Nueve

 

Los dos días siguientes resultaron borrosos para Reda, aunque al mismo tiempo hubo momentos que quedaron tan grabados en su mente que sabía que los recordaría siempre.

Hubo momentos de cuento de hadas, como cuando vio un halcón volar sobre los árboles e ir haciéndose más grande al acercarse y después escupir fuego por una cabeza de cocodrilo ante de alejarse chillando; o cuando el ruido de muchos cascos llamó su atención hacia un rebaño que se movía al otro lado de una colina baja y, justo cuando se volvía a preguntar a Dayn por qué los lobunos y sus invitados no montaban los caballos, vio dos docenas de équidos gigantescos de piel negra, ojos rojos y cuernos afilados de unicornio que brillaban al sol.

Esos momentos se habían vuelto todavía más raros cuando él le había dicho que los semidragones no eran nada comparados con los verdaderos dragones de las leyendas de Elden, como el vicioso Feiynd, con sus escamas negras perladas y sus instintos asesinos. O que los lobunos y los unicornios eran aliados desconfiados y su tratado de paz se basaba en el desagrado mutuo y que él, amante de los caballos desde la infancia, había intentado aprender el lenguaje de los unicornios pero había descubierto que las lenguas lobunas podían hablarlo pero las humanas no.

Había habido momentos hermosos, como ver una manada de lobunos en una colina lejana aullando a la luna llena y como el momento en el que subieron el precipicio que separaba los territorios de dos manadas, la de los Nariz Garras y la de los Muerde Colas, a los que habían conseguido evitar escondiéndose entre una altísima hierba verde, que se extendía formando un cráter en forma de bol, con un lago circular en el centro que reflejaba el cielo pálido y la forma de una nube redonda.

Y Dayn estaba en todos esos recuerdos y muchos otros. Era su leñador, su príncipe, su amante y en ese corto y precioso espacio de tiempo, había llegado a conocerlo íntimamente. Sabía cómo se movía, conocía su sabor, sabía qué le hacía suspirar y hasta dónde podía provocarlo antes de que perdiera el control y sacara los colmillos.

Su herencia de vampiro ya no la asustaba; era un hombre como los demás, aunque con poderes de su esfera y su herencia. Era terco en ocasiones y le encantaba masticar savia sueñolobo, que ella encontraba insípida y tenía una consistencia rara. Pero eso eran manías insignificantes comparadas con el todo.

No habían vuelto a usar lobosbena, sino que caminaban con sus propias fuerzas, con algún que otro trago de la poción estimulante, que parecía ser el equivalente local del café, o quizá de una bebida energética. Viajaban conversando tranquilamente o en silencio, parando cada seis u ocho horas a descansar y hacer el amor. Y a veces ella tenía que pellizcarse para cerciorarse de que no estaba soñando después de todo.

Pero el viaje no podía continuar eternamente y se acercaban al final del suyo.

—¿Preparada? —preguntó Dayn, cuando salió de una sección del bosque que subía casi hasta el borde del camino. Ahora llevaba solo una mochila, junto con su ballesta y las espadas cortas; ella llevaba la otra mochila, el arco y las flechas que probablemente no usaría nunca. Ese día hacía más calor y Dayn había guardo el jersey y la cazadora e iba en mangas de camisa.

Al verlo con la camisa, los pantalones y las botas, tan parecido a leñador que la había llevado hasta él, Reda sintió una opresión en el pecho y un nudo en la garganta.

—Vamos allá —dijo, incorporándose.

Según sus cálculos, llegarían al arco en una o dos horas, mucho antes de la puesta de sol. No había hablado de lo que harían cuando llegaran allí, pero ella albergaba la secreta esperanza de que pudieran estar una última vez juntos, quizá al lado de la cascada.

Quería que ese fuera el recuerdo que se le despertara cuando mirara la última página del libro. Un recuerdo de hacer el amor, no de pérdida. Tendría la alegría; y soportaría mejor el dolor que habría al final de aquella extraña aventura mágica.

Pero cuando se acercó a él en el sendero seguía con la garganta oprimida. Apoyó las palmas en el pecho de él y se puso de puntillas para besarle el cuello, donde palpitaban sus venas, y donde ella estaba orgullosa de haberle mordido. Él le cubrió la mano con la suya y apretó. La estrechó contra sí y sostuvo un momento la cabeza de ella contra su corazón antes de soltarla.

Echaron a andar de nuevo, hombro con hombro, en un silencio roto solo por las llamadas de distintas criaturas. Reda las distinguía ya: el rugido profundo del semidragón, el grito agudo de la bestia corneta y el gorjeo engañosamente dulce del lobojorobado, un animal repulsivo tanto de aspecto como de olor.

En cierto modo odiaba la idea de dejar atrás la magia e incluso también la de salir de la esfera wolfyn. Pero al mismo tiempo, anhelaba volver a su apartamento seguro, a un mundo donde sabía cómo funcionaban las cosas y no necesitaba mirar continuamente por encima del hombro, donde no tenía que acordarse de ser valiente.

Cuando llevaban una hora de camino y subían la larga pendiente de una colina, Dayn escupió su último pedazo de goma de savia entre los arbustos, se enjuagó la boca con unos tragos del pellejo de agua que habían rellenado esa mañana y se lo pasó sin palabras.

—No, gracias, no tengo sed —musitó ella.

Él devolvió el pellejo a la mochila, ajustó la correa y tocó el cinturón con las espadas.

Ella lo miró.

—¿Estás bien?

—Sí —la voz de él era ronca—. Es solo que… desde la cima de esta colina podremos ver el arco —no la miraba a los ojos.

—¡Oh! —su libido disfrutaba de la idea de hacer el amor al borde de la cascada, pero ese placer se vio pronto ahogado por lo que seguiría. Consciente de que había aflojado el paso, se obligó a retroceder. «Un pie delante del otro»—. Bien, supongo que hemos llegado.

Él desató la mochila, sacó la cazadora y se la puso, solo para quitársela de nuevo unos segundos después con un sonido de frustración.

—Odio esto. Odio… —se interrumpió y se miró las manos—. ¡Oh, dioses! Esto no viene de mí. Es la magia. El vórtice se está abriendo ya.

—¡No! —ella corrió hacia la cima de la colina, pero no vio nada raro en el cielo o los árboles, nada que indicara que había magia más allá. No había resplandor ni ruido. Ni siquiera oía la cascada.

Pero Dayn conocía la magia. Él era magia.

—¡Vamos! —él le puso un trozo de lobosbena en la mano y se tragó otro—. ¡Tenemos que correr!

Ella tragó el pegote, esforzándose por pasarlo por la estrechez de la garganta y la presión que le daba ganas de gritar que no era justo, que necesitaba más tiempo con él. Solo una hora, nada más. Aunque en su corazón sabía que era mejor así. Asintió.

—Vamos.

Subieron corriendo el resto de la pendiente, con pasos que se alargaban por momentos a medida que hacía efecto la droga. La energía corría por las venas de Reda, haciéndola sentir poderosa e invencible… y deseando aún más el cuerpo de Dayn. Quería tirarlo al suelo, colocarse encima y montarlo hasta que ambos estuvieran saciados y exhaustos. Quería besarlo, tocarlo, poseerlo, y ser suya.

Pero se concentró en colocar un pie delante del otro y seguir subiendo la colina. Lo primero que oyó fue el sonido de la cascada y después el valle se abrió ante ellos y ella se detuvo y lo vio: el Arco Meriden.

Dayn paró a su lado, tan cerca que sus brazos se tocaban.

A pesar de la distancia, Reda vio que era igual que en la talla: un arco alto de piedra, coronado en la parte superior por una cascada que bajaba por una pared de precipicio y caía en un estanque que iba a parar a un río. La pared del acantilado estaba cubierta de follaje espeso, que después iba dando paso a un valle verde. Todo aquello era igual que en la ilustración.

Pero la vibración del aire pertenecía al arco y era nueva.

Dayn tenía razón. El vórtice se estaba formando.

—Tenemos que irnos —a él se le quebró la voz en la última palabra.

—Lo sé —ella le tocó la mano. Entrelazaron los dedos y corrieron colina abajo juntos, hombro con hombro, como si estuvieran emparejados, como si aquello fuera solo un sueño.

A ella le ardían los ojos cuando llegaron al terreno llano y la garganta cuando alcanzaron el borde del estanque y se detuvieron cerca de donde un sendero ancho zigzagueaba precipicio arriba y llevaba hasta el arco, donde saltaban arcos relampagueantes de piedra en piedra. El aire chispeaba y giraba, pero todavía no había empezado a rotar.

Tenían algo de tiempo para despedirse. Ella no estaba segura de si eso era bueno o no. Se llevó sus manos unidas a los labios y le besó los nudillos.

—Dulce Reda —él le tomó el rostro entre las manos y se inclinó a besarla.

Ella respondió al beso y sintió crecer el calor ya familiar, que era más intenso por el efecto de la lobosbena en su sangre. Le agarró las muñecas y se aferró a él intentando grabar aquel momento en su alma.

Él se apartó antes de que ella estuviera lista para soltarlo. La miró a los ojos.

—Vente conmigo. Vente a Elden.

—¡Oh! —ella se estremeció. Por supuesto, había pensado en eso, pero la lógica y, peor aún, la intuición, le decían que sería la respuesta equivocada. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero las reprimió.

—Quiero hacerlo —dijo, obligando a su voz a mantenerse firme—. Claro que quiero.

—Pero no lo harás.

—Los vórtices son impredecibles y no sabemos si hay una conexión directa entre nuestras esferas. Podría ser un viaje sin retorno para mí.

—¿Y eso sería tan terrible?

La pregunta la alteraba, quizá porque a muchos niveles la respuesta era no.

Si no volvía a Salem, su padre y sus hermanos pasarían un par de meses buscándola, intentando desesperadamente encontrarla, aunque más porque era lo que debían hacer que porque la echaran de menos, y porque necesitarían una explicación lógica para su desaparición. Y sus amigos y compañeros de trabajo también la buscarían, pero en el fondo pensarían que se había cambiado el nombre y trasladado a una isla en alguna parte, como había amenazado de vez en cuando con hacer.

Dentro de seis meses o un año, sería solo un recuerdo. Y esa idea dolía.

—¿Crees que no me he preguntado eso? —dijo con suavidad—. ¿Crees que no sé que no he dejado ni una sola marca indeleble en la esfera humana?

Él le apretó los dedos.

—Perdona, no era mi intención empeorar esto. Pero si eso es verdad, ¿por qué vas a volver? — su beso fue duro y posesivo—. Vente conmigo, mi dulce Reda.

Ella quería hacerlo. Pero por una vez la lógica y el pragmatismo tenían razón.

—Supón que me voy. ¿Y luego qué? —«por favor, dime que lo sabes; por favor, di algo que haga que eso tuviera sentido».

Pero el rostro de él se volvió inexpresivo.

—Sé que es mucho pedir, que es muy peligroso. Hay muchos modos de que las cosas salgan mal cuando lleguemos a casa. Lo que significa que soy un idiota al pedírtelo. Debería desear que estés a salvo sobre todas las cosas, ¿no? Debería bastarme con verte entrar en ese vórtice y confiar en que hayas vuelto bien a casa. Debería conformarme con tener los recuerdos de estos últimos días para pensar en ello cuando las cosas se pongan difíciles. Y probablemente se pondrán.

A Reda se le oprimió el corazón porque él decía todas las cosas que se había dicho ella misma y sin embargo quería gritar que se iría con él. Pero solo pudo suspirar:

—Dayn…

Él le alzó la otra mano de modo que ambas palmas quedaron apoyadas en su pecho y dobladas en sus manos. Ella sentía sus corazones latir al unísono.

—Quizá no he madurado tanto como creía — dijo él—, porque todo mi ser quiere ser egoísta en este momento y retenerte a mi lado. Por favor, di que vendrás. Te prometo que…

—No —lo interrumpió ella. Soltó una mano para tocarle los labios y hacerle callar—. No puedes prometerme nada. Ni siquiera deberías pensar en mí.

—Lo sé, pero no puedo evitarlo —él le besó los dedos—. Ven conmigo, te necesito. No quiero hacer esto sin ti.

Era la fantasía infantil de Reda hecha realidad. El atractivo príncipe suplicándole que huyera de su vida poco satisfactoria para vivir con él la aventura y el sueño.

Pero los sueños siempre terminaban, ¿no?

—Supón que todo sale según lo planeado — dijo—. Supón que tus hermanos y tú os encontráis, derrotáis al mago y reclamáis Elden. ¿Entonces qué? ¿Qué pasaría con nosotros?

—Viviríamos felices y comeríamos perdices.

—Yo no soy una princesa, Dayn. Solo soy otra hija de un guardián.

A él le brillaron los ojos.

—No es coincidencia que el libro le llegara a tu madre. Las historias que te contó salían directamente del folclore de los reinos.

—Tú crees que era una invitada en la esfera humana —Reda también lo creía. Era lo lógico.

—No solo eso, creo que tenía poderes para moverse en círculos de la realeza, o al menos de la nobleza. Si no, ¿por qué le habría enviado mi padre el libro a ella? ¿Y cómo habría sabido ella lo importante que era y que iba destinado a ti y no a ella? —él bajó la voz—. Comunicación mental, Reda. Creo que mi padre conectó con ella igual que hizo conmigo. Y eso solo podía hacerlo si había una conexión de sangre, por débil que fuera.

A Reda le daba vueltas la cabeza, porque ella no había pensado tan lejos. Clavó la vista en el mordisco de amor que tenía él en el cuello.

—Tú crees que soy vampiresa —dijo. Y no sabía si su repentino calor se debía a la náusea o la excitación.

—Menos de la mitad, y beber sangre no me parece real en ti. Pero sí, creo que la herencia está ahí.

Ella movió la cabeza, negando la lógica más que la posibilidad.

—Estás viendo lo que no hay.

—Tal vez. O tal vez yo tenga fe en que nuestros sentimientos signifiquen algo, en que todo esto signifique algo —hizo un gesto con el que abarcaba la esfera, el vórtice y a ellos dos—. El libro no te llegó por casualidad. Nada de esto es una coincidencia. Y lo nuestro no ha terminado. Yo no lo permitiré.

Ella vio llegar su beso y estuvo a punto de apartarse, pues sabía que no podía pensar claramente en sus brazos o, mejor dicho que la claridad que encontraba en ellos no siempre estaba basada en la razón. Pero la lobosbena la clavaba al sitio y su cuerpo traidor anhelaba el de él. Deslizó los dedos en su pelo moreno y abrió la boca.

Habían hecho el amor solo unas horas atrás, pero el corazón le saltó de alegría cuando los labios de él rozaron los suyos y sus lenguas se encontraron. Y por primera vez algo encajó en su interior y una vocecita susurró: «Sí, es esto. Y tú no puedes alejarte de esto».

No era la primera vez que pensaba con dolor que Dayn podía ser el amor de su vida. Pero era la primera vez que pensaba que quizá, posiblemente, podían lograr que funcionara. Antes siempre, aunque hubiera creído que podrían sobrevivir a la reconquista de Elden, no había conseguido verse como consorte de un príncipe. Ahora, sin embargo…

Dayn le besó la mejilla y la frente. Se apartó un paso en dirección al sendero que subía y le tendió la mano en un gesto de invitación.

—Ven conmigo, mi dulce Reda. Ten fe. Sé valiente.

Ella pensó en la imagen del leñador pidiendo a Reda que dejara todo y a todos los que conocía y se fuera con él sin que él hiciera ningún cambio en su vida. Antes eso le había parecido injusto. Ahora veía que a veces era la única respuesta.

—Yo… ¡Cuidado! —gritó al ver una mancha de piel gris que bajaba hacia él y saltaba.

Dayn se giró al instante para reprimir el ataque, pero acababa de empezar a sacar la espada cuando el enorme lobuno chocó con él y lo derribó con un aullido terrible.

Ella agarró el arco, pero se le escapó, se le cruzó en el cuello y se vio echada hacia atrás por las cuerdas, que le cortaban la piel.

—¡No!

La invadió el pánico cuando unas manos grandes la agarraron y la apartaron de donde el gigantesco lobuno, que ella creía que era Kenar, desgarraba a Dayn. Vio sangre, lo oyó gritar y luego quedar inmóvil y en silencio. Se lanzó hacia él.

—¡Dayn! —gritó.

No hubo respuesta.

Dayn la oía desde muy lejos, como en un sueño del que no quería despertar porque su yo consciente estaba en agonía. Muriendo. Quizá muerto ya.

«Lucha, maldita sea. No puedes dejársela a la manada». La voz interior era suya y el sentimiento noble, pero parecía demasiado tarde. Perdía la consciencia. Se veía a sí mismo desde arriba, con Kenar encima de su cuerpo. El lobuno alzó al cielo el hocico ensangrentado y aulló su victoria mientras el vórtice empezaba a tomar velocidad al fondo, pasando de aire a vapores blancos.

El resto de la manada lo rodeaba, algunos en forma humana y otros de lobo, con Reda en un extremo vigilada por cuatro guardias, dos de cada forma. Ella estaba pálida y temblaba, con las lágrimas bajándole por las mejillas. Dayn buscó con la vista a su única aliada, pero Keely no estaba allí. ¿Dónde estaba? ¿Kenar había adivinado que los había ayudado a escapar?

«Por favor, dioses», pensó. «Todavía no. Dadme un poco más de tiempo para arreglar las cosas». Luchó por acercarse a su cuerpo, por meterse en la carne rota que antes había sido un hombre.

Sintió un chispazo de dolor y empujó toda su energía en esa dirección, toda la magia que pudo encontrar dentro de su ser incorpóreo. La agonía lo envolvió y la escena a su alrededor se debilitó cuando volvió a entrar en el cascarón de su cuerpo moribundo.

Intentó invocar más magia, completar la conexión, pero necesitaba algo más. Luchó y se esforzó cuando Kenar ladró una orden y los guardias hicieron adelantarse a Reda. Dayn sintió pánico y por un segundo creyó percibir un aleteo en su todavía inmóvil corazón. «Por favor, dioses. Devolvedme a mi cuerpo para que pueda salvarla y cumplir mi juramento».

Por un momento no pasó nada. Luego una voz interior preguntó: «¿Sacrificarás tu futuro por eso?». La voz no era suya ni de su padre, era una voz que no había oído nunca. Era profunda, poderosa y terrorífica, y él creía que procedía de la esfera de los dioses o quizá del abismo.

—Sí —susurró; y consiguió sacar de algún modo la palabra por entre los labios fríos de su cadáver—. Claro que sí —aquello era su lección, su advertencia. Había empezado a ser de nuevo egoísta al intentar llevarse a Reda consigo. No volvería a cometer aquel error—. Lo juro.

De pronto resplandeció una energía, que lo envolvió y volvió a introducirlo en su cuerpo moribundo. Solo que ya no estaba moribundo. La magia lo rodeaba, bañando su cuerpo, y puso en marcha su corazón, que vaciló un momento pero no tardó en reanudar su ritmo vital.

El dolor lo golpeó como un vórtice nuevo que amenazaba con enviarlo volando una vez más por encima de toda aquella agonía. Pero resistió y envió toda la magia que pudo hacia sus poderes. Le ardieron las encías y los caninos secundarios se afilaron y extendieron, atravesaron la carne tierna y bajaron a tocar el interior de su labio inferior. El calor fluyó por él, uniendo huesos, curando carne y órganos y venciendo al dolor. «Más deprisa, más deprisa», cantaba para sí. «Rápido».

Abrió los ojos y vio a Kenar, ahora en forma humana, de pie al lado de Reda, que estaba de rodillas, obligada a permanecer en esa posición por sus guardianes de forma humana mientras los dos en forma de lobo permanecían atrás enseñando los dientes. Dayn conocía a los cuatro, sabía que cumplirían las órdenes de su alfa sin cuestionarlas. Y no le gustaba la mirada vacía y sin alma que dirigía Kenar a la chica.

—Reclamo los derechos de una invitada —dijo ella. Alzó la vista y miró a Kenar de hito en hito—. Tienes que ofrecerme refugio y protección. Es la tradición.

Los ojos del alfa no parpadearon.

—Eso te habría funcionado con mi padre o incluso con la puta de corazón blando de mi hermana, pero no conmigo. Ahora la ley de la manada soy yo, no un montón de tradiciones mohosas que han atraído a una bruja y sus criaturas a atacarnos en nuestra esfera. Y mi ley dice que ya no hay invitados. Solo hay lobunos y sus enemigos —se apartó—. Matadla.

Reda gritó cuando los guardias la obligaron a ponerse en pie.

—¡Alto! —aulló Dayn.

Se puso en pie con la espada corta en una mano y la ballesta en la otra. Gruñó mostrando sus colmillos de bebedor de sangre.

El rostro de Reda se iluminó y soltó un grito de alegría.

—¡Dayn!

Los lobunos retrocedieron con las orejas planas y los labios formando gruñidos. Todos menos Kenar, que se acercó a él con una alegría cruel brillando en sus ojos.

—Vampiro —siseó—. ¿Has vuelto a por más?

El bastardo lo había dejado parcialmente con vida a propósito, para probar si se curaría.

Dayn apuntó la espada a la garganta del alfa.

—Reclamo el Derecho de Desafío.

Reda abrió mucho los ojos.

Kenar ladró una carcajada.

—Tonterías. Un bebedor de sangre no puede dirigir la manda. Solo un lobuno tiene derechos de lobuno.

—Lo sé —Dayn miró a Reda—. Si no recuerdas nada más, recuerda esto: lo siento mucho todo —porque lo que pasaría a continuación destruiría las pocas probabilidades que habían tenido de un futuro juntos, tal y como había dicho la voz.

Respiró hondo para reprimir la punzada de dolor que le producía saber eso e hizo algo que había evitado desde su primera luna sangrienta, cuando se había dado cuenta de lo que le había hecho el conjuro de sus padres al enviarlo a la esfera wolfyn.

Invocó su otra magia y cambió de forma.