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De los estrechos límites del internado me salvó el mar: el mar de Ilhéus, la playa de Pontal, las mareas mansas y la tempestad.

Aplaudido orador sagrado, el padre Luiz Gonzaga Cabral era la gran estrella del colegio. La sociedad bahiana venía en pleno a oír su sermón dominical. Brillaba también en el Liceu Literario Portugués, en las conmemoraciones de las grandes fechas lusitanas. Cuando nuestro profesor de portugués, el padre Faria, se puso enfermo, él lo sustituyó. Sus métodos de enseñanza no tenían nada de ortodoxos.

En vez de hacernos analizar Os Lusíadas, intentando descubrir el sujeto elíptico y dividir las oraciones, reduciendo el poema a un complicado conjunto de cuestiones gramaticales, haciéndonos odiar a Camoens, el padre Cabral, para su deleite y nuestro encanto, recitaba para los alumnos episodios de la epopeya. Pese a su acento de ultramar, la fuerza del verso se apoderaba de nosotros y nos poseía. Nos leía también la prosa de Garrett, la de Herculano, escenas de Frei Luiz de Souza, párrafos de Lendas e Narrativas. Patriota, deseaba sin duda hacernos conscientes de la grandeza de Portugal, el Portugal de los descubrimientos y de los clásicos. Pero obtenía mucho más que eso: despertaba nuestra sensibilidad, alejándonos del pozo de la gramática portuguesa (cuyas rígidas reglas nada tenían que ver con la lengua hablada por el pueblo brasileño) y acercándonos a la seducción de la literatura, de la palabra viva y actuante. Las clases de portugués adquirieron otra dimensión.