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De tanto oírsela contar a mi madre la escena me resulta tan viva y real como si hubiese guardado memoria de lo acontecido: la yegua que cae muerta, mi padre bañado en sangre alzándome del suelo.

Tenía yo diez meses, gateaba por el mirador de la casa al final del crepúsculo, cuando las primeras sombras de la noche caían sobre los campos de cacao recién plantados encima de la selva virgen, inhóspita y antigua. Roturador de tierras, mi padre había alzado su casa más allá de Ferradas, aldea del joven municipio de Itabuna, y allí plantó cacao, la riqueza del mundo. Fue en la época de las grandes luchas.

La lucha por la posesión de la selva, tierra de nadie, se manifestaba en emboscadas, en chanchullos políticos, en los enfrentamientos entre jagunços[1] en el sur del estado de Bahía; se compraban y vendían animales, armas y la vida humana. En busca de El Dorado, la tierra donde el oro abundaba hasta el punto de que nadie le hacía caso, llegaban peones de lo más profundo del sertón[2] de las sequías o del Sergipe de la pobreza y el paro: los «contratados», buenos con la hoz y el azadón y buenos de puntería.

Muy bien pagados, los jagunços de certero disparo vivían tratados a cuerpo de rey. Las cruces bordeaban los caminos del proclamado progreso de la región, los cadáveres estercolaban los campos de cacao.

Mi padre estaba cortando caña para la yegua, su montura preferida. El jagunço, apostado tras un guayabo, con el arma de repetición apoyada en la horquilla de una rama (así lo veo en la nítida rememoración), esperó el mejor momento para descargar el arma. ¿Qué fue lo que salvó al condenado? Un movimiento brusco de él o de la yegua, pues el animal recibió la bala mortal, mientras en los hombros y en la espalda del coronel[3] João Amado de Faria se incrustaban esquirlas de plomo que jamás quiso retirar, visibles bajo la piel hasta el fin de sus días. Exhibidas con cierta obstinación y alguna vanidad para ilustrar la repetida narración de mi madre.

Aun consiguió el herido alzar al hijo y llevarlo hasta la cocina, donde estaba doña Eulalia preparando la cena. Le entregó al niño cubierto con la sangre paterna. Sucedió en el lejano 1913. Yo había nacido en agosto de 1912, en aquella misma plantación de cacao, de nombre Auricidia. Muy mozo aún, mi padre había abandonado la ciudad sergipana de Estancia, civilizada y decadente, para lanzarse a la aventura de roturar el sur de Bahía, para implantar allí, como tantos partícipes en aquella saga desmedida, la civilización del cacao, forjar la nación grapiuna[4]… A pocos kilómetros de Ferradas, en los límites de Ilhéus e Itabuna, se alza hoy una universidad con miles de alumnos. Pero entonces mi madre dormía con el rifle bajo la almohada.