Seis

 

—¡No! —Dayn se soltó de los betas que lo rodeaban, agarró a Reda y la colocó detrás de él. Se puso delante de la cara de Kenar y gritó:

—Es una invitada. ¡En nombre de los derechos y de la tradición, apártate!

La manada se lanzó hacia delante, pero luego se aplacó y gruñó. Kenar lanzó un rugido, se sentó sobre los cuartos traseros y a continuación se incorporó y su forma fue cambiando. Cuando se aclaró la magia, permaneció en pie en forma humana, algo más bajo que Dayn, con cuello de toro y rasgos fuertes, músculos poderosos y manos de boxeador. Su rostro estaba sonrojado y sus ojos achicados por el odio.

—Ella no tiene derechos si viaja con un chupasangre y un asesino de los bosques. Porque eso es lo que eres, ¿verdad, príncipe Dayn?

Veinte años de convivencia pacífica quedaban así anulados por los crímenes de una guerra de mucho tiempo atrás. Los lobunos que lo rodeaban gruñían con las caras caninas arrugadas por el odio. No estaban allí solo por seguir a su líder alfa, querían verlo muerto. En cuanto a Kenar, había odio en sus ojos, pero también cálculo. Lo estaba utilizando para algo, o pensaba hacerlo.

Dayn sacó dos pegotes de lobosbena de su mochila y puso uno en la mano de Reda.

—¿El mensajero de la bruja no os ha dicho que ella también es bebedora de sangre? —preguntó para ganar tiempo. Fingió rascarse la cara y tragó la lobosbena, que estaba pegajosa y tenía un gusto intermedio entre menta y barro. Hizo una mueca—. ¿Ni que ha torturado a Candida?

Oyó toser a Reda y confió en que eso implicara que había tomado su dosis.

Los miembros de la manada se movieron nerviosos y algunos aullaron al oír la noticia. Pero Kenar enseñó los dientes.

—Hemos matado al criado, así que ya la hemos vengado. Además, él era fiel, que es más de lo que puedo decir de la bruja sabia. ¿Cuánto tiempo hacía que sabía lo tuyo?

Los primeros resquicios de calor y fuerza se filtraban ya en las venas de Dayn, lo cual estaba bien porque la manada se acercaba más y empujaba a Reda contra él.

Habló con rapidez.

—¿Prefieres creer al mensajero de la bruja antes que a Candida? ¿Os ha dado alguna prueba, algo aparte de su historia?

—¡Sí! —rugió Kenar; y sus betas repitieron el sonido—. Sí, nos ha dado pruebas. Ha usado un conjuro para enseñarle a Keely las cosas retorcidas y enfermizas que tú le habías hecho olvidar. Ella era tu amante. ¿Cómo pudiste alimentarte de tu amante? Ah, espera, claro. Porque tú eres un príncipe del reino y podías hacerle pensar lo que quisieras. Maldito vampiro. Has deshonrado a mi hermana. La has utilizado.

Reda soltó un respingo y a Dayn le dio un vuelco el corazón y sintió un nudo de culpabilidad por lo que le había hecho a Keely. No solo por alimentarse y esconderlo, sino también porque ahora veía la intención del otro.

—¡Hijo de perra! Vas a utilizar esto para expulsarla, ¿verdad? Apuesto a que estabas esperando una buena excusa.

La lobosbena fluía ya deprisa por sus venas, pero no había a dónde huir. Alzó la ballesta.

Los ojos de Kenar brillaban de furia. Hizo una señal a la manada.

—¡Por el Derecho de Amenaza… matadlos!

Dayn alcanzó al beta más cercano en el cuarto delantero, pues apuntaba a herir pero no a matar. Cuando el macho cayó aullando, Dayn agarró a Reda de la mano.

—¡Vamos!

Solo recorrieron un espacio corto hasta que las filas se cerraron de nuevo. Reda estaba a sus espaldas y golpeaba a las criaturas con el arco mientras él lanzaba dos flechas más.

—Lo siento, Reda —dijo por encima del hombro.

Pero las disculpas no arreglaban nada, claro. Nunca lo hacían.

Lleno de pena y culpabilidad, desenvainó la espada corta.

—Voy a intentar crear un hueco. Prepárate para correr y no sueltes ese mapa —porque ella correría sin él. Era imposible que Kenar lo dejara con vida.

—Dayn —la voz de Reda se quebró y no dijo nada más.

Dayn soltó un rugido, creó un arco brillante en el aire y se lanzó hacia delante con ella en los talones.

Cruzó la primera fila, derribó a un beta grande en la segunda y…

De pronto una flecha pasó tan cerca que sintió la vibración en la piel antes de que se clavara en el lomo del siguiente animal.

—¡El bosque! —gritó Kenar cuando otra flecha rozaba ya el hombro de un lobuno mayor de la última fila.

Dayn, sin detenerse a cuestionar el rescate, tomó a Reda de la mano y tiró de ella hacia el hueco que acababa de abrirse en las líneas.

—¡Vamos!

Volaron por el espacio abierto y cruzaron hasta donde se elevaba una pendiente de piedra. Con la lobosbena fluyendo por sus venas y toda la manada Ojo Arañazo tras él, Dayn subió la pared de piedra en dos grandes saltos, arrastrando a Reda consigo.

Llegaron arriba y corrieron a lo largo de la pendiente, lo cual los situaba en un sendero estrecho, con vegetación densa a ambos lados, y obligaba a los perseguidores a correr en paralelo a ellos, aullando y ladrando con desafío y rabia. Pero a Dayn le latía con fuerza el corazón y le ardían los músculos, lo que le hacía ser más veloz que ningún humano, más veloz incluso que la mayoría de los lobunos. Y Reda le seguía el paso.

No tardaron en dejar atrás al grueso de la manada, hasta que solo unos pocos de los lobunos más rápidos les siguieron el paso donde la pendiente bajaba a terreno llano y la vegetación se hacía menos densa, a lo largo de un altiplano estrecho que terminaba en un cañón: un abismo ancho que tenía un estrecho puente de sogas en ese punto.

Cuando empezaban a bajar la empinada cuesta y sus perseguidores se acercaban por ambos lados, Dayn dijo:

—Quédate detrás de mí, pero no te distancies. Si podemos cruzar ese puente, podremos soltar los ganchos del otro lado —había otros modos de cruzar, pero implicaban un desvío de medio día.

Reda hizo un ruido que podía ser de asentimiento o podía ser un gemido, pero no había tiempo de detenerse a discutir las opciones.

Y no había otras opciones.

A Dayn le palpitaba el pulso dentro de la cabeza y debajo de la piel, y la energía que corría por sus venas lo empujaba a seguir. Cuando salieron de los árboles al altiplano que llevaba al puente, solo los seguían ya dos lobunos, pero los dos se acercaban rápidamente. De pronto se separaron y atacaron cada uno por un lado.

—¡Al suelo! —gritó Dayn cuando saltaron.

Reda y él se echaron al suelo y los lobunos colisionaron en el aire. El más grande empujó al más pequeño y los dos aterrizaron a poca distancia y lucharon por incorporarse.

Dayn tiró de Reda, dispuesto a correr de nuevo, pero se detuvo cuando vio que los dos lobunos no luchaban por incorporarse y continuar la caza. Luchaban entre sí.

Y uno de ellos era Keely.

La batalla fue corta pero encarnizada; en cuestión de segundos, ella se puso en pie, dejando al otro inmóvil y atontado. Cambió de forma y miró a Reda.

—¿Tú eres su guía?

—Eso dice él —las mujeres intercambiaron una mirada que excluía a Dayn, quien las miraba confuso.

—¿Tú lo sabías? —preguntó a Keely—. ¿Cómo? —no esperó respuesta, pues solo había una posible—. Te lo dijo Candida.

—Quería que lo supiera alguien por si le sucedía algo a ella. Cuando llegó el criado de la bruja, fingí que no lo sabía e intenté pensar un modo de hacerte llegar un mensaje para advertirte de lo que pasaba, pero no pude.

Dayn se sentía más culpable que nunca.

—Lo siento. Te lo habría contado todo, pero Kenar…

—Kenar —asintió ella. Y había algo en su voz que no estaba antes allí. Furia, quizá, o desafío. Dayn se preguntó si aquello era nuevo o si, como en el caso de su connivencia con Candida, había capas de ella que no había visto.

—Gracias por ayudarnos a escapar —dijo, seguro de que había sido ella. Miró la forma inmóvil del lobuno inconsciente—. ¿Te castigarán por esto?

—Te culparé a ti —ella miró hacia arriba, donde los aullidos de los lobos indicaban que el resto de la manada se reagrupaba—. Tenéis que cruzar el puente y soltar los ganchos.

—Ese es el plan.

—¿Adónde vais?

—Al noroeste —dijo él sin vacilar, confiando plenamente en ella aunque fuera demasiado tarde—. Al Arco Meriden.

Keely asintió.

—Entonces les diré que habéis ido al sur. Iremos hacia el cruce del Paso Vela.

Aquello dejaría a la manada al menos medio día detrás de ellos.

—Te debo mucho —Dayn hizo una pausa—. Siento mucho lo del bloqueo mental. Es que… tenía que alimentarme.

Ella se encogió de hombros.

—Me asusté bastante cuando me lo dijo Candida, pero ella me ayudó a superarlo. Y a la larga, ha sido un intercambio justo. Yo te usaba para sexo y tú a mí para sangre. Es lo que hacemos la gente como nosotros… usarnos unos a otros.

Era un cargo bastante serio. Y él no podía negarlo.

Tragó saliva, consciente de que Reda se había apartado de él; se abrazaba a sí misma como si tuviera frío y miraba el abismo como si no pudiera mirarlo a él. Dayn quería llevarla aparte y decirle que las cosas entre Keely y él no habían sido así. Pero sí habían sido y Keely decía la verdad. Se habían utilizado mutuamente y los dos habían estado satisfechos con el trato. Ahora, sin embargo, con la lobosbena corriendo por sus venas y Reda allí, el acuerdo parecía muy frío.

Pero no tenía el lujo de disponer de tiempo para hablar con ella ni de intentar razonar el cambio súbito que se había producido en él. Tenían que moverse primero y hablar después.

—Ten cuidado, ¿de acuerdo? —dijo a Keely—. Y sé feliz.

—Marchaos —los ojos ámbar de la lobuna pasaron de él a Reda y de nuevo a él—. Y, eh, tú también sé feliz, ¿de acuerdo?

Dayn no sabía qué contestar a eso, así que se limitó a asentir.

—Gracias por todo. Con trato o sin él, tú has ayudado a hacerme soportables todos estos años.

No le dio un beso de despedida como nunca le había dado uno de saludo. Lo suyo no había sido nunca una relación. En lugar de ello, tiró de Reda hacia donde una línea de árboles bajos ocultaba el borde del cañón.

—Vamos. Keely nos hará ganar todo el tiempo que pueda, pero tenemos que cruzar el puente y soltarlo del otro lado antes de que llegue aquí la manada.

Ella no dijo ni una palabra mientras corrían entre los árboles, pero él no sabía si eso se debía a que estaba traumatizada por el ataque de los lobunos, enfadada por lo de Keely o a alguna otra cosa. O a todo lo anterior.

Sí sabía que su acuerdo con Keely no tenía nada que ver con sus sentimientos por Reda. El primero había sido algo pragmático y los segundos eran muy poco prácticos y temerarios. Pero aun así, no podía apartar la vista de Reda. En parte era por la lobosbena, sí, pero sobre todo era por ella.

Quería abrazarla, morderla, meterle prisa. En vez de ello, permaneció a su lado y le guardó el flanco cuando llegaron al borde del abismo y avanzaron hacia el puente. Los árboles les impidieron ver bien este último hasta que estuvieron casi encima de él.

Reda se detuvo en el acto y palideció.

—¡Oh, no!

—Es seguro, te lo prometo.

Desde luego, su vista no ayudaba mucho. Cuatro sogas largas tendidas desde un lado al otro; dos de ellas sostenían una estrecha plataforma hechas con tablas de madera que brillaban casi blancas a la luz de la luna, y las otras dos estaban colocadas a la altura de los hombros para equilibrarse. Había otras sogas más cortas atadas entre las de arriba y las de abajo a intervalos breves, pero la estructura se movía y oscilaba por las corrientes de aire que subían desde abajo. Dayn la empujó hacia delante.

—Puedes hacerlo. Yo estaré justo detrás.

—No —ella retrocedió hasta que tropezó con él; su espalda en el pecho de él hizo pensar a Dayn en el beso que habían compartido y que intentaba olvidar—. Tiene que haber otro modo.

—No lo hay.

—¿Pero y si…?

Dayn oyó los primeros aullidos detrás de ellos Se colocó ante ella y le tomó la cara entre sus manos.

—Tenemos que seguir adelante, Reda. Es el único modo.

Su única intención había sido apartar la atención de ella del puente, pero cuando le tocó la piel suave de la mandíbula, sintió una oleada de calor y algo en su interior dijo: «Mía». Y cuando los ojos de ella se posaron en los suyos, la necesidad se convirtió en un puño en el pecho y ese mismo algo dijo: «Ahora». No combatió el anhelo, aunque quizá debería haberlo hecho. En vez de eso, acercó los labios, tragó el gemido de ella y los hundió a ambos en un beso que no debería haber sido pura perfección, pero lo fue.

Reda estaba aterrorizada un momento y al siguiente estallaba en llamas.

No hubo transición ni advertencia, nada excepto la presión repentina de un cuerpo masculino y de sus labios y lengua contra los de ella. Debería haberse apartado, pero no pudo reaccionar debido al calor y al deseo urgente y ansioso que la invadió al instante.

«Oh, sí», pensó mientras se derretía su miedo en el abrazo. «Oh, sí». ¿Era por la lobosbena, cuyo poder sentía flotar en las venas? Probablemente. Pero le daba igual.

Él profundizó el beso y el fuego recorrió las venas de Reda. Algo fiero y posesivo creció en su interior, una necesidad acuciante de apretarse contra él y dejar marca.

Él se movió contra su cuerpo con los dedos en su nuca y en su cadera, y ella se aferró a su camisa con las manos. En aquel momento solo existían ellos dos y un beso que hacía que el corazón de Reda se estremeciera en el pecho y todo su ser consciente dijera: «Sí, esto sí».

Porque eso era lo que había echado de menos en los hombres con los que había salido, los hombres de los que había intentado convencerse a sí misma que eran perfectos o suficientemente buenos para ella y que debía olvidarse de los príncipes encantados y los cuentos de hadas. Eso era lo que ella había buscado: el ardor de la lujuria, el ansia interior que decía que tenía que tocarlo, besarlo, hacerlo suyo. Y más aun, estaba también el conocimiento profundo de que era mutuo, de que a él también lo enloquecía la necesidad de tocarla.

—¡Por los dioses!

Él se apartó y permaneció un instante jadeando y mirándola con ojos fieros y salvajes. Luego la tomó por la cintura, la elevó en el aire y la depositó en la primera de las tablas de madera bañadas por la luz de la luna.

Reda dio un respingo y se agarró a las cuerdas laterales; la embargó el pánico cuando la estructura se movió y por el borde del precipicio cayeron piedras que no hicieron ningún sonido al llegar al fondo. Retrocedió, pero tropezó con una pared que era tan inamovible como un precipicio, aunque cálida y musculosa. Y pudo sentir los latidos del corazón de él, rápidos y excitados, que encontraban eco en los de ella.

—Vamos, puedes hacerlo —le susurró él al oído con voz profunda y sensual. La escandalizó mordiéndole el cuello con fuerza suficiente para producirle una punzada de dolor que apartó su mente del abismo que había debajo de ellos. La cubrió con su cuerpo y la sujetó con los brazos y las piernas.

—Un pie delante del otro.

Ella avanzó un paso tambaleante y luego otro cuando él repitió el movimiento en el otro lado.

—¡Para! —dijo.

La única respuesta de él fue un gruñido. Le mordisqueó el cuello y la fue guiando por el estrecho puente.

Ella se dejó llevar con el corazón galopante. Los pequeños mordiscos le producían un calor atávico que anulaba la coraza exterior civilizada y dejaba solo su instinto primario. Y a esa parte de ella le gustaba cómo la dominaba él y la lanzaba a territorio desconocido.

Era consciente de la gran caída que había bajo sus pies, del calor que subía desde abajo y del modo en que se movía el puente aunque él intentaba pararlo estirando los brazos y piernas todo lo que podía contra las sogas tensas. Pero todo eso era menor que el calor palpitante que corría por sus venas y transportaba una energía brillante que solo se debía en parte a los efectos afrodisiacos de la lobosbena.

El resto era todo él.

—Vete —la urgió él, con un gruñido que hablaba de otras cosas que de cruzar un puente—. Más rápido, Reda. Date prisa.

A ella le daba vueltas la cabeza debido al vértigo, la magia y el calor del hombre. Dio un paso más y sintió oscilar el puente. Dio otro. Y otro. El aliento regresó a sus pulmones a medida que la palpitación de miedo se iba convirtiendo primero en excitación y después en una sensación de euforia, cuando sus pies aumentaron la velocidad y su cuerpo empezó a compensar por el balanceo.

Detrás de ellos aumentaron los aullidos. Llegaban los lobunos.

—¡Deprisa! —la apremió Dayn; pero ya no hacía falta que se lo dijera.

Reda pasó volando el resto del puente, con el corazón latiéndole con fuerza a medida que se acercaban al otro lado y sus zancadas se hacían cada vez más largas hasta saltar dos tablas de golpe y después tres. Y terminó de cruzar.

La tierra firme le resultó extraña y estática, pero se volvió a mirar a Dayn, que trabajaba ya en los ganchos que sujetaban las sogas al borde. Cedió primero uno y después otro.

Reda se acuclilló enfrente de él e imitó sus movimientos. Soltó el tercer gancho. Un lado del puente quedó colgando y toda la estructura se agitó a la luz de la luna. Se le encogió el estómago al ver lo fácil que era soltar el puente al que habían confiado sus vidas. Dayn dio un tirón fuerte, se soltó el último gancho y el puente cayó y desapareció en el abismo.

En el otro lado se movían sombras. Acababa de llegar el primer lobuno.

—Sígueme —dijo Dayn.

Echó a andar hacia el sur y ella se colocó a su lado sin hacer comentarios y le sorprendió darse cuenta de que confiaba en él como su líder, su alfa. No intentaba entender todo lo que hacía sino que lo seguía sin más.

«Ten cuidado. Solo hace unas horas que lo conoces », le recordó su parte lógica y aburrida. Pero la advertencia se perdió rápidamente ante la alegría de correr al lado de Dayn cuando este apretó el paso. La fuerza de la lobosbena volvía a fluir por sus venas como invocada por el alivio de ser libres de correr como quisieran, con sus perseguidores muy por detrás.

Él entró en un grupo de árboles e inmediatamente viró en dirección contraria y avanzó hacia el norte, después de haber hecho una salida falsa al sur para guiar a los lobunos en esa dirección, como había planeado con Keely.

Pensar en ella mató parte del alivio de Reda. «Yo te he utilizado a ti y tú a mí. Es lo que hace la gente como nosotros».

Las palabras de la mujer atormentaban a Reda porque no eran propias del hombre que corría a su lado y, sin embargo, la lobuna lo había tratado durante años y ella solo unas horas.

El sendero por el que iban se ensanchó, permitiéndoles correr hombro con hombro. Pero mientras antes la sangre de ella palpitaba al ritmo de las zancadas de ambos, ahora sentía que habían perdido la sintonía debido a las preguntas que daban vueltas en su cabeza.

Él la miró.

—Adelante, pregunta —dijo. Su expresión estaba oculta en las sombras.

Reda sintió un escalofrío.

—¿Me estás leyendo el pensamiento?

—Ya te he dicho que no puedo conectar contigo.

No había razón para que aquello le molestara, pero así era. Lo cual era una prueba clara de que tenía que controlarse.

—Y entonces, ¿qué es lo que crees que debo preguntar?

—Si bebí de Keely y le hice olvidarlo. Sí, lo hice. La sangre lobuna es una sustancia muy poderosa para los de mi clase. Yo necesitaba alimento una vez al año y ella necesitaba un compañero una vez al año para poder tener una carrera satisfactoria en la luna sangrienta sin poner en peligro el liderazgo de su hermano.

A Reda le dio un vuelco el corazón, no solo de pensar que él bebía la sangre de la lobuna, sino también porque se había alejado tan fácilmente de su amante de largo tiempo sin mirar atrás. Y porque solo unos minutos después la había besado a ella y la había hecho sentirse necesitada, especial. Poderosa.

«No pienses en eso».

Dayn frenó el paso y cambió la posición de su mochila.

—Sé que no hice bien. Keely y yo intercambiamos sexo de mutuo acuerdo pero luego yo le robé su sangre, o sea que no era justo.

Reda no supo qué decir, así que no dijo nada. Y después de un rato, la opresión del pecho empezó a ceder y pensó que quizá eso de dejar correr las cosas también era parte de ser valiente.

Siguieron viajando una hora. Dos. El bosque se cerró en el camino que seguían y ella se sintió rodeada de la pared oscura de árboles que había a ambos lados de ellos, de los crujidos ocasionales y los movimientos de criaturas asustadas.

Y un aullido no muy lejano hizo que se pusiera tensa.

—¿Eso es la manada?

—Es un solitario que busca problemas —respondió Dayn—. Un macho puede ser expulsado de la manada si desafía al alfa y pierde —explicó—, o si el alfa cree que es probable que lo desafíe y quiere eludir la pelea. A veces puede unirse a otra manada, pero a menos que se conforme con ser beta, suele haber el mismo problema también en esa. Lo que significa que acaba solo, excepto durante el tiempo de la luna.

—¿Por qué entonces? —preguntó ella.

—Porque son los tres únicos días que la tradición permite que un lobuno macho reclame el Derecho de Desafío, que es la posibilidad de luchar con el líder de la manada por el derecho a dirigirla. También es entonces cuando se arreglan las disputas, se deciden los castigos y se forman o rompen los apareamientos. Los lobunos han concentrado casi todos los asuntos familiares y políticos en esos tres días, dejando el resto del año básicamente pacífico.

—¿Eso funciona?

—Parece que sí.

—Civilizado —ella frunció el ceño, intentando situar eso en el contexto de lo que había visto de los lobunos—. El macho de antes…

—Kenar. El hermano de Keely.

—Intentó embelesarme, pero tú lo paraste.

—Sí.

Ella movió la cabeza.

—Tú dijiste que no intentarían eso en su esfera.

—Kenar es… —él se interrumpió como buscando las palabras—. Quizá Keely y yo nos hayamos usado una noche al año, pero Kenar usa a todo el mundo todo el tiempo. Y es listo. Hace que parezca que cumple las tradiciones al pie de la letra cuando en realidad las doblega de acuerdo con sus necesidades. Y como es el alfa y ha expulsado a los pocos machos que se enfrentaban a él, puede controlar su manda de un modo casi absoluto.

—Parece que no controlaba a Candida y Keely tanto como creía.

Dayn apretó los labios y miró hacia el sur.

—Espero que ella sepa lo que hace. Kenar puede ser encantador cuando consigue lo que quiere, pero no soporta bien que le lleven la contraria.

Reda asintió.

—Conozco hombres así. He visto muchos en mi trabajo.

Él la miró.

—¿Qué trabajo?

—¡Ah!…

No había sido su intención hablar de eso, no sabía cómo habían llegado allí. No eran amigos normales ni aquello un paseo normal. Ni una primera cita normal, ni nada normal.

—Si no quieres hablar de ello, está bien —dijo él. Pero a ella le pareció que estaba demasiado dispuesto a seguir adelante sin mirar atrás, igual que el mayor.

—Era policía —dijo.

—Una mujer guardiana —respondió él—. Has dicho «era». ¿Qué pasó? ¿Tuvo que ver con tu compañero?

—Me quedé paralizada —ella se cruzó de brazos, se sorprendió haciéndolo y se metió las manos en los bolsillos—. Seguro que eso te escandaliza —él no dijo nada—. Fuimos a tomar café, solo eso. Benz ni siquiera quería ir, pero yo tenía frío, estaba cansada y gruñona y nuestro turno se iba a prolongar porque había un par de compañeros enfermos, así que paramos y entró. Y no volvió a salir.

Tal vez fuera la lobosbena o quizá la loca realidad fuera de la realidad en la que se encontraba, pero de pronto el recuerdo estaba allí delante de ella, cuando antes no había podido recordarlo con claridad.