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Algunas entradas de diccionarios y enciclopedias, ciertas notas bibliográficas, me dicen nacido en Pirangi. Realmente, ocurrió lo contrario, vi a Pirangi nacer y crecer. Cuando pasé por allí la primera vez, encaramado en la silla de la cabalgadura de mi padre, apenas había tres casas aisladas. La estación del ferrocarril quedaba lejos, en Sequeiro de Espinho.

Poco tiempo después era ya una calle amplia, donde las viviendas se mezclaban con los barracones en que se almacenaba el cacao. El bar con las salas de juego al fondo, los míseros callejones abrigando los burdeles. Aventureros llegados de todas partes, quincalleros sirios y libaneses vaciando las maletas de mercancía para instalar tiendas y almacenes, un misionero de acento alemán intentando imponer los mandamientos de la ley de Dios a una gente sin ley y sin religión, libre e indómita, opuesta a cualquier autoridad del cielo o de la tierra.

Poco a poco, el burgo miserable fue cobrando vida intensa, el dinero corría fácil y abundante. Estallaban tiroteos en la calle, en los burdeles, en las salas de juego. La vida humana seguía valiendo poco, moneda con la que se pagaba un pedazo de tierra, una sonrisa de mujer, una puesta en la mesa de póquer. Crecí al mismo tiempo que Pirangi, asistí a la inauguración de la primera tienda, a la aparición del primer vehículo de motor, que traía pasajeros de Sequeiro do Espinho. Allí conocí a los más valientes y tuve sueños de niño velados por mujeres de la vida en los callejones escondidos.