SEGUNDO EPISODIO - FIEL Y COMPLETA REPRODUCCIÓN DE LA NARRACIÓN DE CHICO PACHECO CON UN SUSTANCIOSO CUADRO DE LAS COSTUMBRES Y DE LA VIDA DE LA CIUDAD DE SALVADOR EN LOS COMIENZOS DEL SIGLO, ILUSTRES FIGURAS DEL GOBIERNO Y RICOS COMERCIANTES, INSOPORTABLES DONCELLAS Y EXCELENTES PENDONES
DE LA PENSIÓN MONTECARLO Y DE LOS CINCO SEÑORES IMPORTANTES
RELUCIENTE de alhajas: anillos en los dedos, collares al pescuezo, diadema en el pelo, pendientes en las orejas, arrastrando la cola del vestido de noche, el busto opulento erguido en el corpiño, la boca entreabierta en una sonrisa, Carol se precipitó al verlos asomar al pie de la escalera:
-¡Al fin! Pensé que hoy no venían...
Llevaba con garbo sus cincuenta y seis años bien traídos y la gordura contra la que venía luchando inútilmente, la gordura que se había aposentado en ella con la edad y las economías bien empleadas en bonos y en inmuebles. Victoriosa carrera, hecha a base de esfuerzo y de trabajo, cuarenta años por los burdeles, primero como pupila, luego como propietaria, desde aquel día remoto en que un viajante, de paso por Garanhuns, se la llevó consigo, deslumbrándola con su labia y con sus modos de ciudad grande, prometiéndole el oro y el moro. Y todo eso para largarla una semana más tarde, en Recife, con sólo dieciséis años, sin un céntimo, sin conocidos, sin experiencia, vagando entre los puentes, con los ojos clavados en las aguas del río como salida.
Ciertas tardes tranquilas, Carol, tendida en la silla de balancín como en un trono, en su comedor, la caja de las joyas sobre los amplios muslos, recuerda aquella noche espantosa: la pequeña Carolina deshonrada, con un nudo en la garganta y las piernas temblorosas, perdida por las calles, aterrorizada por la ciudad, tentada por las aguas del Capibaribe. Cogía entonces sus anillos de brillantes, el collar de auténticas perlas, los broches y pulseras, esmeraldas y topacios, y recordaba aquella noche cuando sólo eran suyos el cansancio y el miedo.
Había cambiado Carol desde entonces, y ahora podía sonreír al recordar las horas suicidas y al viajante seductor. Le había parecido un príncipe de cuento de hadas cuando apareció por Garanhuns con sus muestrarios y su charla insustancial, y era sólo un pobre diablo, sin riqueza ni seducción. Príncipes eran aquellos mozos que ahora subían las escaleras de la Pensión Montecarlo, en un amplio primer piso de la plaza del Teatro, la más elegante y lujosa pensión de mujeres de la ciudad de Bahía, propiedad única y exclusiva de Carolina da Silva Madeiros, más conocida por Carol Lingua de Ouro.
Los cinco muchachos, vestidos todos de brin blanco HJ, elegantes canotiers, elegantes bastones, polainas y bigotes rizados, vibrantes y ruidosos, la rodearon con una efusión de abrazos y besos, bromas y galanteos.
-¡Salve nuestra soberana y señora! -se inclinó un hombre alto, cuarentón de buen ver, piel bronceada, cabello corto.
-¡Cuánta honra, coronel: entre en esta casa, que es suya!
Se inclinaba a los pies de Carol, en cómica actitud, un caballero fuerte y simpático, muy rubio, de maliciosos ojos azules.
-Me inclino ante usted, señora de mi corazón...
-No mienta, comandante, conozco a la señora de su corazón...
-Más bella que nunca... -decía el tercero que se acercó a besarle la mano, cubierta de anillos y experta en caricias.
Era ella sin embargo quien se inclinaba para cumplimentarlo y abrazarlo luego.
-Doctor Jerónimo, sea bienvenido. Yo, su humilde criada, estoy a sus órdenes...
Se volvió hacia un joven imberbe, bonito y silencioso muchacho.
-El teniente es esperado con impaciencia...
Para enlazar finalmente en un abrazo en el que había verdadera amistad al último del grupo, de nariz aguileña, cabellera romántica y cierta melancolía en sus ojos amorosos:
-¡Señor Aragón! ¡Don Aragonito! Benditos los ojos que lo ven...
Se turbó aún más la mirada de Vasco, a pesar del afecto visible en la voz de Carol, de su entusiasmo. Ella notó su tristeza y quiso saber la causa. Susurró al oído del muchacho:
-Duro y no se rinda, que al fin acabará triunfando... Sé lo que digo... -y ya en voz alta-: Oigo confidencias y suspiros...
El coronel comentó riendo:
-Nuestro Aragón, no hay quien pueda con él. Nada valen charreteras ni títulos...
También a él se dirigió el camarero, con voz aflautada y contoneos femeninos:
-Reservé la mesa del rincón, señor Aragón, la de siempre...
Fueron a ocuparla. Carol los acompañó en una nueva prueba de suprema consideración. Se agitaron las mujeres de las otras mesas, dispuestas a largar a sus clientes ocasionales a la menor llamada de la madama o de uno de los recién llegados. El teniente abrazó a una rubita, antes solitaria, escondida tras la orquesta.
Aragón paseó los ojos por la sala hasta encontrar los de Dorothy. Allá estaba ella, de manilas con Roberto, que la apretaba contra su gordo pecho, en un abrazo incluso excesivo en una pensión alegre, e incrustaba su hocico de cerdo en el cuello de la chica. Los ojos de Dorothy, inquietos y casi suplicantes, se posaron en los de Aragón, y una sonrisa medrosa se abrió en sus labios. Un calor de primavera creció en el pecho de Aragón. Aquel doctor Roberto Veiga Lima, fofo y fatuo, señorito inútil, no merecía la belleza frágil y brusca de Dorothy, sus asustados ojos, aquel ansia de amor que le quemaba el rostro como una fiebre.
No era casual ni gratuita tanta prueba de aprecio por parte de la experta Carol: los cinco señores sentados a la mesa, pidiendo bebidas, honraban y protegían su casa, eran lo mejor de Bahía, los calaveras más celebrados de cuantos rodaban por los cafés, mesas de juego, burdeles y pensiones de mujeres. Junto a ellos iban muchos más en un corro amplio y pródigo, la mejor gente de la ciudad. Pero estos cinco eran inseparables, se encontraban diariamente al anochecer, jugando al billar, bebiendo cerveza, prolongando la noche en un póquer, en cenas en los cabarets...
-Aquellos cinco son los dueños del Estado... -decían al verlos entrar en Palacio, en una oficina, en un bar, en la Pensión Montecarlo. Y tenían razón.
Carol susurraba algo al oído del coronel y llamaba con un gesto a una morena alta y elegante.
-Llegó hoy de Recife... Una maravilla.
-¡Sólo se preocupa del coronel!... Y la Marina, ¿no merece nada? -reclamaba el de ojos azules con cara de gringo.
-Para el comandante tengo una golosina... Bien de su gusto, quemadita de piel...
Se reían todos. La morena se acercaba, fatal. La orquesta se exhibía en un tango argentino. Roberto salió a bailar con Dorothy. No había aprendido mucha medicina en sus diez años de Facultad (según las malas lenguas logró el doctorado por antigüedad), pero aprendió el vals, el tango y el machiche, era todo un bailarín a pesar de sus grasas colgantes. Y allá iba con Dorothy en un tango floreado, en primorosa exhibición. Ella aprovechaba la ocasión para incendiar el pecho de Aragón con miradas hondas y sonrisas tímidas. Llegaba el camarero con bebida, circulaban las mujeres en torno de la mesa con la esperanza de ser llamadas. La negrita Muçu se sentó en las rodillas del comandante rubio y le hacía cosquillas en el pescuezo. Carol resplandecía, orgullosa de su pensión, de la orquesta, de las mujeres cuidadosamente escogidas, de los camareros respetuosos, de la selección de bebidas, de los precios caros, de la clientela de primer orden. De aquellos cinco clientes sobre todo.
El coronel Pedro de Alencar, fluminense, viudo sin hijos, mandaba el 19 batallón de Cazadores, de guarnición en la ciudad. El capitán de fragata Georges Dias Nadreau, capitán del puerto, hijo de padre francés y madre brasileña, era un apasionado por el póquer y por las negritas, y un bromista divertido. Vivía inventando jugarretas a los amigos, algunas pesadas, pero era el más leal compañero cuando se presentaba la ocasión. Fue él quien hizo diseñar, enmarcar y colgar en la Pensión Montecarlo un dístico con la leyenda: «El cabaret es el hogar de los juerguistas».
El doctor Jerónimo de Paiva, muchacho de treinta y pocos años, abogado sin clientes y periodista desconocido en Río, vino a Bahía traído por su pariente el gobernador, a quien escribía los discursos. Actuaba como jefe de Gabinete y gozaba del mayor prestigio. Pretendía hacer política, salir diputado federal en la próxima legislatura.
El teniente Lidio Marinho, oficial ayudante de Palacio, era el suspirado partido de todas las mozas casaderas de la ciudad. Hijo del famoso coronel Américo Marinho, señor feudal de las barrancas de San Francisco y senador del Estado, las mozas lo acechaban tras los visillos, suspirando cuando él pasaba, bizarro en su uniforme; soñaban con bailar con el teniente en bailes y recepciones. Pendenciero y romántico. Lidio era también el niño mimado del mujerío de burdeles y pensiones donde sus pendencias se sucedían.
Y, finalmente, «señor» Vasco Moscoso de Aragón, Aragaozinho, jefe de la firma Moscoso & Cía. Ltda., una de las más poderosas de la ciudad baja, expendedora de charque, bacalao, vinos, manteca, quesos, batata inglesa y los más diversos productos a todo el Reconcavo y sur del Sertón de Bahía, penetrando en Sergipe y Alagoas, con una legión de viajantes. Vasco Moscoso de Aragón era considerado como una de las más lindas fortunas del comercio bahiano, y su firma una de las más prestigiosas y sólidas.
Corría la bebida por la mesa, aquellos parroquianos no medían el gasto. Posición y dinero no les faltaban. Carol, entre ellos, se sentía un poco en el poder, como si también ella perteneciera a los medios oficiales y al alto comercio, familiar de Palacio y los Bancos, ordenando la vida del Estado. ¿Acaso no frecuentaba su lecho sabio el doctor Jerónimo, atraído desde jovencito por las mujeres maduras, expertas y rellenitas? Y cuando Georges iniciaba una burla, el jefe de Gabinete respondía:
-No soy cachorro para roer huesos. Ni me gusta la fruta verde. Carol tiene sus misterios...
Sus misterios: la sabiduría de una inmensa experiencia. Y su prestigio: ¿no había hecho nombrar a un sobrino suyo para la imprenta oficial, un hijo de su hermana menor, casada en Garanhuns, cuyo marido vivía insultando a su cuñada como si fuera una perdida? Una simple petición a don Jerónimo, en noche de delirio, había sido suficiente. Ascendía soldados a cabo, hacía ingresar a sus protegidos en la Escuela de Marinería, a hijos de gentes pobres, ahijados suyos. Tenía el aval de Aragaozinho cuando necesitaba un adelanto del Banco para comprar una nueva casa de alquiler, para los bailes de Palacio cuando allí se reunía toda la sociedad bahiana. Carol indicaba el menú, proporcionaba la bebida, y eran los camareros de su Pensión Montecarlo los contratados para servir a los austeros señores y virtuosas señoras. Discretamente ella mandaba y desmandaba, hasta políticos del interior venían a cortejarla y pedirle protección. Aquella pequeña Carolina de Garanhuns, una noche -muchos años atrás- casi suicida en los puentes de Recite, hoy, cubierta de joyas, en la plaza del Teatro de Salvador de Bahía, sonreía en la mesa a los cinco señores.
DE LA FIRMA MOSCOSO & CÍA. LTDA., CAPÍTULO COMERCIAL CON UN POQUITO DE TRISTEZA
La firma había sido fundada por el viejo Moscoso, abuelo materno de Vasco, y pronto conoció prosperidad y crédito. Era ese Moscoso un portugués de visión comercial y rígidos principios, cuya palabra valía más que un documento firmado. Durante cincuenta años vivió sólo para su firma, de casa al trabajo, esforzándose como el último de los empleados, «dando ejemplo», indiferente al confort y a las diversiones, sobrio en el comer, en el vestir y en el amar. A su esposa le hizo sólo un hijo, y, ya viudo, se contentaba con su cocinera negra de vez en cuando.
Vasco lo sustituyó en la dirección de la empresa, que, en aquellos cincuenta años, había dejado de ser un modesto escritorio para convertirse en un inmenso establecimiento de tres pisos al pie de la Ladeira da Montanha. En el último piso dormían los empleados y, en cuartos mejores, los buenos clientes del interior de paso por la capital. Allí también comían, no había horario de trabajo, ni días festivos, ni domingos.
A los tres años perdió a su padre, y pronto también a su madre, incapaz de resistir la añoranza del marido infiel y apasionado. Vasco fue criado por el abuelo, que, a los diez años, apenas salido de la escuela primaria, lo metió en las oficinas. Empezó desde abajo, barriendo las salas y el almacén, cargando mercancías como un jornalero cualquiera. Dormía con los otros empleados en el tercer piso, y con ellos comía, por la mañana y por la tarde, en la mesa patriarcal presidida por el viejo Moscoso. Como ocurría con todos ellos, su primera mujer fue la cocinera negra, la misma que el abuelo frecuentaba, y esas noches con la negra Rosa, en el cuarto sin ventanas, con calor asfixiante, eran su única alegría. No le tenía el abuelo la menor consideración, aparte de tenderle la mano para que se la besara, tras la bendición matutina.
Mientras estuvo vivo, el viejo Moscoso observaba al nieto y sacudía la cabeza, desanimado. El niño no revelaba estilo ni maneras para los negocios; descuidado y desatento, sin idea de su responsabilidad. Mozo ya, fue enviado como viajante por tierras de Jequié y Sergipe, en una experiencia de lastimosos resultados. Se comprobaron las previsiones más pesimistas del abuelo y de Rafael Menéndez, primer empleado de la casa, la eficiencia en persona.
Fue rápido y fulgurante el paso de Vasco por la ilustre corporación de viajantes, en aquel tiempo empleo codiciado. Vendía según sus simpatías, concediendo crédito a comerciantes prácticamente en quiebra, cuyos almacenes y tiendas ignoraban los otros viajantes. Incapaz de efectuar un cobro, concedía absurdos plazos de pago. En la ciudad sergipana de Estancia, plaza que podía hacerse en un día, pasó una semana, encantado con las calles sombreadas y el caserío alegre, los baños en el río Piautinga, las mozas hermosas en las ventanas o al piano, los requiebros de Otalia, el ama de la pensión, loca por el joven viajante. Jamás un representante de Moscoso emprendió un viaje tan lento y de tan desastrosos resultados. Hubo que poner en aquel recorrido, considerado el más fácil de todos, a un viajante experto que restableciera el antiguo prestigio de la firma, seriamente dañado por el joven representante, dispuesto por lo visto a revolucionar la profesión. No obstante, dejó el nombre de la casa y el suyo propio en el lugar más alto en cuanto prostíbulo existía en las ciudades de su recorrido. Hizo una tournée completa de mujeres, desfogándose de dos años de absoluta reclusión en el almacén de la Ladeira da Montanha, donde los rígidos principios del viejo Moscoso establecían horarios imposibles y reducían la lujuria a los parcos encantos de la negra Rosa, aun así disputada e ilegal.
Moviendo melancólicamente la cabeza, lo puso de nuevo el viejo Moscoso en el despacho, donde siguió más o menos inútil: útil sólo para acompañar en la visita a la ciudad a los clientes del interior que se hospedaban en la central de la firma. Para eso era excelente: mozo de trato fino, agradable y buen conversador, buen compañero para una noche de juerga. Y juerga no muy corrida, pues aunque al cliente no podía aplicarle el viejo Moscoso la reducción de gastos y el horario estricto: «A las ocho, en la cama; ni un minuto...», sí podía hacerlo al nieto con un rigor jamás burlado ni por el bozo que se iba transformando en espeso bigote en el labio sensual del mozo. Sin hablar del dinero, reducido a lo mínimo indispensable para los gastos de acompañamiento.
E incluso sobre los clientes ejercía el viejo Moscoso cierta presión en lo referente a los horarios y al dinero gastado en juergas y mujeres, mencionando constantemente el poco crédito que le merecían los hombres de hábitos irregulares, frecuentadores de bares y casas de lenocinio. «¿Qué confianza puedo tener en un sujeto dado al trago y aficionado a las putas?» La pregunta limitaba los proyectos libertinos acariciados durante meses en el interior del país por los comerciantes, a la espera de su visita a la capital para sacar el cuerpo de mal año. Aun así iban los clientes con Vasco noche tras noche aprovechando cada oportunidad, saboteando la recomendada romería a los lugares pintorescos, sustituyéndolos por la acogedora atmósfera de los burdeles donde el joven heredero empezaba a establecer relaciones duraderas.
El viejo Moscoso, con las gafas en la punta de la nariz, su levitón negro de alpaca, inclinado sobre los libros de correspondencia de la firma, miraba al nieto parado ante una carta a medio hacer, con los ojos perdidos en el horizonte entrevisto a través de la ventana, soñando. Cruzaba su mirada desanimada con la severamente crítica de Rafael Menéndez, el viejo sacudía la cabeza, el primer empleado ponía una cara de lástima. José Moscoso amaba mucho más a la firma que a la familia, reducida además ahora al nieto vago e imaginativo como el padre, aquel Aragón hablador y atractivo, mentiroso de fama larga, que le enamoró a la hija y acabó viviendo a sus expensas cinco años. Y hasta después de muerto le costó dinero, pues la idiota de la viuda exigió para su «idolatrado esposo» un entierro de primera y un mausoleo de mármol, cuando, en opinión del aliviado suegro, bastaban siete palmos de fosa común para honra de aquel yerno indeseable, conocido entre sus amigos por Aragón Faroles, de tantos que contaba. No creía el viejo Moscoso que hubiera existido en el mundo sujeto más cínico y calavera. Insensible a las indirectas y a las insinuaciones, se le rió en sus honradas barbas cuando, acabada la larga luna de miel, le propuso cierto día que entrara a trabajar en la oficina. ¿Por quién lo tomaba el suegro? -preguntó-. ¿Por un incapaz, un pobre diablo, útil sólo para la degradación de un escritorio comercial, a vueltas siempre con sacos y fardos, bacalao y patatas? ¿Con quién se creía que había casado a su hija? ¿No comprendía su talento, su capacidad, sus relaciones, sus planes? Que no perdiera el tiempo su suegro buscándole empleo. Su futuro estaba asegurado, y si aún no había empezado a trabajar, era precisamente por la dificultad de elegir entre los cinco o seis empleos, a cual mejor, que le ponían a su disposición sus amigos, hombres todos del mayor prestigio. El propio señor Moscoso también acabaría beneficiándose con las amistades del yerno, que le valdrían para la firma contratos de aprovisionamiento para el Ejército y otras corporaciones estatales, dinero fácil de ganar. ¿Qué diría el señor Moscoso, por ejemplo, de un contrato para vender carne seca y bacalao a la Policía Militar durante todo un año? Bastaba con que él, Aragón, susurrara una palabra al oído del capitán-; jefe de Intendencia, y el negocio sería cosa hecha. Podía el señor Moscoso contar con este contrato como cosa cierta, dinero en caja. Dinero íntegro, pues él, yerno y amigo, no aceptaría la más mínima comisión.
Durante los cinco años de casado siguió en la misma indecisión, sin inclinarse por ninguno de los cinco o seis magníficos empleos o por las nuevas ofertas de sus amigos, gentes todas de enorme prestigio. No logró tampoco ningún contrato oficial para la firma; siempre, invariablemente, iba a tratar del asunto mañana. Pero se mantuvo firme y consecuente en rechazar la renovada oferta de su suegro, casi una ofensa y una provocación. Era un carácter firme, y tan íntegro, que jamás puso los pies en los locales de la empresa, que conocía solamente de vista, de cuando pasaba por la Ladeira da Montanha.
Al morir inesperadamente -jamás nadie hubiera imaginado que estuviera enfermo del corazón- surgieron los acreedores con títulos vencidos, préstamos diversos, vales garrapateados a lápiz, un dineral por pagar, que el viejo Moscoso, un carácter también, se negó terminantemente a tomar en consideración. Se puede decir así que la muerte de Aragón Faroles fue llorada por su esposa, por sus muchos amigos, por los bares, y por sus múltiples acreedores, horrorizados por la pétrea insensibilidad del suegro del difunto.
No resistió la viuda el golpe que para ella supuso la pérdida de su adorado esposo, y meses después era enterrada en el mismo mausoleo de mármol. Jamás había dudado ella ni un minuto del marido, de su grandeza, de su fidelidad, de su abnegado amor. Y, en cierta manera, era Aragón Faroles un esposo intachable, que dedicaba casi toda la tarde a su mujer, pendiente de ella, gentilísimo, tratándola como a una niña mimada, con melindres de enamorado, haciéndole el amor con constancia y sabiduría. Pero después de cenar, era hombre libre en la noche de Bahía, siempre con serios asuntos políticos y comerciales que resolver, según se molestaba en explicar a su esposa. Volvía de madrugada, oliendo a aguardiente y a mujer, con su invariable puro y la invariable sonrisa de satisfacción. Ni siquiera el nacimiento de su hijo, que lo ligó aún más a su esposa, modificó la regularidad de sus hábitos irregulares (en la frase del viejo Moscoso). Se levantaba al mediodía, almorzaba de lo mejor, reservaba la tarde para la esposa y el hijo, y la noche, libre en los bares y burdeles, para la prosa con los amigos, contando historias. Sólo una virtud le reconocía el suegro: jamás nadie le vio borracho; su resistencia al alcohol era asombrosa.
Inclinado en su mesa, el viejo Moscoso miraba al nieto y veía en él al yerno de execrada memoria. ¿De qué había servido el incorporar al niño a la firma cuando apenas tenía diez años, haberlo encaminado en los negocios? Eran los mismos ojos soñadores del padre, la misma sonrisa feliz y satisfecha de la vida, la misma total indiferencia ante los problemas del despacho: un desastre. Tenía que tomar una decisión tajante si no quería ver cómo un negocio acreditado y poderoso, obra de su vida, se deshacía en manos del nieto.
Y para evitarlo, al sentir la proximidad de la muerte transformó la firma individual en sociedad limitada, interesando en el negocio a algunos de sus más antiguos y mejores empleados. El primero en entrar como socio fuerte, fue aquel español Rafael Menéndez. En sus manos, por disposición testamentaria del viejo Moscoso, quedó la completa dirección de los negocios y el futuro de la casa. Vasco heredó la participación del abuelo, que le garantizaba el control de la firma y la mayor parte de las ganancias, una fortuna considerable sin la menor responsabilidad.
Se vio así libre de problemas, horarios y obligaciones, y lleno de dinero. Delegó en Menéndez todas las decisiones, y, por una vez, éste se mostró de acuerdo y pudo Vasco imponer su voluntad. Un día el español decidió despedir al viejo Giovanni, un cargador que había entrado en la firma casi al fundarse y que estuvo más de cuarenta años transportando en la cabeza fardos y más fardos, del almacén a los carros, infatigable, sin un día de descanso, sin una queja, sirviendo de noche como guarda de la casa, durmiendo encima de los fardos del almacén, abriendo la puerta a los clientes retrasados (los que se atrevían a infringir los horarios del viejo Moscoso). Vasco le estaba agradecido porque el viejo Giovanni lo había protegido siempre, desde los días iniciales y sufridos de su ingreso en la casa, a los diez años. Le contaba historias por las noches; en su juventud había estado embarcado, y le hablaba de mares y puertos. Joao había nacido esclavo, pero huyó y se acogió a la libertad del mar, donde la tripulación italiana de un navío lo transformó en Giovanni. Era el único que demostraba simpatía por el chiquillo prisionero en el sobraden oscuro donde el olor de las especias llegaba a marear. Envejeció en la firma, había cumplido los setenta, empezaban a flaquear sus fuerzas, y ya no daba cuenta completa del servicio. Menéndez decidió despedirlo y contratar otro cargador.
Vasco, incluso después de la muerte del abuelo y de su nueva condición de jefe, había seguido manteniendo cierto temor por Menéndez. El español era un hombre de esos obsequiosos ante sus superiores pero arrogante y tiránico con los que de él dependen o le son inferiores en cargo o importancia. Asumió la dirección de la firma con mano de hierro y los negocios marchaban admirablemente. Pero los empleados se quejaban, era peor aún que en los tiempos del viejo Moscoso. Vasco temía la mirada crítica del español, su manera de hablar, sin gritos, sin exaltación, pero con decisión inflexible. Cuando, niño aún o ya muchacho, trabajaba en el escritorio, Menéndez no le reprendía como a los otros, pero llevaba -Vasco lo sabía- noticia al abuelo de cada equivocación suya, de cualquier violación de los reglamentos de la casa. Incluso de sus raras escapadas nocturnas, ya hombre y con bigote, protegidas por el negro Giovanni. Ahora Menéndez se inclinaba ante él, demostrándole una consideración y respeto reservados antes para el viejo Moscoso, pero ello no impidió que intentara imponer su decisión cuando Vasco, afligido e indignado, quiso discutir el caso del negro despedido. Giovanni había ido a buscarlo la noche antes para contarle lo sucedido: Menéndez le había pagado el salario mísero y sin la menor explicación lo había puesto en la calle. Pasaba ya Giovanni de los setenta años, y sus piernas no tenían la anterior seguridad, sus brazos habían perdido el vigor hercúleo. Encontró a Vasco en un bar, con los amigos, y le explicó la situación, entornando sus ojuelos gastados para no llorar, con la voz trémula:
-La casa me comió las carnes, y ahora quiere tirar los huesos fuera...
-No ocurrirá tal cosa... -aseguró Vasco.
El negro se lo agradeció con un consejo:
-Aquel gringo, don Vasco, no es de fiar. Tenga cuidado, o algún día le hará una faena.
Al día siguiente apareció Vasco en el despacho, cosa rara. Llamó a Menéndez. Estaba serio y estirado, y los empleados empezaron a cuchichear. En el despacho del viejo Moscoso, ahora ocupado por Vasco, se oía la voz alterada del jefe de la firma. Nadie oía la voz de Menéndez, jamás había salido de sus duros labios un grito o una palabra más alta que otra, ni siquiera cuando insultaba en los términos más agresivos a un empleado que hubiera cometido una falta.
No le fue fácil imponer su voluntad. Alzaba la voz, decía que era una falta de humanidad despedir al viejo Giovanni, que no había derecho a transformar en un mendigo, al fin de su vida, a un hombre cuya existencia entera había estado dedicada al trabajo, a la prosperidad de la casa. Menéndez sonreía con su sonrisa fría, movía la cabeza como manifestando que estaba de acuerdo, pero se mantenía en sus posiciones de principio: cuando un empleado ya no es apto para el trabajo, hay que despedirlo y poner otro. Esa era la regla del juego, y él no hacía más que aplicarla. Si hiciera una excepción con Giovanni, si continuara pagándole lo ordenado, otros empleados exigirían trato idéntico, señor Vasco (ahora Menéndez anteponía al nombre de su nuevo jefe el tratamiento respetuoso, después de tratarlo durante más de veinte años simplemente como «Aragaozinho») ¿Imaginaba en qué desastre podía acabar aquello? No, no podía obrar de otra manera.
Vasco no quería saber nada de principios, de política comercial, para él aquello era sólo una crueldad, una miserable acción contra el pobre Giovanni. Menéndez se lavaba las manos: «El señor Vasco era el jefe de la firma, lo que él decidiese se haría. Pero debía pensarlo dos veces antes de romper con una regla que regía toda la vida comercial: lo que con su acción ponía en peligro era la propia estructura de la firma. Sin contar con que, con ello, no sería sólo Vasco el perjudicado, sino que lo serían también los otros socios de la firma. No hablaba por él, Menéndez, pues su posición era una defensa de principios establecidos y no de unos miserables billetes.»
Vasco perdió la cabeza y empezó a gritar. Al fin y al cabo más de la mitad del capital era suyo y podía decidir por sí solo. El español, aún más reverencioso, mostró su conformidad. Y viendo la furia del patrón, propuso una fórmula conciliatoria. Giovanni estaba despedido y despedido seguiría, pero ellos dos. Vasco y Menéndez, le garantizarían la subsistencia dándole una cantidad mensual con la que pudiera vivir, pagándole la habitación y la comida. Así quedaba todo resuelto. Esa propuesta iba a ser el comienzo de largas negociaciones, pues el viejo negro no quería dejar el almacén ni cambiarse de vivienda, ni siquiera para ir a casa de Vasco. Al fin llegaron a un acuerdo: continuó Giovanni como guarda nocturno, con la mitad de su sueldo anterior, y pagándole Vasco, de su bolsillo, la otra mitad. El negro, al agradecérselo, renovó el aviso:
-Patrón, tenga cuidado con ese español. Es un mal bicho. No vale nada...
Para Vasco, Menéndez era un descanso, la despreocupación. Pasaba de vez en cuando por el despacho para descargo de su conciencia, cambiaba unas palabras con el español, le oía vagamente hablar de los negocios, iba a ver a Giovanni al almacén. Paraba poco, siempre tenía alguien con quien verse, aquella pandilla a la que pertenecía ahora, o un burdel donde lo esperaba una nueva mujer, conquista reciente.
Soltero, enamorado, pródigo, casi perdulario, viéndose negro para pagar sus cuentas en bares y cabarets, era popular entre el mujerío, y cuando se encaprichaba con una perdía el tino, le ponía casa, la llenaba de regalos. Últimamente se había encaprichado por Dorothy, pupila de la casa de Carol, mantenida por el doctor Roberto Veiga Lima, médico rico y sin clínica, célebre entre el puterío por sus celos violentos y por su brutalidad; en cierta manera era lo más opuesto a Vasco: las mujeres huían de él a pesar de su dinero, por menos de nada abofeteaba a una chica: hasta había quien decía que era vicio aquella manía de zurrar a sus compañeras de cama. A Dorothy la trajo del interior, de un viaje a Feira de Sant’Ana. La tenía casi prisionera, amenazándola a cada momento, y Carol lamentaba haberla aceptado en la Pensión Montecarlo, pero no había podido negarse porque Roberto era cliente habitual, gastaba mucho y su familia gozaba de prestigio. Pero ya estaba arrepentida de haberla admitido en su pupilaje. La pobre Dorothy vivía más presa que monja de convento. Roberto aparecía a las horas más inesperadas, amenazando siempre con dar una paliza a la infeliz. Por la noche, en la sala de baile, siempre el mismo espectáculo: él, trabado con Dorothy, exhibiéndose en el tango o el machiche, pronto a ofenderse y a armar escándalo si otro cliente dirigía una mirada o una sonrisa a la infeliz. Carol, confidente universal, sabía del interés de Vasco, y sabía que Dorothy estaba enamoriscada de él. En aquellos meses que llevaba en la Pensión Montecarlo la muchacha había aprendido mucho, y ya no era la inexperta campesina descubierta en Feira por el médico. No deseaba más que quitarse de encima al violento protector para caer en brazos del comerciante simpático y generoso.
A esta pasión complicada y difícil atribuían Carol y Jerónimo la melancólica expresión de los ojos de Vasco. El comandante creía que era otra la causa, cualquier doncella, un amor con intenciones de casorio, locura para la que Dorothy sería buen remedio, infalible medicina. El coronel no estaba de acuerdo y diagnosticaba una incurable tristeza permanente, anterior a todas aquellas historias. El teniente Lidio Marinho no tenía opinión preconcebida y se limitaba a comprobar un hecho: el burro de Vasco, con todo lo que se necesita para estar alegre, arrastraba una crisis de hipocondría, tal vez malo del hígado. Una idiotez en hombre de tanto dinero. Había algo en lo que todos estaban de acuerdo; había que descubrir la causa secreta de aquella pena que corroía el pecho de Vasco Moscoso de Aragón.
Compañero agradable, simpático, rico y joven, con una salud de hierro, ¿por qué no obstante daba la impresión de esconder una secreta pena, una herida sin cura? Esto preocupaba a sus amigos, sobre todo al comandante Georges Dias Nadreau, hombre de natural alegre, a quien tristeza y sufrimiento ofendían personalmente.
DEL COMANDANTE DE MARINA, CON SUS NEGRAS Y MULATAS, Y MADALENA PONTES MENDES, INSOPORTABLE DONCELLA
El jefe de la Comandancia, Georges Dias Nadreau, gozaba viendo a su alrededor caras alegres, labios abiertos en sonrisas. Ese era su clima: no toleraba melancolías. Quizás era esa la explicación de su aversión al hogar, donde la esposa era la imagen perfecta de la tristeza y de la devoción, entregada por entero a la Iglesia, a las obras de caridad, adorando enfermos y sufridores, huérfanos y viudas, totalmente feliz en Semana Santa, con la Procesión del Encuentro, con la del Señor Muerto, con el lavapiés de los pobres, los cirios y los velos negros, el son fúnebre de la carraca sustituyendo al alegre doblar de las campanas.
¿Cómo el alegre teniente de Marina se había casado con una moza de tan distinto temperamento? Gracinha, cuando él la conoció y enamoró en los salones del Club Naval de Río, no tenía nada de melancólica, era una risa suelta y adolescente, que encontraba divertidísimas las bromas del muchacho, no siempre aplaudidas por los almirantes. La causa de aquel hastío de la vida, de aquel desinterés por las engañosas alegrías del mundo, fue la muerte de un hijo de diez meses. El niño, a quien adoraba, enfermó repentinamente, con unas fiebres sin motivo ni diagnóstico, y murió mientras Gracinha y el marido se hallaban en una fiesta a bordo de un navío de guerra. Ella bailaba en los brazos de Georges cuando les llegó la noticia. Se creyó responsable de la muerte del hijo, se puso luto para siempre, se despidió de fiestas y diversiones y se volvió hacia el cielo, donde estaba con certeza el inocente, y para la Iglesia, creyendo así merecer quizás el perdón de Dios y la posibilidad de reencontrar al hijo tras una muerte diariamente solicitada en sus oraciones. Su repulsa a los bienes del mundo incluyó al marido, por lo menos en lo que se refiere a cualquier contacto físico. Georges sufrió con la muerte del chiquillo, en quien veía ya un marino y para quien soñaba una gran carrera y éxitos sin cuento. Pero no sucumbió como la esposa. Quiso convencerla de la necesidad de otros niños que vinieran a llenar el lugar dejado por el muerto, pero ella lo rechazaba con asco, suplicándole entre lágrimas que no volviera jamás a buscarla para tan pecaminosos fines. Tales cosas habían acabado definitivamente para ella. Deseaba incluso tener un cuarto suyo, separado y aconsejaba a Georges que abandonara los falaces placeres del mundo, que se volviera hacia Dios, esperando en su misericordia el perdón de sus errores. Georges se quedó boquiabierto, derrotado; comprendía perfectamente la desesperación inicial de la esposa, pero le dio un plazo corto, dos o tres meses. Ella, sin embargo, se cerró definitivamente en su desgracia y se convirtió en un fantasma que iba y venía por la casa, con los labios macerados murmurando preces, oculta la belleza apenas brotada, entre vestidos negros y lágrimas sin fin. Había pasado a dormir al cuarto del hijo muerto, convertido ahora en una especie de capilla votiva. Georges intentó durante algún tiempo romper la barrera de aquel dolor, pero no obtuvo resultado. Consiguió que lo trasladaran a otra ciudad, pero Gracinha continuó apartada de todo lo que no fuera la memoria del hijo y la vida eterna. Georges, entonces, se lavó las manos y decidió seguir su vida.
Pasaba en casa el menos tiempo posible. Se ocupaba de los problemas de su Capitanía de Puertos y de la Escuela de Aprendices Navales, con su pequeño parque rodeándola, ante el mar de Bahía. Cuando volvía a casa, se cambiaba de ropa y, ya de paisano, salía en busca de Jerónimo, que le esperaba en Palacio, del coronel, en el CG del 19, o iba directamente a Barris, donde vivía, en la casa heredada del abuelo, en la que había pasado sus primeros años de niñez. Vasco Moscoso de Aragón. Salían luego todos a jugar al billar, a disputar a los dados el aperitivo, a cenar juntos, y luego empezaba la hora de las mujeres o del póquer.
La amistad de Vasco con aquellos hombres de tanto prestigio, se había iniciado varios años antes, a través de un incidente con el comandante Georges, en un cabaret. Vestido de paisano, Georges parecía, con sus ojos azules y su cabello rubio, un turista extranjero. Nadie podía adivinar su condición de capitán de fragata. Vasco, solitario, ocupaba cierta mesa estratégica, cerca del palco donde se exhibía Soraya, una danzarina de paso por la ciudad. Un amigo, un sueco llamado Johann, importador de tabaco y cacao, con despacho en la ciudad baja, hombre de apellido imposible de escribir ni pronunciar, le había hablado de la bailarina y de sus danzas. En la mesa de al lado estaba el capitán de Puerto, y Vasco lo tomó por un europeo. Durante un rato se entretuvo intentando adivinar su nacionalidad: ¿Italiano, francés, alemán, holandés? Si no bastara el cabello trigueño y los ojos azul celeste, el hecho de ir el caballero acompañado de una apetitosa mulata cargada de color, reafirmaba su condición de gringo. Se perdió Vasco en meditaciones. Era cosa curiosa el poderoso atractivo de negras y mulatas sobre los extranjeros. Apenas veían una, se empiriquitaban. Mientras él, brasileño de sangre mezclada, daba la vida por una rubia, de piel blanca, casi sonrosada. ¿A qué se debería esa diversidad de gustos? No llegó a encontrar respuesta pues en aquel momento entraron en el cabaret tres individuos de cara adusta y empujaron groseramente su silla al pasar. Traían claramente una intención determinada, se veía en sus andares violentos; la intención, Vasco lo comprobó en seguida, de partirle la cara al gringo y llevársele la mulata a la fuerza. Diablo de extranjero engañador... Lo que parecía iba a ser una matanza en regla se convirtió en lucha encarnizada: el europeo no era presa fácil. Volaban sillas y botellas. Vasco no se contuvo. Encontró abusivo que tres tipos se metieran con uno, y se lanzó al barullo, tomando por suyos los apuros del desconocido. La mulata gritaba, uno de los sujetos le dio unas bofetadas. Vasco era fuerte, había crecido cargando fardos y Giovanni le había enseñado las llaves de la lucha capoeira.
La lucha fue reñida, y acabó con la derrota y expulsión de los agresores. El dueño del cabaret, sabedor de la identidad de Georges, entró también en el barullo. Y con él los camareros. Lograron así dominar a los intrusos, cuya historia conocieron luego. Eran el amante de la mulata y dos amigos suyos, dispuestos a vengar la traición sufrida por el primero y curarle así el dolor de cuernos, insoportable por lo visto. Georges, victorioso, no permitió que llamaran a la policía como proponía Vasco. La mulata, con el labio partido, parecía conmovida por la actitud del amante, por la explosión de sus sentimientos, capaces de llevarlo a una agresión contra el capitán de Puerto, señor de marineros y embarcados. La hazaña la reconquistó, y ella abandonó en el cabaret a los victoriosos, para correr, con gritos de amor, tras el derrotado campeón.
Vasco aceptó la invitación de Georges y se sentó a su mesa. Cambiaron sus tarjetas y al comerciante se le iluminó el rostro al ver de quién se trataba, a quién había ayudado en hora tan difícil:
-¡Comandante, qué placer! Imagínese: creí que era un extranjero...
-Mi padre era francés, pero yo soy de Vila Rica.
-Un honor para mí. Disponga...
-Vamos a dejar de lado los tratamientos. Somos amigos.
Acabaron confraternizando con Soraya toda la noche. Johann apareció se unió a ellos, aplaudiendo a la bailarina, hija de un árabe de Sao Paulo, pagaron champán, se la llevaron, con otras dos mujeres, a un hotelito distante, frecuentado por el comandante. Al día siguiente Vasco era presentado al coronel, al teniente y al doctor Jerónimo. Éste no tardó en pedirle un préstamo, sellando así definitivamente aquella amistad y la entrada de Vasco en la pandilla ilustre.
Y en la alta sociedad. Pasó a ser invitado a las fiestas de Palacio, a las recepciones, a los bailes, a asistir al desfile del Dos de Julio y del Siete de Septiembre en el palco oficial, al lado del Gobernador, de las altas autoridades, de los oficiales superiores. Jerónimo se había hecho muy amigo de Vasco y no lo dejaba ni a sol ni a sombra. Los cuatro realmente lo estimaban, y también los demás -mayores, capitanes, magistrados, diputados, secretarios del Gobierno- que aparecían eventualmente en la mesa de póquer, a charlar un rato o a participar en una juerga. Se abrieron otros salones para él, íntimo del jefe de gabinete del Gobernador, amigo de su ayudante, del comandante del Batallón, del capitán de Puerto. Vasco abandonó su antigua pandilla, formada por comerciantes de la ciudad baja, gente de mentalidad estrecha y de apagado brillo. Sólo Johann, con quien Georges había simpatizado, continuó mereciendo su intimidad y aparecía de vez en cuando, siempre encaprichado de Soraya, hablando de retirarla. Una mujer de primera, una tempestad en la cama, pero la bailarina más vagabunda de cuantas Johann viera exhibiéndose en un tablado. Y él había corrido medio mundo antes de establecerse en Bahía.
Vasco Moscoso de Aragón parecía tenerlo todo para sentirse feliz: dinero y consideración social, salud, buenos amigos, mujeres en abundancia, suerte en el juego, pulso fuerte en el póquer, ni la más mínima preocupación que lo inquietara. Entonces, ¿por qué diablo aquella punta de melancolía enturbiando sus ojos francos, cortando su risa abierta?
El comandante Georges Nadreau quería ver a su alrededor caras alegres. Decidió investigar la causa secreta de aquella pena inexplicable y descubrir al mismo tiempo el remedio adecuado, capaz de eliminar los nublados del rostro de su amigo. Durante un tiempo creyó que se trataba de mal de amores, herida que cicatriza con el tiempo, con un nuevo amor: Dorothy, por ejemplo. Vasco recientemente había demostrado interés por una señorita de buena familia que le presentaron en una fiesta de Palacio, hija casadera de un magistrado, mujer insoportable que atendía por Madalena Pontes Mendes. Georges se alarmó: ¿Cómo una doncella cargada de soberbia y aburrida, tiesa como un palo y con una cara como quien huele mierda en todas partes, podía afectar a un hombre tan equilibrado, conocedor de las mujeres, hasta quitarle la alegría de vivir? Un absurdo, pero de absurdos está tejido el universo, cada vez se convencía más.
-Esa Madalena me da náuseas... -decía el capitán de Puerto al coronel del 19-. Es una bruja...
Su esperanza de que Vasco se curara se basaba en Dorothy, en aquellos ojos de llamarada, en aquellos labios para el beso, mujer con sed de amor («basta mirarle la cara para verlo») necesitada de un macho capaz de cabalgarla en los campos de la noche y galopar hasta las fronteras de la aurora, más allá del sueño y la fatiga.
-Ésta sí que vale la pena..., pero esa esmirriada, con más humos que un tren, y además idiota...
En la precipitada opinión de Georges, Vasco necesitaba resolver de una vez el caso de Dorothy. Sobre el asunto habló largamente con Carol.
SOBRE LA REALIDAD Y EL SUEÑO, A PROPÓSITO DE TÍTULOS Y DESPACHOS
Sí, algo tenía que ver Madalena Pontes Mendes y su torcida nariz orgullosa con la pena secreta de Vasco Moscoso de Aragón. No se trataba, sin embargo, de mal de amor, ni de cuernos, ni de pasión no correspondida, como creía el comandante Nadreau. Si el comerciante había alimentado alguna intención matrimonial con relación a la áspera doncella, jamás latió su corazón descompasadamente al verla esmirriada y pretenciosa, jamás cerró los ojos para imaginársela desnuda, y más tiempo y respeto dedicaba al padre, magistrado y asmático, o a la madre, descendiente de barones, que a su engreída hija.
Cualquier proyecto de casamiento, si es que lo tuvo, le vino a la mente como un plan capaz de introducirlo por completo en aquella estricta sociedad bahiana, cargada de blasones y de títulos, en aquella cerrada cúpula social. Pero si es verdad que eso le pasó por la cabeza, trastornada por el súbito cambio de ambiente, con las luces de Palacio, la proximidad del Gobernador, la elegancia de aquellas excelentísimas señoras, no llegó siquiera a concretar la idea en un propósito definido. Fue lodo vago y fugaz, una idea pasajera, un amargo sinsabor.
Había pensado en una boda ilustre que ligara su nombre honrado y plebeyo, que olía a bacalao y a carne seca, con un apellido altisonante de aquella nobleza local perfumada con la sangre reciente de los esclavos, un poco arruinada por la abolición. Calculador sin experiencia había puesto los ojos en Madalena Pontes Mendes, con un barón en la familia materna y cartas de Pedro II en el archivo del abuelo paterno, docto legislador, con mucho orgullo pero la hacienda al garete. Y se lanzó a cortejar a los padres y rondar a la hija.
En un vals fatal tuvo la desilusión. Había sacado a bailar a Madalena, y, charla va, charla viene, hablaron del noviazgo y casamiento de otra muchacha. Madalena le reveló su única exigencia a quien quisiera cargar con sus huesos hasta el altar: un título o un despacho. No se refería a títulos nobiliarios, aunque, evidentemente, un conde, o un marqués, o un barón sería el ideal, ahora difícil con la República, que tan miserablemente había traicionado al pobre emperador, tan amigo de su abuelo con quien incluso se escribía. Se refería a títulos republicanos, universitarios, título de doctor o despacho de oficial del Ejército o la Marina. No se iba a casar con un cualquiera; ella, nieta de un barón, hija de un magistrado, no iba a acabar siendo la humillada esposa de un simple «señor» Fulano de Tal, de un «señor» Mengano, de un «señor Perengano». Quería ser la señora del doctor o del capitán o comandante; no le importaba demasiado el dinero, pero sí la familia, el nombre. Esto era para ella definitivo.
Vasco perdió pie, equivocó el paso, se quedó pálido. Había llevado la conversación a aquel tema con la intención de insinuarse, y la enfatuada fisgona le tiraba al rostro su condición de «cualquiera», uno de aquellos «señor» Fulano de quien hablaba con un soberano des precio. Ni siquiera llegó a constituirse en candidato: se atascó, tragó saliva, y siguió arrastrándose silencioso hasta los últimos acordes. Creció su tristeza.
Porque su tristeza tenía como causa única y exclusiva el no poseer un título para poder exhibirlo ante su nombre. ¿Por qué no se lanzaba de una vez a la con quista de Dorothy, ligada sólo a Roberto por el dinero que de él recibía? Mucho más dinero podía darle Vasco y otro confort, casa propia, vida alegre, fiestas, paseos juergas, champán. Sin hablar del horror de tener que soportar a un cerdo como Roberto, siempre metiéndolo los hocicos en el pescuezo, apretándola contra él, revolcándola en la cama. Por Dorothy suspiraba Vasco, por ella latía, triste, su corazón. Se la imaginaba desnuda, por la noche, los senos tensos, los muslos firmes, las nalgas redondas, el vientre aterciopelado. ¿Por qué no la arrancaba entonces de brazos de Roberto? ¿Miedo? Sí, miedo de Roberto. Pero no miedo físico, no temía Vasco a aquel saco de grasa; un hombre capaz de pegar a una mujer es siempre un cobarde, incapaz de enfrentarse con otro hombre. ¿Y quién se iba a atrever a enfrentarse con Vasco Moscoso de Aragón, amigo del doctor Jerónimo que mandaba la policía, con soldados y marineros a su disposición si lo quisiera? Bastaba sólo pedirlo al coronel y al comandante.
Era otra forma de miedo, nacida del respeto del comerciante hacia el doctor, con cursos de Facultad, diploma de médico, anillo de graduado, tesis aprobada. Jamás había podido Vasco vencer la distancia que lo separaba de un doctor. Ante ellos se quedaba humilde, abatido: no era su igual.
Esa era la causa de aquella expresión melancólica que coartaba su alegría, aquella expresión que tanto inquietaba a sus amigos. Para Vasco, los hombres con título o despacho formaban casta aparte, se situaban por encima del resto de los mortales, eran seres superiores.
Vasco sentía a cada momento su inferioridad. Cuando entraba en la Pensión Montecarlo y Carol lo saludaba con ternura: «seu Aragaozinho», tras haber llamado a los otros «coronel», «doctor», «comandante», «teniente». Cuando una nueva mujer era descubierta e incorporada al grupo, en la mesa de un cabaret o en la sala clandestina de un burdel de tapadillo y al informarse de la condición de los demás preguntaba por su título o quería adivinarlo:
-A ver si acierto... Usted es... teniente coronel, seguro.
Cuando en el palco gubernamental eran presentados por el Gobernador del Estado a una personalidad y, tras las sílabas sonoras de los títulos proclamados le llegaba la vez:
-El «señor» Moscoso de Aragón, un hombre del comercio de nuestra ciudad.
«Señor» Vasco... A lo largo de todo el día seguía oyendo la odiada partícula, doliéndole como una bofetada, como un mote. Lo humillaba hasta lo más hondo del alma, se sentía rojo de vergüenza, bajaba la cabeza, la fiesta había perdido para él todo placer: le habían estropeado el día. ¡Qué le importaba todo el dinero de que podía disponer, la simpatía que tantos le mostraban, la amistad de figuras importantes, si no era realmente uno de ellos, si había algo que los separaba estableciendo entre ellos una distancia! Había quien envidiaba a Vasco, considerándolo un privilegiado de la vida, con todo en su mano para ser feliz. No era verdad. Le faltaba un título que sustituyera a aquel simple y humillante «señor», anónimo y vulgar, que lo confundía con la masa, con los Don Nadie de la ciudad, con el pueblo llano.
En el silencio de su apartamento de soltero, tras las juergas nocturnas, ¡cuántas veces pensaba en el asunto, ensombrecido su rostro bonachón! ¡Qué no daría él por un título, aunque fuera de dentista o farmacéutico, pero que le permitiera poner un «doctor» ante su nombre...
Llegó a proyectar la compra de un despacho de Guardia Nacional, uno de aquellos documentos vendidos a millares en los primeros días de la República a los hacendados del interior por un puñado de billetes. Había tantos despachos por el Sertón adelante, que el título «coronel» había pasado a ser sinónimo de «rico hacendado», perdiendo su colorido marcial, la dignidad de las armas. Además, ya no se les rendían honras militares, ni siquiera el saludo a aquellos coroneles, ni se les permitía el uso del uniforme. ¿De qué servía, pues? Hasta sería ridículo.
Había soñado, porque soñar es libre, con un título pontificio, pero no pasó de fantasía, consuelo de un momento que venía a chocar con la dura realidad. Un título de conde vaticano costaba un dineral absurdo y quedaba enteramente fuera de sus posibilidades: ni toda su; fortuna bastaría para pagarlo. En Salvador sólo había un noble pontificio, un Magalhaes, socio de una gran firma comparada con la cual Moscoso & Cía. Ltda., era una alpargatería. Ese Magalhaes había construido, pagándolo todo de su bolsillo, una iglesia, había enviado al Papa un Cristo de oro, sustentaba curas y cofradías, había empleado doscientos contos de reís para obtener el condado, había ido a Roma, y con todo eso sólo había logrado un título de Comendador. No bastaba el dinero, era preciso también haber prestado relevantes servicios a la Iglesia, demostrar un fervor religioso y una intimidad con los claustros que no eran, evidentemente, el punto fuerte de Vasco Moscoso de Aragón, juerguista de pocas misas y escasas relaciones eclesiásticas, nombre desconocido en el Palacio Episcopal.
En la cama, hundido en sus cavilaciones, a veces con una cansada y satisfecha mujer roncando a su lado. Vasco renegaba de la memoria de su abuelo, ceporro de mentalidad estrecha para quien sólo el dinero existía. ¿Por qué, en lugar de meterlo desde niño en el sobraden de la Ladeira da Montanha, a barrer el almacén, llevar recados, cargar fardos, no le hizo estudiar el Bachillerato, entrar en una Facultad, Medicina o Derecho, por ejemplo, elevándolo así en la escala social? Nada de eso: el viejo Moscoso sólo pensaba en el negocio, en preparar al nieto para que un día pudiera sustituirlo.
Apartaba de su mente el recuerdo del abuelo, de quien no guardaba memorias que valiera la pena evocar. Dejaba que la imaginación cabalgara suelta y libre, era feliz durante unos momentos, completamente feliz, gozando del placer de anteponer a su nombre codiciados e imposibles títulos.
«Doctor Vasco Moscoso de Aragón, abogado»; se veía en el Tribunal, con toga y muceta, el dedo en ristre apuntando al fiscal en respuesta fulminante o, en el momento de la defensa, contando con voz trémula la historia del reo, víctima en vez de criminal, impotente ante el destino, hombre bueno y trabajador, cumplidor de sus deberes, amantísimo padre de familia, esposo abnegado, loco por su esposa, y la frívola coronándolo, poniéndole los cuernos... No, no era esta una expresión digna de los tribunales... y la frívola, sin tener en cuenta el amor del marido, la inocencia de los hijos, el decoro del hogar, sus juramentos de fidelidad ante el sacerdote, arrastraba el nombre honrado del marido al lecho de la traición... Así sí quedaba bien... Le gustaba la frase, se emocionaba él mismo. Su nombre, célebre como el de los mayores abogados del país, citado en las conversaciones, elogios sin fin: «¡Qué talento! ¡Qué elocuencia! ¡Arrancaría lágrimas de un corazón de piedra! ¡No hay jurado que resista!»
Tras la absolución del asesino, se veía en mangas de camisa con guantes de goma, la máscara de tela cubriéndole el rostro en la sala de operaciones: era el doctor Vasco Moscoso de Aragón, médico ilustre, formado en los hospitales de París y Viena, cirujano (no admitía otra especialidad) famoso, manos firmes y delicadas, abriéndole la barriga al Gobernador ante la mirada inquieta y ansiosa de los parientes, de Jerónimo, de políticos, estudiantes y enfermeras. La súbita enfermedad, la alarma pública, la amenaza de muerte si la operación no se intentaba de inmediato. Pero una operación de aquellas (Vasco no sabía exactamente de qué estaba operándole, cuál era la víscera o el órgano afectado, qué parte de la barriga gubernamental iba a abrir o a coser, pero todo esto eran detalles secundarios), jamás intentada en Bahía, llenaba de temor a los médicos, alarmados ante aquella inmensa responsabilidad. Un célebre profesor de la Facultad se había negado. Y la vida del Gobernador en peligro, los negocios del Estado abandonados, la vida política en momentos de tensión, la oposición frotándose las manos a la expectativa. La llamada dramática de Jerónimo a su amistad y competencia, el ambiente tenso de la sala de operaciones, una sonrisa en los labios del médico; su pericia, su calma, su sangre fría y su ciencia acumuladas. Extraía de la ilustre barriga un... ¿un qué?, una piedra enorme (había oído hablar de piedras en los riñones), cualquier cosa definitivamente mortal e incurable. Los estudiantes no podían contenerse, sonaban estentóreos los aplausos y vítores; los maestros de la Facultad venían, en corporación, a felicitarlo.
Un hombre salvado de la cárcel; la vida del Gobernador a salvo. Ahora se pasaba al campo de la Ingeniería: el doctor Vasco Moscoso de Aragón, ingeniero civil, con estudios especializados y práctica en Alemania, surcando el desierto inhóspito con los raíles del ferrocarril que había de llevar el progreso a aquellas apartadas regiones. Bajo el sol ardiente, en medio de la llanura reseca, al frente de una masa de trabajadores, el sudor mojándole la frente pensativa, los obstáculos ante él, el desánimo y la fatiga. Y aquella montaña, un poco forzada en el paisaje árido y llano, cerrando, cerrando el camino al progreso y a los raíles. El túnel, obra inmortal, uno de los mayores del mundo, citado en los manuales de Geografía. Llegaba el día de la inauguración: el maquinista le cedía su puesto. El honor de conducir la primera locomotora, revestida de flores, correspondía al gran ingeniero, al hombre que había vencido al desierto, a las montañas, al río. Venía Dorothy, súbitamente convertida en esposa del antipático Secretario de Caminos y Canales, un tipejo engreído con el hocico siempre en alto, que trataba con displicencia al comerciante Aragón, amigo de Jerónimo y del teniente Lidio Marinho, y le tendía los dedos en un saludo formulario y distante. Venía pues Dorothy, deliciosamente bella, y, mientras rompía la botella de champán inaugural contra los hierros de la locomotora, buscaba con la mirada al famoso ingeniero, y surgía entre él y la inesperada esposa del Secretario un tímido flechazo.
El coronel Vasco Moscoso de Aragón, de Caballería -que era más digno y romántico-, desfilaba al frente de sus tropas, exhibiendo su voz de mando, su prosapia, su porte marcial, las condecoraciones que le cubrían el pecho. No había podido evitarse la guerra, y los ejércitos argentinos invadían a traición las fronteras de Río Grande. El desfile del Siete de Septiembre se transforma en embarque de tropas hacia el Sur, por el camino del deber, de la gloria y de la muerte. El pueblo entero de la ciudad reunido en las calles, las mujeres llorosas abrazando a los soldados, las muchachas arrojando rosas a su paso. Y, en su caballo, majestuoso, con la fulgente espada enarbolada, los ojos feroces, el coronel Vasco Moscoso de Aragón era la imagen viva de la guerra y de la victoria. Rápida sería su carrera en los campos de batalla, de hazaña en hazaña, de ascenso en ascenso, hasta llegar a general en pocos meses y escasas batallas, hasta morir gloriosamente al fin de la guerra, al entrar en Buenos Aires entre el fuego y la metralla, una bala perdida le hería en pleno pecho. Pero ni siquiera así caía del caballo: se inclinaba en la silla de montar, el pecho roto pero inflexible la voluntad que lo llevaba hasta el Palacio del Gobierno. Su nombre se transformaba en leyenda, y los niños lo aprendían en la escuela.
Pero como aquella guerra era a un tiempo terrestre y naval, sobre todo naval, el navío mandado por el almirante Vasco Moscoso de Aragón, el más joven almirante de la Marina de Guerra (había empezado la guerra como capitán de corbeta) rompía la barrera establecida por la flota argentina, y, él solo, bombardeaba Buenos Aires, reducía a silencio la artillería de los fuertes de la ciudad enemiga, y entraba en el puerto a bordo de su crucero con la bandera de la joven República del Brasil ondeando en la misma popa. En el puente de mando, apoyado en un cañón, el almirante daba órdenes: «¡Todos a sus puestos! ¡Todos dispuestos a morir por el Brasil!» La frase quedaba un poco pesimista. Era mejor modificarla: «¡Todos a sus puestos! ¡Todos prontos a dar la vida por la victoria del Brasil!» Así quedaba mejor, más vibrante. Su voz firme ordenaba: «¡Fuego!» y los cañones escupían muerte sobre la orgullosa ciudad. Echaba a pique, en rápidas maniobras jamás vistas de tan intrépidas, a los buques porteños. Destruía los fuertes, destrozaba las defensas de la ciudad, y entre la espesa humareda y la claridad relampagueante de los incendios, en el puente de su navío, se acercaba a la ciudad conquistada, poniendo fin a la guerra, el comandante Vasco Moscoso de Aragón.
La mujer se removía en la cama. Abría los ojos somnolientos, reconocía el cuarto y el lecho. Había tenido suerte de que la eligiera la noche anterior, tenía que quedar bien con él, si había suerte quizás incluso se enamoriscara de ella. Tendía los brazos con voz blanda de sueño, remilgosa:
-Seu Aragaozinho...
¡Ya le había fastidiado toda su gloria! Se acabaron los sueños, esos sueños que son la libertad del hombre, la que jamás puede ser domada, oprimida o arrebatada, aquella que es su último y definitivo bien. La voz de la mujer arrancaba al comandante Vasco Moscoso de Aragón de la torre de su navío.
DONDE APARECE OTRA VEZ EL ESTÚPIDO DEL NARRADOR TRATANDO DE COLOCARNOS UN LIBRO
Permítanme que interrumpa la narración de las aventuras del comandante (según la versión de Chico Pacheco, destinada a tener tan graves consecuencias en Periperi) para afirmar solemnemente, basándome en la más directa experiencia, que esa cuestión de títulos y despachos no es realmente ninguna broma. Aún hoy, cuando tanto han cambiado los tiempos, una cosa es un doctor o un oficial, y otra, muy distinta, un infeliz sin ningún título académico que exhibir. Para los primeros todo son privilegios y regalías, para los demás la dura ley. Hasta derecho a prisión en el cuarto de banderas, simple formalismo.
Hay hoy día quien se burla de los doctores y hace chistes a costa de los abogados diciendo que un diploma en la pared no prueba competencia profesional. Recuerdo haber leído en una revista un artículo repleto de argumentos donde se probaba, con todo lujo de detalles, que los males de Brasil tenían su raíz en los bachilleres. Es posible, también yo pienso así, pero no discuto porque soy respetuoso con la libertad de opinión. Ahora bien, soy capaz de jurar que el autor del artículo es doctor en algo u oficial en activo, ¿de dónde sacaría si no valor para tales afirmaciones? Discutir con un doctor es idiotez, locura rematada; de ello, la prueba soy yo mismo.
Por eso doy entera razón al comandante (le mantendré el título, mientras la versión de Chico Pacheco no quede probada por entero, pues un historiador no puede ser precipitado): la causa de su melancolía me parece justísima. Aunque rico y bien relacionado, debió de pasar por muchas humillaciones y molestias por la sola carencia de un doctor o un coronel ante el nombre, por no tener carrera universitaria, ni siquiera una de esas carreras hechas Dios sabe cómo por malandrines jamás vistos en las aulas, como Otoniel Mendonça, el ya mencionado amigo de Telémaco Dorea, de cuyas maledicencias defendí en buena hora al eminente doctor Alberto Siqueira. Pues bien, ese analfabeto es bachiller en Derecho. Durante los años de Facultad anduvo arrastrado por las zonas del más bajo puterío y criticando vidas ajenas en la puerta de la Librería Civilizaçao, en la calle Chile. Los profesores apenas le vieron el hocico, con lo que, dicho sea de paso, nada perdieron los venerados maestros. Mientras tanto, año tras año, repitiendo exámenes, a trancas y barrancas, obtuvo el título, y, armado con él, encontró inmediatamente un destino (de esos maravillosos donde no se da golpe) y siguió hablando mal de la humanidad en la calle de Chile. No llegaba a una hora diaria el tiempo que dedicaba a sus obligaciones al servicio del Estado, pero aun así le parecía demasiado tiempo e insinuó una infiltración en el pulmón izquierdo, con lo que le dieron sin pestañear licencia para un tratamiento de salud, y en licencia sigue hasta hoy, gordo y sano, manchando con su presencia el paisaje de Periperi.
Ahora la diferencia: sólo porque no tengo título de doctor, pené como perro sin amo para obtener un permiso de seis meses en la oficina. Los médicos se portaron con una intransigencia increíble, haciendo los mayores elogios de mi vista y diciendo que nunca habían encontrado ojos tan perfectos. Un amigo me había dicho que el truco de la enfermedad de la vista cuela siempre: los médicos, conmovidos, firman los papeles sin discusión ni examen. Pues iba dado: si a él no le miraron los ojos fue en consideración a su diploma de dentista, una especie de doctor de segunda, pero aun así con ciertas ventajas. Sólo pasé cuando descubrí casualmente que uno de los médicos era sobrino de un compadre mío. Me busqué una recomendación, y el farsante me encontró unas cataratas graves que me amenazaban de ceguera. Me dio seis meses, y renovó. Pude así dedicarme, a costa del Estado, a la realización de mi obra sobre Los vicepresidentes de la República. No sé si conocerán ustedes este trabajo. Si no lo leyeron, vale la pena que lo hagan, pues, lo digo sin falsa modestia, obtuvo aceptación y aprecio.
Por otra parte, el caso de este libro viene a probar una vez más, la importancia de ser doctor. Lo escribí para llenar un hueco y subsanar una injusticia: mucho se escribe sobre los presidentes de la República, y, sobre todo cuando están en el poder, elogios a granel. Los vicepresidentes sin embargo, quedan en el olvido, a no ser que asuman el gobierno. ¿Quién recuerda, por ejemplo, el nombre del que era vicepresidente durante el mandato de Prudente de Morais, o de Hermes da Fonseca? Dudo que alguien lo sepa. Basta eso para demostrar la oportunidad de mi libro.
Me animó igualmente a la ardua empresa el concurso convocado por el benemérito Instituto Histórico y Geográfico para monografías históricas, con un modesto premio en metálico e impresión del trabajo seleccionado a expensas del Instituto. Laureles honrosos, capaces de tentarme. Para lograrlos conseguí tiempo gracias a la catarata y al compadre, y me lancé a mi estudio sobre los vicepresidentes. Hice obra de valía, perdonen la inmodestia, donde el interesado podrá encontrar el nombre completo, filiación, fechas y lugares de nacimiento y muerte, colegios y facultades que frecuentó, cargos ejercidos, obras realizadas y los hechos considerables de todos los vicepresidentes. No olvidé ni siquiera a las esposas e hijos, y hasta algunos nietos son citados. Me dio un trabajo de miedo y un catarro invencible, por culpa del polvo de la Biblioteca del Estado.
Pues bien, opté al premio, seguro de sacarlo, y tuve la decepción de que lo dieran al otro rival, el doctor Epaminondas Torres, que presentó trabajo sobre La Sabinada. Hasta en número de páginas a máquina era inferior su monografía: cuarenta magras holandesas, la mitad exacta de mi libro. ¿Y por qué le dieron el premio, con tan flagrante injusticia? Lo sabrán ahora mismo. Ofendido en mi honor fui al Instituto y discutí con el señor secretario. Él me miró bajo los lentes y me contestó:
-¿Quién es usted para venir aquí hablando de injusticias? ¿No conoce al doctor Epaminondas Torres? ¿No sabe que es uno de nuestros abogados más ilustres? ¿Qué títulos posee usted?
¿Se dan cuenta? Mi error fue presentarme a un premio al que optaba un titulado. ¿Qué títulos poseía yo? Ninguno, a no ser algunos sonetos publicados en rincones de las páginas últimas de periódicos y revistas. Me tragué el insulto e intenté lograr del Instituto al menos la impresión de la obra, ya que me habían birlado el premio. Me contestaron con muy buenas palabras, porque los nobles historiadores debían de andar con remordimientos de conciencia. Pero el director de la Imprenta Oficial, donde debían imprimir los volúmenes -el mío y el premiado- les hizo una jugada a los vejestorios del Instituto: jamás mandó los originales al taller. Meses después dejó el cargo y el nuevo director no quiso ni oír hablar del asunto. Así jamás fue publicado el trabajo del doctor Epaminondas Torres, de manera que no puede establecerse comparación con el mío, lo que me inclina a suponer que hubo en todo este asunto muchas marranadas.
En cuanto a Los vicepresidentes de la República, lo edité por mi cuenta, impreso en Gráficas Zitelmann Oliva, que me cobró un precio brutal, pero me dio facilidades mediante letras que le firmé. Me las vi negras para pagarlas, pero salió un volumen precioso, noventa y dos páginas de «útiles informaciones» como escribió hablando de él el erudito autor de Historia de Bahía, doctor Luiz Henrique Dias Tavares: «Querido colega, acuso y agradezco recibo de su libro Los vicepresidentes de la República, repertorio de útiles informaciones. Cordialmente, Luiz Henrique.»
Si transcribo aquí el texto original de la honrosa carta del ínclito bahiano, es para que la lea el currinche de Wilson Lins. Escondido bajo el seudónimo de Rubiao Braz, ese periodista de mala entraña intentó aplastarme con una crónica en A Tarde. Si tuviera yo un título de doctor, seguro que habría sido más amable y cordial. Él y toda la crítica. En vez de hacerme trizas, seguro que se habrían deshecho en elogios.
Esos críticos apresurados deberían haberse informado de la referencia hecha a mi trabajo por un historiador eminente de Sao Paulo, el doctor Sergio Buarque de Holanda, a quien ni siquiera mandé el volumen porque, lo confieso, desconocía incluso su existencia y gloria. En Estado de Sao Paulo, en un artículo referente a cierta Benemérita y Venerable Orden del Hipopótamo Azul, aludió a Los vicepresidentes de la República, citándolo como uno de los libros de cabecera de aquella docta institución, «volumen -añadía- que es un gozo, una verdadera delicia». Proponía incluso, en su evidente entusiasmo por la obra, mi candidatura para la Venerable Orden, en cuyos cuadros le parecía indispensable que figurase mi oscuro nombre. De la Orden sólo sé lo que sobre ella escribió el doctor Holanda, en un lenguaje un tanto esotérico y confuso como debe ser el lenguaje de un buen historiador. Conseguí sacar en claro, sin embargo, que se trataba de una institución de elevados méritos y objetivos, fundada en la Iglesia de San Pedro dos Clérigos, en Recife, por destacadas figuras de nuestra intelectualidad. Desgraciadamente, no volví a tener noticia ni de la Orden ni de mi candidatura, tan generosamente lanzada por el doctor Sergio Buarque de Holanda. Seguro que iniciaron una información sobre mi persona, descubrieron que no soy doctor y sabotearon mi ingreso.
Palabras de cordial alabanza, generosísimas, mereció también el libro a nuestro ilustre jubilado el doctor Alberto Siqueira. Me indicó dos o tres insignificantes errores gramaticales, pero afirmó que tales deslices no pasaban de ser detalle sin importancia en obra tan meritoria y patriótica. Los deslices los subsanaré en una próxima segunda edición, pues agoté prácticamente los quinientos ejemplares de la primera, a pesar de la mala voluntad de las librerías -me falta el prestigio que da un título- que no lo expusieron debidamente en sus escaparates y lo dejaron pudrir en las estanterías. Pero así y todo lo vendí. Lo fui colocando entre amigos y conocidos: uno aquí, otro allá, variando el precio de acuerdo con las posibilidades del comprador.
Todo eso prueba de sobra que no faltan motivos para las melancolías y preocupaciones del comandante Vasco Moscoso de Aragón. Un título recomienda a un nombre, le da importancia, le abre puertas y brazos, fuerza a una mayor consideración. Y hasta tal punto es esto verdad, que hasta las personas más simples sienten agudamente la trascendencia del problema. Aún hace unos días, Dondoca, la canora pajarita cuyo gorjear constante alegra las monótonas existencias del Meritísimo y de este humilde servidor, me comunicó, entre besos, su próxima y solemne graduación, con título y beca. Había ido guardando en secreto sus estudios para darme una sorpresa. Y a fe que me la dio de las mayores, pues nuestra galante Dondoca (nuestra: es decir, mía y del juez, entendámonos) apenas sabe firmar y cuenta con sus deditos largos y hermosos.
-¿Graduarte tú, estrella de la noche de mi vida? ¿Y en qué? ¿A qué Facultad fuiste?
-Me graduaré en la Escuela de Corte y Confección de doña Ermelinda, en Plataforma, tonto. Y a ver si ahora que soy doctora me tratas con respeto...
«Con respeto, que soy doctora» ¿Lo están viendo? ¿Tengo razón o no? Doctora de la aguja y las tijeras, nuestra dulce Dondoca, no satisfecha de ser doctora, profesora emérita, magister inter pares, en la ciencia del amor.
Hoy no tendría problema Vasco Moscoso de Aragón. En cuatro o seis meses, pagando en calderilla, sería doctor en relaciones públicas, en peinado y corte de pelo, en administración o en publicidad.
No hace mucho me presentaron en la capital a un muchacho, buen conversador y satisfecho de sí como no vi otro. «Doctor en publicidad», me dijo condescendiente, y ganaba ciento veinte mil cruzeiros al mes. ¡Dios Santo! Formado en Sao Paulo y Nueva York. Me convenció de que es él quien dirige mi vida, mis compras, mis gustos, a través de la ciencia y arte de la publicidad, la maravilla del siglo. La más noble de las actuales profesiones, según me aseguró y demostró, la que está en la base de la producción, del consumo y del progreso del país. La forma más alta de literatura y arte, la última instancia de la poesía: el anuncio, el reclamo comercial. Homero y Goethe, Dante y Byron, Castro Alves y Drumond de Andrade, son insignificancias ante un joven bardo publicitario, especializado en poemas sobre detergentes, pastas dentífricas, frigoríficos, baterías de cocina, toallas de plástico. En la opinión autorizada y categórica del doctor en publicidad, el más alto poema de nuestra época, la obra maestra, el supersummum de la genialidad poética, fue escrito por un especialista para incrementar la venta de los «Supositorios del Ano Jovial». Un poema sublime por su inspiración, por su perfecta forma, por la fuerza de la emoción transmitida: la musa moderna había aumentado en un 178 % la venta de los beneméritos supositorios.
Si fuera hoy, el comandante podría ser doctor en publicidad hasta por correspondencia.
DEL RAPTO DE DOROTHY; CON UN MAGISTRADO EN CALZONCILLOS
El rapto de Dorothy fue planeado por las Fuerzas Armadas: el coronel Pedro de Alencar y el comandante Georges Dias Nadreau, con la activa colaboración del Estado, representado en el complot por el jefe de Gabinete y el ayudante de órdenes del Gobernador. El mando de la compleja operación lo detentó Carol, y ninguno de los grandes estrategas de la Historia la superó en perfecta organización o exacto conocimiento del terreno, minucioso estudio de detalles y sigilosa empresa. Si bien es verdad que la idea de la hazaña partió del comandante Georges, el éxito completo con que fue coronada se debe sin duda a Carol. Celebraron el éxito con champán, en una juerga que quedará inscrita para siempre en la historia de los cabarets y burdeles de Salvador, y el comandante Georges, ante el magnífico resultado del rapto de Dorothy, quiso ampliar el esquema aprovechando la experiencia y el entusiasmo para revivir aquella noche el Rapto de las Sabinas.
Existía en el número 96 de la Ladeira de Montanha, la Casa de Sabina, pensión de mujerío especializada en extranjeras, francesas, polacas, alemanas, misteriosas rusas y una egipcia. Algunas habían nacido en la amplitud del Brasil, pero otras habían anclado en el seno acogedor de Sabina tras larga carrera iniciada en Europa, con escalas en Argentina y Uruguay. Entre ellas destacaba, no por sus dotes de belleza pero sí por sus exquisitos conocimientos del métier, la famosa madame Lulú, indiscutiblemente francesa, con más de treinta años de práctica, tan celebrada y con tan dilatada fama que tenía una cola permanente de parroquianos a la espera y por rápidamente que trabajase siempre quedaban algunos para el día siguiente. De un coronel del interior, hacendado de la banda de Amargosa, se contaba que había venido expresamente a Bahía para tener un tête à tête con tan solicitada y competente cortesana, pensando que iba a pasar sólo dos días en la capital. Pues bien, tuvo que demorarse allá una semana, tan comprometido estaba el tiempo de esta insigne parisiense que contribuyó, como nadie en Bahía, a la influencia de la cultura y civilización de la Francia eterna sobre los hábitos brasileños. Invirtió el hacendado una semana y casi un contó de reís, una fortuna en aquellos tiempos, en pasajes, hotel, comida y otros gastos, según declaró al embarcar de vuelta, pero «fue barato, valía otra semana y otro puñado de billetes». Cualquier elogio a la competencia de madame Lulú y a la Casa de Sabina resulta superfluo tras este testimonio.
El capitán de Puerto proponía nada más y nada menos que la invasión por los voluntarios y victoriosos raptores de Dorothy de la Casa de Sabina, fortaleza defendida de la pública curiosidad por ventanas cerradas a cal y canto, y cuya puerta apenas se entreabría para clientes, amigos, conocidos o personas recomendadas. El proyecto consistía en transportar, tras el abordaje, la batalla y la victoria, todo el mujerío de la Sabina a la Pensión Montecarlo, incluida madame Lulú, entregando aquella población trabajadora y extranjera a Carol, para que la explotase como botín de guerra. Carol merecía eso y mucho más, afirmaba el comandante Georges, alzando la copa para brindar por las cualidades de carácter y corazón de la serena anfitriona que sonreía, bondadosa y conforme, en su mecedora.
Con cierta dificultad consiguieron los amigos disuadir al comandante de sus planes bélicos. No pudieron, sin embargo, impedir que le lavara los pies a Carol con champán, supremo homenaje.
Mientras los amigos celebraban así el éxito del rapto, en una casita distante, en los confines de Amaralina, alquilada varios días antes, circundada por los vientos del océano, iluminada por la luna llena especialmente dispuesta por el romántico teniente Lidio Marinho, oyendo el rumor de las olas contra los acantilados y aspirando el excitante olor a algas y sal marina, Vasco Moscoso de Aragón tomaba en sus brazos, como novio ansioso en noche nupcial, el frágil cuerpo de Dorothy, abandonando sin tocarlos el pollo tierno, el jamón inglés, el lomo frío, las manzanas y peras, las uvas españolas, tras apenas humedecer los labios en champán. Otras eran la sed y el hambre antiguas y exigentes que los devoraban, hambre que no se aplacaba con pan y vino, sed de besos y caricias, hambre de entrega y posesión, de vivir y morir el uno en brazos del otro.
Al mismo tiempo, aún temblando, cerrado a siete llaves en la casa paterna de Nazaré, el doctor Roberto Veiga Lima buscaba explicación a aquel terrible misterio: hombres embozados en máscaras negras, cubierto el rostro, invadían la Pensión Montecarlo a plena luz, armados hasta los dientes, profiriendo amenazas y juramentos, arrancándolo del lecho de Dorothy. Vio la muerte aquel día, y aún sentía su frío en el corazón.
Todo ocurrió a la hora quieta de la media tarde, cuando la pensión se llenaba de paz y silencio. Las mujeres andaban por las calles, de compras, de paseo, en el cine por ser jueves, día de sesión temprana. Los camareros no llegaron hasta las cinco, la propia Carol muchas veces aprovechaba aquel intervalo para ir a los Bancos o a visitar a sus inquilinos, a cobrar los alquileres de sus casas. Sólo Dorothy permanecía allí, jamás salía, prohibido cualquier paseo o diversión a no ser en compañía de Roberto. Por eso mismo se sentía él obligado a acudir diariamente a aquella hora, se acostaba con Dorothy, y se cobraba así el dinero gastado. A veces la llevaba a comer y volvían por la noche a danzar y beber, y sólo la dejaba para regresar a casa de sus padres, donde aún vivía, avanzada ya la madrugada. Cuando sostenía a una mujer, tenía que ser así: rienda corta y todo el tiempo para él.
Aquel día Carol se quedó en la pensión, descansando en su mecedora de la sala. También una de las pupilas-la picara Mimí, casi adolescente aún- estaba en su cuarto, ocupada. Era el día del magistrado Rufino, vejestorio de setenta años que llegaba, invariable y preciso, jueves sí, jueves no, a las tres en punto. Se oía su respiración jadeante en la escalera cuando el cucú de la sala empezaba a dar la hora. Pagaba bien el magistrado, pero exigía chiquillas jovencitas, como Mimí, más o menos de la edad de su nieta. Traía un paquetito de dulces y bombones, besaba la mano de Carol.
Apenas se había encerrado el magistrado en el cuarto, cuando aún estaba a medio desnudarse, desatándose las botas para atacar luego los nudos de los calzoncillos, cuando entraron en tropel los invasores interrumpiendo su tarea.
-¿Qué barullo es ése?
Mimí no sabía nada, estaba desnuda en la cama comiendo dulces y bombones. Un grito desesperado resonó en la sala: era Carol que pedía socorro. Mimí saltó de la cama, abrió la puerta, el magistrado la acompañó sin darse cuenta, un pie calzado, el otro descalzo, el descarnado pecho desnudo, las piernas vacilantes metidas en unos largos calzoncillos de algodón.
En la silla, Carol amordazada, y un enmascarado apuntando con una pistola. Se oían ruidos confusos llegados del cuarto de Dorothy. Mientras seguía apuntando al pecho de Carol, el enmascarado se volvió hacia Mimí y el aterrorizado magistrado:
-¡Los dos ahí! Y ni un movimiento...
-No hice nada... déjenme marchar... -lloriqueó el viejo-. Déjenme ir. Mi hijo es diputado... Por amor de Dios...
-¡Ni un paso más o me lo cargo...!
-¡En qué lío me he metido, Dios santo...! Qué van a decir cuando se enteren... Por amor de Dios, déjenme marchar...
Por la puerta del cuarto de Dorothy llegaba la voz de Roberto, suplicante:
-¡No me maten...! No tengo nada que ver con ella... No fui yo el primero... ella se lo dirá. Cuando la encontré ya habían pasado otros... Que lo diga ella y verán...
Porque Roberto había tomado a los raptores por parientes indignados de Dorothy, vengativos labriegos llegados de Feira de Sant’Ana para lavar con sangre la honra de la moza. Con la sangre del seductor, porque seguramente creían que había sido él quien la había apartado del buen camino. Intentaba explicarles que la había encontrado ya perdida, y casi muerta de hambre en un rincón. Los bandidos, arma en mano, le obligaron a callar. Uno de ellos llevaba un rollo de cuerda, era experto en nudos, le amarró brazos y piernas. Otro, con voz opaca, ordenó a Dorothy que se vistiera e hiciera la maleta. Se marcharon con ella dejando a Roberto con ojos desorbitados, el sudor empapándole el cabello. Le hicieron una última recomendación:
-Y no intente encontrarla porque le va la vida...
En la sala, el otro bandido se había sentado en una silla frente a Carol para apuntar con el arma más cómodamente, y ordenó a Mimí:
-Venga aquí... junto a mí, no tenga miedo...
La voz le resultaba vagamente familiar. Mimí casi la reconoció. ¡Pero qué idiotez! ¿Cómo iba a ser el teniente Lidio aquel enmascarado? Obedeció a la llamada. Se aproximó. Con la mano libre, el bandido comenzó a acariciar sus carnes desnudas, la sentó en su regazo. El magistrado estaba a punto de desmayarse, la barriga floja: súbitos cólicos incontrolables.
Los otros llegaron del cuarto de Dorothy; uno de ellos le llevaba la maleta. Mimí tuvo que separarse del gentil bandido (¡el mismo perfume que usaba el teniente Lidio Marinho, qué cosa más rara!) y de espaldas, con las armas apuntando al aterrorizado magistrado, los invasores alcanzaron la escalera y descendieron a todo correr. El magistrado Rufino, confesó:
-Necesito un baño...
Carol, liberada de la mordaza, atendió al viejo en primer lugar; había olvidado, en sus trazados planes, que era el tercer jueves del mes, el día del ilustre jurista. Lo metió en el baño, acompañado de Mimí, con toalla nueva y jabón. Luego fue a libertar a Roberto y mantuvo con el joven un largo cambio de impresiones: era mejor, para tranquilidad de todos, que no volviera por la Pensión Montecarlo y que dejara en paz a Dorothy. Aquellos tipos sin entrañas, salidos sabe Dios de dónde («son parientes de ella...», insistía Roberto) podían volver y matarlo allí mismo o en el salón, arruinando para siempre el negocio y la buena fama de Carol, en cuya casa jamás había habido escándalos, peleas ni crímenes.
-Me largo a Río, en el primer barco...
-Pues mientras espera, es mejor que no se mueva de aquí...
Le dejó Roberto el dinero que llevaba encima. No era mucho, pero servía. Al fin y al cabo él era el responsable de aquella invasión, del susto del magistrado -¡el pobrecito se había ensuciado en los calzones!- de los daños morales sufridos por la Pensión Montecarlo. En cuanto empezara a circular la noticia, ¿quién iba a atreverse a acudir a lugar tan peligroso? Roberto le prometió mandarle más dinero antes de marcharse a Río. Sólo le pedía a Carol que bajara a la calle y mirara por las inmediaciones, que no hubiera quedado allí apostado algún bandido. Volvió ella asegurándole que todo estaba tranquilo y en orden, y él se fue.
Aún se reía Carol en su mecedora cuando el magistrado salió del baño. También el ilustre jurista deseaba dejar cuanto antes aquellos peligrosos lugares, pero, ¿cómo hacerlo sin calzoncillos? Si se ponía los pantalones sin nada debajo iba a agarrar por lo menos una gripe horrenda, quién sabe si una pulmonía. Carol le prestó unas bragas de puntillas, de una de las chicas, magra y de piernas flacas. Se rieron a carcajadas ella y Mimí viéndolo así ataviado, y se rió también el magistrado. Aceptó una copita de coñac reconfortante tras vestirse, y renunció a quedarse aquella misma tarde -¿cómo iba a conseguirlo después de aquel susto?- aunque prometió volver el jueves siguiente, convencido ya de que tal escándalo no volvería a repetirse. Le explicó Carol lo sucedido como resultado de antiguas enemistades de Roberto, ahora y para siempre con entrada prohibida en la Pensión Montecarlo. Mal elemento el tal Roberto, convino el eminente jurista, mientras pagaba a Mimí el tiempo y el baño. Luego besó la mano a Carol, y, pidiendo a las dos el máximo secreto sobre su maloliente participación en aquellos acontecimientos, se fue escalera abajo.
Los sucesos fueron festejados por los amigos, y muy ruidosamente; hasta muy avanzada la madrugada participaron en el jolgorio los cuatro habituales y otros cinco más, cuya participación en el rapto era necesaria para darle una escenificación más brillante, a gusto del comandante Georges Dias Nadreau. Fue difícil convencerlo de que debía abandonar la idea del Rapto de las Sabinas, con madame Lulú subiendo la Ladeira de Montanha rumbo a la plaza do Teatro, cargada de cadenas, esclava a disposición de Carol. Estaba eufórico el capitán de Puerto. Había acabado para siempre -o al menos eso suponía él- con la causa de aquella triste expresión que ensombrecía el rostro leal de Vasco Moscoso de Aragón. Ahora ya podía el comerciante usufructuar, sin el menor resquicio de melancolía, de los bienes con que la Providencia y el abuelo le habían favorecido: riquezas, soltería, suerte en el juego, atractivo para las mujeres, innata simpatía.
-Daría mi despacho de oficial por tu suerte en el póquer -dijo el comandante.
-Y yo daría el mío por tu suerte con las mujeres -suspiró el coronel.
-Y yo, con los ojos cerrados, cambiaría mi título de doctor en Derecho por una quinta parte de tu participación en Moscoso & Cía... -rió el doctor Jerónimo, y aún añadió-: y además, de propina, te daría mi escaño de diputado.
-¿Hasta eso? ¿De verdad? -se asombró Carol, conocedora de las ambiciones del periodista.
-¿De qué valen títulos, Carolina, al lado del dinero? Cuando se tiene dinero, uno puede lograr lo que quiera: diplomas, títulos, despachos, cargos, escaños de diputado o senador, las más hermosas mujeres. Con el dinero puede comprarse todo, hija mía...
Ahora Vasco Moscoso de Aragón tenía a Dorothy iluminada por un rayo de luna, bajo el perfume del mar, oyendo la canción de las olas, acunada por los vientos, muriendo y suspirando, reviviendo en gemidos de amor, el rostro en fiebre, devoradora la boca, indescifrable rosa en el oscuro azul. Cuando le fallaron las fuerzas, en el último embate, se quedó dormida. Vasco se tendió, cansado y agradecido, y soñó, con los ojos abiertos, sonriente, oyendo a lo lejos el pitido de un barco: en una noche de tempestad salvaba un barco en peligro, lo conducía al puerto, azotado por la lluvia, donde, transida y ansiosa, Dorothy esperaba a su amante, el comandante Vasco Moscoso de Aragón.
DE CÓMO, EN JUERGA MONUMENTAL, VASCO LLORA APOYADO EN EL HOMBRO DE GEORGES, Y DEL RESULTADO DE ESAS CONFIDENCIAS
Pasaron los meses. Roberto fue a Río y volvió trayéndose una india peruana, tranquila y quieta; Lidio Marinho armó cuatro o cinco nuevos escándalos en pensiones y burdeles distinguidos, incluso con Mimí, a quien reveló el misterio del rapto y de los bandidos enmascarados. El magistrado Rufino murió en un prostíbulo, ante el escándalo de toda la ciudad. A pesar de las promesas hechas a Carol, jamás volvió a la Pensión Montecarlo, horrorizado ante las perspectivas de otro asalto. Pasó a frecuentar casas más escondidas, y murió en la de Laura, donde había descubierto a una tal Ariete, de quince años no cumplidos. La pobre chiquilla, al verse con el viejo encima y agonizando, empezó a gritar, atrajo a toda la vecindad, incluso a un guardia civil ocupado en jugar a los prohibidos. El suceso pasó así a ser de dominio público, se reunió una verdadera multitud frente al burdel, en la Ladeira de Sao Miguel, a la hora del traslado del cuerpo. Chistes irreverentes que provocaban carcajadas; el hijo del fallecido, diputado en la Cámara, era señalado con el dedo. Ariete y Laura fueron conducidas a la comisaría y sufrieron allí vejámenes de toda clase. El guardia civil fue el único que sacó cierto partido del escandaloso suceso: volvió a jugar, y arriesgó 500 reis al 7015, número formado con las edades del difunto y de Ariete. Corazonada inteligente y feliz: el juego exige perspicacia, atenta vigilancia en torno a las fuerzas del destino, capacidad para extraer las lecciones (y las corazonadas) de los acontecimientos.
Pasaron muchas cosas. Pasó incluso la pasión de Vasco por Dorothy, tan intensa y febril, tan impetuosa y profunda durante un tiempo, hasta el punto de que Vasco se hizo tatuar el nombre bienamado de la moza en el brazo derecho junto con un corazón, trabajo ejecutado con pericia por un chino de barbita rala aparecido en Bahía nadie sabe cómo. Aquel arrimo, que ya se había ido haciendo fatigoso, fue declinando naturalmente, poco a poco, en una convivencia cotidiana. Vasco empezó a poner los ojos en otras mujeres, a pasar una noche aquí y otra allá, si bien Dorothy pasó aún todo el verano a su costa, en la casita de Amaralina, y la llevó algunas veces a bailar a la Pensión Montecarlo. Cuando llegó el invierno ella volvió definitivamente a la Pensión, y Carol, conocedora de la naturaleza humana y de la fragilidad de los caprichos del hombre y de los flechazos súbitos, le aconsejó que sonriera a los demás clientes y que los animara en sus pretensiones. Vasco guardó algunos derechos de prioridad y cierta responsabilidad en sus gastos, pero el amor había terminado.
Y aquella vieja tristeza, la melancolía que le ensombrecía los ojos y señalaba su sonrisa, seguía y aumentaba. Los amigos comenzaron a sospechar seriamente que había enfermedad secreta y que estaba condenado de muerte a plazo corto y guardaba el secreto. Tal vez enfermo del corazón, con enfermedad sólo conocida por él y por su médico. ¿No había muerto del corazón, aún joven, su padre? Esto lo explicaría todo, según el coronel Alencar, defensor exaltado de esta tesis: el celibato de Vasco, su despilfarro de dinero, como si quisiera gozar al máximo de los bienes de la vida en el poco tiempo que le quedaba. Sólo ésta podía ser la causa de su misteriosa melancolía.
Pero esta teoría fue aniquilada por el doctor Menandro Guimaraes, clínico de fama, especialista en corazón, a quien Vasco había llevado más de una vez a la frágil Dorothy, muy dada a gripes.
-Es fuerte como un toro -respondió el doctor Menandro cuando los amigos lo visitaron en comisión-. Tiene un corazón de mulo. Morirá de vejez, como su abuelo. Una idea absurda la de ustedes...
-¡Mierda! -exclamó el comandante Georges Dias Nadreau-. He de descubrir el motivo de la tristeza de ese condenado. ¡Apuesto a que la descubro...!
-Vasco es así. Debe ser cosa natural, ¿por qué preocuparse? -filosofaba el médico para quien sólo contaban los males del cuerpo.
-Porque no soporto ver a mi lado gente triste. Y mucho menos a un amigo.
Se inició entonces la fase del «gran interrogatorio», como le llamó Jerónimo. Apenas se encontraban con Vasco, el comandante Georges empezaba a sondearlo, a tratar de los asuntos más diversos, a querer arrancarle confesiones. Investigó en su infancia, en la adolescencia, en los tiempos del almacén, en su viaje como representante del negocio, en sus primeros amores, en sus planes. No se contentaba el capitán de Puerto con tirarle de la lengua al comerciante. Se entrevistó con Menéndez, con el sueco Johann -aún enamoriscado de Soraya, con quien ahora vivía amancebado- hasta con el negro Giovanni mantuvo larga conferencia. Pesquisas vanas, porque no sacó nada en claro. Jamás había tropezado Georges con un hombre en quien se juntaran tantas razones para estar alegre; aún más: completa y totalmente feliz. ¿Por qué diablos entonces aquella tristeza?
Pero todo en el mundo tiene fin, hasta el secreto más guardado. Todo acaba por conocerse, todo misterio encuentra un día explicación. Fue en una noche de gran borrachera, cuando celebraban el cumpleaños del teniente Lidio Marinho y su compromiso matrimonial. El teniente se había comprometido aquella misma tarde, en una fiesta íntima, con la hija de un hacendado del sur del Estado, y se fijó la boda para diciembre.
Comenzaron a beber aún temprano, antes de la petición de mano. Continuaron durante la comida ofrecida por el suegro en el palacete de Campo Grande, con vino portugués y champán francés. Cuando llegaron a la Pensión Montecarlo, formando comitiva de amigos y mujeres, ya estaba el salón adornado con banderolas de papel de seda, las pupilas todas engalanadas, los camareros y la orquesta en su puesto, y ni un solo cliente. Carol, en conmovedora prueba de amistad, no había permitido la entrada aquella noche, reservando toda la pensión a los amigos.
Creció la pandilla para tan importante ceremonia. Vinieron oficiales del 19, de la Capitanía de Puertos, de la Policía Militar, colegas de Palacio. El comandante Nadreau fue de pensión en pensión, de burdel en burdel, arrastrando a todas las caras conocidas del teniente para darle una sorpresa. Reunió a todo el mujerío de la Pensión Montecarlo y otras varias, incluso a madame Lulú, encargada del discurso de saludo a Lidio, en el más puro francés de las maisons-closes, de París. Georges y Vasco se habían encargado de los preparativos de la fiesta, querían que fuera algo nunca visto, algo que superara cualquier otra juerga anterior de que se tuviera noticia. Cuando llegaron a la comida de petición ya iban cargados, el comandante reía sin parar, el coronel, melancólico como de costumbre cuando bebía mucho.
En cada pensión y burdel que visitaban fueron echando un trago, pues rechazarlo sería desatención para con la madame y las pequeñas.
Fue realmente una fiesta incomparable, una orgía memorable, una juerga como para inscribirla en los anales de la ciudad. De madrugada, los hombres en calzoncillos, las mujeres en ropas menores, hicieron un desfile por la plaza do Teatro, para diversión de transeúntes ocheriegos, ante la mirada impotente de guardias y policías. Locos tendrían que estar para intentar impedir aquella original manifestación cuando al frente de ella iba, enarbolando una botella de champán, cantando con voz arrastrada, el doctor Jerónimo Paiva, sobrino del gobernador.
En medio de la fiesta, cuando más animados estaban, tras la demostración de cancán ofrecida por madame Lulú, Georges anunció al coronel Pedro de Alencar, indicando a Vasco, cuya tristeza iba aumentando a cada trago:
-Voy a coger el toro por los cuernos... Ese crápula me va a decir lo que le pasa...
Pegó un empujón a la mulata Clarice, instalada en sus rodillas, cogió del brazo a Vasco, lo arrastró hacia un rincón desierto de la sala:
-Seu Aragaozinho, hoy me va a contar usted qué mierda le pasa. ¡Abre la boca y vomita la historia, descastado!
-¿Qué historia?
-Historia, o mujer, o enfermedad, o remordimientos de un crimen, o lo que sea. Quiero saber qué diablos te pasa. A qué viene esa tristeza...
Vasco miró a su amigo, notó su lealtad, su solidario interés. El capitán de Puerto era un hombre de bien.
-Lo que me abruma es en el fondo una idiotez. Pero no puedo evitarlo. Continuamente pienso en ello, destrozado...
-¿Y en qué carajo piensas? -era el momento culminante. Georges estaba ahora repentinamente lúcido, curado de su enorme cogorza.
-Yo no soy igual a vosotros... no soy...
-¿Que no eres qué?
-Igual que vosotros, ¿comprendes?
-No...
-Mira: tú eres capitán de Puerto, oficial de la Marina, comandante... Pedro es coronel; Jerónimo, doctor en derecho; Lidio, teniente. ¿Y yo? Yo no soy nada, soy una mierda, seu Aragaozinho, señor Vasco, y gracias. Ni un título.
Miraba al comandante. Le abría su alma, jadeaba.
-«Señor Vasco»... Seu Aragaozinho... Cada vez que alguien me llama me da una cosa aquí dentro, un desespero...
-¡Pero, qué bestia eres, amigo! Lo último que se me hubiera ocurrido... Pensé en todo; hasta en que habías cometido un crimen. ¡Qué sé yo...! ¡Pero eso de andar sufriendo por no tener un título, es lo último...! ¡Se ve cada una...!
-Es que tú no sabes...
-¿Qué? ¡Y el otro día todos aquí, queriendo cambiar su título, su posición por tu vida...! ¡Cómo es el mundo!
-¿Tú sabes lo que es andar todo el día entre comandantes, coroneles, doctores... y uno no ser nadie...?
De repente el comandante se echó a reír como si le hubiera vuelto la cogorza, como si las amarguras de Vasco fueran un chiste formidable ante el que se deshacía en carcajadas. Se ofendió el comerciante:
-¿Para qué me lo preguntaste? ¿Para burlarte de mí?
El comandante lo cogió por la manga de la chaqueta:
-¡Siéntate ahí! ¡Burro, más que burro! -contenía las carcajadas con un esfuerzo-. ¿Y si tuvieras un título se te acababa toda esa tristeza, esa cara de palo?
-¿Y qué título voy a tener a mi edad?
-Pues yo te voy a buscar uno...
-¿Tú?
Vasco se amoscó, pensando en las jugarretas de Georges.
-Yo mismo. Puedes estar tranquilo.
-Por amor de Dios, Georges, te pido un favor: búrlate de lo que quieras, organízala como te dé la gana, pero no te metas con esto mío, que es asunto serio. Te lo pido por favor...
Se puso grave; estaba casi emocionado. El capitán de Puerto movió la cabeza. Su mirada se posó en los ojos de Vasco:
-No seas loco. ¿Crees que soy hombre para burlarme de las tristezas de un amigo? Te dije que tendrás un título y lo tendrás. Estoy hablando en serio. Hoy es día de fiesta: vamos a beber. Mañana hablaremos del caso. Y lo resolveremos.
Al día siguiente, a primera hora de la tarde, el comandante mandó un marinero a casa de Vasco con una nota: lo esperaba en la comandancia de Marina. El comerciante estaba aún durmiendo, hecho polvo, con la resaca de la juerga de la noche anterior. Sólo Georges poseía aquella resistencia brutal, podía acostarse de madrugada y estar en su despacho de la Comandancia en la hora precisa, afeitado, risueño, como si hubiera dormido doce horas.
Se arregló Vasco a toda prisa. En la memoria le danzaba la charla de la víspera, en medio de la orgía inmensa. ¿Qué clase de título sería ese tan solemnemente prometido por Georges? Aún temía que fuera una farsa, pero el otro le hablaba en serio, sus bromas tenían un límite. Sin embargo no podía dar Vasco con la solución anunciada para su problema: no andaban los títulos por las calles, a puntapiés.
Cuando llegó a la Comandancia ya estaba allí el coronel Pedro de Alencar. Se dirigió a Vasco:
-¡Pero, qué idiotez, amigo!
Vasco se sentía avergonzado.
-¿Y qué voy a hacer yo?, no quiero pensar, y pienso; no quiero sentir, y siento...
-Pues vamos a darte un título -repitió Georges-. Vamos a ver. Vasco: ¿qué te parece el título de capitán de altura? ¿Sabes lo que es un capitán de altura?
Vasco lo miró desconfiado:
-Capitán mercante, ¿no?
-Exactamente... ¿Qué te parece? Comandante Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura...
-Pero, ¿cómo...? -y se volvió hacia el coronel-. ¿Cómo?
-Muy sencillo. Ya te lo dirá Georges.
El comandante de Marina cerró los ojos, se recostó en su butaca giratoria, su rostro se cubrió de beatitud, comenzó a explicar. En aquel tiempo el título de capitán de altura, el de comandante de la Marina mercante, no se obtenía en una Escuela, tras asistir regularmente a los cursos y aprobar los exámenes anuales. Lo conquistaban los pilotos de amplia experiencia, los oficiales de a bordo tras un concurso de méritos y un examen en la Comandancia de Marina, ante un tribunal examinador, formado por oficiales de la Flota. La prueba, bastante difícil ciertamente, consistía en la presentación de un trabajo, una especie de tesis doctoral, en la que el candidato demostraba su capacidad con la descripción de un viaje marítimo a lo largo de un trecho de costa, con todas las minucias geográficas y técnicas, desde la salida de un puerto hasta la entrada en otro. En ese trabajo el candidato tenía que resolver distintos problemas de navegación en mar tranquilo, en tempestad, superando fallos en el barco y amenazas de naufragio. Aprobada la tesis, el candidato era sometido a un examen de diversas materias, pruebas orales solamente: navegación astronómica, meteorología, política de navegación marítima y fluvial, derecho comercial marítimo, derecho internacional marítimo, máquinas y calderas. Una vez pasados los exámenes le entregaban el título que lo capacitaba para el mando de un navío.
-Sencillo, ¿no? -preguntó Georges tendiéndole una hoja de papel en la que se posaron los ojos asombrados de Vasco.
Paseó la vista por la hojita llena de letra menuda pero clara. Se enteró de que el examen de navegación astronómica comprendía práctica y manejo del sextante, trazado de cartas de navegación, navegación ortodrómica (sobre el círculo máximo), práctica y estudio completo del cronómetro, práctica, teoría y rectificación de agujas magnéticas.
Ni siquiera quiso informarse de las otras materias. Dejó el papel sobre la mesa: no había duda, Georges le estaba tomando el pelo una vez más.
-Me habías prometido...
-...un título. Y lo estoy cumpliendo...
-Que no ibas a burlarte...
-¿Y qué porras de burla es ésta? Estoy hablando perfectamente en serio. -Parecía a punto de enfadarse.
-Pero un examen de esos... ¿Cómo lo voy a aprobar? Sin hablar de que no soy piloto ni oficial, ni práctico, ni nada. El único barco que he visto en mi vida es el que va a Cachoeira. Una vez fui a Ileheus en uno de la Compañía Bahiana, tras una mujer, y vomité el alma. ¡Nunca vi largar tanto, ni tan apestoso todo!
-Tienes razón. Pero me olvidaba de decirte que no es preciso ser piloto, práctico ni oficial de a bordo para presentarse al examen. Cualquiera puede hacerlo. Claro que, en principio, sólo lo hacen gentes expertas, hombres con muchos años de mar. Pero acabo de darle un vistazo a la ley: el concurso es abierto, puede presentarse cualquiera. De ti depende. Ya tengo dispuesta la instancia; la firmas y ya está.
Le tendió otro papel. Vasco se quedó con él en la mano:
-Muy bien. ¿Y cómo voy a hacer los exámenes si no sé nada de todos esos latines, que en mi vida vi nada más complicado? ¿Y la tesis? ¿Cómo la voy a hacer? No sé ni escribir una carta, las veces que me cascó el abuelo por eso...
-Todo está arreglado, amigo. La tesis, descripción de un viaje de Porto Alegre a Río, pasando por Paranaguá y Florinópolis, está ya a medio hacer...
-¿La haces tú?
-No. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Ya soy viejo para eso... El teniente Mario es el que te hace el favor... Después, si quieres, le haces un regalo... Cualquier bobada.
-Lo que prefiera. Sin contar con mi amistad eterna. Pero ¿y los orales? No tengo ni idea de lo que piden esos papeles.
-Ya está también. He pensado en todo. Te haremos dos o tres preguntas de cada materia. Te daré antes las preguntas y las respuestas. Tú te las aprendes y nos las recitas en el examen. Aprobarás con sobresaliente y te vuelves con tu bendito título.
Vasco parecía dudar de la realidad de aquella oferta inesperada. Georges seguía hablando:
-Y no olvides que el Tribunal examinador estará presidido por mí. Voy a designar al teniente Mario y al teniente García como vocales. Son buenos chicos, amigos tuyos. Y tras un examen de trámite acabas comandante de Marina, jurado y sacramentado. Y sin peligro para la humanidad, porque supongo que no vas en tu vida a meterte a mandar un barco.
-¡Dios me libre!
Georges se levantó. Palmoteo en los hombros de Vasco:
-Y como luego sigas por ahí de cresta caída, junto unos marineros y les mando que te aticen una tanda de palos.
Intervino el coronel, frotándose las manos:
-Y el día de la entrega del título vamos a organizar una juerga bestial. Una juerga como para acordarse. Mayor que la de ayer... De esas que acaban con uno.
-Dentro de un mes convocaré los exámenes -anunció Georges.
-¿Y por qué tardar tanto? -Vasco se asustaba ya ante la idea de que se le escapara el título.
-¿Ya tienes prisa, eh? Tenemos que dar tiempo a Mario para que acabe de redactar la memoria y la tesis. Luego tienes que copiar el trabajo con tu letra. Tengo que darte también las preguntas y respuestas para que las aprendas de memoria, una tras otra, de coro. Tienes que saberlas como el padrenuestro. Ése es el precio que vas a tener que pagar por el título de capitán de altura, señor comandante de la mierda...
-Bueno. ¿Y si a la hora del examen me hago un lío? ¿Y si me pongo nervioso?
-Pues no te hagas un lío. Y no te pongas nervioso. Vamos. Y ahora copia la instancia solicitando examen. Y luego dalo ahí fuera; y lárgate, que tengo trabajo.
-Vamos a empezar a preparar la celebración -advirtió el coronel.
Vasco se inclinó sobre el papel y empezó a copiarlo. Estaba como atontado. Todo aquello le parecía irreal, un sueño absurdo. Sentía que las lágrimas le inundaban los ojos, apenas podía ver las letras. Nada hay en el mundo como la amistad. Los amigos son la sal de la tierra. Le hubiera gustado decírselo, pero no sabía cómo.
DESDE LA NAVEGACIÓN ASTRONÓMICA AL DERECHO INTERNACIONAL MARÍTIMO; CAPÍTULO EXTREMADAMENTE ERUDITO
Durante un mes rió a carcajadas el comandante Georges Dias Nadreau, gozando con el nerviosismo de Vasco, con su esfuerzo de alumno aplicado, cobrándose con la risa el favor que le prestaba.
Se divertían también el coronel, Jerónimo y Lidio, el teniente Mario y el teniente García. Vasco llegó a adelgazar, tanto celo empleaba en la tarea de aprenderse las complicadas respuestas a las tres preguntas de cada materia, respuestas repletas de sextantes, vientos y corrientes marítimas, fletes, aguas territoriales y mares internos, higrómetros, indicadores magnéticos. Un lío.
Todas las tardes, por orden expresa del comandante, sometían al alarmado candidato a un simulacro de examen. Al principio, Vasco se embarullaba con las palabras desconocidas; la memoria se mostraba refractaria a aquellos términos enrevesados, y el teniente García amenazaba con suspenderlo. Trabajo costaba arrastrarlo al billar, al póquer, a las mujeres. Vasco quería pasarse las noches estudiando.
Mario y García vivieron de gorra aquella temporada, y a lo grande. Vasco los invitaba diariamente a comer, les pagaba aperitivos, vino portugués del mejor, cenas en la Pensión Montecarlo. Poco a poco fue dominando las respuestas, familiarizándose con los nombres esdrújulos de los instrumentos de a bordo. En la Comandancia, el teniente Mario le mostró algunos de aquellos objetos. Vasco se entusiasmó. Le parecían bellos y apasionantes. Comenzaba a amar su nueva profesión.
Lo peor fue tener que copiar, con su letra, el trabajo elaborado por el teniente Mario, su «tesis de grado» como acostumbraba a decir. Treinta y dos páginas en una letra incomprendible, como si el chico fuera médico y no oficial de la Marina, y lleno de borrones. Pasaba las mañanas copiándolo, encerrado en su despacho, prohibida la entrada fuera quien fuera, con órdenes estrictas a la criada.
Entregado y aprobado el trabajo, señalaron al fin la fecha del examen oral. Ceremonia solemne, con el coronel de gala, el doctor Jerónimo y el teniente Lidio Marinho. Marineros en posición de firmes guardaban la puerta de la sala donde el Tribunal examinador, constituido por el comandante Nadreau y los dos joviales oficiales de Marina, se sentaba grave y solemne ante la enorme mesa repleta de objetos y mapas. Pálido y emocionado, Vasco fue introducido por un marinero, repitiendo en voz baja, en una última repetición, preguntas y respuestas. Oyó su nombre proclamado enfáticamente por Georges, se acercó, se sentó rígido en la silla frente a la mesa, el corazón al galope. Pero las respuestas le salieron fáciles y correctas, sin un error, sin un desliz en la pronunciación siquiera.
Aprobado por unanimidad. Le expidieron el diploma y anotaron sus datos en un libro de la Comandancia: el nombre y dirección del nuevo capitán de altura. Cada vez que cambiara de domicilio debería comunicar a la Comandancia su nueva residencia. Era un libro grueso, de tapas verdes, encuadernado en piel, con el escudo de la República. En cada página un nombre, con la fecha del examen, el resultado y título, número de registro, edad, estado civil y dirección del titular. Pocas páginas llenas, sólo unos nombres antes del de Vasco Moscoso de Aragón. Y casi todos poseedores apenas de «títulos medios» como llamaban a los de los comandantes de líneas fluviales, para cuya obtención no había que presentar trabajo escrito, y bastaba un examen oral. Esos títulos facilitados a los comandantes de vapores de línea de Río San Francisco, no autorizaban para mandar barcos en el mar, vedaban los caminos del océano. Pero el título de Vasco era de los de verdad, le daba el dominio de ríos, grandes lagos y mares, estaba autorizado y tenía derecho a mandar navíos de cualquier nacionalidad y bandera, en todas las rutas de los cinco océanos, armado con el Derecho Internacional Marítimo y la ciencia de la navegación astronómica.
-Ahora -le dijo el coronel una vez terminado todo, mientras Vasco sujetaba amorosamente el diploma-, vamos a celebrarlo. ¡Comandante Vasco Moscoso de Aragón, león de los mares, agarre el timón y llévenos de putas!
DE COMO SE FABRICA UN VIEJO MARINERO, SIN NAVÍO Y SIN NAVEGACIÓN
Nunca, jamás, en la historia de la navegación, fue tan honrado el puesto de capitán de altura, tan celosamente cuidado el título de comandante como por Vasco Moscoso de Aragón, con su diploma enmarcado en moldura dorada, en la pared de la sala, su pose de hombre templado en toda clase de hazañas por mares distantes, su dignidad de experto lobo de mar.
Había mandado imprimir a toda prisa tarjetas de visita, con su nombre precedido del título, y seguido del cargo. Pasaba por las casas de las familias amigas, gentes conocidas en las fiestas de Palacio y en las recepciones a las que había sido invitado, y les dejaba sus cartones con el saludo del comandante Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura.
Exigía el título; ya no admitía el simple «señor», colocado ante su nombre.
-¿Cómo le va, señor Moscoso?
-Perdone, amigo. Comandante Vasco Moscoso, capitán de altura.
-No lo sabía. Perdone.
-Pues sépalo desde ahora, y hágame el favor de no olvidarlo- y le entregaba una tarjeta. Hizo de ellas enorme gasto, especialmente en los primeros tiempos.
En burdeles y pensiones, cuando la interesada mujerzuela, le echaba los brazos al pescuezo y se pegaba a él, murmurando:
-Seu Aragaozinho...
...él reaccionaba, paciente y firme:
-Hijita, no soy seu Aragaozinho, tengo un título: soy el comandante Aragón, de la Marina Mercante.
Hasta Carol tuvo que cambiarle el tratamiento al saludarlo desde lo alto de la escalera, rodando ahora las sílabas en deleitosa melodía:
-Comandante, Aragaozinho, capitán mío...
El coronel y el capitán de Puerto daban ejemplo: comandante por aquí, comandante por allá, en el billar, en la mesa de póquer, bebiendo cerveza o abriendo botellas de champán.
Y hasta el gobernador, sabedor del caso y de la felicidad nueva que inflaba el pecho del generoso amigo de su sobrino, abrió los brazos al verlo por primera vez tras la ceremonia de entrega del título:
-¿Cómo van esos bríos, comandante?
Inclinóse Vasco, conmovido:
-Al servicio de Su Excelencia, Señor Gobernador.
En el despacho de la firma Moscoso & Cía. Ltda., por donde ahora aparecía una o dos veces por semana como si el olor mercantil de bacalao y jarque repugnara a sus narices impregnadas de olor a mar, las órdenes fueron categóricas: desde Menéndez a Giovanni, prohibición terminante de pronunciar el nombre del patrón sin darle el título de comandante. Rafael Menéndez, al recibir las órdenes inclinó la cabeza en un asentimiento, escondiendo la sonrisa calculadora. Declaró que aquella distinción conferida al jefe era un gran honor para toda la firma. Y se frotaba las manos eternamente húmedas.
Giovanni, sorprendido y sin entender aquella súbita condición marítima del patrón, pero hallándola merecida, empezó a contarle historias de sus tiempos de marinero. Cuando Vasco aparecía en la firma, todo el tiempo era poco para charlar con Giovanni.
Tras las tarjetas de visita su preocupación más inmediata fue el uniforme. Su sastre, uno de los mejores de la ciudad, se mostró incapaz de satisfacerle, pero le dio indicaciones preciosas: Había un sastre en la Baixa do Sapateiro especializado en uniformes; allá iban los capitanes de la Bahiana para hacerse chaquetas y capotes. También los oficiales del Ejército. Y, por Carnaval, la muchachada de los clubs encargaba allí sus disfraces de príncipe ruso, conde italiano, mosquetero francés o pirata sin patria.
Encargo tan enorme de un solo parroquiano jamás lo había recibido el sastre. Estalló el rebullicio en el taller. Vasco quería dos uniformes de cada tipo: verano e invierno, luego otros para diario, para fiestas, uniforme de gala y de gran gala, azules y blancos, con las gorras correspondientes, todo bordado en oro de verdad. ¡Un ajuar completo! Y con prisa: necesitaba inmediatamente un traje de gala por lo menos, y dentro de quince días, para el desfile del Dos de Julio. El sastre, delirante de entusiasmo, le prometió hacer horas extraordinarias, pasar las noches en blanco, para entregarle a tiempo un traje blanco para el desfile matinal y otro azul para la recepción nocturna en el Palacio. Vasco le prometió, en cambio, una crecida gratificación para los competentes oficiales de la aguja.
Fue una apoteosis aquella mañana del Dos de Julio cuando, en el Largo da Soledade, con todo dispuesto para el inicio del desfile -las carretas con la imagen de los héroes de la independencia y las figuras de la historia de Bahía, los oradores en sus puestos, el coronel Pedro de Alencar al frente de la tropa formada; el comandante Georges Dias Nadreau al frente de los marineros de la Comandancia, las bandas ejecutando marchas y pasodobles-, apareció con su uniforme blanco bordado en oro, el comandante Vasco Moscoso de Aragón y se incorporó al grupo de autoridades civiles en espera del Gobernador.
Firme y erguido, oyó los discursos, el corazón latiéndole de patriotismo y orgullo. Al lado de Jerónimo inició el desfile, tras el gobernador, el coronel, el comandante de Marina, hasta el Largo da Sé, atestado de gente, en cuya venerable Iglesia el arzobispo cantó un Tedeum. Por la noche, en la recepción embutido en su uniforme azul, más formal y suntuoso pero caluroso de mil diablos, no había en toda la fiesta figura más espléndida y noble, postura tan digna y distinguida.
En cierto momento Georges se aproximó a él y le saludó:
-Perfecto; hasta Vasco de Gama sentiría envidia al verte. Sólo falta una cosa para completar todo ese aparato.
-¿Qué cosa? -se alarmó Vasco.
-Una condecoración, hijo mío. Una hermosa condecoración.
-No soy ni militar ni político. ¿Cómo la voy a conseguir?
-La conseguiremos... La conseguiremos... pero va a costarte un puñado de calderilla... Vale la pena, sin embargo...
Jerónimo se encargó de las negociaciones con el cónsul portugués, dueño de una pastelería en la plaza Municipal, comunicándole el interés del Gobierno en que se le confiriera una medalla al comandante Vasco Moscoso de Aragón.
-¿Pero no es «seu Aragaozinho», el de la casa Moscoso & Cía. Ltda., el nieto del viejo Moscoso, de la Ladeira da Montanha?
-El mismo, señor. Pero ahora es comandante de la Marina Mercante...
-No sabía que anduviera embarcado...
-No lo anduvo, pero aprobó las pruebas exigidas por la Ley.
-Yo conocía mucho a su abuelo, un portugués, buen hombre. ¿Y por qué le va a conceder la condecoración Su Augusta Majestad?
Jerónimo sacudió la ceniza del puro, y clavó en el cónsul su mirada cínica:
-Por sus relevantes servicios marítimos...
-¿Marítimos? Que yo sepa nunca embarcó...
-Mire, amigo Fernandes, el hombre paga. Su Augusta y Arruinada Majestad condecorará a nuestro buen Aragaozinho por un puñado de billetes... Y si no hubiera otro pretexto, recuerde que se llama Vasco, es comandante de Marina, nieto de portugueses, casi descendiente del almirante Vasco de Gama... ¿Qué diablos quiere discutir aún? Invente motivos, haga lo que quiera, pero rápido...
Así se selló definitivamente la gloria del comandante Vasco Moscoso de Aragón. Meses después, y tras pagar por adelantado. Su Majestad don Carlos I, rey de Portugal y de los Algarves, le otorgó el grado de Caballero de la Orden de Cristo, de 700 años de antigüedad, fundada en la época de las Cruzadas, «por su notable contribución a la apertura de nuevas rutas marítimas». Ahora, con medalla y collar, era cosa de verse. La ceremonia fue sencilla e íntima, pero salió la noticia en los diarios y fue regiamente conmemorada después con vino portugués, como exigía el protocolo.
Titulado, uniformado, condecorado. Ahora ya no aparecía Vasco Moscoso de Aragón de cresta caída ante el comandante de Marina. Su alegría era total y refulgente, jamás se vio a nadie más feliz en las calles de Bahía.
Dedicaba ahora gran parte de su tiempo a buscar en las tiendas de anticuarios (sólo había dos en Salvador) objetos marítimos e instrumentos de a bordo. Los pagaba a cualquier precio. Así inició su colección de mapas, grabados de barcos, sextantes, brújulas, relojes antiguos. De un viaje a Río, el comandante Georges le trajo algunos instrumentos como regalo.
Se enriqueció mucho su museo marítimo cuando en las costas de Bahía, próximo a la capital, naufragó un mercante inglés. Los objetos fueron vendidos en subasta, y en la puja triunfó el comandante Vasco Moscoso de Aragón. Cargó con la rueda del timón, un catalejo precioso, cronómetros, aguja magnética, anemómetros, higrómetros, una escalera de cuerda, sin hablar de dos cajas de whisky para ofrecer a los amigos.
No perdió nunca aquella manía de adquirir instrumentos náuticos. Años después, compró un telescopio a un aventurero alemán de paso por la ciudad. Intentó el germano explotar el objeto en la vía pública cobrándole un mil-reis a cada cliente interesado en ver el cielo de cerca, en acercar la luna y las estrellas. Fracasada la tentativa, pendiente la cuenta de la pensión, fue a parar el telescopio a la casa de los Barris, adonde proyectaba instalarse el comandante.
Su pieza predilecta en la creciente colección fue una miniatura de navío, el Benedict, de medio metro, colocada en una caja de cristal, reproduciendo hasta en sus mínimos detalles un barco de pasajeros. Fue un regalo de Jerónimo en el cumpleaños del comandante. El periodista descubrió el barco en el desván de Palacio, con la caja llena de polvo, arrumbado en un rincón como trasto inservible. Vasco al recibirlo pareció delirar, no tenía palabras con qué agradecerlo.
En una de sus largas charlas con Giovanni se enteró de que era costumbre entre los hombres de a bordo, especialmente en los oficiales, el uso de la pipa. Comandante sin pipa no era comandante, según la valiosa opinión del viejo negro. Al día siguiente. Vasco apareció en la tertulia cargando con una pipa inglesa, sosteniéndola difícilmente, un diablo difícil de fumar, que se apagaba a cada instante. Aprendió con el tiempo, y no tardó en tener varias, de materiales y formas diferentes, de madera y porcelana, y hasta de espuma de mar.
De vez en cuando, al caer la tarde, iba Vasco a visitar al comandante Georges Dias Nadreau a la Comandancia de Marina. Se ponía el uniforme de diario, la gorra encasquetada, una pipa en los labios. Desde la ventana de la Comandancia miraba al mar, y seguía atento la maniobra de atraque de los navíos.
Un día le presentaron en un bar, donde esperaba al coronel, a un hacendado campesino de Pilao Arcado. Se pusieron a charlar, el hacendado encantado con aquellas relaciones ciudadanas:
-Entonces, ¿usted, es comandante de navío...? ¿Pero de navío de verdad, no de esos de río que se pasan la vida encallando en la arena...? ¡Pues la de cosas que debe de tener para contar! Dígame una cosa, ¿ha estado usted allá por China y el Japón?
Los ojos inocentes del comandante se posaron en el bronceado rostro del hacendado de Pilao Arcado:
-¿En China y el Japón? Varias veces, sí, señor... Conozco todo aquello...
-Y, dígame una cosa que me gustaría saber -con el interés casi metía la frente en el tablero de la mesa-: ¿Es verdad que las mujeres de allá sólo tienen pelo en la cabeza, y en lo demás nada, ni rastro, y que tienen su asunto de través? Me lo dijeron una vez, allá en mi pueblo...
-Mentira. Le engañaron, mi amigo. No hay nada de eso. Son como las de cualquier parte, pero más duras de carnes, una maravilla.
-¿De verdad? ¿Cómo son? ¿Anduvo usted con muchas?
-Una vez en Shanghai salí a dar una vuelta por la calle... A estirar las piernas nada más... En un rincón vi a una chinita llorando. Se llamaba Liu...
Se encendían los ojos del rudo hacendado mientras el comandante Vasco Moscoso de Aragón se perdía en los misterios de Shanghai, en vértigos de opio, conducido por Liu, una chinita de laca y marfil...
Caía la tarde sobre el Largo da Sé. La sangre del crepúsculo manchaba las piedras de la catedral. Vasco, con Liu de la mano, empezaba su viaje.
DEL PASO DEL TIEMPO Y DE LAS MUDANZAS EN EL GOBIERNO DE LA FIRMA, CON TRUCOS DIVERSOS Y UNA CRESTA ERGUIDA
Cumplió su promesa el comandante Vasco Moscoso de Aragón: nunca más apareció ante el comandante Georges Dias Nadreau de cresta caída. Tenía su título, era feliz, ningún disgusto, ninguna dificultad podía turbar en adelante su radiante alegría. Es posible que se irritara fugazmente o que se entristeciera, pero pronto volvía a su natural jovialidad, sin dar tiempo a la tristeza, sin dar mayor importancia a las contrariedades de la vida.
Tristezas y contrariedades no faltaban, sin embargo. Pero un comandante de navío, un capitán de altura, se acostumbra en la estela de las olas, a la inconstancia del mar y del tiempo, forja su carácter y da firmeza a su corazón haciéndolo apto para enfrentarse, con la sonrisa en los labios, a las decepciones y disgustos.
Disgustos de los mayores, el primero en el tiempo, fue el traslado de Georges Dias Nadreau, ascendido y colocado al mando de un destructor. ¿Cómo imaginar la noche de Bahía, las pensiones y burdeles, las juergas, las mujeres, la magia del amor, sin la presencia del marino de cabello rubio como el trigo, de ojos azul celeste, inventor continuo de bromas, trastadas, pillerías alegres, siempre a vueltas con una negra o mulata oscura? Cuando circuló la noticia entre el mujerío y los noctámbulos, fue general la consternación, hubo lágrimas y lamentos, y se preparó una despedida digna de Georges.
-Alza la cresta, comandante -le dijo Georges a Vasco cuando lo vio la noche de la fiesta de despedida, hosco y silencioso-. Un marinero no se rinde a la tristeza.
Al día siguiente lo acompañaron todos al barco en que salía para Río, y vieron por primera vez a Gracinha, la esposa, de luto riguroso, el macerado rostro cubierto por un velo negro, los labios apretados. Tras la presentación, les tendió la punta de sus dedos gélidos. Vasco comprendió entonces que no era frase vana la pronunciada la víspera por el ex capitán de Puerto. «Un marinero no se rinde a la tristeza», las palabras de Georges adquirían ahora una brusca y concreta significación. Él no se había dejado dominar por la tristeza, no se había entregado, no se había rendido a ella.
Volvieron hacia el centro de la ciudad, y fueron al billar, pero ya no era lo mismo. La ausencia de Georges poblaba el bar. La Pensión Montecarlo, después, por la noche, parecía también súbitamente vacía.
Un año antes se había casado el teniente Lidio Marinho, y desapareció temporalmente de la circulación. Pero todos sabían que su ausencia era pasajera, que volvería cuando la vida de casado entrara en su normalidad. Y así ocurrió. Al terminar su tarea en Palacio aparecía por el billar y, casi todas las noches, se unía a ellos para ir a cenar o dar una vuelta por la Pensión, a veces se encerraba con una pupila y seguía teniendo líos en todas las pensiones. La esposa era para cuidarle la casa, darle hijos, recibir a las visitas.
Pero Georges se había ido en una partida sin regreso, reuniría otra pandilla en Río, colegas de los barcos, amigos de toda clase. Fue una noche difícil, pero Vasco recordaba la frase y veía el rostro desgraciado de Gracinha; entonces animaba a los otros: un marinero no se rinde a la tristeza.
El nuevo comandante de Marina, el sustituto de Georges, capaz tal vez de sustituirlo en la pandilla, tardó meses en llegar y fue una completa decepción: sujeto huraño, poco dado a amistades, enemigo de trasnochar, con horror a las mujeres de la vida, circunspecto y consciente. Vasco dejó de frecuentar la Comandancia.
Continuó, sin embargo yendo al puerto para ver la entrada de los barcos, para adivinar las banderas; siguió también adquiriendo objetos náuticos y estampas de navíos; continuó saliendo todas las noches con Jerónimo y el coronel a jugar su póquer y a encapricharse con nuevas mujeres. Tenía entonces poco más de cuarenta años y ya todos se habían acostumbrado a llamarle comandante.
Se acercaba el fin del mandato del Gobernador, y era un final melancólico. El Presidente de la República, dominado por otras personalidades del partido, vetó su nombre para la prolongación del mandato, impuso otro nombre y por poco le niega también el escaño de senador, tradicionalmente reservado para los gobernadores cesantes. Consiguió, sin embargo, el escaño, pero se hundieron la carrera política de Jerónimo y su cargo oficial. Al fin lograron encontrarle un enchufe en Río, procurador o algo semejante. No era mal momio, pero su carrera política estaba hundida.
Con el cambio de Gobierno fue trasladado el coronel Pedro de Alencar, sustituido en el mando del 19 Batallón de Cazadores por otro coronel, amigo del nuevo Gobernador del Estado. Vasco ni llegó a conocerlo: era hombre fiel a sus amigos, a la memoria de la pandilla famosa, y desapareció de Palacio, de las fiestas, de las recepciones. Aún participaba en los desfiles del Dos de Julio y del Siete de Septiembre, con sus uniformes de gala, pero distante de la gente del Gobierno, mezclado con el pueblo.
No quiso unirse a otra pandilla, ingresar en otra parranda de juerguistas. Quien, como él, había pertenecido a la élite suprema de la ciudad, no podía mezclarse ahora con comerciantes y empleados de comercio, ni siquiera con médicos y abogadillos. Ocupaba, en pensiones y cabarets, mesas apartadas y solitarias, y el champán comenzó a tener en su boca un gusto amargo.
Y un día, Carol vendió la Pensión Montecarlo a un rufián argentino, sujeto de malas mañas, comercial y desagradable. Vasco la acompañó hasta el barco en que regresaba a Garanhuns, donde se le había muerto el cuñado, y la hermana reclamaba su auxilio y compañía. Recordaron en el muelle las grandes noches y los amigos: Jerónimo, de quien había sido amante fiel; el bello teniente Lidio Marinho, ahora capitán en Porto Alegre; el coronel Pedro de Alencar, impávido bebedor; y aquel inolvidable comandante Georges Dias Nadreau, con su aire extranjero, loco por las negritas, divertido como él solo. Todo aquello había terminado ya para Carol. Iba ahora a ayudar a criar sobrinos y sobrinas, respetable señora, viuda rica en la tranquila y provinciana ciudad donde nació. Besó a Vasco en las dos mejillas con los ojos arrasados de lágrimas:
-¿Te acuerdas del rapto de Dorothy?
¿Por dónde andaría Dorothy? Un coronel del interior se había enamorado de sus ojos inquietos, era viudo y se la llevó a su hacienda. Vasco pasó con ella la víspera de la partida, noche de locura, como si su antiguo amor, aquella pasión alucinada, hubiera renacido con la misma fuerza de antaño. Nunca más tuvieron noticias suyas. Nadie supo si se había casado o no con el hacendado. Pero en el brazo derecho de Vasco siguió tatuado el nombre de Dorothy y un corazón.
-¿Te acuerdas del chino de los tatuajes?
Tantos recuerdos, tanto que recordar por el camino del muelle. El navío levó anclas rumbo a Recife. Carol, gorda y llorosa, se despedía agitando un pañuelo. «Un marinero no se rinde a la tristeza», ni siquiera cuando, huérfano, abandonó el muelle desierto rumbo a la ciudad.
Pasaron los años, fue desapareciendo el comandante Vasco Moscoso de Aragón de las pensiones de mujeres, de las salas de los burdeles. Tampoco era ya el jefe, el patrón de Moscoso & Cía. Ltda. El negro Giovanni murió repitiéndole que no se fiara de Menéndez, que el gringo no era de ley. Pero cuando Vasco quiso seguir sus consejos, asumir realmente la dirección de los negocios, ya Menéndez era el verdadero dueño de la firma. Vasco había gastado en aquellos años de locura lo que tenía y lo que le faltaba. Su cuenta deudora era espantosa. Fueron lentas y complicadas las negociaciones, con abogados ávidos y expertos. Finalmente, Vasco dejó la firma, y recibió unas casas de alquiler y acciones y bonos que le proporcionaban renta suficiente para vivir con decencia. Vendió la residencia de los Barris y compró una casita en el Largo Dois de Julho, donde instaló sus instrumentos náuticos; en la pared de la sala de visita los diplomas de capitán de altura y de Caballero de la Orden de Cristo; en el centro de la mesa, la caja de cristal con la miniatura del Benedict.
«Un marinero no se rinde a la tristeza» ni siquiera cuando de millonario pasa a un simple buen llevar, cuando los amigos se han marchado, cuando ya no se renuevan amores, cuando se pierde el gusto por la bebida y el sueño llega antes de medianoche. En la nueva casa, relacionándose con vecinos desconocidos, el comandante Vasco Moscoso de Aragón se hizo pronto popular y estimado. Se sentaba en una silla, en la acera, se reunían a su alrededor para escucharle, y él contaba sus aventuras en los largos años de navegación. Tenía siempre una bonita cocinera a su servicio, una mulatita cuidadosamente escogida.
Pasaron más años, se fueron plateando los cabellos del comandante Vasco Moscoso de Aragón. Ya no eran tan lindas las cocineras. La vida se iba poniendo cada vez más cara, y las rentas no crecían. También los vecinos habían dejado de tomarlo tan en serio como antes. Por lo visto, hubo quien dijo que jamás el comandante había puesto los pies en un navío, que su título de comandante había sido el resultado de una broma en tiempos del gobierno de José Marcelino, y que la Orden de Cristo la había pagado a peso de oro cuando nadaba en dinero y el consulado de Portugal en Bahía estaba en manos de un comerciante.
Un día, más de veinte años después de la ceremonia en la Comandancia de Marina, un tipejo que había puesto una gasolinera en el barrio y a quien Vasco, siempre dispuesto a hacer amistades, comenzó a contar la terrible travesía del golfo Pérsico en noche de huracán, interrumpió con una carcajada la heroica narración:
-¡No me venga con bobadas...! Déjese de mentiras, comandante... guárdelas para esos idiotas... ¿Se cree acaso que no sé la historia? Todos la saben, y se le ríen por detrás... Mire, comandante, ahora tengo trabajo. No tengo tiempo para andarlo perdiendo con usted, oyendo cuentos chinos...
«Un marinero no se rinde.» Fue difícil esta vez levantar la cresta nuevamente. ¿Por dónde andarían Georges Dias Nadreau, ahora, seguro, ya almirante, y el coronel Alencar, el teniente Lidio y el teniente Mario? Dorothy, ¡cómo le gustaría tener de nuevo ante sus ojos aquel perfil único, sus ojos inquietos, su rostro febril...! ¿Viviría aún Carol, cuidándose de sus sobrinos, haciéndose pasar por viuda, en una ciudad perdida, en Garanhuns de Pernambuco?
Aún iba con frecuencia el comandante a pasear por los muelles. Lo mismo daba que hiciera sol o que lloviese. Asistía a la entrada y a la salida de los navíos, conocía todas las banderas.
Ya no podría andar por allí nunca más de cresta erguida. Ni en el Largo Dois de Julho ni en cualquier otra calle de Salvador. Vendió la casa a buen precio y compró una en Periperi, suburbio adonde no llegaban los rumores de la ciudad. Tomó a la mulata Balbina de cocinera y amante, embaló los instrumentos náuticos, la rueda del timón, la escala de cuerda, el catalejo, el telescopio, las pipas, los diplomas enmarcados, su pasado en los puentes de los navíos, cruzando mares encrespados, tempestades, huracanes, y se mudó de casa.
Un viejo marinero de cabeza erguida, cabellera al viento en lo alto de los peñascales.
DONDE EL NARRADOR, EMBARULLADO Y OPORTUNISTA, RECURRE AL DESTINO
Vean los señores: se pone un esforzado historiador a rebuscar la verdad en anales tan confusos como éstos, y, de repente, tropieza con versiones encontradas y opuestas, merecedoras todas, al menos en apariencia, de completo crédito. ¿A quién creer? De las dos versiones expuestas, la del propio comandante, hombre de méritos indiscutibles, y la de Chico Pacheco, con tantos detalles comprobables, ¿cuál preferir y ofrecer a los lectores? Está este pozo tan abarrotado de obstáculos, atravesadas ruedas de timón y mujeres livianas, que no sé cómo llegar al fondo para arrancar de allí, resplandeciente y desnuda, la memoria de uno de los dos adversarios, y exponer la del otro a la pública execración. ¿A quién exaltar? ¿A quién denigrar? Para ser sincero, he de confesar que me encuentro, a estas alturas de los acontecimientos, desorientado y confuso.
Pedí consejo al doctor Alberto Siqueira, nuestra eminente aunque discutida luminaria de la ciencia jurídica. Juez durante tantos años, en el interior y en la capital, debería ser apto para vislumbrar la luz de la verdad en todo este barullo. Eludió el asunto el Meritísimo, afirmando que le era imposible una sentencia, y que ni siquiera podía dar un parecer sin previo y profundo análisis de los autos del proceso. Como si estuviese juzgando el pleito entre Chico Pacheco y el Estado, y no un trabajo de investigación histórica aspirante al premio del Archivo Público. Me dolió el trato dado a mis páginas, y se lo dije. Pero el enfatuado jurista me replicó secamente que a mi estudio le faltaban las más rudimentarias nociones de lo que es la tarea de un historiador. A empezar por las fechas. Sin fechas, nadie sabe cuándo ocurrieron los sucesos narrados, el tiempo que transcurrió entre ellos, día, mes y año de nacimiento y muerte de las principales figuras. ¿Dónde se ha visto un libro de Historia sin fechas? ¿Qué es la Historia sino una sucesión de fechas que recuerdan hechos y acontecimientos?
Me tragué su crítica en silencio. No se me había ocurrido el detalle. Y aprovecho para poner aquí el asunto en claro, añadiendo las fechas imprescindibles. De nacimiento y muerte apenas sé ninguna, ni la del viejo Moscoso ni la del gobernador siquiera. En cuanto al comandante, murió en Periperi, en 1950, a los 82 años. Tenía treinta y tantos años cuando era amigo íntimo de aquellas personalidades. Los hechos narrados por Chico Pacheco ocurrieron -verídicos o inventados-, a principios de siglo, durante el gobierno de José Marcelino, iniciado en 1904. ¿Qué otras fechas tengo que precisar? No lo sé, lo digo francamente. Además, nunca en mi vida conseguí aprenderme las fechas de los libros de Historia, ni los nombres de ríos ni los volcanes que hay en los de Geografía.
Por lo demás, la seca observación del Meritísimo obedece mucho menos a un justo criterio que a cierta mala voluntad hacia mí, demostrada últimamente por el juez. Comenzó hace días; dejó de tratarme con la misma estima, ya no me invitó más a acompañarlo a casa de Dondoca por las tardes, y, por más que trato de halagarlo elogiando sus ideas y virtud, se mantiene reservado, mirándome acusador. No sé el motivo de tan brusca mudanza; debe de ser cosa de chismosos, pues no faltan intrigantes en Periperi, y muchos de esos canallas me envidian la intimidad con un jurista que tiene trabajos publicados en revistas del sur.
Incluso he llegado a pensar lo peor: que el Meritísimo sospeche, aunque sea vagamente, mis amores con Dondoca. Sería un desastre. Tratando del asunto con la chica me alarmé aún más. También ella ha notado en el juez un trato diferente: anda ahora muy preguntón, examinando sábanas y almohadas, exigiéndole constantemente juramentos de fidelidad.
Esto para colmo, como si no bastasen los quebraderos de cabeza que me trae este trabajo, esta ardua tarea de reconstruir la completa verdad en torno a las discutidas aventuras del comandante. Tengo aquí, ante mí, un montón de notas, resultado de mis investigaciones. ¿Y qué pasa? Si tomo unas, me encuentro en medio del océano, viajando por Asia y camino de Oceanía; Dorothy es la esposa angustiada del desatento millonario, abandonado al fin por el amor de un comandante de navío en cuyos brazos muere, de pasión y fiebres, en el sucio puerto de Makassar. Si tomo las otras, Dorothy es una ramera de la Pensión Montecarlo (pensión que, según mis investigaciones, existió realmente, y funcionó en el primer piso del inmueble donde, años más tarde, se estableció la redacción del Diario de Bahía), que largaba un amante tras otro, dormía con quien le pagaba y acabó amancebándose con un coronel del interior. Aquel sueco, Johann, que es piloto en unas notas, es comerciante en otras. Menéndez pasa de armador a socio de una firma comercial, aunque, eso sí, manteniéndose siempre de pésimo carácter. Total: un barullo de mil diablos.
Me han dicho que el tiempo acaba siempre por restablecer la verdad, pero no lo creo. Cuanto más tiempo pasa, más difícil es comprobar los hechos, encontrar pruebas concretas, detalles reveladores. Si ya fue difícil a los moradores de Periperi descubrir algo en aquellos tiempos, sin que llegaran a saber jamás quién mentía y quién decía la verdad, imagínense hoy, en este mes de enero de 1961, treinta y dos años después de los sucesos. Llegué a la conclusión de que sólo la intervención del destino, en una de esas casualidades aún sin explicación, puede realmente a veces llevarnos al conocimiento de la verdad. Sin ella, la duda será eterna: ¿Fue María Antonieta, liviana y corrompida como quieren los sectarios de la Revolución Francesa, o era una flor de pureza y bondad como la pintan los adoradores del oscurantismo realista? ¿Quién es capaz de descubrir la verdad pasado tanto tiempo? ¿Quién sabe si ella se acostaba o no con todos aquellos condes, hasta con el sueco?
Si no fuera porque el destino intervino en el momento exacto, no sé lo que hubiera acontecido en Periperi aquel año de 1929, a fines del invierno. Porque la población, ante la espantosa historia contada por Chico Pacheco, se dividió en dos mitades. Los partidarios del comandante por un lado, enarbolaban el título y la Orden de Cristo. Los detractores blandían la narración del ex inspector de Consumos. Se formaron dos partidos, dos sectas, dos columnas de odio. Se sucedían los encuentros violentos, y aquellos que habían mantenido la cabeza fría, como el viejo Marreco, tenían un conflicto a cada instante. Los jubilados y retirados de los negocios, reumáticos, con los riñones averiados, casi todos con estrechamiento de uretra, se amenazaban unos a otros, se insultaban. Cierto día Zequinha Curvelo se lanzó ciego contra Chico Pacheco, anunciando a voz en grito su decisión de arrancarle su lengua viperina. Como dijo el jefe de estación, aquellos vejestorios andaban con el diablo en el cuerpo.
Se dividió la población y también el arrabal: en los bancos de la estación que daban cara al mar se sentaban los partidarios del comandante; en los que daban a la calle, los de Chico Pacheco. La playa quedó para los primeros, la plaza para los segundos. En Plataforma, el padre Justo iba recibiendo las noticias y se llevaba las manos a la cabeza: ¿Cómo escoger padrino de las fiestas de San Juan el año próximo?
En medio de todo, sólo un hombre permanecía tranquilo y sosegado, sonriendo con su expresión bonachona, subiendo a los peñascales para ver la llegada de los navíos, preparando su coñac caliente por la noche, ganando al póquer y contando historias: el comandante Vasco Moscoso de Aragón.
Cuando llegaron a sus oídos los primeros rumores de la agitación provocada por Chico Pacheco, se limitó a comentar con los íntimos:
-Simple despecho...
Y se encogió de hombros, dispuesto a ignorar todas las habladurías. No le fue posible hacerlo, sin embargo, pues una parte de los antiguos oyentes de sus historias le volvió la espalda, y muchos se reían de sus aventuras. Sus propios partidarios empezaron a decirle que era necesario hacer algo que probase, sin sombra de duda, la falsedad de la narración del ex inspector de Consumos. Zequinha Curvelo, tras el casi pugilato con Chico Pacheco, le abrió su corazón.
-Comandante, discúlpeme, pero hay que hacer algo para acallar a esos calumniadores...
-Creo que tiene usted razón. Había decidido ignorar esas miserias, pero como hay quienes las creen, sólo me queda una actitud...
Estaba en uno de sus mejores momentos: la mano apoyada en la ventana, perdida la mirada en el mar, la cabellera agitada por la brisa.
-Usted, querido amigo, y Rui Pessoa serán mis testigos. Voy a desafiar a ese calumniador. Tendremos un duelo. Como soy el insultado, tengo derecho a elegir armas. Exijo revólver de seis tiros, hasta agotar la munición. A veinte pasos. Será en la playa. El muerto rodará hacia el mar...
El entusiasmo se apoderó de Zequinha Curvelo. Salió a toda prisa para iniciar el cumplimiento de su misión. Fracasó. Chico Pacheco no quiso ni nombrar padrinos. No era hombre para duelos, eso de los duelos era una idiotez inmensa. En nuestro tiempo, ya anticuado, cosa ridícula. Él, Chico Pacheco, tenía horror a las armas de fuego; ni verlas le gustaba. Y el charlatán había sido amigo de oficiales del Ejército y de la Marina, era capaz hasta de saber manejar una pistola, de tener buena puntería. No, no lo iba a liar en un duelo. Si el charlatán quería, que lo demandara por difamación, y él. Chico Pacheco, probaría todo lo que había dicho. Si tan valiente era, que fuera a la Justicia. Un duelo no probaba nada. Toda la ventaja la tenía el mejor tirador. No. No quería ni oír hablar de duelos.
Zequinha Curvelo pronunció una sola palabra:
-¡Cobarde!
La escena tuvo lugar en la plaza, donde se reunían los enemigos del comandante. Chico Pacheco perdió cierto crédito entre sus parciales. La perspectiva de un duelo agradaba igualmente a ambos bandos, los excitaba.
Fue, sin embargo, pasajera la ventaja del comandante. En el fondo persistía la duda. Sus historias ya no encontraban aquel eco antiguo, ya no despertaban el entusiasmo anterior.
El propio Zequinha Curvelo le hizo observar un día:
-La verdad es que las trolas de ese majadero nunca fueron desmentidas.
El comandante lo miró con sus ojos límpidos:
-Si tuviera que buscar pruebas para defenderme de un cobarde que huye del campo del honor, si entre mi palabra y la de él hay quien vacile, entonces prefiero marcharme de este pueblo para siempre. He visto anuncios de una casa en venta, en la isla de Itaparica. Allá por lo menos estaré en medio del mar, como si estuviese en el puente de un navío, lejos de envidias y de infamias.
Volvía a erguir la cresta:
-Un día me harán justicia. Lamentarán mi ausencia. Pero no me rebajaré a desmentir a un pusilánime, a un miserable cobarde.
Así estaban las cosas, en un callejón sin salida, cuando un nuevo acontecimiento llegó a imponer la verdad.
El nuevo suceso no dependió de la voluntad del comandante, ni de la de Chico Pacheco, ni de Zequinha Curvelo, ni de Adriano Meira, ni del viejo José Paulo, el Marreco, el único que no se exaltaba, que conservaba el equilibrio en medio de la tempestad. Fue el destino, el azar, denle ustedes el nombre que les plazca.
También quisiera para mí la intervención del destino, a ver si acababa de una vez con las sospechas crecientes del Meritísimo juez, doctor Alberto Siqueira, probándole la pureza de mis relaciones con Dondoca, reflejo sólo de la amistad que siento hacia la ínclita y desconfiada luminaria de nuestra jurisprudencia. ¿Imposible? ¿Por qué en realidad ando ornamentando la testa del Meritísimo, comiendo sus chocolatines y durmiendo con su amiguita? ¿Sólo por eso? ¿No saben acaso ustedes que el destino es caprichoso? Cuando interviene para restablecer la verdad, lo hace de acuerdo con sus simpatías y no a vista de pruebas y documentos. ¿Por qué no ha de poder entonces demostrar al Meritísimo mi inocencia, mostrándole incluso el servicio que le presto al sustituirle en el lecho de Dondoca? La dejo por las mañanas alegre y satisfecha, dispuesta así a aguantar, con paciencia y sonrisas, el rollo inmenso de nuestro emérito jurisconsulto.
DONDE SE CUENTA DE CÓMO EL COMANDANTE PARTE CON DESTINO IGNORADO, O PARA CUMPLIR SU DESTINO, PUES NADIE ESCAPA AL DESTINO EN ESTE MUNDO
Aquel día de lluvia ininterrumpida, chaparrones diluviales, viento cortante y frío, en que las olas llegaron a barrer el suburbio, el cielo cerrado en plomo oscuro, sin un rayo de sol, las calles encharcadas, también el comandante estaba de luto. Cinta negra en la gorra, brazal negro en su chaquetón marinero. Explicó a los íntimos, con voz conmovida, que era el aniversario de la muerte de Carlos I, rey de Portugal y de los Algarves, asesinado por exaltados republicanos en 1908, poco después de haber reconocido sus méritos honrándole con la Orden de Cristo. Todos los años, por esta fecha, se ponía de luto el comandante en memoria del monarca excelso que, desde las alturas de su trono, había sabido proclamar y premiar los hechos de quien abrió nuevas rutas al comercio marítimo.
En la estación, poco frecuentada aquel día, en un banco vuelto hacia el golfo, peroraba Zequinha Curvelo refregándole por los hocicos a Chico Pacheco (sentado al otro lado del andén cara a la calle), aquella Orden de Cristo, con medalla y collar, argumento incontestable. Sólo un irresponsable total era capaz de propalar una versión tan absurda: un rey de Portugal vendiendo, como si fuera bacalao, una encomienda tan respetable, negociando como un tendero cualquiera con una Orden venerable, famosa ya en tiempos de las Cruzadas y de los Templarios, tan seria y codiciada que hasta los republicanos la habían conservado, y para obtenerla porfiaban gobernantes y diplomáticos, científicos y generales, Realmente era mucha infamia decir y escuchar tranquilo aquellos disparates. No merecía el suburbio de Periperi la honra de albergar, en su vejez gloriosa, a ciudadano de tanta fama y prestigio como el comandante, portador de una distinción que en Bahía sólo J. J, Seabra poseía: La Orden de Cristo. El comandante estaba ya pensando, en vista de tanta envidia e ingratitud, marcharse de una vez; llevar a otro burgo más civilizado, el privilegio de contarlo entre sus habitantes.
-Se larga porque lo he desenmascarado -empezó a responder Chico Pacheco-. Va a meter sus trolas a otros imbéciles, el viejo sinvergüenza...
No continuó porque llegaba el tren de las diez y de él desembarcaba un misterioso viajero, jamás visto por allí, cubierto con un impermeable, paraguas en mano, preguntando si alguno conocía el domicilio de un capitán de altura, el comandante Vasco Moscoso de Aragón. Tenía que verlo con urgencia. Un asunto importantísimo lo traía hasta él. Amigos y adversarios, unánimes, se levantaron para acompañarlo hasta la casa de las ventanas abiertas sobre el mar, a pesar de que en aquel mismo instante caía otra violenta tromba de agua. Y los jefes de los dos grupos, Zequinha Curvelo y Chico Pacheco, quisieron informarse del importante asunto que el forastero tenía que discutir con el comandante.
No se hizo de rogar el desconocido. De camino, esquivando los baches sucesivos donde los pies se hundían hasta el tobillo, fue contando sus propósitos: Un barco de la Compañía Nacional de Navegación Costera, un Ita de los grandes, había llegado aquella mañana con la bandera a media asta. El comandante había muerto en la travesía de Río a Salvador, y el primer oficial había asumido el mando. Pero la ley exigía que, en el primer puerto y hasta la llegada de un comandante de la Compañía, fuera dirigido el navío por otro capitán de altura, cualquiera que allí se hallase desocupado, en vacaciones o ya jubilado. Leyes absurdas, como si el primer oficial no pudiera llevar el navío hasta Belem, donde la Compañía tenía otro comandante: uno de Para que pasaba las vacaciones en su tierra, y a quien habían cursado ya telegrama.
Él, el desconocido, era Américo Antunes, representante de la Costera en Bahía, y le había caído aquella breva. Como si no bastaran los líos del entierro del comandante...
-¿No tiraron el cuerpo al mar...? -quiso saber Zequinha.
Mejor hubiera sido. Le habrían evitado trabajos y quebraderos de cabeza. ¿Dónde iba a encontrar otro comandante? Fue, como es lógico, a la Comandancia de Marina, en cuyos libros constan los nombres y direcciones de los capitanes de altura diplomados en aquella Comandancia. Casi todos eran capitanes de lanchas fluviales, sin práctica de mar ni poderes para navegar en alta mar, y andaban por la banda de Sao Francisco con sus veleros. Comandante de verdad, con examen completo y tesis aprobada, sólo había uno, el tal Vasco Moscoso de Aragón, de cuyo paradero nada sabían en la Comandancia y a quien no habían encontrado en su domicilio declarado del Largo Dois de Julho. Pero al fin había descubierto, tras muchas idas y venidas, su domicilio actual, y venía a pedirle que tomara el mando del Ita hasta Belem, puerto final del viaje de ida, donde esperaría ya el otro comandante que lo traería de vuelta. Sería un favor a la Compañía y a los pasajeros, algunos ilustres, entre ellos un senador federal de Río Grande del Norte. Si no hubiera descubierto ese providencial comandante, barco y pasajeros hubieran tenido que esperar tres o cuatro días hasta que llegara otro capitán de altura de Río de Janeiro, lo que representaría un retraso para los pasajeros y un enorme perjuicio para la Compañía.
Chico Pacheco rió irónicamente:
-Pues van a tener que esperar, porque ese comandante no va a llevar el barco... Ya verá como no se mueve de aquí...
-No lo crea -cortó Zequinha Curvelo-. El comandante se sentirá muy feliz prestándoles este servicio...
-Feliz o no -aclaró el señor Antunes- tiene que hacerlo. Aunque esté de vacaciones o jubilado...
Llegaban ya a la puerta de la casa del comandante y lo vieron en la sala del fondo, ante la gran ventana que daba al mar, mirando la tormenta. Zequinha Curvelo lo llamó, hizo las presentaciones, explicó de qué se trataba frotándose las manos:
-Ahora comandante, podrá aplastar a esas serpientes.
Los adversarios se quedaron fuera, bajo la lluvia, sólo Zequinha Curvelo y Emilio Fagundes habían traspuesto el umbral, con el señor Antunes. El comandante miró a unos y a otros silencioso. El representante de la Costera completaba las explicaciones de Zequinha, diciéndole cuan agradecida le quedaría la Compañía, dispuesta además a recompensarlo de acuerdo con el favor prestado.
-Juré no volver a poner los pies en un puente de mando. Es una historia triste. Aquí, los amigos, conocen los detalles.
A Zequinha Curvelo no le gustó nada aquel comienzo:
-Pero teniendo en cuenta las circunstancias...
-Un juramento es un juramento. Palabra de marinero sólo hay una.
Intervino Américo Antunes.
-Discúlpeme, comandante, pero está obligado. Es la ley. Usted lo sabe mejor que yo. Las leyes del mar.
-Y de la honra manchada por ese hatajo de envidiosos -añadió Zequinha.
El comandante veía el grupo adversario allá fuera, disolviéndose bajo la lluvia cada vez más fuerte. Sólo los más obstinados seguían allí, buscando el abrigo de la casa de las hermanas Magalhaes, y en el hueco de la puerta la silueta de Chico Pacheco. Se volvió hacia los dos amigos:
-Permítanme que hable a solas con el señor Américo. Deseo discutir con él unos detalles...
Lo llevó hacia la sala, dejando a Zequinha Curvelo y a Emilio en el vestíbulo. Duró poco más de diez minutos la conferencia. Vieron al comandante volver acompañando al representante de la Costera, que repetía:
-Puede estar tranquilo. Todo saldrá bien.
Un apretón de manos, y el forastero cruzó la calle, corriendo, pues se oía el pitido del tren que llegaba de Paripé y tenía que cogerlo. Chico Pacheco fue tras él para saber las novedades, pero no podía competir en ligereza con el otro, y cuando llegó a la estación ya estaba saliendo el tren.
El comandante explicó a Zequinha y Emilio:
-Exigí un documento firmado por el presidente de la Costera, reconociendo las razones por las que quebranto mi juramento...
-¿Va a tomar el mando, entonces...? -Zequinha estaba entusiasmado.
-¿Y por qué no había de ir, si el deber me obliga y me firman un documento descargándome del juramento? Dorothy me perdonará...
Va, no va, es un farsante, es un gran hombre. Creció la discusión, se extendió la noticia arrancando de sus casas a los retirados, atrayéndolos a la estación, a pesar de la lluvia que seguía cayendo sin tregua, cada vez más fuerte.
Discusión y lluvia continuaron incluso después de la partida del comandante, acompañado de Balbina, en el tren de las dos, vestido con su uniforme de gala. Caco Podre arrastraba las maletas, el comandante llevaba en la mano su magnífico catalejo. En la estación dio la mano a amigos y adversarios, indistintamente; y tal vez hubiera estrechado también la de Chico Pacheco si el ex inspector de Consumos no se hubiera retirado a un extremo del andén.
Llegó el tren. El comandante Vasco Moscoso de Aragón abrazó a Zequinha Curvelo, apretándolo largamente contra su pecho. No dijo una palabra. Ya en la puerta del vagón se llevó la mano a la visera en un saludo militar.
-Ha huido... -anunció Chico Pacheco-. Nunca volverá...
-Va a mandar un navío hasta Belem -afirmó Zequinha Curvelo.
-Hay que ser muy burro para creérselo. Como no den con otro comandante, el barco ese va a echar raíces en el puerto. El charlatán se ha largado y no volverá a poner los pies aquí... Y si no, al tiempo...
-Calumnias.
-¿Por qué entonces se llevó a la cocinera? Un día de éstos, ya lo verán, se presentará alguien a embalar los trastos. Y dirán que la casa se ha vendido. ¡Pero si ya estaba preparando la fuga...! Lo único que ha hecho ha sido apresurarla...
-La verdad se sabrá a su tiempo. Quien viva, la verá -dijo Zequinha, que amaba las frases rotundas.
A las cinco, aún varios de ellos se encontraban en la playa a pesar de la lluvia. Desde allí veían a lo lejos el muelle de Bahía, y distinguían en el día neblinoso, la silueta negra y majestuosa del Ita en las maniobras del desatraque. Salía una densa humareda de la chimenea; estaría la sirena sonando en aquel instante. Luego emproaría a la bocana y desaparecería más allá del rompeolas.
Las discusiones prosiguieron, ásperas y violentas, hasta que los diarios trajeron las primeras noticias, llegadas por telegrama.