Cuatro
Dayn miraba la boca de Reda sin poder pensar en nada que no fuera: «Necesito. Quiero. Ahora mismo», cuando de pronto ella gritó y se apartó de él con expresión horrorizada.
—¡No, Santo cielo, no! Tú eres… —susurró.
Él retrocedió sobresaltado.
—Reda, ¿qué…? —y sintió los labios deslizarse sobre los colmillos secundarios. Colmillos que estaban totalmente extendidos. Colmillos que eran mucho más grandes que los de la bruja y hechos para el mismo propósito.
—¡Oh, maldición! Espera. Puedo explicártelo —dio un paso hacia ella—. No es…
Reda dio media vuelta y corrió hacia los árboles más próximos, con lo que se alejaba de la cabaña y de la cueva.
Dayn salió tras ella, pero la dejó adelantarse y se movía solo con la rapidez suficiente para no perderla de vista. No lo hacía solo por dejarle espacio, sino por dárselo también a sí mismo. Porque no le gustaba nada lo que acababa de suceder.
Había visto a la vampiresa alimentándose de la vena del cuello del gnomo y casi había perdido el juicio. O quizá había llegado a perderlo, pues esa era la única explicación posible para que hubiera intentado besar a Reda con los colmillos fuera.
—Espera —la llamó; apretó el paso para alcanzarla—. Por favor, dame un minuto para explicártelo.
Ella lo miró con pánico por encima del hombro y miró después el bosque que la rodeaba. Al ver un lugar más ligero a un lado, giró y corrió hacia donde los árboles normales daban paso a un terreno circular de troncos esparcidos aquí y allá, cuyas raíces salían a la superficie y se entrelazaban formando dibujos intrincados.
—¡Reda, no! —gritó él, acelerando—. ¡Alto! ¡Eso son borers! El terreno no es seguro.
Pero ella siguió avanzando. O bien no lo creía o pensaba que un árbol no podía ser peor que un vampiro. Se metió en el bosquecillo abriéndose paso entre la red de raíces y sin parecer darse cuenta de que sus pasos sonaban huecos de pronto.
Dayn la siguió con una maldición, manteniéndose cerca de los troncos de piel suave y saltando entre las raíces más resistentes. La superficie cedía como un colchón bajo sus botas y el hedor a sulfuro indicaba que el bosquecillo estaba maduro. Las raíces de los árboles carnívoros habían apartado la tierra y creado un hueco para recoger sus ácidos digestivos.
Ella se dio cuenta demasiado tarde. Se detuvo bruscamente cerca de un árbol parental grande, con las manos extendidas para no perder el equilibrio y lo miró con un horror nuevo escrito en el rostro.
Y cayó a través del suelo.
—¡No! —él se lanzó hacia el agujero, pero se detuvo en la última raíz fuerte y tosió por el hedor a sulfuro que llegaba del hueco roto y le producía náuseas—. ¡Reda!
Entonces, gracias a los dioses, una raíz del grosor de su muñeca cercana al borde del agujero se estremeció y oyó un grito de auxilio.
—Ya voy —contestó Dayn.
Se quitó el cinturón con la espada con funda de cuero, clavó esta en el tronco gigantesco del borer principal y la giró con tanta fuerza que la hoja se hundió en él con el cuero incluido. Después se agarró a esa especie de ancla y se inclinó todo lo que pudo sin llegar a caerse. Eso lo acercó lo suficiente para ver los grandes ojos asustados de ella, pero no tanto como para agarrarla. Tendió la mano y luchó por cubrir el espacio.
—Muévete despacio y no cambies el peso cuando me tomes la mano —ordenó, con voz rasposa por las quemaduras del vapor de sulfuro. Ya no le veía la cara, no veía nada excepto la mano que ella tendía hacia él despacio. Muy despacio.
El suelo se movió y abrió cuando cedieron las raíces más pequeñas rompiendo, rompiendo…. Ella gritó, se lanzó hacia arriba y le agarró la muñeca cuando caían ya las raíces a su alrededor.
Dayn tiró de ella hacia sí e impulsó a ambos hacia el tronco principal; giró y la clavó al tronco con su cuerpo por si pensaba todavía en salir huyendo. Ella introdujo ambas manos bajo la chaqueta de él para abrazarlo y enterró el rostro en su pecho temblando.
Y si hacía solo un momento que a él le parecía que todo iba mal, ahora de pronto le pareció que iba muy bien. Ella encajaba sin fisuras contra su cuerpo y lo calentaba donde antes estaba frío. Estaba segura, ilesa. Y estaba en sus brazos.
«Es tu guía, idiota», dijo la voz de la razón. «Y se supone que no debes olvidar tus prioridades».
¿Pero su guía no era una prioridad? Dayn no sabía qué papel tenía que jugar en su viaje, pero empezaba a sospechar que no era tan simple como limitarse a mostrarle el camino. Por el momento, sin embargo, bastaba con que no hubiera muerto dejándolo atrapado en la esfera wolfyn.
—¡Chist! —musitó contra su sien; inhaló su aroma a flores y especias—. Te tengo. Estás bien.
Ella tragó saliva con un estremecimiento.
—Pero tú eres, eres…
—No soy una amenaza para ti, lo prometo —él se apartó lo suficiente para mostrarle una sonrisa amplia que solo incluía dientes normales— ¿Ves? Los otros están escondidos. No te voy a morder y no puedo convertirte en vampiro. Las leyendas humanas están confundidas, Reda, lo juro. Solo soy otro tipo de hombre.
Ella se apoyó en el árbol, pero no lo soltó.
—La mujer… Moragh… —se estremeció con la cara llena de asco—. Él no podía apartarse. Quería hacerlo pero no podía. Ella lo controlaba. Y luego… después… era como si estuviera metida en la mente de él.
Dayn vaciló, buscando las palabras adecuadas porque de pronto necesitaba que ella comprendiera aquella parte de él. Maldijo la mala suerte de que ella hubiera visto a la bruja alimentándose de la garganta con un ataque invasivo de la mente y del cuerpo en lugar de verlo como debería ser, como una expresión de… bueno, sí, de amor.
Respiró hondo.
—Beber sangre es un rasgo heredado como cualquier otro, pero también es mágico, pues va acompañado de varias otras características. La mayoría de nosotros somos más rápidos y más fuertes que la media. Yo me curo más deprisa, sobre todo cuando estoy con los colmillos fuera. Algunos podemos mover cosas sin tocarlas y muchos podemos comunicarnos mentalmente hasta cierto grado.
—Comunicaros —repitió ella—. Querrás decir lavar el cerebro. Eso era lo que hacía ella.
—Lo que has visto ha sido algo que no debería haber ocurrido. Un bebedor de sangre normalmente se alimenta de la muñeca o de otra parte, pero no de la garganta. Eso solo debería pasar entre amantes con consentimiento mutuo, normalmente parejas, porque crea un vínculo entre ellos, los vuelve conscientes del otro a un nivel diferente —hizo una pausa—. Sí, es posible que un comunicador mental ponga una compulsión en alguien cuando bebe de la garganta, pero es algo que no se hace. Hay códigos. Ética.
Le molestaba encontrar a uno de su clase aliado con el Mago Sangriento y le alteraba profundamente que verla alimentarse le hubiera hecho a él asomar sus colmillos. Sabía que eso último se debía en parte al modo en que Reda excitaba sus sentidos, pero eso también era malo. Él no debería pensar en ella en esos términos; no podía. ¿No había aprendido nada de los errores pasados?
—¿Tú puedes… influirle a alguien de ese modo?
Aunque resultaba tentador aterrorizarla para que mantuviera las distancias, necesitaba que confiara en él, así que optó por la verdad.
—Puedo hablar mentalmente con los de mi clase y, en esta esfera al menos, puedo influir en la mayoría de las hembras cuando las toco —vio que ella lo miraba asustada—. Mírame —musitó.
Esperó a que ella enfocara la mirada y sus ojos se encontraran.
—Te juro por mi honor que no te he hablado mentalmente a ti. Aunque, sinceramente, debo decir que lo he intentado. Puede que sea cosa de la esfera o que tenga que ver con el conjuro de mi padre, pero parece que no tengo ningún efecto en ti —dijo.
No había sido su intención hablar así, pero una chispa brilló en los ojos de ella. Lo soltó y alisó la lana con las palmas.
—Yo no diría eso. Pero lo que ha ocurrido antes…
—No volverá a pasar. No me he dado cuenta de que tenía los colmillos fuera, hacía mucho tiempo que no veía a otro vampiro, y menos a uno que se alimentara así —tragó saliva—. Me he sobrecargado de su magia por un momento y tú te has visto pillada en medio. Pero no volverá a ocurrir, te lo prometo.
Hizo una pausa.
—Y quiero que tú también me prometas algo. Necesito saber que no vas a intentar alejarte de mí otra vez. Tienes que seguir conmigo y, si te digo que algo es peligroso, tienes que creerme. Porque los sueños dicen que estamos en esto juntos. Y aunque tú no creas en nada de esto yo sí. Y desde mi perspectiva… —señaló el agujero—, has estado a punto de convertirte en comida para plantas. Así que prométeme que seguirás conmigo y me dejarás hacer todo lo posible por protegerte.
—Lo prometo —dijo ella al instante. Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Esto es real, ¿verdad? —preguntó con voz temblorosa.
A él se le encogió el corazón, pero no se ganaba nada mintiendo, así que asintió con la cabeza. Ella asintió a su vez, apoyó la cabeza en el cuello de él y se echó a llorar.
Reda odiaba llorar. Solo hacía que después se sintiera estúpida y dolorida, no que estuviera mejor. Y si había algo que odiaba más que llorar, era llorar delante de alguien.
Pero en aquel momento no tenía elección. Sus sentimientos eran demasiado abrumadores y la situación demasiado extraña para que pudiera contener las lágrimas. Estas salían de ella acompañadas de sollozos desgarradores que le hacían daño en la garganta. Le quemaban los ojos y la dejaban impotente para hacer otra cosa que no fuera agarrarse al objeto sólido más cercano.
Lloraba por los recuerdos que había apartado de sí, por las creencias que había perdido. Porque si aquello era real y ella estaba de verdad allí, en otra esfera en la que funcionaba la magia y existían hombres lobo y vampiros, su padre y los demás estaban equivocados y su madre tenía razón.
Lloraba por sí misma, por miedo. Y lloraba anticipando el fracaso, porque no sabía qué hacer, cómo ayudar a Dayn ni si tenía que hacerlo. Oyó las palabras susurradas de su madre. «A mi dulce Alfreda en su octavo cumpleaños, el resto de la historia llegará cuando cumplas dieciséis». Quizá si hubiera recibido el resto de la historia, habría sabido lo que tenía que hacer. Pero así estaba perdida, a la deriva.
Aunque no del todo. Porque estaba anclada a un objeto grande y sólido.
Dayn tenía problemas más importantes, y sin embargo, no protestaba por su llanto ni le decía que debían darse prisa. En vez de ello, la abrazaba, le acariciaba el pelo y estaba allí, presente de un modo como nadie había estado para ella en mucho tiempo. Y cuando las lágrimas remitieron por fin, dejando un vacío dolorido, esperó un minuto más antes de apartarse un poco.
—Siento que te hayas visto arrastrada a esto. Iremos a ver a Candida, la mujer sabia de los lobunos, y le preguntaremos si conoce algún modo de abrir las piedras. La bruja no puede ser la única que conozca ese truco.
Candida. La lobuna.
—El hombrecillo dijo algo de buscar a la manada.
—Son muy capaces de defenderse de un gnomo —Dayn se apartó unos pasos hasta donde las raíces entremezcladas formaban una especie de sendero. Se volvió y le tendió la mano—. Ven, vamos a buscar a la lobuna sabia. Es amiga, nos ayudará.
Reda lo miró. Allí de pie, en el camino y con la mano tendida, monocromático a la luz de la luna, él se convirtió de pronto en una de las últimas tallas de madera del libro. La escena sucedía después de que el leñador hubiera matado al lobo y salvado a la chica, a la que llevaba de vuelta al borde de la aldea donde vivía. Y allí, en lugar de alejarse, le tendía la mano y le pedía que se fuera con él.
En el libro era el comienzo de una nueva vida. Allí era un momento de la verdad. Una elección entre conciencia y cobardía.
Reda respiró hondo.
—¿Conoces el libro de Rutakoppchen? — cuando él asintió, continuó—: Yo tenía ese libro de pequeña. Mi madre me dijo que era el único en el mundo —le contó la historia del libro desde el día que cumplió ocho años hasta la tarde en casa de MacEvoy.
Cuando terminó, Dayn carraspeó.
—¡Gracias a los dioses! —su voz sonaba ronca por la emoción—. La magia os volvió a reunir al libro y a ti después de tantos años porque era el momento —hizo una pausa y la luz de esperanza que había habitado sus ojos se apagó un tanto—. Aunque quizá no sea suficiente si no sabes todo lo que te habría dicho tu madre ni de qué modo estaba relacionada ella con mi esfera.
«Tiene razón», le dijo la lógica a Reda. «Deberías irte a casa y dejarlo en su búsqueda. No estás preparada para este lugar y no eres una chica hecha para salvar al mundo».
—Hay más —dijo ella—. En mi libro, tú eres el leñador.
Él la miró sorprendido.
—¿Yo?
—Sois idénticos hasta en el dibujo de la camisa. Y tú no eres lo único que reconozco aquí… tu cabaña, este bosque, todo está en el libro. Pero el círculo de piedras no.
—Hay rumores de vórtices que aparecen en otros lugares —respondió él—. Aunque ninguno confirmado.
Reda respiró hondo.
—La talla de la contraportada muestra un dibujo de un arco gigante de piedra entre dos precipicios. Hay un río en la base, árboles a todo alrededor y una cascada que cae a un lado —la expresión de él la alivió y aterrorizó a la vez—. Sabes dónde está, ¿verdad?
Dayn asintió. Aflojó los hombros.
—A un día y medio de aquí. Dos como máximo. Se llama el Arco Meriden —respiró con fuerza y cruzó la distancia que los separaba—. ¡Gracias a los dioses! —le tomó la mano, la alzó y le besó los nudillos—. Y gracias por recordarlo.
Pero no solo le daba las gracias por recordarlo, ¿verdad? Sino que agradecía que ella no hubiera elegido seguir en la ignorancia negándose a reconocer que sabía más de lo que pensaba.
Reda miró sus manos unidas.
—No soy valiente —dijo.
—Ser valiente no es cuestión de no tener miedo. Es cuestión de funcionar con el miedo.
—Yo no soy valiente. Me quedo paralizada. No quiero hacerlo, pero cuando pasan cosas, me… me quedo así.
—Si Candida conoce el conjuro para quitarle el sello al círculo de piedras, no tendrás que venir conmigo, podrás irte desde aquí con el deber cumplido.
Era muy tentador. ¿Pero a qué precio? Si aquello era real, también lo era el peligro para él y sus hermanos. Y para su país. Y ella se sentía atraída hacia él aun sabiendo que era un vampiro. Si había alguna posibilidad de ayudarlo, quería intentarlo.
—Al pie del dibujo hay unas palabras talladas que traducidas dicen: «Aquí se pueden separar, cada uno seguir su camino». Hasta mi madre dijo que era un final extraño para la historia, puesto que el leñador y la chica se iban juntos.
Él asintió.
—No hablaba de ellos, sino de nosotros. Los dos tenemos que ir allí para regresar… tú a la esfera humana, yo a mi reino.
Reda asintió.
—Tengo que advertirte que un hombre bueno, un compañero, un amigo, murió hace unos meses porque me quedé paralizada en el momento más inoportuno. No puedes confiar en una cobarde como yo para guardarte las espaldas.
Los ojos de él se oscurecieron. Le tocó la mejilla como si quisiera secar una lágrima que ella no había derramado.
—Dulce Reda, no te preocupes por mí, yo puedo cuidar de los dos.
A ella le dio un vuelco el corazón. Él ya tenía demasiadas cosas en su contra, pero estaba dispuesto a asumir más porque ella lo necesitaba, y, vampiro o no, eso lo convertía en un hombre mejor que todos los demás que había en su vida salvo el compañero que había perdido.
Dayn también estaba perdido, pero trabajaba para encontrarse.
No supo quién fue el que se movió, si él o ella, solo supo que sus labios estaban de pronto muy cerca.
Sabía que aquel era el momento en el que debía vacilar, el momento en el que lo más inteligente sería quedarse paralizada en el sitio. Allí, en aquella esfera extraña, en un casi abrazo con un hombre que no se parecía nada a ella, lo más lógico sería retroceder. Pero el calor que corría por sus venas hacía que se sintiera viva de pronto, después de llevar mucho tiempo adormecida. Y ya tenían fijado el momento de la despedida: en el Arco Meriden, cuarenta y ocho horas después.
«Dos días», pensó. «¿Por qué no?».
En lugar de retroceder, se mantuvo firme cuando él empezó a besarla.