Sinopsis

Érase una vez... un Mago Sangriento que conquistó el reino de Elden. La reina, para salvar a sus hijos, los envió lejos y el rey les inculcó el deseo de venganza. Un reloj mágico es lo único que conecta a los cuatro príncipes… y el tiempo se acaba…

Para la pragmática Reda Weston nada podía explicar que leer una versión sexy de Caperucita Roja la catapultara a otra esfera… cara a cara con la legendaria criatura lobuna que embelesaba a las mujeres. Un lobo que se transformaba en un hombre oscuro y viril.Dayn maldecía al mago que lo había convertido en lobo y condenado a un destino solitario. Como bestia, se apareaba con las mujeres para ganar fuerza. Fuerza que necesitaba para salvar Elden. Pero como hombre, ansiaba las caricias apasionadas de Reda. Quedaba ya poco tiempo y Dayn tenía que abrazar su parte de lobo para salvar su reino… o combatirla para salvar a su mujer.

 

A los lobos solitarios y las parejas de por vida

 

Prólogo

 

Érase una vez una tierra mágica, en la que un mago oscuro, el Mago Sangriento, ambicionaba el único poder que le había sido negado: el derecho a reinar. Lanzó a su ejército a atacar el castillo de Elena con el propósito de eliminar a toda la familia real e instalarse en el trono. Pero no contó con el amor de los reyes por sus hijos, entre ellos el rebelde y testarudo príncipe Dean…

Las ramas arañaban el rostro de Dayn y azotaban al semental zaíno que montaba, pero ninguno de los dos parecía notarlo. Estaban entrenados para eso. Habían nacido para eso. Dayn era el segundo hijo del rey y Hart un caballo de guerra descendiente de generaciones de animales acostumbrados a perseguir bestias. Juntos guardaban Isla Castillo y los pueblos que rodeaban el Lago Sangriento y mantenían a los monstruos de magia oscura atrapados en el Bosque Muerto.

Era una misión noble, una vocación peligrosa… e increíblemente emocionante. O, al menos, lo era habitualmente, pues esa noche Dayn cabalgaba con rabia, con las riendas en una mano y la ballesta cargada en la otra y no pensaba en la protección del castillo ni de los habitantes del campo, sino en la matanza propiamente dicha.

Hart, contagiado del humor de su amo, relinchó, mordió la brida y saltó una maraña de espinas que normalmente habría esquivado. Dayn dio un grito, se agarró a la crin del caballo y este aterrizó al otro lado y siguió corriendo; ahora veían claramente al monstruo que perseguían.

La criatura, gris y del tamaño de un poni, podría haber sido uno de los lobos gigantes que cazaban en las tierras altas que estaban tras Elden, salvo por el trozo de piel rojiza que llevaba en el cuello y la raya dorada que recorría su espina dorsal. Ambas cosas lo definían como algo totalmente diferente: un wolfynun lobuno.

Los cazadores más viejos contaban que los wolfyn, los lobunos, adoptaban forma humana y seducían a las mujeres más hermosas que podían encontrar… para luego matarlas y comérselas. Pero todo eso eran solo historias. Y ese legendario cambio de forma era un modo de explicar por qué, cuando empezaron a exterminar a esas criaturas, las bestias respondieron atacando el punto más débil de un pueblo y yendo a por los guerreros más fuertes y sus hermosas esposas, como si se tratara de una guerra y no una caza.

Aquellos tiempos habían pasado ya y los wolfyn casi habían desaparecido de los reinos. Aunque los pocos que quedaban eran mortíferos y tenían que ser sacrificados por la seguridad de todos.

En aquel momento, sin embargo, a Dayn solo le importaba correr lo suficiente para dejar atrás todo lo demás… la furia de su padre, la decepción de su madre… y la mirada de Twilla cuando había roto con ella después de que le hubiera insinuado matrimonio.

Las palabras de su padre resonaban en su mente.

«Tienes que desposarte con una princesa. Eres el protector del bosque real y la mano derecha de tu hermano».

Y los dioses sabían que su hermano Nicolai no parecía dispuesto a echar raíces en un futuro inmediato, así que los reyes y sus consejeros habían depositado sus esperanzas de forjar alianzas provechosas en Dayn y en su hermana Breena. La discusión que Dayn había tenido con sus padres le había hecho salir huyendo del castillo y sus intrigas políticas. Tenía veintiséis años y los de su especie vivían cientos, a veces miles de años. Sin embargo, sus padres querían vender su vida a la casa real que pujara más alto. Y él deseaba haber nacido en una familia plebeya.

Pero no era así, así que siguió cabalgando hasta que el viento le produjo escozor en el rostro y el suelo se volvió borroso bajo los cascos de Hart.

Malachai, que montaba detrás de ellos en su caballo castrado gris, rodeó la maraña de espinas que Dayn y Hart acababan de saltar y gritó:

—¡Maldita sea, espera!

El antiguo tutor de Dayn, convertido ahora en compañero de armas, dijo algo más, pero se perdió bajo el relincho que soltó Hart cuando la espesura empezó a aclararse y volvieron a ver al lobuno. El semental aceleró tras la bestia, que los miró con ojos inteligentes de color ámbar y Dayn apretó las rodillas y alzó la ballesta. Los árboles se abrieron a su alrededor, pero él miraba solo la marca de piel rojiza que señalaba el lugar exacto donde debía alcanzar a la bestia.

El lobuno apretó el paso en un último esfuerzo desesperado y…

Algo estalló de pronto en la mente de Dayn, llenándola de emociones galopantes que no eran suyas: rabia, desafío, miedo, traición. Antes de que pudiera hacer nada, el viento giró a su alrededor, lo atrapó en un puño gigantesco de fuerza que lo arrancó de la silla y lo lanzó a un torbellino que se formó de pronto encima de él.

—¡Emboscada! —gritó Malachai, con voz que el viento distorsionaba y que se iba haciendo más débil a medida que el tornado succionaba a Dayn hacia dentro y el aire gemía a su lado.

Combatió la magia que lo retenía, pero era demasiado poderosa, una fuerza física que rugía y reverberaba en su alma, y que se fue calmando a medida que llegaba al centro del tornado. Allí colgó suspendido sin ver nada, excepto la pared movible de gris marrón que lo rodeaba y sin sentir nada que no fuera aquella magia. El pulso le latía con fuerza y los músculos le gritaban un aviso de lucha o huida. Pero no había nada contra lo que luchar ni ningún lugar al que huir. ¿Qué ocurría? La telepatía entre los bebedores de sangre no solía ser nada más que algún que otro pensamiento compartido. Su padre era la persona con la que tenía ese vínculo más fuerte, aunque también lo compartía con Nicolai. Pero aquello era algo muy diferente.

—¿Hola? —gritó—. ¿Padre? ¿Eres tú el que hace esto? —quizá su progenitor quería castigarlo por…

El caos de ruido de batalla resonó de pronto en su cabeza: gritos terribles, rugidos espeluznantes que no supo situar, el choque del acero, silbidos de flechas y órdenes de combate. Y se le heló la sangre al darse cuenta de que aquello no era un castigo, sino una advertencia.

—¡Alvina! —oyó que gritaba su padre a su madre—. ¡Vuelve, maldita sea!

A continuación hubo una fuerte sacudida de magia y Dayn se encontró de pronto dentro de la cabeza de su padre, viendo lo que veía este y sintiendo lo que sentía.

Aelfric combatía con horror y determinación a la criatura que se enfrentaba a él en la estrecha escalera. No sabía cómo había llevado el Mago Sangriento su ejército a la isla sin ser detectado, pero el castillo estaba invadido.

Criaturas monstruosas en forma de escorpión llenaban el gran salón debajo de la escalinata, atacaban a los soldados de la guardia de élite con sus colas con veneno en la punta y atravesaban sus armaduras con garras afiladas como cuchillas. Los hombres gritaban y morían. El rey lanzó un rayo de magia escaleras abajo, que apartó a los ettins que intentaban subir. Los gigantescos ogros de tres cabezas retrocedieron mareados, pero no por mucho tiempo.

Aelfric se volvió para subir las escaleras y se encontró detrás a su esposa. Cosa que no le sorprendió, pues su encantadora Alvina era una luchadora, fiera y poderosa tanto en el amor como en la guerra.

Lo que sí le sorprendió fue el dolor teñido de pánico que sintió al verla subir corriendo las escaleras de piedra delante de él, el susurro interior de: «Por favor, dioses, no. No estoy preparado para esto».

Pero lo peor fue que vio esas mismas emociones reflejadas en el rostro de ella cuando se metió en una alcoba cerca de los aposentos de ambos y le tendió las manos.

—Debemos actuar rápidamente —susurró, con las piedras temblando bajo sus pies por la fuerza de la batalla—. Todavía podemos salvar a los chicos.

Él quería discutir, pero sabía en su corazón que sería perder el tiempo.

Tomó las manos de ella, se acercó y apoyó la mejilla en su frente.

—¡Ah, mi reina, mi amor! Lo siento —sentía haber esperado tanto para ir a por el Mago Sangriento. Sentía no poder ofrecerle esperanza. Sentía que hubieran pasado tan rápidamente de hablar del quinto cumpleaños de Micah a aquello.

Ella sollozó, pero solo dijo:

—Hay que darse prisa.

Él se apartó, pero sin soltarle las manos, que temblaban en las suyas.

—Dime lo que hay que hacer.

—¡No! —gritó Dayn, con un fuerte dolor en el pecho a medida que se disolvía la visión—. ¡Dioses, no!

Pues cuando la comunicación telepática se debilitó, oyó el zumbido que indicaba que era un recuerdo, que lo que veía había pasado ya. Luchó contra la fuerza invisible que lo mantenía en el centro del tornado, golpeando y maldiciendo.

—¡Malachai! —gritó—. ¡Al castillo!

Pero no hubo respuesta y el bosque parecía de pronto estar muy lejos.

Dayn. La palabra resonó en su cabeza, en una voz familiar.

—¿Padre? —Dayn se llenó de esperanza—. Gracias a los dioses. Sácame de aquí. Puedo reunir a los aldeanos y…

Es demasiado tarde. El castillo ha caído y nosotros con él.

—No digas eso. Aguantad. Buscaré a Nicolai. Si trabajamos juntos…

El conjuro ya está lanzado y nuestra fuerza vital casi se ha agotado. No sé cuánto tiempo más podré estar en contacto, así que tienes que escucharme.

—¡No! —Dayn movió la cabeza con violencia, negando tanto esa declaración como el susurro de los ecos que decían que su padre había pasado al espacio psíquico entre la vida y la muerte—. Padre… madre… dioses… —no sintió ninguna vergüenza por los sollozos que desgarraban su garganta—. No tenía que haber perdido los estribos. No tenía que haberme alejado. Si hubiera estado allí…

¡Basta! —gritó Aelfric tal y como hacía a sus hombres en la batalla.

—Escucho tus órdenes —respondió Dayn con voz temblorosa.

Había dicho esas palabras muchas veces, aunque últimamente a menudo con resentimiento. Ahora cobraban un significado nuevo porque no sabía qué hacer a continuación. ¿Buscar a Nicolai? ¿Reunir un ejército? ¿Un ataque mágico? ¿Una retirada? Jamás, ni en sus peores sueños, había imaginado el castillo conquistado y a sus padres muertos. Pero no podía perder el poco tiempo que le quedaba a su padre, así que susurró:

—Habla, padre. Haré lo que digas.

Escúchame bien. Debido a nuestras heridas y al poder del mago, el conjuro se ha alterado al ser lanzado por tu madre y por mí. La magia os ha enviado lejos a tus hermanos y a ti, tal y como pretendíamos, pero también os ha atado a los cuatro al castillo y empezado una cuenta atrás. Cuando esa cuenta entre en sus cuatro últimas noches, y no antes, debéis regresar todos a la isla para reconquistar el castillo y matar al Mago Sangriento. Si no lo hacéis, moriréis y Elden estará perdido. Pero debéis esperar hasta el momento oportuno.

A Dayn le dolía la respiración en los pulmones; la mente le daba vueltas.

—¿Cómo lo sabré? —preguntó.

Irá una mujer a guiarte a casa. La cuenta atrás empieza cuando ella llegue y termina la cuarta noche. Debes dejar que ella te guíe, pero recuerda: permanece fiel a ti mismo y conoce tus prioridades. Prométeme eso.

Dayn ahogó un sollozo.

—Lo prometo. ¡Dioses, padre…!

Lo interrumpió la fuerza del tornado, que se aceleró con un rugido. Segundos después volaba alejándose del centro y regresando a la pared de aire.

—¡No! —aulló cuando lo empezó a zarandear el viento—. Siento no haber estado allí para ayudaros a luchar.

Sonó un trueno y su energía detonó en el interior de él, inundando su cuerpo y dejándolo sin respiración. El dolor lo consumía, le hacía convulsionar a medida que su cuerpo buscaba romperse de dentro hacia fuera. La carne y los músculos se desgarraban. Los tendones cambiaban de un lugar a otro y los huesos se doblaban. Un dolor agónico lo atravesó, un dolor tan terrible que gritó y sus sentidos quedaron adormecidos unos segundos.

Y de pronto el aullido se detuvo y el tornado desapareció como si nunca hubiera existido. Él colgó un segundo en el aire cabeza abajo, tres metros por encima de un claro de hierba rodeado por fuertes columnas de piedra. Luego recuperó su peso y cayó.

—¡Maldición!

Cayó con fuerza y el impacto hizo que se le nublaran los ojos, le resonaran los oídos y le diera vueltas la cabeza. Sin duda eso explicaba por qué, cuando cayó apoyado en las manos y las rodillas, el mundo a su alrededor pareció demasiado brillante, el cielo demasiado pálido y los árboles demasiado altos. Pero ninguna herida en la cabeza podía explicar el frío que atravesaba su túnica ni el modo en que veía su aliento en el aire. Ni por qué el cielo tenía un color extraño y las columnas de piedra y los árboles altos y delgados no se parecían a nada que hubiera visto nunca.

¿Dónde estaba? ¿El conjuro lo había enviado a las Tierras Altas? ¿Más allá? De ser así, tardaría meses en volver a casa. Su padre había dicho que tenía que esperar la guía de una mujer y una cuenta atrás de cuatro noches que empezaba cuando ella llegara, pero él se sentía impaciente. ¿Y si no esperaba? ¿Y si regresaba solo? Era un cazador. Si alguien podía atravesar los reinos solo era él. ¿Y si…?

Captó movimiento por el rabillo del ojo y el pulso se aceleró en sus oídos. Se volvió con la esperanza de ver a su guía.

En vez de eso, salieron dos hombres de entre los árboles. Uno era un joven desgarbado adolescente y el otro parecía estar en su tercera o cuarta década de vida. Tenían en común una nariz grande y rasgos afilados que sugerían que eran familia, y llevaban ropa de colores brillantes que no estaba hecha de ninguna piel ni tejido que Dayn hubiera visto en su vida. La extraña tela se arrugaba como pergamino cuando andaban hacia él.

Dayn se puso en pie. Se dio cuenta de que la magia lo había privado de todo excepto de su ropa, dejándolo desarmado y con el atuendo sencillo de plebeyo que le gustaba usar. Pero si estaba en territorio hostil, seguramente sería mejor así. Tendría que pasar desapercibido y mantener oculta su verdadera identidad hasta que supiera si era seguro que se mostrara como príncipe de Elden.

—Hola —dijo el hombre—. No tengas miedo. Estamos aquí para ayudarte —se volvió al joven—. Vale, rápido. ¿Tú qué opinas?

Dayn frunció el ceño y escuchó.

—Bueno, el traje dice que es de la esfera de los reinos —el joven sonrió—. O quizá un humano renacentista, pero yo me inclino por los reinos. Ropa sencilla, sin lujos ni armas. Probablemente un hombre corriente que se ha metido en un vórtice y no tiene ni idea de lo que acaba de pasar. Yo digo que lo droguemos y lo enviemos de vuelta a su casa.

—Yo no estoy tan seguro de eso. Hay algo en sus ojos.

—Ya sabes cómo son casi todos cuando llegan. La mitad están tan confusos por el viaje que no necesitan ni las drogas. Apuesto a que a este le pasa eso. Los de los reinos no creen en la ciencia ni en los viajes entre esferas, así que no tendrá ningún punto de referencia del que partir.

—Puede ser —el mayor se detuvo en el borde del círculo de piedras—. Tú. ¿Cómo te llamas y quién es tu rey?

—El rey… —Dayn se interrumpió al darse cuenta de que ya no podía decir Aelfric. El rey por derecho era ahora Nicolai. «Nicolai, ¿dónde estás? ¿Qué nos ha pasado a todos?».

—¿Ves? —dijo el joven—. No recuerda una mierda.

—Ese lenguaje… —le riñó el otro—. Pasas demasiado tiempo con los invitados humanos.

—Mejor los humanos que los reinos. Son más atrasados, su magia es impredecible y la mitad de ellos están gobernados por esos parásitos bebedores de sangre —el adolescente hizo un gesto cerca de su corazón como para protegerse del mal.

Dayn se alegró al instante de no haber podido nombrar a su rey. ¿Dónde estaba para que se hablara tan mal de los bebedores de sangre?

Antes de que pudiera averiguar cómo responder a esa pregunta, algo salió de los bosques y avanzó hacia los hombres: una especie de cachorro de piel gris.

Hasta que no se detuvo, moviendo furiosamente la cola, Dayn no vio la mancha de piel rojiza y la raya dorada.

No pudo evitar encogerse, ni lanzar un respingo cuando el joven lobuno se posó sobre las patas traseras, que se extiraron de pronto y su piel desapareció para dar paso a una tela azul brillante, botas negras relucientes, guantes y el pálido óvalo del rostro de un muchacho.

Dayn lo miró atónito.

Era verdad.

Los lobunos eran mutadores de forma. ¿Eso significaba que las demás historias también eran ciertas? ¿Estaba en la tierra de ellos?

Los ojos del chico lo miraban con curiosidad.

—¿Me he perdido un vórtice? ¡Maldita sea! ¿De dónde ha venido? ¿Se va a quedar?

El joven le revolvió el pelo rojizo.

—Estamos trabajando en eso. Aunque por su reacción de ahora, yo diría que es de los reinos.

El hombre mayor entrecerró los ojos.

—La cuestión es si es uno de esos bastardos bebedores de sangre o no lo es.

Los tres avanzaron y entraron en el círculo delimitado por las piedras.

A Dayn le latía con fuerza el corazón, pero aguantó firme, escondió sus colmillos secundarios de modo que ni siquiera se notaran los bultos si le palpaban las encías. Porque, si descubrían lo que era en realidad, no viviría lo suficiente para volver a casa.