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Los vagabundos aún tardarían tiempo en formar parte de mi universo, de mi vida cotidiana. Con ellos empecé a tratar cuando, a los trece años, huí del internado de los jesuitas y atravesé el sertón para llegar a Sergipe, a casa de mi abuelo. Después, me hice amigo de tantos y tantos en mi libre adolescencia en la ciudad de Salvador de Bahía de Todos los Santos. Amigo de los vagabundos, de los patrones de los pataches, de los luchadores de capoeira, de las gentes de los mercados y de los candomblés. Más aún, fui uno de ellos.

En la región grapiuna no había lugar para vagabundos, el trabajo era duro, la lucha sin tregua. Conocí y traté aventureros de toda laya: venían tras el rastro del cacao, en busca del dinero fácil, usaban los títulos más diversos con la esperanza de estafar a los ingenuos coroneles. Pero los coroneles del cacao no eran tan ingenuos como parecía, y sabían arreglárselas muy bien con las cartas del póquer, que manejaban con la misma seguridad que los revólveres y las parabellum. Varios de esos aventureros dejaron la vida en los cabarets de Ilhéus y de Itabuna, en las timbas de Agua Preta y de Pirangi. Otros se fueron acomodando a las costumbres de la región, con los pies atrapados por la miel del cacao, y roturaron la selva y asentaron haciendas en aquellas tierras.

Entre jagunços, aventureros, tahúres, el niño iba creciendo y aprendía. Aprendió a leer antes de ir a la escuela, en las páginas del diario A Tarde, en los años de Pontal. Aprendió las reglas del póquer sentado tras su tío Álvaro Amado, en el Hotel Coelho, siguiendo las partidas, las apuestas, adivinando el juego de cada uno de los puntos de la timba. Engañar a los demás formaba parte de las reglas del póquer y de los hábitos de la región. Estaba el trío Itabuna: una pareja y un rey o un as; el trío Pirangi, formado por tres cartas seguidas del mismo palo. Pero era difícil ganar con las fichas. En el calor del envite, para los coroneles del dinero abundante tirarse un farol exigía habilidad y consecuencia. Para mi tío Álvaro Amado no había alegría mayor que ganar sin tener juego, dejando a los puntos con el culo al aire, acontecimiento poco frecuente pero glorioso. Pasé tardes enteras de florero, siguiendo las partidas. Todavía no he conseguido explicarme por qué aquellos rudos señores aguantaban allí a aquel niño curioso e inquieto, interesado en el juego. Tío Álvaro me acariciaba las greñas y me guiñaba el ojo.