Ocho

 

Cuando Reda entró en la cabaña, su mente hizo inventario de lo que veía. La habitación principal debía medir unos tres metros por cinco y tenía un hogar de ladrillo en un extremo. Una cama grande ocupaba una plataforma elevada cerca de allí, con un gran arcón a los pies que prometía mantas contra el frío. El resto del espacio principal estaba abierto, salvo por un armario alto en el rincón, donde supuso que se guardarían alimentos no perecederos y quizá incluso algún electrodoméstico.

Todo ello encajaba con su idea de una cabaña de caza. La sorpresa, sin embargo, fue la puerta situada en la pared opuesta a la chimenea, que llevaba a lo que parecía un baño completo que incluía una ducha grande de chorros instalada sobre bloques grises extraños y lisos.

—¿Qué demonios…?

—Kenar lo hizo instalar hace unos años —respondió Dayn detrás de ella—. Es su idea de venir al campo.

Reda no había visto ninguna cisterna, bomba de agua ni placas solares, por lo que supuso que aquel sería otro de los lugares donde la magia se encontraba con la ciencia.

—Yo… —se volvió hacia él y quedó inmóvil al verlo iluminado desde atrás por una ventana, con la luz amarilla del día produciendo en él sombras rojizas en lugar del tono blanquiazul de la luna.

Había dejado la mochila en el rincón y se había quitado la chaqueta y el jersey, aunque el aire dentro de la cabaña no era mucho más cálido que fuera. Estaba en mangas de camisa y la miraba de un modo que parecía ver directamente en su interior.

—¿Tú qué? —preguntó él, acercándose.

—Lo he olvidado —dijo ella con voz ronca. «Siempre me ha gustado el leñador», dijo su voz interior. Y esa idea hizo que fluyeran chispas nuevas por ella y que fuera muy consciente de la cama que tenían detrás.

Se quitó el arco y la mochila del hombro, los dejó caer al suelo y subió las manos a tocar la cintura de él; apretó las palmas en la tela áspera de su camisa y palpó la fuerza dura del hombre que había debajo.

Él tomó el rostro de ella entre sus manos en lo que Reda empezaba a reconocer como un gesto habitual en él… o quizá solo entre ellos dos. Se inclinó y la besó en las mejillas y en los bordes de los ojos, que se cerraron. Ella le agarró las muñecas mientras él seguía besándole la cara. La sangre de Reda se calentaba dulcemente, trasportando un algo peligroso que era más profundo que la lujuria. Pero al mismo tiempo, los deseos ardientes causados por los sueños, el peligro, las pociones y el hombre se mezclaban juntos convirtiéndose en un solo impulso de apareamiento, un anhelo que tensaba sus músculos internos y hacía que se le humedeciera la piel.

Donde segundos antes había sentido frío, ahora sentía calor y cosquilleos. Aunque él había dicho que no podía leerle la mente, la ayudó a quitarse la chaqueta despacio, sin dejar de besarla en los labios.

Atrapada en cada sensación individual, ella solo podía apoyarse en él y hacerle el amor a su boca mientras él le quitaba el jersey prestado y después la camisa y el sujetador. Luego sus pechos quedaron desnudos y anhelando el contacto de él.

Y estaban de verdad haciendo aquello. En la mente de ella se mezclaban la alegría, la sorpresa y un susurro interior de «Oh, sí».

Dio un respingo cuando la yema del dedo de él rozó primero un pecho y después el otro. Anhelando de pronto tocar su piel, le soltó la camisa del pantalón y empezó a trabajar en los botones con dedos que temblaban mientras él trazaba un círculo alrededor de uno de los pezones y su caricia prendía llamas dentro de ella. A continuación le cubrió los pezones con las manos y ella gimió en su boca.

Él gruñó algo, tal vez un juramento o quizá el nombre de ella, y volvió a besarla. Y mientras los besos de antes eran suaves y refrenados, una especie de juego preliminar romántico y suave, ahora los labios de él presionaban con dureza los de ella y su lengua era exigente. Y el cuerpo de ella se encendía en respuesta.

«Sí», pensaba. El pasado y el futuro dejaron de importar, dejaron incluso de existir mientras le devolvía el beso y se entregaba al momento y al hombre. Le temblaban las manos cuando le bajó la camisa por los hombros y los brazos y la arrojó al suelo encima de las mochilas. Y luego él la apretó contra su cuerpo y de pronto quedaron piel contra piel y la suave mata de vello de él rozaba los sentidos de ella como una pluma mientras se abrazaban y besaban profundamente.

—¡Por los dioses y el abismo! —gruño él—. Reda.

La necesidad que expresaba su voz hizo que a ella se le llenaran los ojos de lágrimas. Parpadeó para alejarse y se concentró en el modo en que su cuerpo se tensaba contra él, intentando aumentar el contacto para conseguir solo sentirse frustrada por su diferencia de estatura.

Él la tomó por la cintura y la alzó contra su cuerpo. Ella gimió y le abrazó la cintura con las piernas para frotarse en el miembro duro de él oculto tras la barrera de la ropa. Dayn apoyó la espalda de ella en una pared cercana y la clavó allí, besándola profundamente mientras le acariciaba los pechos y movía las caderas contra ella en un ritmo que debería haber sido familiar pero que no se parecía a nada que ella hubiera experimentado nunca.

Reda le tocó la espalda desnuda y encontró cicatrices paralelas que solo podían ser marcas de garras, pasó las manos por los músculos fuertes de los brazos hasta sus hombros y lo sintió estremecerse bajo sus caricias.

Reda enterró los dedos en su hermoso pelo oscuro rizado y se apretó contra él. «Sí», le pidió interiormente. «Sí».

Como si la hubiera oído, él interrumpió el beso, apretó su mejilla con la de ella y susurró:

—Ah, dulce Reda. Dulce y querida Reda. ¿Vienes a la cama conmigo?

A ella le dolía el corazón por el tono ronco de su voz, y su núcleo femenino por la necesidad de tenerlo en su interior. Pero señaló con la cabeza en dirección al baño.

—¿Y si nos lavamos antes el polvo del camino?

Los ojos de él se nublaron y luego se aclararon.

—¿En serio? —miró el baño.

Y allí estaba de nuevo la grieta entre la vida de él y la suya. Esa vez, sin embargo, en lugar de incomodidad, eso le provocó una ola nueva de calor y aumentó su deseo. Se inclinó a mordisquearle la barbilla y tocó con la lengua el punto que acababa de morder. Cuando las manos de él apretaron rítmicamente sus caderas, le susurró al oído:

—Así será algo nuevo para ti —y un recuerdo que podría llevarse a través del Arco Meriden cuando se separaran.

Le tomó el lóbulo de la oreja con lo dientes y alternó besos suaves con tirones leves mientras él la llevaba en brazos al cuarto de baño. Allí la dejó en el suelo y, cuando ella se volvió hacia los controles desconocidos, él se situó detrás de ella, le puso las manos en los pechos y se inclinó a besarle el cuello, la oreja y la barbilla.

Reda cerró los ojos y se apoyó en él cuando el agua empezó a caer y cuatro chorros se encontraron en el centro del cubículo de cristal de la ducha, llenando la estancia con el ruido del agua y una fragancia inesperada que tenía parte de pino y parte de cítrico y resultaba muy atrayente. Quizá era otro tipo de estimulante lobuno, porque a medida que se calentaba el agua y se nublaba el cristal, ella sintió un eco de la lobosbena irradiar desde su cuerpo al de él y vuelta.

Él cruzó un brazo entre los pechos de ella para inmovilizarla con gentileza mientras le quitaba los vaqueros con la mano libre, sin dejar de besarle el cuello y crear en ella un frenesí que aumentaba el hecho de que ella no podía tocarlo como quería.

—Déjame —musitó él en su garganta. Y por un segundo ella se puso tensa, creyendo sentir la punta afilada de un diente y, peor aún, sabiendo que si era eso lo que pedía, ella no podría negárselo en aquel momento. Pero él terminó de quitarle los pantalones y las bragas y bajó una mano al monte de Venus. Vaciló al encontrarla totalmente depilada, algo que ella seguía haciendo por hábito, porque no había querido admitir que no tenía sentido, no lo había tenido en mucho tiempo.

En aquel momento, sin embargo, ese hábito le arrancó un gemido de aprobación a él, que la apretó contra sí. Ella gimió y echó la cabeza hacia atrás. Él la tocaba explorando y ella sentía la forma dura del pene en las nalgas. Estaba húmeda para él, se moría de deseo, pero él la tenía delante y la acariciaba sin merced, gloriosamente, dentro y fuera, con los dedos deslizándose en los pliegues calientes e hinchados de ella.

Ella intentó volverse, pero Dayn la sujetó contra su pecho, de modo que sintiera todas las caricias de sus inteligentes dedos.

—Dayn —ella dio un respingo, casi sollozando, con el cuerpo tenso por la anticipación que presagiaba el orgasmo—. Necesito… Quiero…

—Déjame —susurró él—. Déjate llevar.

Deslizó dos dedos en el interior de ella y empezó a moverse con un ritmo cada vez más intenso que la hacía arquearse contra él y palpitar en sus dedos con una intensidad creciente.

—¡Oh! ¡Oh, Dayn! —Reda soltó un grito vibrante y se estremeció contra él.

El mundo pareció contener el aliento y quedarse inmóvil un momento… y entonces ella llegó al clímax y apretó con los músculos los dedos de él con un gemido estrangulado. Gritó su nombre una y otra vez a medida que las oleadas rítmicas la envolvían, la satisfacían… y después disminuían dejándola relajada y como sin huesos.

Tan sin huesos que casi fue incapaz de sostenerse sola cuando él la metió en el cubículo de la ducha y la colocó bajo los chorros y después salió del baño unos minutos, el tiempo suficiente para que ella se preguntara a dónde había ido y lo que hacía.

El agua caliente la hizo volver a la realidad y luego Dayn regresó, se quitó las botas y los pantalones y entró en la ducha con ella.

Sin decir nada, la puso de puntillas para besarla con fuerza mientras el agua caía sobre los dos. Su cuerpo desnudo era un sueño, músculos fuertes y una gracia casi inhumana, como si el lobuno convertido en hombre fuera él y no los otros.

Reda tomó el pene en sus manos y deslizó los dedos por él, muy consciente de que sus dedos no podían rodearlo por completo.

Él gimió y se apretó contra ella, al principio intentando besarla y tocarla a su vez, pero después simplemente disfrutando bajo el agua con una mano en la cadera de ella y la otra apoyada en la pared. Y aunque la primera idea de ella había sido continuar donde lo habían dejado en la otra habitación, ahora ese ardor dio paso a otro impulso más suave y gentil.

Quería tocarlo, quería darle placer.

De una especie de grifo pequeño dentro de la ducha salía una loción espumosa y de olor a madera que Reda notó fresca cuando la frotó entre las manos, pero que después se calentó como si cobrara vida.

Cuando se movió alrededor de él, Dayn se movió como para seguirla, pero ella lo empujó como estaba antes y dijo simplemente:

—Déjame a mí.

Él cedió y se apoyó en los brazos extendidos, de modo que su cabeza quedara debajo de uno de los chorros, y cerró los ojos.

Ese sencillo acto de confianza provocó una especie de dolor en el corazón de ella. Y cuando un escalofrío recorrió el cuerpo de él al pasar ella las manos por las cicatrices de las garras, ese dolor se hizo más intenso. ¿Cuánto tiempo hacía que no lo tocaban por tocarlo, no como parte de una transacción sino simplemente porque otra persona quería hacerlo?

«Hacía veinte años», dijo la lógica. Y para variar, no hubo otra voz disonante. Él llevaba en aquella esfera casi tanto tiempo como la madre de ella llevaba muerta y había estado básicamente solo todo aquel tiempo, obligado a esconder su verdadera naturaleza de todos menos de Candida, que también era una solitaria por derecho propio.

A Reda le dolía el corazón mientras le lavaba los hombros y los brazos, la espalda y el cuello, los muslos y las nalgas, que se apretaban rítmicamente mientras ella trabajaba en él.

Bajó las manos a las pantorrillas y la respiración de él se volvió jadeante. Reda cambió el ángulo de uno de los chorros para aclararlo y deslizó las manos por su cuerpo una vez más para expulsar las burbujas.

Cuando terminó con la parte de atrás, se colocó delante una vez más, con intención de repetir el proceso, quizá incluso de robarle un beso. Pero él se apartó de la pared y la estrechó contra sí poniendo una mano en su espalda y otra en su nuca. Sus ojos, cuando la miró, eran profundos y estaban oscurecidos por la emoción.

—¡Por los dioses, Reda! —bajó la cabeza y apoyó la frente en la de ella—. Gracias.

Se besaron y esa vez no fue solo calor y deseo; había también un nuevo dar y tomar, una sensación de que él no intentaba solo darle placer, de que también tomaba algo para sí mismo. Un beso dio paso a otro y después a otro, y luego él tocó los controles para cerrar los chorros y crear una luz suave que los rodeó por todos lados.

—¿Qué…? ¡Oh! —un cosquilleo recorrió la piel de ella de la cabeza a los pies. Cuando pasó, estaba seca. Hasta el pelo tenía ya muy poca humedad, y los rizos normalmente indomables estaban domesticados y resultaban suaves al tacto—. Magia — susurró con voz quebrada.

Los lobunos tienen sus cualidades —respondió él con voz ronca. La tomó en sus brazos de modo que ella quedó acurrucada contra su pecho.

Ella soltó un gritito y se debatió un poco, pero luego fue mordisqueando el cuello de él cuando la llevaba a la habitación. Y lanzó una exclamación al ver las mantas gruesas apiladas en la cama y un fuego en el hogar. La habitación era cálida y resultaba alegre y a ella se le oprimió la garganta porque él había hecho aquello para ella. Incluso en el calor del momento, había querido que estuviera cómoda.

Tragó saliva para reprimir la emoción.

—Eres un príncipe.

—Lo fui.

—Volverás a serlo cuando…

Él la interrumpió con un beso. Se tumbó con ella en el colchón sin dejar de besarla, de modo que ella quedó bajo él, con las piernas a lo largo de las suyas, los muslos de él entre los de ella y la longitud de su erección presionándole el estómago, vibrando con un ritmo interno que resonaba en lo más profundo de ella.

El deseo la embargó como un amigo al que acabara de conocer, un deseo que fue creciendo mientras se besaban y él introducía un muslo entre los de ella y creaba una presión íntima que hizo que ella se mojara de nuevo.

Dayn la acariciaba, pero también se arqueaba ante el contacto de ella y se detenía a absorber las sensaciones cuando ella le lamió la garganta y le empujó los hombros para colocarlo de espaldas y poder moverse cada vez más abajo.

—Espera, Reda —él se estremeció cuando la lengua de ella rozó una vena debajo de su pene—. ¡Dioses!

Intentó tocarla, pero ella volvió a acariciarlo con la lengua desde la base hasta la punta y él aferró las mantas con las manos y gimió cuando ella repitió la caricia buscando los lugares donde cambiaban las texturas y él era especialmente sensible. Mientras en el pasado no había disfrutado especialmente del sexo oral, ahora se regodeaba en él, estaba pendiente de las respuestas de él y disfrutaba del modo en que se sometía a ella.

El cuerpo de él no tardó en estar tenso; sus manos aferraban las mantas y su miembro se movía en la boca de ella de un modo que creaba un calor nuevo en su interior.

Él gritó su nombre, le tomó la mano, la colocó sobre su cuerpo y, cuando estuvieron pecho contra pecho, rodó con ella de modo que quedó de nuevo al cargo y la apretó contra las mantas con su peso. Los dos cuerpos estaban húmedos por la excitación y resbaladizos por la pasión; y él se colocó en posición para buscar la entrada de ella.

Reda se movió contra él.

—Espera —dijo—. ¿Necesitamos usar algo?

Él luchó por concentrarse.

—¿Algo?

—¿Protección? Para… ah, enfermedades y otras cosas —«Por favor, no me hagas explicarlo».

La expresión de él se aclaró.

—Los de mi clase no tenemos enfermedades, ni las padecemos ni las transmitimos. Y tengo que alimentarme de la garganta de mi compañera antes de poder hacer un niño.

Ella quería preguntarle, pero no se atrevió.

—Jamás —dijo él.

Ella, aliviada, alzó la mano para calmar el eco hueco de su voz con un beso que empezó suave y terminó casi adormilado y removió algo en el interior de ella. La suavidad y la modorra desaparecieron y se impuso el deseo no solo de tenerlo dentro de ella, sino de «tenerlo a él», de pertenecerle y que él le perteneciera a ella.

Pero sabiendo que era imposible, interrumpió el beso, apretó la mejilla con la de él y susurró:

—Ahora. Por favor, ahora.

Cerró los ojos para dejar fuera la luz del día, la cabaña y el peligro que había más allá, decidida a estar allí, en el momento y con él. Dayn la penetró con un gruñido y cuando la llenó, provocándole una emoción que ella no se atrevía a admitir, Reda ya no necesitaba apartar al mundo porque él lo hacía por ella. La sensación de él, la perfección de su unión, eclipsaba todo lo demás.

Clavó los dedos en los músculos del hombro de él y Dayn empezó a moverse.

Al principio lo hizo con gentileza, despacio, como si él también quisiera guardar cada sensación individual. Ella se movió espontáneamente con él, más por instinto que por voluntad, porque no pensaba, no planeaba. Solo sentía. Se regodeaba en la sensación del cuerpo de él sobre el suyo, en el modo en que se sentía llena entre las piernas, en el placer de cada embestida y en la vibración de los gemidos de él cuando ella le agarraba las caderas y lo animaba a continuar.

A medida que adquirían velocidad, ya no había diferencia entre vampiro y humana, ni entre un príncipe de cuento de hadas y una policía deshonrada; solo había dos almas perdidas llenando cada una los vacíos de la otra, sin que ninguna de las dos estuviera ya sola. Al menos de momento.

El placer empezó a crecer en Reda. Y mientras el orgasmo anterior había sido intenso y brillante, hecho de fuegos artificiales interiores y calor placentero, la tensión que la embargó ahora era más profunda y absorbente; apretaba sus músculos internos, dominaba sus sentidos y volvía el momento mucho más importante de lo que se suponía que era.

«Esto es», parecía decir su cuerpo. «Esto es lo que estabas esperando».

Enterró la cara en el cuello de él y se movió bajo él.

—Reda —susurró Dayn.

Y ella pensó que era la primera vez que su nombre sonaba mágico.

Reprimió las lágrimas y le besó la garganta mientras la montaba provocándole cada vez más placer.

Saboreó el sabor levemente salado de la piel de él y sintió la palpitación de su pulso en los labios. Se movía al ritmo de él, con una necesidad que crecía en su interior a cada embestida.

De lo más hondo de ella llegó el impulso de morder, de tomar la esencia de él en su interior y que eso los uniera. Ignoró una punzada de inquietud, rozó con los dientes la vena que bajaba por el lateral de la garganta de él y mordió ligeramente.

Él siseó y le clavó los dedos mientras embestía, provocando sensaciones nuevas que conllevaban una fuerza intensa que la asustaba un poco.

Lo sintió luchar por controlarse y se sintió a sí misma vacilar, tentada de esquivar la intensidad y las posibilidades. Después, porque se negaba a ser cobarde con él en aquel momento, mordió la vena con fuerza. No sacó sangre, pero le faltó poco.

Dayn terminó de perder el control de un modo casi audible. Echó atrás la cabeza, la rodeó con sus brazos para anclar su cuerpo contra las embestidas, que aumentaban el ritmo y los llevaban a los dos al límite.

Su abrazo era poderoso, inexorable, y Reda se regodeó en él. Le gustaban su fuerza e intensidad, le encantaba sentirse pequeña, femenina y abrumada… al menos allí con él. Adoraba el modo en que él apretaba la boca en la sien de ella, el modo en que le besaba la frente y susurraba su nombre mientras los cuerpos de ambos se tensaban y el placer se acumulaba dentro de ella, esperando, esperando…

Él volvió la cabeza, le rozó suavemente el lateral de la garganta con un colmillo afilado y susurró su nombre. Miedo y placer eran de pronto la misma cosa, afilada y brillante, y ella soltó un gemido y llegó al clímax.

El placer la golpeó como una espada que cortara la soledad y la aprensión y dejara atrás fuerza y admiración. Se arqueó bajo él, jadeante, murmurando su nombre mientras llegaba una oleada tras otra de placer. Él la abrazó gimiendo y se vació en ella.

Reda imaginó que sentía un calor más fuerte que el de ella creciendo en su interior, acariciado por sus músculos interiores, que palpitaban extrayéndole su semilla. Y ella, que siempre había tenido un reloj biológico más bien lento, sintió el deseo de que esa vez la semilla hubiera podido contar como tal y hubieran podido aparearse de verdad.

Y por una vez, la lógica y la razón no tenían nada que decir.

Él siguió abrazado a ella mientras el placer se iba evaporando y el mundo de su alrededor comenzaba a cobrar realidad. Reda oyó el crepitar del fuego, vio la brillantez del sol fuera y sintió el movimiento del colchón cuando él se apoyó en los codos y retiró su peso de ella.

Aunque le hubiera gustado permanecer un momento más así, abrió los ojos y se encontró con la mirada color esmeralda de él. Y por primera vez desde que lo conocía, la expresión de él era abierta y sin sombras. Eso le hacía parecer más joven y un poco travieso; hacía pensar en el tipo de hombre que había salido a galopar para desahogarse sin saber que la mañana cambiaría su vida para siempre.

Ella también se sentía cambiada, pero no quería examinar aquello muy de cerca. Todavía no. Tal vez nunca.

Dayn carraspeó.

—Tengo la sensación de que debería decir algo, pero no sé qué.

Reda se relajó, aunque no sabía que estaba tensa.

—Yo también, y tampoco lo sé. ¿Por qué no nos damos las gracias y dejamos el tema por el momento?

El rostro de él se suavizó.

—Gracias, dulce Reda, por enseñarme algo de duchas, por acostarte conmigo, por tocarme y por compartir tu maravilloso cuerpo conmigo.

A ella le tembló el corazón en el pecho; sus ojos amenazaron con llenarse de lágrimas, se le oprimió la garganta y supo que en ese momento no se atrevía a decir nada; que si lo hacía, haría el idiota y acabarían sintiéndose incómodos los dos. Por eso, aunque fuera cobarde por su parte, se limitó a asentir con la cabeza y lo besó en la mejilla.

Dayn pareció entenderlo. Le rozó las mejillas con los dedos, como si secara las lágrimas que ella no se había permitido derramar, y dijo:

—Quédate aquí e intenta dormir. Yo voy a revisar las varillas.

Ella asintió. Dayn se levantó y fue desnudo al baño, donde se puso los pantalones y las botas y a continuación la camisa sin abrochar. Cuando volvió a salir, llevaba una espada corta en el cinturón.

Aquello no debería haberlo hecho todavía más atrayente. Ella era una mujer moderna, un ser humano evolucionado. Pero, al parecer, a esa mujer moderna le gustaban los hombres con espada.

«Los hombres no», pensó. «Solo Dayn». Y aquello no era cuestión de lógica. Era un hecho. Y si eso suponía que acabaría sufriendo, tal vez no fuera lo peor que podía ocurrirle. Porque al menos ya no iría por la vida como sonámbula.

Él tomó uno de los pellejos de agua y se lo ofreció.

—¿Tienes sed?

—Mucha —bebió agua y le devolvió el pellejo—. Gracias.

—Descansa. Volveré en unos minutos.

Reda asintió y se acurrucó de lado, de espaldas al fuego. Con los ojos cerrados, los ruidos parecían amplificarse a su alrededor. Seguía los movimientos de Dayn por el ruido de sus botas, el de la puerta al cerrarse, el crujido de grava fuera y el grito enojado de un pájaro al que molestaba su presencia.

Regresó a los pocos minutos y se desnudó antes de meterse en la cama con ella. La abrazó desde atrás y cruzó las manos sobre su corazón.

Y cuando ella se estaba quedando dormida con el calor de él rodeándola, se sintió doblemente agradecida porque él no fuera un lobuno. Porque si lo fuera, sin ninguna duda la habría esclavizado.

Dayn despertó cerca del mediodía, cuando su reloj interno le avisó de que no debía descansar más por si sus perseguidores seguían todavía en marcha.

Reda se había vuelto hacia él mientras dormían. Ahora descansaba cerca de su costado, con la cabeza apoyada en su brazo. Su aliento era cálido en la piel de él y lo excitaba. Pero su respuesta física no era nada comparada con las emociones profundas que amenazaban con llenarlo y desbordarse.

Afecto, gratitud, alivio, inquietud… había todo eso y más, una mezcla complicada que decía que probablemente no debería haberle hecho el amor y, desde luego, no de un modo tan intenso. Pero al mismo tiempo no podía lamentar la decisión ni su pérdida de control.

Se habían hecho el amor sin ninguna expectativa y sabiendo que se separarían en el arco llevándose consigo buenos recuerdos. Y si ese pensamiento dolía, era mejor olvidarlo y concentrarse en cómo se sentía… descansado y revitalizado, y dispuesto a conquistar el mundo.

Tocó a Reda en el hombro.

—Vamos, mi bella durmiente. Es hora de despertar.

Casi esperaba que Reda se sobresaltara al encontrarse en la cama con él, pero se limitó a sonreír, con los ojos cerrados todavía, y dijo:

—Si yo soy la Bella Durmiente, mi príncipe tendría que haberme despertado con un beso.

Dayn se inclinó y la besó en los labios.

Ella se apretó contra él con un murmullo y le echó los brazos al cuello. Ese movimiento llenó un hueco en Dayn que él no sabía que estaba vacío. Una alegría fiera lo inundó; la apretó contra el colchón y la besó con pasión, con su cuerpo despertando a la realidad de una amante, de su amante.

El gemido suave de ella le dio ganas de levantarla y bailar con ella por la cabaña; el tirón gentil de los dedos de ella en el pelo le hacía querer cantar a pleno pulmón, aunque no tenía nada de oído; y la sensación del cuerpo de ella bajo el suyo hizo que su cuerpo se endureciera casi al instante a pesar de haberse vaciado en ella solo unas horas antes y le dio ganas de correr al bosque a cazar al enemigo más peligroso solo para llevarle a ella un talismán de esa muerte. Aunque, por lo que había oído, las humanas podían no apreciar tales cosas y quizá haría mejor en recoger flores silvestres.

El ridículo de todo aquello le resultó de pronto muy atrayente. Como también la idea de volver a penetrarla y empezar a embestir. Sentía la humedad de ella y su pulso acelerado, y aunque tenían que irse de la cabaña, se moría por perderse en ella, con ella.

Los dedos de ella agarraron su miembro para guiarlo. Dayn se puso rígido, interrumpió el beso y gimió cuando ella frotó la punta del pene duro de él en sus pliegues húmedos.

Dayn apartó la cabeza y miró sus rizos cobrizos y el brillo de sus ojos azules.

—Reda, no tenemos mucho tiempo.

—Lo sé —ella lo besó en la mejilla—. Pues date prisa —cruzó una pierna sobre las caderas de él.

Dayn la penetró y siseó de placer cuando lo envolvió la humedad caliente de ella. La agarró por el hombro y la cadera y embistió con fuerza una y otra vez hasta que sintió la tensión que presagiaba el clímax. No intentó combatirla, sino que se dejó llevar, la embistió lo más hondo que pudo y se vació en ella con un gemido.

Se quedó ciego y sordo, insensible a todo lo que no fuera el placer de terminar dentro de ella con un orgasmo que se prolongaba y parecía durar más que el acto sexual en sí.

Poco a poco fue consciente de las uñas de ella clavadas en sus hombros, la presión de los talones de ella en los muslos y del hecho de que probablemente la estaba aplastando.

—¡Dioses! —se incorporó sobre los brazos y la miró, esperando ver… No sabía lo que esperaba, pero no era la mirada maravillada de ella teñida de miedo.

Aunque bien pensado, aquello resumía perfectamente la situación.

—No era solo la droga, ¿verdad? —preguntó ella con suavidad.

—No —él negó con la cabeza—. Esto somos nosotros, dulce Reda.

Quería preguntarle si ella también había terminado, pero no podía admitir que se hubiera dejado llevar de ese modo sin pensar en ella, así que resolvió que la compensaría la próxima vez que pararan a descansar. Eso le hizo esperar con impaciencia ese próximo descanso y los demás que pudieran tomar hasta que llegaran al Arco Meriden.

Y después de eso… No sabía lo que pasaría después de eso, excepto que tenía que cumplir un juramento. Y solo esperaba poder hacer eso y portarse bien con Reda al mismo tiempo.

De algún modo.