ese momento se consideraba una muchacha normal, casi feliz, porque su naturaleza cándida perdonaba cada uno de los desaires de los que era blanco continuo. Pero aquel día supo que jamás podría seguir cerrando los ojos y dejarse golpear más en su orgullo.

 

Unas chicas crueles le habían abierto los ojos de la peor manera posible, soltándole la verdad en público y riéndose al comprobar su profunda ignorancia.

 

Aquel era uno de esos días calurosos de verano y Claudia se levantó como de costumbre, sin saber que ese día dejaría de ser una niña feliz y confiada.

 

Su hermana se preparaba para acudir al río, a pasar el día allí con unos amigos y Claudia pidió permiso para acompañarla. Su hermana la trataba mal, pero siempre le dejaba que fuera con ella, aunque luego no la hablara y la dejara abandonada en un rincón.

 

El día empezaba bien. Sol, risas, calor y el río a su entera disposición. Su hermana tonteaba con algunos chicos, y uno, en particular, no le quitaba los ojos de encima, uno que parecía más tímido que los demás y más amable en el trato. Era un buen chico, ella lo conocía de verlo por la escuela, de lejos, aunque ese año había sido su último año en el colegio. Iba a trabajar para su padre en uno de sus barcos, no tendría ningún futuro fuera del pueblo, pero igual a su hermana no le parecía mal. Harían muy buena pareja, aunque la mayor nunca había sido de tener novio, al menos desde que la dejara aquel chico mayor con el que salió varios años atrás. Era más bien de las que tonteaban, pero no se metían en nada serio.

 

Claudia la envidiaba profundamente. Ella nunca había tenido la cantidad de halagos que ella recibía. Aún no sabía que esos halagos formaban parte de la parafernalia que rodeaba la fama de chica fácil que la mayor tenía entre todos los chicos del pueblo, y por ello, por ignorarlo, Claudia la seguía envidiando.

 

Para dejar de admirar a su hermana, decidió que se daría un baño en el río y luego comería algo, apartada de los demás, como siempre. Cuando se estaba quitando la camiseta, notó que alguien se paraba justo junto a ella. Eran dos chicas, mayores que Claudia, casi de la edad de su hermana. Se la quedaron mirando fijamente, y luego rompieron a reír con enorme malicia. Una de ellas, Claudia la recordaría siempre, rubia, fría y altiva, se dirigió a ella con un cruel descaro, sin mediar provocación alguna.

 

—Tu madre es completamente ridícula— soltó a bocajarro —¿Cómo puede aspirar a pretender al doctor Isasi? No es más que una pobre paralítica… no podría hacerle el amor… no sentiría nada… fría como un mueble…

 

Claudia se quedó perpleja. Se la quedó mirando estúpidamente, sin saber qué contestar. La chica que había hablado, tras comprobar el efecto de sus palabras, la miró burlona y se dio media vuelta, con su amiga tras sus pasos. Claudia no supo reaccionar. Quiso correr detrás de ella, obligarla a girarse y pedirle explicaciones… ¿su madre?,  ¿el doctor?, ¿su madre… paralítica… ella?.

 

Tras unos instantes que se hicieron eternos, Claudia corrió a vestirse de nuevo, se calzó y recogió todas sus cosas. Salió veloz hacia su casa y subió a su habitación sin querer mirar hacia ningún lado. Al llegar a su cuarto, cerró de golpe la puerta y corrió a refugiarse entre las sábanas de la cama.

 

Permaneció allí por tiempo incalculable, hasta que, una vez caídas las sombras de la tarde, su hermana regresó a la casa y fue a interrogarla por el numerito con huida incluida que había protagonizado en el río. Claudia no quiso hablar, sólo quería consumirse hasta desaparecer. Pero la mayor sabía sacarle toda la información que quería y la obligó a incorporarse y a contárselo.

 

Claudia cedió finalmente y le reveló las palabras que aquella chica le había dicho y le preguntó por su significado.

 

Su hermana no respondió. La miró un momento y luego se levantó de la cama.

 

—Olvídalo.— dijo acercándose a la puerta —No es nada.

 

—¿Qué no es nada?— gritó Claudia enfurecida —¿Han mentido ellas o me habéis mentido todos?. Ya no sé nada.

 

La mayor le dedicó una mirada llena de irritación y desdén y la abandonó con sus dudas y con la tormenta interior que la estaba azotando. Claudia lloró y lloró porque sabía que acababa de perder la fe y su endeble felicidad infantil se había roto en pedazos. Aquellas chicas le habían atravesado el corazón con el puñal de la duda, y su hermana acababa de rematarla al no prestarle ninguna ayuda que la permitiera comprender.

 

Claudia tendría que averiguar las cosas que desconocía adentrándose en el foco del dolor, preguntando a quien de verdad sabía.

 

Se incorporó de la cama, se acercó al espejo de la pared y se limpió las lágrimas. Se sonrió tristemente y bajó al salón, donde sabía que la iba a encontrar. Siempre estaba en el salón, mirando por los ventanales, espiando la huida del sol.

 

No se equivocaba. Estaba al lado del tocadiscos. Iba a poner la canción. Empezaron a sonar las primeras notas. La voz cantaba con enorme dolor, era un buen intérprete. Ella levantó los ojos cuando la vio de pie, junto a la puerta del salón. Se sorprendió de encontrar a Claudia allí, nunca profanaba su soledad y se preguntó qué le habría movido a acercarse a ella después de tantos años.

 

La mujer era un misterio para la joven. La recordaba siempre en la silla de ruedas, huyendo del mundo, de la realidad y de ella. Podía contar con los dedos de las manos las veces que habían hablado a lo largo de toda su vida. En cambio, con su hermana era diferente. Cuando era sólo una niña, las había observado mientras la mujer sentaba en su regazo a su hermana y le susurraba cosas al oído, le colocaba los lazos del pelo o le daba un beso en la mejilla. Claudia nunca había sentido el tacto de esa mujer sobre su piel. No había recibido nunca nada de ella.

 

Se acercó un paso más y la mujer la miró con una sonrisa velada en sus labios. Hizo girar las ruedas de su silla y se fue a los ventanales, dándole la espalda. Tarareaba la canción, “vete mujer mala, vete de mi vera”. Claudia no quiso creer que se estaba refiriendo a ella, en un intento indirecto de alejarla de allí. Dio otro paso hacia la mujer, luego uno más. Estaba ya muy cerca, casi podía tocarla.

 

—Te he oído volver muy pronto— dijo por fin la mujer.

 

Claudia contuvo la respiración. No sabía cómo preguntarle lo que estaba quemándole el corazón. No se atrevía a hablarle, y casi agradecía que la mujer continuara dándole la espalda. No podría soportar tenerla de frente. Intentó armarse de valor, lo mejor era preguntar directamente. Recordó que una vez se había propuesto nadar ella sola en el río y lo había conseguido… sólo debía buscar de nuevo ese valor que sabía que tenía en algún lugar de su cuerpo. Decidió lanzarse al vacío y enfrentarse a lo que estaba por conocer. Era valiente.

 

—Tú eres mi madre.

 

La mujer no se movió. No hizo ningún ademán de volverse y contemplarla, de contestarla, de sacarla del pozo negro. Claudia la odió como nunca había odiado a nadie en ese mundo. Odió su forma de ignorarla, de continuar tratándola como si no existiera. La odió con todas sus fuerzas y deseó que desapareciera para siempre, que las sombras del salón que tanto le agradaban se la llevaran de una vez y la libraran de su presencia. No quería volver a ver sus ojos tristes, su piel pálida, ese aire de juventud eterna que despedía. Esa fragilidad de muñeca que va a romperse si la tocan…

 

Era su madre…

 

Salió del salón desoyendo el ardid para no sufrir que le proporcionaba la canción. Ella aún no podía permitirse el dolor, aún tenía que obtener una respuesta. Fue a la cocina, donde sabía que alguien podría desvelarla el juego que se traían todos en la casa.

 

Allí estaba ella, la que siempre había creído la madre de verdad y no una postiza que hubiera tomado el lugar de la propia. Ahora la veía tan mayor como realmente era. Nunca había querido calcular su edad, que bien le daba para ser su abuela. Eso era, su abuela, sin duda. Estaba preparando la cena y no la escuchó entrar. Pelaba patatas de espaldas a Claudia, pero esta vez no iba a hablar con alguien que evitara mirarla a los ojos. Movió una de las sillas que circundaban la mesa y se sentó. El ruido alertó a la mujer y se dio la vuelta. Debió ver algo en los ojos de la muchacha, porque se le quedó mirando extrañada. Claudia decidió atacar entonces, ahora que tenía toda su atención.

 

—Ella es mi madre— comenzó con calma —Tú no eres nada más que una sustituta. ¿Por qué nunca habéis hecho nada para sacarme de mi error? Sé que no me queréis… pero no teníais que mentirme… una madre es tan importante.

 

La mujer la miró sorprendida. Sabía que la pequeña era valiente, pero nunca imaginó que fuera capaz de enfrentarla con la verdad. La admiró y decidió ser franca con ella, al menos le debía eso.

 

Se separó de su labor y apartó una silla enfrente de Claudia. Se sentó y puso las manos cruzadas sobre la mesa. La miró con admiración y sonrió.

 

—Ella me pidió que me hiciera cargo de ti. Se sentía incapaz de ser una madre para vosotras— dijo casi en un susurro.

 

—Pero a mi hermana sí la quiere— exclamó Claudia con rabia contenida— soy yo la que no es su hija. La que no he sido tratada como una hija. Ni siquiera tú, que dices ser mi madre, me quieres.

 

La mujer la miró con una extraordinaria franqueza. En el fondo de su corazón estaba orgullosa de que Claudia demostrara un carácter tan fortificado. Tenía razón, a ella no la habían querido como a su hermana, y se merecía saberlo todo.

 

—Tu hermana siempre estuvo muy débil. Tú eras una niña muy frágil, pero sólo aparentemente. Ella estuvo muerta y nos la devolvieron. Necesitaba más amor que tú, por eso siempre nos preocupamos de que ella no sufriera. Nos olvidamos de que tú también estabas aquí.

 

Claudia por fin había oído en palabras de otra persona la terrible verdad que había intuido toda su vida. Las atenciones que todos le profesaban a su hermana, la indiferencia que le dedicaban a ella. Era peor escucharlo que sólo intuirlo… era como morir.

 

Pero era fuerte, todos lo pensaban y era cierto. Fuerte y valiente. Así la habían modelado a fuerza de desdén y falta de amor. Eso debía agradecérselo a ellas y a su trato.

 

Se levantó de la silla y abandonó la cocina. No sabía cómo reaccionar en adelante cuando estuviera en su presencia, tendría que pensarlo. También debía decidir qué hacer para vengar la afrenta sufrida.

 

Dos días después su hermana le dio un beso en la mejilla. El primero que recibía en toda su vida. Era un beso de despedida, pero sólo lo supo más tarde. Ella había sido valiente, a pesar de que nunca demostró poseer esa cualidad. La iba a echar de menos, pero se alegraba de que ella hubiera tomado aquel camino. Eso le abría las puertas para emularla en el futuro. Acabaría el instituto y sería médico, como el amigo de su madre…ese que según decían, era su amante. Sería una buena médico y se olvidaría para siempre de una infancia carente de amor.

 

Las abandonaría como habían hecho con ella… y deseó que ese día llegara pronto, porque se moría de ganas de correr lejos de allí.

 

 

 
Clávame las uñas en el corazón
titlepage.xhtml
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_000.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_001.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_002.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_003.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_004.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_005.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_006.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_007.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_008.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_009.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_010.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_011.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_012.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_013.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_014.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_015.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_016.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_017.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_018.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_019.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_020.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_021.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_022.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_023.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_024.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_025.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_026.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_027.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_028.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_029.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_030.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_031.html
CR!3RXHKTDRDH0FH4926VHR59VW0T2T_split_032.html