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Memoria completa y verdadera guardo de otra escena, ésta ya no de oírla contar, sino por haberla vivido en medio de la noche cálida y atemorizadora de Tararanga. ¿Niño de cuántos años? Cinco, tal vez un poco más, no lo sé; es difícil establecer las medidas del tiempo de la primera infancia. Muy pequeño aún, sin duda. Me habían despertado los ladridos de los perros, a los que se sumaban otros ruidos en el patio de delante de casa, fui a ver qué pasaba. No recuerdo cómo me las arreglé para ocultarme en el mirador para que no me vieran.
Recuerdo, sí, con absoluta nitidez, la visión excitante: en la oscuridad se movían siluetas, sombras, se oían voces, relinchos de los animales. Mi padre montado en su mula negra —mejor que cualquier caballo, decía él—, sus hombres en burros, pues en aquellos caminos infames de barro, agujeros y precipicios, los caballos eran montura de poca seguridad. Sólo servían para los desfiles de los coroneles por las calles de Ilhéus e Itabuna, con arreos de plata.
En las sillas, los rifles. Jefe de la banda, Argemiro, un sergipano albino que había servido ya a mi padre en los tiempos de Ferradas, y ahora de nuevo con él en Tararanga, afamado y temido, el revólver en el cinto. Además de Argemiro, marcado por la viruela, caboclo[5] de ojos vivos, hacendado y político, Brasilino José dos Santos, el compadre Bras, la más fascinante figura de mi infancia. Compadre y amigo del coronel João Amado, jamás le falló en las horas difíciles. Imposible encontrar en la región del cacao valentía y calma como las suyas —eso se decía y era verdad—. Años después lo vi enfrentarse, él solo, a un grupo de bandidos enviados por sus enemigos políticos para provocar revueltas en Pirangi. Su simple presencia en la calle —se levantó de la mesa donde estábamos comiendo, agarró el revólver y salió solo— bastó para ahuyentar a la banda de matones. Había sido el brazo derecho de Basilio de Oliveira en las grandes luchas por la posesión de la tierra.
Partió la tropa armada, realmente un pequeño grupo de hombres, pero para mí era un ejército. Mi madre, delgadita y resignada, vio a su marido tomar una vez más el camino de Itabuna para garantizar, con amigos y hombres de armas, la elección de un sobrino. Elecciones bajo la vigilancia de los jagunços. Sólo entonces, cuando la cabalgata se perdió al final del camino, descubrió mi madre al niño escondido. Me tomó en sus brazos y me apretó contra ella.
Mocita abnegada, entregada por entero a sus hermanos, también ellos coroneles del cacao —mi tío Fortunato, asombrosa figura, pagó un alto precio por el título y las tierras: salió de las luchas ciego de un ojo, en una de sus manos quedaban sólo dos dedos—, esposa abnegada con su marido, dispuesta y silenciosa, sin un reproche, odiaba aquel mundo bárbaro del que formaba parte.
Animales y hombres desaparecieron en la noche. En el mirador, con doña Eulalia, quedaban el niño y la muerte. La muerte, compañera de toda mi infancia.