Esfera humana

Reda Weston se detuvo en la puerta de la tienda de curiosidades El Gato Negro con la mano en el picaporte y el estómago hecho un manojo de nervios.

La imagen de ojos grandes que le devolvió la mirada desde el cristal tintado no le resultaba reconocible. Y sin embargo, la desconocida tenía la misma coleta de pelo rojizo que ella y llevaba los vaqueros desgastados y la chaqueta de cuero raída que había sacado esa mañana del armario porque esos días no había motivos para vestir de policía. Y sí, aquellos ojos azules eran los suyos. Pero si era ella, ¿qué narices hacía allí?

Normalmente no se acercaría a las tiendas horteras de artículos mágicos y demás tonterías que cubrían los muelles de Salem, a menos que alguien llamara a la policía, pero, por otra parte, las circunstancias normales habían dejado de existir seis semanas atrás y había pedido a MacEvoy, el dueño del Gato Negro, que le buscara un libro.

Él le había dejado un mensaje en el móvil.

—Ya ha llegado —decía el mensaje—. Y si le gustó la foto que trajo, el resto le va a encantar.

¿Gustarle?

Había pasado cuatro días mirando la foto enmarcada de un bosque oscuro de árboles retorcidos con una insinuación de ojos en las sombras. Más todavía, había soñado con esa imagen y con otras parecidas.

Un crujido la sobresaltó y buscó automáticamente la pistola que no llevaba, pero hizo una mueca cuando vio que el ruido procedía del temblor de su mano en el picaporte. Y lo peor era que no sabía cuánto tiempo llevaba allí.

—No te sorprendas si tienes alteraciones del sueño, ataques de pánico, cambios de comportamiento e incluso compulsiones —le había dicho el psicólogo de la policía. Y sí, había tenido todo eso menos lo último. Aquella era su primera compulsión. O mejor dicho, la primera había sido el impulso extraño que la había llevado una semana atrás hasta aquella tienda. Esa era la segunda. Y mucho más fuerte.

«No es el mismo libro», se dijo. «Es otro ejemplar ».

Salvo porque le habían dicho que solo existía uno.

«Estás intentando resolver algo que no te resulte imposible porque sabes que el verdadero asunto no tiene solución».

Hablaba su parte práctica, la hija de su padre. Y volvió a ver los ojos azules del mayor mirándola con aire severo. Aunque la voz de su madre susurró también en su interior. «Al menos echa un vistazo. ¿Qué tienes que perder?».

—La cordura —murmuró para sí, ignorando el dolor que le golpeaba el corazón.

Vaciló un momento más y a continuación movió la cabeza y empujó la puerta, lo que hizo que sonara una campanilla distante en la parte de atrás de la tienda atestada de cosas.

El lugar olía a polvos de talco, con un toque de perfume que le hacía pensar en funerales. Las estanterías cercanas a la puerta contenían postales artísticas y libros sobre los juicios a las brujas. Las estanterías eran de madera y los laterales estaban tallados con curvas extrañas y sinuosas que insinuaban escamas y dientes. Las paredes estaban pintadas de negro, con toques blancos y verdosos que seguramente brillaban en la oscuridad cuando MacEvoy apagaba la luz. Sería el escenario perfecto para sacar la estatua de la muerte con guadaña que estaba encerrada en una vitrina de cristal detrás de la caja registradora.

No. Aquello no era lo suyo y lo más sensato sería marcharse.

—Señorita Weston —MacEvoy salió por una puerta con las manos extendidas y una expresión de placer en los ojos que podía ser falsa o no serlo.

Era un hombre de estatura media y edad mediana, delgado y anguloso, vestido con un traje negro raído que le daba aire de funerario victoriano y que Reda sospechaba que procedía de las rebajas de Cosby’s, una tienda de ropa situada unas cuantas puertas más abajo.

«No seas mala», se dijo. Después de todo, había sido ella la que lo había buscado a él, y no tenía la culpa de que ella se sintiera fuera de lugar allí. El problema estaba en el sitio, no en él.

Le estrechó la mano y respondió a su saludo.

—Por aquí.

Él avanzó hacia la zona de la caja, donde una vitrina de madera y cristal contenía una colección de joyas negras y plateadas junto a una rana de plata cuyos ojos granates parecían seguir todos los movimientos de Reda. Pero eso era solo su imaginación.

¿No?

Reprimió un escalofrío y se recordó que ella no creía en la magia, que todo aquello era solo un montaje para los turistas. Si le influía la atmósfera, eso solo indicaba que a MacEvoy aquello se le daba bien.

Él desapareció detrás de la vitrina, hurgó un momento por allí y soltó un ruidito de satisfacción. Cuando se enderezó, sostenía una caja negra de cartón de borde metálico, que tenía una etiqueta que ponía Almacenamiento de Archivos libre de ácido en un lateral.

Reda se puso en alerta y se preguntó si no debería despedirse en el acto y cambiar aquello por otra sesión con el psiquiatra. «Desde luego, sería más barato». O podía irse a casa y rellenar los papeles que había en su escritorio, solicitudes de entrada en los programas de Ciencia Forense de Colby y New Haven. Aquello no era rajarse, era simplemente explorar otras opciones.

Pero esos pensamientos se evaporaron en cuanto MacEvoy dejó la caja en el mostrador, la abrió… y una oleada de calor envolvió a Reda, seguida de una carne de gallina que hizo que se sintiera inmediatamente despierta aunque no había sido consciente de estar dormida.

El tendero sonrió.

—¿Le gusta?

—¡Oh, sí! —respondió ella—. Sí, me gusta — porque no era un libro más. Era el libro. Tenía que serlo.

En la portada había tallada otra escena de bosque, esa con una chica muy bella en el centro corriendo por un camino estrecho. Llevaba un manto largo y florido encima de un vestido de campesina y miraba por encima de su hombro con una mezcla de terror y excitación. No aparecía el nombre del autor, solo un título algo más elevado que el resto de la talla. Rutakoppchen.

Caperucita Roja —susurró, oyendo las palabras en la voz de su madre. «No solo un libro único», había dicho esta en aquel cumpleaños lejano, «sino que es solo tuyo. Me lo enviaron a mí para que te lo diera cuando llegara el momento».

MacEvoy la miró sorprendido.

—¿Habla ese idioma? La carta dice que es un oscuro dialecto de Europa Occidental y no promete que sea posible traducirlo.

—No necesito traducirlo —ella ya se sabía la historia de memoria. Tendió la mano hacia el libro con el corazón palpitante.

El tendero apartó la caja unos centímetros.

—¿Lo va a comprar?

Reda puso una tarjeta de crédito en el mostrador antes incluso de tomar una decisión consciente. Y no la apartó cuando la tomó MacEvoy, aunque su parte más inteligente le recordaba que todavía no habían hablado del precio.

Le daba igual. El libro tenía que ser suyo independientemente de que fuera de verdad único o no. No por los sueños raros y fragmentados que tenía desde que llevara a su casa la fotografía de un círculo de piedras como el de Stonehenge pero que transmitía una sensación de urgencia, un relámpago de ojos verdes que le producían calor y la mantenían despierta, sola y anhelante, sino también porque era una parte de su pasado.

Mientras él cobraba con la tarjeta, Reda pasó la mano por la madera tallada y sintió un sobresalto de excitación extraña. Sus nervios chirriaron y su parte más avispada se preguntó qué narices pasaba allí, por qué se portaba de ese modo.

—¿Es verdad que en esta versión el lobo no solo se come a Caperucita? —preguntó MacEvoy. La miró con ojos brillantes—. La carta que lo acompaña dice que primero la seduce, la esclaviza, juega con ella hasta que se aburre y después se la come.

—Algo parecido —respondió ella.

Se moría por pasar las páginas, pero no quería hacerlo delante de él, aunque no sabía por qué, igual que no podía explicar el golpeteo de su corazón y la leve humedad de sus manos ni el ardor líquido en su vientre. Lo único que sabía de cierto era que le temblaban las manos cuando tomó el recibo y después cerró la caja y se la puso bajo el brazo.

—Gracia. Hasta la vista.

—Espere —dijo él antes de que llegara a la puerta—. Quería preguntarle… ¿No es usted esa policía? ¿La que…?

Reda bajó la cabeza, apretó la caja y salió de la tienda.

El corto paseo hasta su apartamento, en las afueras del barrio antiguo donde todavía se restauraban las casas viejas, le pareció eterno, sobre todo cuando dos de sus vecinos fingieron no verla. Reda se sintió culpable, pero se dijo, como le había indicado el psicólogo, que no actuaban así porque la culparan de la muerte de su compañero en el atraco a una tienda de licores. Igual que la mayoría de sus amigos y que su familia, simplemente no sabían ya qué decir, dado que Benz llevaba muerto unos meses y ella seguía deambulando como alma en pena.

Pero había muerto su mejor amigo y había sido culpa de ella. No porque hubiera hecho nada malo, sino porque no había hecho nada. Se había quedado paralizada mientras un adicto nervioso abría fuego.

Las noticias habían dicho que ella había tenido suerte de salir con vida. Los demás policías no habían dicho nada. Igual que hacían ahora sus vecinos. Pero, para variar, el golpeteo de su corazón no se debía a las miradas de soslayo y los susurros, ni al hecho de saber que su padre y sus hermanos habían tenido razón al decir que ella no estaba hecha para salvar el mundo, sino que se debía al peso de la caja que apretaba contra su pecho y agarraba con tanta fuerza que tenía los dedos dormidos.

Respiraba con tal rapidez que estaba casi mareada cuando entró en su apartamento. Sin detenerse ni a quitarse la chaqueta de cuero, dejó el bolso cerca de la puerta y se metió en la cocina. El sonido de la caja sobre la encimera le recordó que no había mirado el recibo de la tarjeta de crédito y no sabía cuánto dinero se había gastado en aquello. Le daba igual.

—Ábrela —se dijo a sí misma. Y las palabras sonaron demasiado altas en un aire que se había quedado inmóvil a su alrededor, como si el mundo contuviera el aliento. O quizá, probablemente, era ella la que lo hacía. Estaba haciendo una gran montaña de todo aquello.

Aun así le temblaban los dedos cuando abrió la caja y tocó la tapa de madera del libro. Se dijo que el débil cosquilleo era cosa de su imaginación, igual que los sueños calientes de las últimas noches no habían sido más que los recuerdos de sus fantasías de rescates infantiles con la temperatura subida por sus experiencias de adulta.

Pasó los dedos por el título. Rutakoppchen. Una versión de Caperucita Roja con el lobo como pecador y seductor, el leñador como el héroe que salva a la chica y se la lleva de su antigua vida a otra nueva y mejor. Ver el libro y tocarlo hacía que sintiera a su madre más cerca que en años. Aunque resultara ser solo una copia, valía ya lo que hubiera pagado.

Pero tenía que saber, así que lo abrió. La tapa crujió como una puerta sin engrasar, sintió la garganta seca y sus ojos se llenaron de lágrimas al ver las dos líneas de caligrafía elegante justo en el centro, escritas con tinta azul que se había borrado un poco en las dos últimas décadas.

A mi dulce Alfreda en su octavo cumpleaños, y el resto de la historia llegará cuando cumplas los dieciséis. Tu mamá.

A Reda le latió con fuerza el corazón y pasó los dedos por la última palabra. «Mamá». Sus hermanos mayores le habían gastado siempre bromas porque decían que se daba muchos aires, la llamaban princesa y le hacían rabiar porque ellos no tenían nada de realeza. Eran hijos del ejército y orgullosos de serlo.

«Mirando atrás, nunca llegarás a ninguna parte». La voz de su padre sonó tan clara como si él estuviera a su lado. Y no estaba. Estaba en ultramar. Era solo porque las palabras le resultaban tan familiares. «La vista alta y al frente. Un pie delante del otro, mira adelante, no atrás». Palabras por las que guiarse en la vida.

—Tienes razón —musitó ella—. Sé que tienes razón.

Debería meter el libro en su caja y dejarlo a un lado, quizá incluso guardarlo en la caja fuerte en la que guardaba su pasaporte sin usar. Debería consolarse sabiendo que había recuperado un recuerdo querido y centrarse después en cosas más importantes, como rellenar aquellas solicitudes.

Pero volvió la página de todos modos, incapaz de no mirar a la chica inocente con su cesta de picnic. Luego la de un lobo enorme, al que su madre había llamado lobuno, que la perseguía por el camino y la miraba con dos ojos demasiado humanos cuando ella entraba en la cabaña de su abuela y la encontraba vacía. Las siguientes páginas mostraban al lobuno y la chica juntos y la historia se apoyaba más en el texto que en las imágenes. Pero luego la enorme bestia se metamorfoseaba en un hombre de pelo enmarañado y ojos ferales, y la chica lo miraba con rostro brillante e ilusionado, como si mirara a un príncipe atractivo y no a un lobuno lujurioso. Pero ahora Reda veía algo que no había visto antes: la chica parecía ida y casi sonreía mirando más allá del lobuno, no a él.

A Reda le dio un vuelco el estómago. Había visto esa expresión en las caras de víctimas a las que drogaban con Rohypnol, la pastilla de la violación.

Pasó deprisa las siguientes páginas y comprendió que su madre debía haberse saltado algunas. ¿O quizá había visto las imágenes de niña sin darse cuenta de lo que significaban? Porque ahora, al mirarlas con perspectiva de adulta y de policía que había trabajado en casos de violación, aunque afortunadamente menos de lo que habría sido lo normal en una ciudad más grande, la expresión vacía de los ojos vidriosos de la chica hablaba de drogas o de lavado de cerebro. O ambas cosas.

No la habían seducido; la habían forzado.

Reda se estremeció.

—Yo no recuerdo esta parte así —pero, por otra parte, la mayoría de los cuentos de hadas habían empezado sombríos y sangrientos y no se habían vuelto territorio de gatitos y cachorritos hasta que Disney se había hecho cargo de ellos.

Algo pasó por su mente como un pensamiento fugaz, que no permaneció el tiempo suficiente para que ella captara su significado.

—¡Pobre chica! —murmuró, tocando una imagen de la joven tumbada con los párpados pesados cerca del hogar de la cabaña donde ardía un fuego bajo. El lobuno estaba a mitad de camino entre sus dos formas, mirando por la ventana con la piel de la nuca erizada como si observara las sombras en busca de peligro. No era fácil saber si la protegía o la mantenía cautiva. Probablemente ambas cosas, dependiendo de a quién se preguntara.

Reda se sentía mal por un personaje de un cuento que de pronto se había convertido en representante de muchas de las víctimas con las que había trabajado. De hecho, estaba tan metida en el tema, que cuando pasó la página y vio al leñador mirándola desde el libro, le devolvió la mirada.

—Estás ahí —susurró. Lo cual era ridículo, pues el leñador, como la chica, no era más que una ilustración en un libro.

Solo que él era más que eso. Era el héroe.

Estaba de pie en la puerta de la cabaña con un hacha de mango largo cruzada en su cuerpo y, en vez de parecer el típico leñador, parecía curiosamente fuera de lugar, como si un caballero andante hubiera caído en aquella historia procedente de otra. Sus brazos, que las mangas arremangadas dejaban al descubierto, mostraban una tensión que se notaba en el modo en que sujetaba el hacha y en la expresión de disgusto y determinación de su rostro.

Reda miró su pelo, su frente noble y sus pómulos anchos, la nariz aristocrática, los labios llenos, la mandíbula cuadrada y los ojos… Los ojos salían de la página y entraban en ella, parecían vivos aunque era solo una ilustración, y además en blanco y negro.

Pero ella conocía aquellos ojos.

—Verdes —susurró, con un anhelo ilógico por un hombre que no existía—. Sus ojos son verdes.

«Ayúdale».

Ese pensamiento llegó en forma de una voz que sonó como si su propia respiración se hubiera convertido en palabras que no eran de ella.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo.

—Genial, ahora imaginas cosas despierta — dijo en voz alta, intentando usar las palabras para espantar el chisporroteo súbito que cruzó el aire.

No dio resultado. El aire siguió siendo pesado y sonó un trueno que le vació el espacio debajo del diafragma y le robó el aliento.

Esa vez fue el silbido del viento fuera el que dijo:

«Ayúdale. Sálvale».

El corazón le saltó en el pecho cuando se asomó por la ventana del apartamento y vio que el cielo estaba tan claro y brillante como cuando ella había salido de la tienda de MacEvoy. Sin embargo, sonó otro trueno, que vibró a través de las suelas de sus botas, subió por su cuerpo y la hizo sentirse vacía y sola.

«Él también está solo. Ayúdale».

Era el sonido del viento y, sin embargo, los árboles vecinos no se movían y en el cielo había nubes algodonosas blancas e inmóviles.

Un gemido se alojó en su garganta y le llevó un recuerdo que estaba tan enterrado en su memoria que no sabía que lo tenía hasta que apareció.

—¿Usted qué cree? ¿Está loca? —preguntó su padre al médico.

Reda los veía a los dos desde la sala de espera, a través de la puerta entreabierta de la consulta. Los oía claramente aunque hablaban en voz baja.

—Nosotros no usamos esas etiquetas —dijo el doctor de rostro severo, pero eso hizo asentir a su padre como si ya tuviera la respuesta que buscaba.

El doctor suspiró.

—Oiga. La mente tiene una especie de armazón que utiliza para lidiar con el trauma y la pérdida, un modo de racionalizar lo que ha pasado, por qué y lo que eso significa. En este caso, la mente de Reda ha elegido un armazón atípico, uno que le hace creer que su madre no está muerta sino atrapada en una tierra de magia situada más allá de la nuestra. Esas cosas pueden suceder después de la muerte de un progenitor, sobre todo en niños de esa edad. Normalmente es algo que se pasa solo.

—¿Cuánto tiempo?

—Meses, a veces más. Y mientras tanto, es algo inofensivo.

—¿Usted llama inofensivo a salir sonámbula de casa y meterse en el bosque? ¿Y si se pierde? O peor aún, ¿y si la encuentra alguien que no debe? —el mayor miró a Reda y bajó la voz—. Ayúdeme, doctor. Necesito que termine esto. Los chicos necesitan que termine. Todos tenemos que seguir adelante.

El médico no contestó y a Reda le dio un vuelco el corazón al pensar que le iba a decir al mayor que ella tenía razón, los reinos existían y a veces caían accidentalmente visitantes por las puertas que conectaban las esferas. Se inclinó hacia adelante en su silla.

—Hay algunas cosas que podríamos probar — dijo el doctor al fin—. Lo primero que recomendaría sería librarse del libro.

El recuerdo vaciló y se desintegró, pero el dolor de corazón permaneció, y con él la sorpresa de Reda por haber recordado cómo había ocurrido aquello. No porque su padre hubiera intentado fingir otra cosa, sino porque los meses subsiguientes de terapia la habían entrenado para no pensar en el libro, en la magia ni en monstruos.

Ni tampoco en su madre.

El psicólogo de la policía había querido hablar de la muerte de su madre, pero Reda se había encogido de hombros.

—Hace mucho tiempo de eso —había dicho.

Y todo habría seguido así si no hubiera encontrado el libro. O mejor dicho, si el libro no la hubiera encontrado a ella.

Sonó de nuevo el trueno, esa vez más cerca, aunque todavía brillaba el sol. Reda posó la vista en la ilustración del leñador que estaba de pie en el umbral mirándola y produciéndole anhelos.

—Recuerdos reprimidos —musitó—. Eso es lo que pasa, ¿no es así?

La muerte de Benz había abierto una grieta en la presa y la extraña coincidencia de ver el trozo de madera en la tienda de MacEvoy había arrasado su base de apoyo, lo que implicaba que ahora toda la construcción podía caerle encima. Curiosamente, teniendo en cuenta cómo solía enorgullecerse de tener control y autodisciplina, no le importaba mucho. Desde el tiroteo, había tenido la sensación de correr sin moverse del sitio, o quizá de estar acuclillada dentro de sí misma, esperando algo. Y ese algo había llegado.

¿O no? ¿Y si todo aquello sucedía solo en su cabeza?

La parte lógica y racional de ella le decía que llamara al psicólogo y se hiciera examinar. En vez de eso, tendió una mano que ya no temblaba, tocó la página y descansó los dedos en el pecho del leñador.

No le costó ningún esfuerzo recordar las palabras mágicas que le había enseñado su madre. Las dos solían sentarse en un banco musgoso cerca del estanque de los patos, con las piernas cruzadas y las rodillas tocándose.

—Concéntrate —decía su madre una y otra vez, aunque nunca parecía una lección, nunca parecía trabajo—. Cierra los ojos, visualiza el portal y di el conjuro; y cuando abras los ojos, te encontrarás donde tenías que estar.

Las palabras no eran mágicas, claro, no invocarían un paso extraño a una esfera mágica. Pero eran exactamente lo que necesitaba su mente para que el agua de la presa se lo llevara todo por delante.

Así que dijo las palabras.

Un rayo partió el aire a su alrededor e, increíblemente, el viento pasó en torno a ella aunque estaba dentro de su apartamento. La inundó el pánico y se quedó paralizada por el miedo. El corazón le golpeaba en los oídos, pero esa pulsación interior era el único movimiento que podía hacer.

Intentó pedir auxilio, pero no pudo. Intentó apartar los ojos del libro, pero tampoco pudo. Estaba perdiendo el juicio. Gritó, pero no emitió ningún sonido; lucho pero no se movió. Los ojos del leñador se hicieron más y más grandes en su visión hasta que no vio más que la tinta negra, no oyó más que el viento y no sintió…

Nada.