Tres

 

Reda no despertó de la pesadilla.

En vez de eso, miró horrorizada cómo el gigante de tres cabezas se tambaleaba y caía de rodillas y Dayn disparaba metódicamente flechas en las otras dos cabezas. Como si eso hubiera encendido por fin el interruptor de matar, la criatura cayó al suelo, donde permaneció un momento retorciéndose en las garras de la muerte, hasta que por fin quedó inmóvil.

El súbito silencio que siguió resonó en los oídos de Reda, que miraba el monstruoso cadáver que olía a pechuga de pollo podrida.

Volvió la vista a Dayn, que miraba a la criatura con expresión de lástima pero también de excitación, como si el ataque hubiera sido algo bueno.

¿Quién era él? ¿Qué era lo que ocurría allí? Quería preguntárselo, pero no podía pronunciar las palabras. Estaba paralizada en el sitio, una vez más y siempre, una cobarde bajo el fuego. ¿Era aquello lo que su subconsciente quería que viera?

Tal vez. Pero ya lo había visto y el sueño no terminaba.

—Ya puedes levantarte —dijo él sin mirarla, pero ella creyó ver un amago de sonrisa—. Hay una bolsa en la despensa. ¿Por qué no cargas provisiones mientras yo me encargo de las demás cosas?

Se giró y ella se puso en pie lentamente, deseando que pasara volando un rebaño de elefantes rosas por delante de la ventana rota para poder señalarlos y decir:

—¡Lo sabía! Es un sueño.

Una alucinación, lo que fuera. Lo que importaba era que aquello no sucediera de verdad, que estuviera solo en su cabeza.

Pero no hubo elefantes rosas, lo cual la dejaba con un gigante de tres cabezas muerto y un hombre muy sexy que pensaba que iban a alguna parte.

«MacEvoy, cuando acabe contigo, desearás que me hubieras enviado el maldito libro gratis», pensó. Y a continuación, como no se le ocurrió una buena razón para no hacerlo, fue a empaquetar comida.

La bolsa resultó ser una mochila de una sola correa y las provisiones a mano eran rollos duros de proteínas seca. No preguntó de qué animales porque no quería saberlo. Guardó lo que le pareció más reconocible, procurando fijarse en las similitudes en vez de catalogar las diferencias.

Y todo el tiempo era muy consciente de Dayn, que se puso un jersey y después una chaqueta pesada de piel, cargó una mochila con la ballesta y flechas y se ató un cinturón de cuero que llevaba una espada inusualmente corta en un lado y bolsas en el otro. Mientras ella terminaba de guardar provisiones, él se echó al hombro una mochila de cuero en forma de luna creciente, miró por encima de ella y asintió.

Pero no parecía esperar respuesta, porque fijó su atención en el sofá volcado, la mesita destrozada, el cristal roto y las demás cosas esparcidas que definían una vida: un diario forrado de lo que parecía nailon pero no lo era, unas cuantas piedras interesantes en un frasco, una cornamenta enorme con una foto de un hermoso semental tallada en ella y solo a medio terminar. Y mientras él miraba la habitación, ella lo miraba a él. Cargado con una extraña mezcla de ropa moderna y armas arcaicas, debería haber parecido que iba disfrazado para Halloween, pero en vez de ello, parecía sentirse a gusto consigo mismo y, a juzgar por el cadáver del gigante, ser un hombre muy capaz. Y ella no podía apartar la vista de él.

Él se volvió bruscamente hacia la puerta.

—Vámonos.

Ella no se movió.

—¿Adónde vamos?

Eran las primeras palabras que había conseguido pronunciar desde el ataque. Su mente volaba, pero su cuerpo seguía casi paralizado. Eso era lo que le ocurría cuando entraba en modo «acurrúcate a morir».

Él señaló la criatura muerta con la cabeza.

—Eso era un ettin, que no es nativo de esta esfera. Ha tenido que venir de los reinos, lo que significa que el vórtice probablemente se ha vuelto a abrir. Y eso implica que tenemos que irnos ahora mismo.

¿Vórtice? ¿Esfera? ¿Qué hacía él allí portando una ballesta y una espada y hablando de cosas que pertenecían a la ciencia ficción? No tenía sentido.

«Claro que no», dijo su yo racional. «Es un sueño o una alucinación o algo por el estilo. Pero puesto que contar no ha funcionado, tal vez ese vórtice sí lo haga».

Asintió con la cabeza y lo siguió fuera de la cabaña, donde él aplastó con las botas los cristales rotos, que hacían que resonaran sus pasos en los pocos escalones de bajada.

—Por aquí —dijo él. Echó a andar por un camino ancho. Su aliento nublaba el aire—. Si podemos volver a través de las piedras. ¡Maldita sea! No brilla.

—¿Y qué significa eso?

—Que él vórtice se ha ido ya —la miró—. Tú sabes invocar uno, ¿verdad?

—Yo… —ella pensó en el viento arremolinado en su cocina y el conjuro que le había enseñado su madre—. Sí.

—Pues vámonos. Si nos damos prisa, podremos irnos antes de que llegue aquí la manada.

Pero solo habían recorrido unos pasos cuando un aullido resonó en la noche y parecía surgir cerca de ellos. Primero uno y después otro, hasta que se empezó a formar un coro, como si cantaran juntos intencionadamente.

A Reda se le erizaron los pelos de la nuca ante aquel sonido feral y altivamente hermoso. Dayn se detuvo en mitad del sendero.

—¡Maldita sea! Ya es demasiado tarde para adelantarnos a ellos y no queremos interrumpir su ritual de la luna sangrienta —hizo una pausa mientras pensaba—. Teniendo en cuenta que esta noche no quiero cruzarme con ellos, y menos contigo al lado, vamos a tener que escondernos — miró de nuevo la cabaña.

—Ahí no —se apresuró a decir ella.

Él asintió y señaló a un lado, donde los árboles subían por una colina rocosa empinada.

—Hay una cueva que yo uso a veces. Allí estaremos bien un par de horas.

—Una cueva —repitió ella, que parecía que solo podía formar dos palabras cada vez. Se encogió, consciente de pronto del frío que mordía a través de la camisa y la chaqueta fina de cuero. Aquello no podía estar ocurriendo; era demasiado irreal. Sin embargo, curiosamente, Dayn le parecía más real que ninguna otra persona en mucho tiempo. Era inteligente e intenso; atraía su mirada y le daban ganas de tocarlo. Había sentido chispazos internos cuando le había besado la mano. ¿Qué ocurriría si le besaba los labios? ¿Y si hacía algo más?

«Concéntrate. Tienes que salir de aquí, no fantasear ».

—Toma —él sacó un jersey de su mochila—. He supuesto que querrías algo más, a menos que tu chaqueta sea una de esas prendas sofisticadas con aislamiento térmico.

—No lo es —ella se quitó la chaqueta y tomó el jersey. Era de color oscuro, grueso y poco pesado, casi etéreo, y el tejido recordaba a una versión de ensueño de la lana—. Tú llevas espada pero conoces el aislamiento térmico. ¿Qué es lo que pasa aquí? —preguntó, capaz por fin de decir más de dos palabras seguidas.

Él dudó un momento.

—Hay algunos viajes entre tu esfera y esta, así que se ha filtrado cierta cantidad de tecnología y ha sido adaptada a las necesidades de aquí. Yo soy de la esfera de los reinos, que es pura magia. De ahí la espada.

—¿Y hay el mismo tipo de interrelación entre tu esfera y esta?

Reda estaba haciendo tiempo, preguntando cosas en las que no creía porque había tenido sueños sexuales con él mientras él aparentemente la estaba esperando para que lo guiara a alguna parte. Y ella no quería ponerse el jersey de él, pero lo hizo porque hacía frío y la prenda olía a él, una mezcla de pino, musgo y menta.

«Estoy perdiendo el juicio, ¿verdad?», pensó con una punzada de miedo.

Él miró en dirección a los aullidos.

—Las cosas entre mi esfera y esta son complicadas. Y deberíamos movernos antes de que nos vea algún explorador de la manada.

—Perdona —ella contuvo el aliento y se puso el jersey, que se pegó inesperadamente a sus curvas. Pero eso no le importó porque ya sentía más calor. Suspiró.

—¡Ah, sí! Eso está mejor. De acuerdo, abre la marcha.

Él se ajustó la carga que llevaba, salió del sendero y entró en el bosque bañado por la luz de la luna. La guio por la ladera empinada y sus pasos casi silenciosos hacían que los de Reda resultaran casi ruidosos en comparación. Después de diez o quince minutos, le hizo señas de que se colocara a su lado en un saliente plano cerca de la entrada triangular de una cueva.

—Espera aquí. Dentro tengo luces y otros suministros —él entró en la oscuridad y un momento después se vio un resplandor dentro—. Adelante.

Reda se agachó para seguirlo, lo encontró acurrucado en el punto medio de un túnel bajo que se formaba donde dos losas de piedra porosa se apoyaban una en la otra. En la mano sostenía un rectángulo pequeño que emitía luz blanquiazul y un zumbido suave.

—Los lobunos no vendrán aquí —dijo—. Cuando terminen el ritual, correrán por las tierras bajas el resto de la noche. Es por la luna, ¿sabes?

Ella solo oyó una parte de la frase, porque cuando él dijo la palabra «lobunos», a ella se le encogió el estómago y su mente volvió al leñador y la criatura astuta y diabólica que había seducido a la inocente Caperucita. Se sentó enfrente de él y se apoyó en la pared cuando la cabeza le dio vueltas.

—¿Eso de antes eran lobunos?

Él asintió.

—Vosotros los llamaríais hombres lobo. Son mutadores de forma. Humanos. Lobos —hizo una pausa—. No sé cómo son las leyendas en tu esfera, pero aquí no tienes por qué temerlos. Tratan bien a los invitados de otras esferas. Es parte de su tradición vital.

A ella le latía el corazón con tal fuerza que le dolía el pecho y le cosquilleaban los brazos y piernas anunciando un ataque de pánico. «Respira», se dijo. «Tú puedes con esto». Los lobunos eran parte de la alucinación. No podían hacerle daño, no podían forzarla a una sumisión sexual para comérsela después cuando sus necesidades hubieran quedado satisfechas. Hasta el momento, no eran más que un ruido en la lejanía. Además, las historias de su madre sobre que secuestraban chicas solo habían sido alegorías para enseñarle que no debía entregarse demasiado pronto ni al hombre equivocado.

¿Verdad?

«Respira. No pierdas los nervios».

Él no era el príncipe de sus fantasías y ella no estaba de verdad en otra esfera. Ni siquiera llevaba su jersey, aunque ahora estaba mucho más caliente, tanto por la ropa extra como por la intimidad de la pequeña cueva, que los obligaba a rozar sus rodillas y la mantenía muy pendiente de la presencia de él. Su mente estaba asustada, confusa y frustrada, pero su cuerpo era muy consciente de su cercanía.

Cuando él se movió para apoyarse en la pared opuesta, lo hizo con movimientos muy controlados. Después de acomodarse, se quedó inmóvil, casi como si no respirara. Se movía como un practicante de artes marciales… o un depredador. Un cazador. Ese pensamiento hizo que la sangre de ella fluyera más deprisa y se sorprendió fijándose en pequeños detalles, como el pequeño bulto en la nariz de él donde se la había roto y había quedado ligeramente desviada, en sus manos de dedos largos y elegantes pero también fuertes y encallecidos por el trabajo.

Benz solía decirle en broma que iba a tener que recurrir a la ingeniería genética para crear a su hombre perfecto porque ella lo quería todo: inteligencia, compasión, honor y romanticismo en un cuerpo fuerte y musculoso de trabajador. Y no andaba desencaminado, porque eso era una aproximación en la vida real de su héroe leñador… como el que tenía sentado enfrente con la mirada perdida en la noche.

«Excepto porque él no es real, ¿verdad?», preguntó su yo lógico y racional. Y el calor que fluía por su cuerpo disminuyó un tanto porque aquello era verdad. Su cerebro la engañaba igual que había hecho cuando era una niña pequeña y creía oír la voz de su madre susurrándole y enviándola al bosque a buscar respuestas. No necesitaba al psicólogo de la policía para saber eso.

«Tienes que ir al vórtice», le recordó la lógica. «Él ha dicho que ese es el camino a casa». Y si su mente aceptaba profundamente la ilusión, entonces las reglas de esta tendrían que funcionar. Quizá. Con suerte.

Pero el lugar donde se formaba el vórtice estaba lleno de lobunos y… Un momento.

—Si los lobunos son inofensivos, ¿por qué nos escondemos aquí? —preguntó.

Él la miró un momento, como si midiera su estado mental o calibrara cuánto podía decirle.

—Hay un asunto personal entre el líder de la manada y yo. Los temperamentos se pueden descontrolar en esta época del año y creo que es mejor que no nos crucemos ahora.

—¿Y…? —insistió ella porque su instinto de policía le decía que había más.

Él estiró las piernas al lado de las de ella aunque sin llegar a tocarlas.

—¿Recuerdas que te he dicho que las cosas entre mi esfera y esta son complicadas? Hubo una guerra. Ni siquiera sé cómo empezó y aquí tampoco parece saberlo nadie y eso fue hace mucho tiempo. Pero fue despiadada y sangrienta y no terminó hasta que los Ilth, un grupo de practicantes de magia de los reinos, se reunieron y cambiaron la naturaleza de los vórtices de modo que, cuando los wolfyn pasan a los reinos, quedan atrapados en forma de lobo y no pueden volver a cambiar ni lanzar el conjuro para volver a casa. Con el tiempo incluso pierden sus pensamientos humanos y se convierten en fieras.

Hizo una pausa.

—Los lobunos idearon un contraconjuro, pero para entonces habían descubierto ya la esfera humana y estaban fascinados con vuestra ciencia. En las últimas generaciones, y mi gente tiene generaciones muy largas, el contacto se ha limitado a los pocos lobunos que se ven atrapados en los vórtices sin el contraconjuro y a invitados ocasionales que llegan aquí, como yo. De hecho, los habitantes de los reinos ya ni siquiera creen en los viajes entre esferas; es algo que se considera una leyenda, igual que la capacidad de los lobunos para cambiar de forma y embelesar a mujeres hermosas.

Un escalofrío subió por la espina dorsal de Reda.

—¿Pueden hacer eso? ¿Embelesar a las mujeres?

Él negó con la cabeza.

—Ellos no le harían eso a una mujer ni durante la luna llena. Las tradiciones establecen muy claramente cuándo y cómo pueden embelesar.

Lo cual no era un «no». Reda sintió más frío que un momento antes y metió las manos debajo de la chaqueta para calentarlas en el jersey.

—Aunque los lobunos son en general tolerantes, prefieren a los humanos antes que a los de los reinos —prosiguió él— y hay ciertos habitantes de dichos reinos a los que pueden matar en cuanto los ven.

—Y por eso no quieres que sepan que eres un príncipe —dijo ella, recordando su comentario anterior—. Eres un príncipe —repitió—. Claro que sí.

Ella solía soñar con príncipes encantados, princesas etéreas y aventuras mágicas, así que quizá no fuera tan raro que su mente hubiera vuelto allí y convertido al hombre de su fantasía no solo en leñador sino también en un atractivo príncipe. Enterró la cara en las manos.

—Tú no eres real. Nada de esto es real. Márchate y déjame despertarme en mi cama de verdad y en mi vida real —sintió una punzada de pesar al pensar en dejar atrás el sueño y pensó que aquello no podía ser bueno.

—Es el mareo del vórtice —respondió él con voz tranquilizadora—. No te preocupes, relájate y pronto lo recordarás todo.

Ella alzó la cabeza y lo miró de hito en hito.

—Yo no he olvidado nada, maldita sea. Mi nombre es Reda Weston, mi padre es el mayor Michael Weston y mi madre se llamaba Freddy. ¿Ves? No hay grietas ni lugares en blanco. Y esto no es real.

—Por los dioses y por el abismo que esto es real —la voz de él era más dura ahora—. Y seguirá siendo real independientemente de que tú lo creas o no, así que, ¿por qué no olvidas esa actitud humana de «la ciencia es Dios» y consideras que quizá esto está pasando y estás aquí por una razón? Porque si tú no me ayudas, morirá gente.

—Yo… —ella lo miró con la garganta seca—. ¿Qué?

—Morirá gente —repitió él entre dientes—. Tengo que volver a Isla Castillo en las próximas setenta y dos horas y se supone que tú me tienes que ayudar.

—Nunca he oído hablar de Isla Castillo —lo miró a los ojos y alzó una mano—. Y si vuelves a decir que es el mareo del vórtice, te juro que grito.

La expresión de él se relajó.

—Está bien. Al menos ahora escuchas.

Reda movió la cabeza.

—Solo sé que estoy asustada y confusa. ¿Qué pasa aquí? ¿Qué hay en Isla Castillo y por qué tienes que ir allí? ¿Y qué tiene que ver conmigo? —«De todos modos no importa, es solo una ilusión».

—No sé cómo te has visto mezclada ni por qué. Pero te puedo hablar de Isla Castillo —él esperó a que ella asintiera—. Érase una vez un príncipe que pensaba que el mundo debía girar a su alrededor…

A ella se le heló la sangre cuando él describió su casa atacada por un mago diabólico y a sus padres lanzando un conjuro que había salvado a sus hermanos y a él pero que también los había alejado aunque vinculándolos al castillo y maldiciendo al reino si no conseguían regresar a tiempo. Él recitó el mensaje del espíritu de su padre donde le decía que esperara una guía y que, cuando ella llegara, tendría que estar de vuelta en Isla Castillo antes de la cuarta noche para reunirse con sus hermanos y matar al mago.

—Lo siguiente que supe —dijo él— fue que estaba atrapado aquí, en la esfera de los lobunos, intentando hacerles creer que había perdido la memoria en el vórtice y que no adivinaran que era miembro de una casa real… y esperando todo el tiempo que llegara mi guía. Y luego, hace una semana, empecé a tener sueños.

—Sueños —susurró ella.

Él asintió.

—Te vi a ti. Vi tu cara, tus ojos… La magia quería asegurarse de que te reconocería cuando te viera.

Ella se movió nerviosa; apartó las piernas de él.

—La magia no existe.

—Puede que en tu mundo no. Pero en el mío sí.

A ella le latía con fuerza el pulso en los oídos. El psicólogo de la policía había hablado de hospitalización, pero al final la había apuntado a un programa como paciente externa, con sesiones intensivas que habían empezado siendo diarias y después se habían ido espaciando. Ahora se preguntaba si aquello no habría sido un error, si no había fingido su recuperación y engañado a todos, incluida ella misma. ¿Estaba en la habitación de un hospital mirando fijamente al vacío mientras su mente deambulaba libremente? Sintió pánico e intentó conectar con su mente atrapada en otra parte, pero no pudo hacerlo. La cueva, el hombre y su historia parecían muy reales. Lo cual implicaba…

—No —se puso en cuclillas, que era lo máximo que le permitía incorporarse la cueva, cosa que hacía que se sintiera atrapada—. Esto no es… Yo no soy tu guía. Ha habido algún error.

Él no había movido ni un músculo.

—Cuando te despertaste en la cabaña, me reconociste. Lo vi en tu cara.

—Yo…

«Había soñado contigo, te había deseado, había imaginado que eras todo lo que no he podido encontrar en un hombre de carne y hueso».

—Está bien, había tenido algunos sueños, pero en ellos no había nada de que te guiara a ninguna parte.

No mencionó que se despertaba caliente, preocupada y sola. Era evidente que los sueños de ambos habían sido muy diferentes; ella soñaba con encontrar el amor y él con salvar a su gente. ¿Era eso lo que su subconsciente quería que viera? ¿Que estaba demasiado absorta en sus problemas? Aquello la ponía nerviosa. Se llevó una mano al estómago y dijo:

—Tengo que… ya sabes. Fuera.

Él le tocó un instante la mano comprensivo.

—Ve a la parte de atrás y no te alejes. Hay un bosquecillo de borers al otro lado de las piedras y tú no quieres encontrarte con borers.

Reda no preguntó por qué, no tenía intención de descubrirlo.

—Volveré en unos minutos. Creo que solo necesito tomar el aire.

También necesitaba espacio a solas para recordarse lo alelada que se había sentido durante mucho tiempo atrapada en su pequeño mundo propio.

Fuera de la cueva el aire era frío, inmóvil y silencioso, sin ninguno de los aullidos de antes. La enorme luna alumbraba su camino mientras ella caminaba sobre las piedras, alejándose de la vista de Dayn como si buscara un lugar para aliviarse. Luego, con el corazón latiéndole de miedo, dio media vuelta y se lanzó colina abajo, tropezando en su prisa por llegar a las piedras y salir de la alucinación antes de que cometiera alguna estupidez… como creérsela.

Cuando se fue Reda, la cueva quedó más fría y mucho menos interesante, privada de la intensa energía comprimida que titilaba a su alrededor. Pero también mucho más calmada.

Dayn respiró despacio y se dijo que aquello saldría bien. Tenía que funcionar. Ella parecía al fin dispuesta a considerar que no estaba atrapada en un sueño extraño y elaborado, y una vez que pasaran esa parte, él estaba seguro de que ella recuperaría sus recuerdos y podría guiarlo. O, al menos, eso era lo que él esperaba, pues empezaba a temer que no fuera así porque un humano parecía una elección muy extraña para que lo guiara hasta la esfera mágica de Elden. Lo cual le hacía pensar que aquella parte del conjuro también se había visto dañada por la magia del mago.

Aunque ella no estaba precisamente «dañada», sino todo lo contrario. Podía tener algunos recelos humanos en lo referente a la magia y una aparente tendencia a quedarse paralizada en los ataques, pero lo atraía, tiraba de él. A diferencia de las esbeltas y distantes hembras lobunas con las que había pasado las dos últimas décadas, ella era rotunda y con curvas, y sus sentimientos aparecían escritos claramente en su rostro en forma de corazón. Él se había sorprendido mirándola a los ojos, que le recordaban los cielos azules profundos de su casa, y regodeándose en su voz, que era dulce, suave y muy femenina.

Razón por la cual ella no era la única que necesitaba un minuto a solas. Porque él necesitaba controlarse y recuperar cierta perspectiva. Lo importante allí no era que él fuera un hombre y ella una mujer; lo importante era que tenía que volver a casa y ocuparse de asuntos allí. Y después de eso, volvería a ser un príncipe del reino, con todo lo que implicaba ese título. Lo que significaba que no tenía ningún sentido que se fijara en el modo en que el jersey se pegaba a las curvas de ella ni en el sonido de su respiración cuando lo sorprendía mirándolo, un sonido que indicaba que la atracción era mutua.

—Prioridades —se dijo.

La palabra resonó en la cueva silenciosa y el aire desprovisto de aullidos. El ritual había terminado y era hora de que Reda y él volvieran a las piedras. Quizá ella no necesitara recordar; tal vez bastara con que estuviera allí para que el conjuro del vórtice funcionara como no había funcionado antes para él.

Salió al exterior en cuclillas y la llamó con suavidad.

—¿Reda?

No hubo respuesta, pero ella no habría ido lejos, teniendo en cuenta que él le había comunicado telepáticamente que permaneciera cerca.

Poco después de su llegada a la esfera wolfyn, había descubierto que sus poderes telepáticos funcionaban con todas las hembras independientemente de la esfera de la que procedieran. Cuando había contacto físico, como había habido al tocarle la mano a Reda, podía implantar sugerencias e incluso órdenes. Así era como había impedido que Keely supiera cosas que él no quería que supiera y como había empujado al principio a Candida a protegerlo… hasta que ella había descubierto lo que hacía y había ido a por él. Después de eso, Dayn se lo había contado todo y, en lugar de matarlo, ella había decidido ayudarlo. Y él daba gracias a los dioses por eso.

Aunque la mujer sabia de la manada no había podido enviarlo a casa, le había dado el contraconjuro del vórtice y últimamente había empezado a trabajar en unos venenos nuevos que creía que funcionarían con seres de magia oscura como el Mago Sangriento. Más aún, le había ayudado a averiguar los límites de sus poderes telepáticos en la esfera wolfyn y habían averiguado que aunque él no podía lograr que una hembra hiciera algo que iba contra su voluntad ni impedirle hacer lo que de verdad quería hacer, sí podía influir en otras emociones menos radicales. Por eso no había conseguido que Reda se abriera a él… ella estaba demasiado en contra de ello. Pero dado su evidente miedo a los lobunos y el hecho de que empezaba a aceptarlo a él, obedecería su orden de no alejarse y estaría por allí.

Salvo porque no estaba.

Dayn maldijo entre dientes, caminó hasta el borde del bosquecillo de borers, donde el terreno empezaba a hacerse hueco, y retrocedió luego para dar la vuelta a la cueva. Al fin vio el rastro de ella bajando por la colina en dirección al círculo de piedras.

—¡Maldita sea!

Había subestimado su fuerza mental, su incredulidad y su determinación de librarse de lo que ella creía era una ilusión. Regresó a la cueva y tomó las armas y los suministros confiando en no haber cometido un error fatal.

Cuando echó a andar colina abajo, el horizonte más allá de su cabaña empezaba a iluminarse y el estómago le dio un vuelco. Llegaría demasiado tarde.

Dentro del círculo de piedras, Moragh echó atrás la cabeza y rio encantada mientras gruesas chispas azules saltaban de piedra en piedra y el viento agitaba su cabello en torno a su rostro.

Alzó la voz para que se oyera por encima de las chispas y los crujidos de energía e invocó:

—¡Oh, alegres dioses oscuros! Lo sabía, Nasri. Siempre he sabido que el Libro de Ilth era real.

Había discutido con los supuestos estudiosos del mago, que habían descartado el texto, bien como ficción o como una interpretación herética de los dioses y del abismo. Cierto que no había pasado nada cuando ella había probado los dos conjuros más sencillos, pero entonces no sabía que la situación importaba. Aunque era de lógica que la separación entre esferas sería más fina en ciertos puntos y la magia que los conectaba más activa. Había hecho falta que el conjuro del príncipe perdido la llevara al lugar preciso en el momento preciso y que el movimiento de viento del vórtice le dijera que necesitaba probar el primero de los dos conjuros que había memorizado.

Y había funcionado. Tenía ante sí los comienzos de un vórtice propio, controlado por ella.

—¿Nos vamos a casa, ama Moragh? —preguntó Nasri desde su lugar fuera del círculo de piedras, donde sostenía la cadena del ettin superviviente, que todavía miraba estúpidamente a su alrededor en busca de su hermano.

Seguramente debería haber lanzado a las dos criaturas contra el príncipe y haber asegurado su muerte. Pero no se había dado cuenta al principio de que algo en aquella esfera entorpecía la conexión de ella con el conjuro del padre de él y le dificultaba seguirle el rastro más allá de la zona inmediata de las piedras erguidas. Pero eso no importaba, ya que de pronto tenía opciones nuevas y maravillosas.

—Sí y no —dijo en respuesta a la pregunta de Nasri—. Yo debo regresar a casa a buscar el Libro de Ilth.

Se le aligeró el corazón cuando pensó en blandir el poder del libro, que no contenía solo conjuros de viajes entre esferas, sino también conjuros de invocación más poderosos que ninguno de los que se hubieran visto en los reinos durante siglos, conjuros de transferencia de poderes… Las posibilidades eran ilimitadas.

—Me llevaré al ettin para que no tengas que cargar con él y sellaré este portal tras de mí para que el príncipe no pueda seguirme.

Aquel era el segundo de los conjuros que había memorizado. Sellando aquel portal en particular quizá no dejaría atrapado al príncipe en la esfera wolfyn, ya que probablemente habría otros lugares en los que se podían hacer vórtices, pero lo frenaría y le daría a ella tiempo de robarles el libro a los mismos estudiosos que se habían burlado de ella por creer que era real.

El gnomo abrió mucho los ojos.

—¿Y yo, ama?

Ella salió del círculo de piedras, paralizó al ettin en su sitio con una orden de tres palabras y volvió su atención a Nasri, que había retrocedido unos pasos cuando creía que ella no miraba. Y aunque hacía mucho tiempo que ya no sentía atracción por él, el pensamiento de lo que se disponía hacer hizo que sus caninos secundarios descendieran fácilmente, rasgando la piel con aquel picor punzante que ella tanto amaba y colocándose en su sitio a lo largo de los dientes inferiores, rozando solo las encías con las puntas.

—Tengo un encargo especial para ti, Nasri.

Él palideció al ver los colmillos, pero la compulsión estaba bien enraizada. Aunque se encogió, se adelantó tres pasos y le ofreció una muñeca cubierta de marcas de dientes en distintas fases de curación.

Ella se adelantó y le tomó la garganta, que mordió profundamente con él retorciéndose. El glorioso sabor a sangre llenó su boca. Se formaron conexiones nuevas; una magia nueva cobró vida y encontró la débil mente de él con la suya. «Ahora presta atención. Esto es lo que quiero que hagas…».

Reda no gritó, pero fue solo porque estaba paralizada, tumbada en el suelo bajo unos matorrales en el borde del claro, desde donde veía perfectamente a la mujer morena que bebía del cuello de su pequeño criado, y desde donde percibía claramente los ruidos rítmicos de succión de la vampiresa entremezclados con aullidos de horror por parte de la víctima.

Aquella mujer… aquella Moragh era una vampiresa. ¡Dios santo!

Tragó saliva una y otra vez para evitar vomitar al ver convulsionarse el cuerpo del hombrecillo, que agitaba las manos a los costados como si quisiera defenderse pero no pudiera. Igual que antes había querido salir corriendo pero le había ofrecido el brazo. «Compulsión. Embeleso». Primero los lobunos y ahora aquello. ¿Es que todas las criaturas de aquella esfera podían imponer su voluntad a los demás?

«Tengo que salir de aquí», pensó. «Yo solo quiero que todo vuelva a la normalidad».

Tenía que atravesar aquel vórtice y tenía que hacerlo ya, mientras la vampiresa estaba ocupada. Pero no podía moverse.

«Ahora no», suplicó a su cuerpo. «Por favor, no te quedes paralizado ahora». Pero no pudo obligarse a ponerse en pie y echar a correr hacia las piedras; ni siquiera pudo mover un dedo del pie. Volvía a estar inmóvil e impotente. Lo único que pudo hacer fue mirar cómo soltaba la vampiresa al hombrecillo y cómo se tambaleaba este con la garganta empapada en sangre. Tenía los ojos vidriosos y dijo con voz monótona:

—Buscaré a la manada.

Se alejó tambaleándose en dirección al bosque, sin que pareciera importarle que le cayera sangre por la parte delantera.

La vampiresa lo vio alejarse con una sonrisita.

—Yo no me preocuparía por eso. Sospecho que te encontrarán ellos muy pronto.

La luz de la luna se reflejó en sus colmillos. Se volvió, agarró la cadena del monstruo del suelo y llevó a la criatura al círculo de piedra.

El vórtice rugió y desapareció.

En cuanto se hubieron ido, a Reda se le pasó la paralización. Se puso en pie y corrió hacia las piedras con el corazón golpeándole con fuerza y pronunciando el conjuro que la había metido en aquel lío.

Estaba a pocos pasos del círculo cuando Dayn salió de entre los árboles gritando:

—¡Reda, espera!

Ella miró atrás vacilante. Y entonces un gran crujido llenó el aire y el vórtice se colapsó sobre sí mismo y desapareció. Segundos después hubo un relámpago ámbar brillante y el aire quedó totalmente inmóvil.

—¡No! —ella corrió hacia el centro del círculo—. ¡Espera, no! ¡Llévame a mí!

—¡Reda, para! —él la sujetó por los brazos—. Para. Se acabó. Se ha ido.

—¡No! Ella lo va a sellar. ¡No dejes que lo selle!

Aunque sabía en su corazón que ya era demasiado tarde, le golpeó el brazo luchando por liberarse, no solo de él, sino también de aquel lugar horrible con sus hombres lobo, sus vampiros y sus monstruos de tres cabezas. Cuando eso no funcionó, se dejó caer contra él, le agarró la chaqueta y lo miró.

—¿La has visto? ¿Has visto…?

Se interrumpió porque él la abrazó y de pronto se dio cuenta de que estaba excitado y la miraba con ojos vidriosos. Y aunque era el peor momento imaginable, a ella se le aceleró el corazón y sintió fuego en las venas. Se apretó contra él, se arqueó hacia él cuando él bajó los labios, los abrió…

Y la luz de la luna se reflejó en dos colmillos largos que no había visto antes allí.