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¿Existirá aún algún recuerdo guardado en la retina del niño —las aguas creciendo, entrando por las tierras, cubriendo los herbazales, arrastrando animales, restaurando el misterio violado de la selva—, o todo es resultado de los relatos oídos?
La crecida del río Cachoeira, a comienzos de 1914, se llevó plantaciones, casa, chiquero, la vaca, los burros y las cabras. Fugitivos, mis padres llegaron al poblado con lo puesto, cargando con el niño. En Ferradas ya no había donde acoger a tanto refugiado. Nos enviaron al lazareto, reservado habitualmente a los leprosos y a los enfermos de viruela, transformado a toda prisa en albergue para las víctimas de la inundación. Limpiaron el suelo de cemento con unas pocas latas de agua, recordaba mi madre. Otros recursos no existían, ni remedios, ni enfermeras ni médicos: eran las tierras del sin fin.
Quién sabe si le debo a aquella aterradora hospedería de mi primera infancia el hecho de haber permanecido inmune a la viruela hasta hoy: jamás me hizo efecto ninguna de las muchas vacunas antivariólicas que me han puesto en el correr de los años. Ni siquiera la primera, cuando la cosa era una novedad en la región, en 1918, cortando la piel con una navaja. María, la criadita, de tan predispuesta, se cubrió de pústulas. Todo el mundo con el brazo hinchado, febril, sintiéndose mal. Yo permanecí impávido, trepando a los árboles, corriendo por la playa. La viruela formaba parte de mi sangre.