X

A las diez de la noche, Leonardo, levantándose del bidón de queroseno, se aproximó a las velas y miró la hora. Despertó a Eduardo, que dormía con la boca abierta, incómodo, en la silla.

-Me voy. A las seis estaré de vuelta para que pueda usted ir a casa a mudarse.

Eduardo estiró las piernas; pensó en su cama. Le dolía el pescuezo. En un rincón. Curió, Pe-de-Vento y Cabo Martin conversaban en voz baja, en una apasionante discusión: ¿quién de ellos iba a sustituir a Quincas en el corazón y en el lecho de Quiteria do Olho Arregalado? Cabo Martin, revelando un lamentable egoísmo, no aceptaba que lo borraran de la lista de herederos sólo por el hecho de poseer ya el corazón y el cuerpo esbelto de la negrita Carmela. Eduardo, cuando el eco de los pasos de Leonardo se perdió calle abajo, observó al grupo. La discusión cesó. Cabo Martin sonrió al comerciante. Éste miraba, envidioso, a Negro Pastinha, hundido en el mejor de los sueños. Se arrellanó nuevamente en la silla y puso los pies en el bidón de queroseno. Le dolía el cuello. Pe-de-Vento no resistió, sacó la rana del bolsillo y la puso en el suelo. La ranita saltó cómicamente. Era como un fantasma suelto por el cuarto. Eduardo no conseguía dormir. Miró al muerto en el ataúd, inmóvil. Era el único que estaba cómodo. ¿Por qué diablos tenía que estar él allí de centinela? ¿No era bastante con ir al entierro? ¿No había pagado parte de los gastos? Ya había cumplido su deber de hermano, y hasta de sobra, tratándose de un hermano como Quincas, un escándalo en su vida.

Se levantó, estiró brazos y piernas, abrió la boca en un bostezo. Pe-de-Vento escondía en la mano la verde ranita. Curió pensaba en Quiteria do Olho Arregalado. ¡Qué mujer!... Eduardo se paró ante ellos.

-Díganme una cosa...

Cabo Martin, psicólogo por vocación y por necesidad, se cuadró.

-A sus órdenes, mi comandante.

¿Quién sabe si no iría el comerciante a mandar por unas botellitas para ayudar en la travesía de la larga noche?

-¿Se van a quedar ustedes toda la noche?

-¿Con él? Sí, señor. Éramos sus amigos...

-Bueno, pues yo me voy a casa. A descansar un poco. -Metió la mano en el bolsillo y sacó un billete-. Ahí tienen eso. -Los ojos del cabo, de Curió y de Pe-de-Vento acompañaban sus gestos-. Para que se compren unos bocadillos. Pero no lo dejen solo. ¡Ni un minuto! ¿Eh?

-Vaya tranquilo. Le haremos compañía.

Negro Pastinha despertó con el olor del aguardiente. Antes de empezar a beber. Curió y Pe-de-Vento encendieron unos cigarros; Cabo Martin uno de aquellos puros de cincuenta centavos, negros y fuertes, que sólo los auténticos fumadores saben apreciar. Pasó la humareda poderosa bajo la nariz del negro, y ni aún así despertó, pero apenas destaparon la botella (la discutida primera botella que, según la familia, había llevado el cabo escondida bajo la camisa) el negro abrió los ojos y pidió un trago.

Los primeros tragos despertaron en los cuatro amigos un acentuado sentido crítico. Aquella familia de Quincas, con tanto dárselas de señorío, no eran más que un hatajo de tacaños. Todo lo hicieron a medias. ¿Dónde estaban las sillas para que se sentaran las visitas? ¿Dónde la bebida y la comida habituales hasta en los velatorios más pobres? Cabo Martin había velado a muchos difuntos, pero nunca había visto un velatorio más desangelado. Hasta en los más pobres servían por lo menos un café y un trago de aguardiente. Quincas no merecía tal trato. ¿Para qué andar dándoselas de rico y dejar al muerto en aquella humillación, sin nada que ofrecer a los amigos? Curió y Pe-de-Vento salieron en busca de asientos y comida. Cabo Martin opinaba que era necesario organizar el velatorio con un mínimo de decencia. Sentado en la silla, daba órdenes: cajones y botellas. Negro Pastinha, aposentado en el bidón de queroseno, asentía con la cabeza.

Había que reconocer que, por lo que se refiere al cadáver propiamente dicho, la familia se había portado bien. Ropa nueva, zapatos nuevos, una elegancia. Y velas bonitas, de las de iglesia. Pero, con todo, se habían olvidado de las flores. ¿Dónde se ha visto un cadáver sin flores?

-Está hecho un señor... ¡Un difunto de primera!

Quincas sonrió ante el elogio. El negro le devolvió la sonrisa.

-Padre Quincas... -dijo conmovido, y le dio un golpecito con el dedo en las costillas, como solía hacer cuando el difunto contaba un chiste.

Curió y Pe-de-Vento volvieron con los cajones, unos trozos de embutido y varias botellas. Formaron un corro en torno al muerto y Curió propuso que rezaran un Padrenuestro. Consiguió, con un sorprendente esfuerzo de memoria, recordar la oración casi entera. Los otros asintieron sin convicción. No les parecía cosa fácil. Negro Pastinha conocía varios cánticos del rito macumbé, invocaciones a Oxum y Oxalá, pero no iba más lejos su cultura religiosa. Pe-de-Vento hacía treinta años que no rezaba. Cabo Martin consideraba que preces e iglesias eran flaquezas poco concordes con la vida militar. Pero, así y todo, lo intentaron. Curió iba rezando y los otros repetían como mejor podían.

Curió, que se había puesto de rodillas y bajaba la cabeza contrito, se enfadó al fin.

-¡Pedazo de burros...!

-Falta de entreno... -dijo el cabo-. Pero algo es algo. El resto ya lo rezará mañana el cura.

Quincas parecía indiferente a los rezos. Seguramente tenía calor, enfardado en aquellas ropas de lana. Negro Pastinha examinó al amigo. Había que hacer algo por él: la oración no parecía haber servido de mucho. Tal vez cantando algo del candomblé... Algo había que hacer. Dijo a Pe-de-Vento:

-¿Dónde está el sapo? Dámelo...

-No es sapo, es rana. ¿Para qué lo quieres?

-Por si le gusta...

Pe-de-Vento tomó delicadamente la rana, la colocó en las manos cruzadas de Quincas. El animal saltó, se escondió en el fondo del ataúd. Cuando la luz oscilante de las velas daba en su cuerpo recorrían el cadáver fulguraciones verdes.

Entre Cabo Martin y Curió volvió a empezar la discusión sobre Quiteria do Olho Arregalado. Con la bebida, Curió se iba poniendo más combativo: elevaba la voz en defensa de sus intereses; Negro Pastinha protestó:

-No tenéis vergüenza: andar disputando su mujer, con él delante. Aún está caliente y vosotros venga ahí... como buitres...

-Que decida él... -dijo Pe-de-Vento, que tenía esperanzas de que Quincas le eligiera para heredar a Quiteria, su único bien. ¿No le había traído una rana verde, la más hermosa que encontró?

-¡Hum! -hizo el difunto.

-¿Lo ves? Se está hartando de esa charla -se enfadó el negro.

-Vamos a darle un trago a él también... -propuso el cabo, deseoso de hacerse grato al muerto.

Le abrieron la boca y echaron el aguardiente. Rebosó un poco por la solapa de la chaqueta y la pechera de la camisa.

-La verdad es que nunca he visto a nadie beber echado...

-Es mejor alzarlo un poco. Así podrá vernos de cara.

Sentaron a Quincas en el ataúd. La cabeza se movía a un lado y otro. Con el trago de aguardiente se había dilatado su sonrisa.

-Buena chaqueta... -Cabo Martin tocó la tela-. ¡Vaya bobada comprar ropa nueva para un difunto! Murió, se acabó, se va bajo tierra. Ropa nueva para que la coman los gusanos. Y tanta gente necesitada por ahí...

Palabras llenas de verdad, pensaron. Dieron otro trago a Quincas. El muerto movió la cabeza: era hombre capaz de dar la razón a quien la tenía. Estaba evidentemente de acuerdo con las consideraciones de Martin.

-Le estáis estropeando la ropa.

-Es mejor quitarle la chaqueta para no mancharla.

Quincas pareció aliviado cuando le quitaron la chaqueta, negra y pesada. Pero como seguía escupiendo aguardiente, le quitaron también la camisa. Curió iba enamorándose de los zapatos lustrosos: los suyos estaban hechos trizas. ¿Para qué quiere un muerto zapatos nuevos? ¿No es verdad, Quincas?

-Justo mi número...

Negro Pastinha recogió del rincón del cuarto las ropas viejas del muerto. Lo vistieron con ellas y lo reconocieron de nuevo.

-Ahora sí que es el viejo Quincas.

Se sentían alegres: Quincas parecía también más contento, desembarazado de aquella vestimenta incómoda. Particularmente agradeció a Curió, pues los zapatos le apretaban. El baratillero aprovechó para acercar su boca al oído de Quincas y susurrarle algo con relación a Quiteria. ¿Por qué lo hizo? Bien decía -Negro Pastinha que aquella charla sobre la chica irritaba a Quincas. Se puso furioso, echó una bocanada de aguardiente a los ojos de Curió. Los otros se estremecieron, amedrentados.

-Se enfadó.

-¿No os lo dije?

Pe-de-Vento estaba acabándose de poner los pantalones nuevos. Cabo Martin se quedó con la chaqueta. La camisa la cambiaría Negro Pastinha en una tasca conocida por una botella de aguardiente. Lamentaban la falta de calzoncillos. Con mucha razón Cabo Martin dijo a Quincas:

-No es por criticar, pero esa familia tuya resulta un poco roñica. El yerno se ahorró los calzoncillos...

-Son unos muertos de hambre... -precisó Quincas.

-Justo lo que dices. La verdad es que yo me lo callaba por no ofenderte. Al fin y al cabo son tus parientes. Pero ¡qué garrapos...! Hasta la bebida por cuenta nuestra. ¿Dónde se ha visto velatorio como éste?

-Ni una flor... -asintió Pastinha-. Para tener parientes de esos, mejor no tener nada.

-Los hombres, unos borregos; las mujeres, unas víboras -definió Quincas con precisión.

-Mira, amigo, la gordeta hasta vale un esfuerzo.

Tiene un mostrador que da gusto verlo.

-Un saco de pedos.

-No digas eso, amigo. Está un poco pasadilla, pero no es para despreciar. Yo vi cosas peores.

-Negro burro: qué sabes tú de mujeres.

Pe-de-Vento, sin el menor sentido de la oportunidad, habló a su vez:

-Para guapa, Quiteria, ¿eh, viejo? ¿Y qué va a hacer ella ahora? Yo hasta...

-¡Calla, desgraciado! ¿No ves que se cabrea?

Quincas sin embargo no oía. Se había vuelto violentamente hacia Cabo Martin que en aquel mismo momento, lo había dejado sin su trago en la distribución. Casi tira la botella de la cabezada...

-¡Dale aguardiente al viejo!... -exigió Negro Pastinha.

-Lo está desperdiciando -explicó el cabo.

-Que beba como quiera. Está en su derecho.

Cabo Martin enfiló la botella por la boca de Quincas.

-Calma, compañero, no quería molestarte. Ahí va: bebe lo que quieras. La fiesta es tuya...

Ya habían abandonado la discusión sobre Quiteria. Quincas no admitía ni que tocaran el asunto.

-¡Buen trago! -elogió Curió.

-De marca... -rectificó Quincas, experto.

-Su precio me costó...

La rana saltó al pecho de Quincas. Él la admiró un momento y no tardó en guardársela en el bolsillo de su viejo chaquetón mugriento.

La luna crecía sobre la ciudad y las aguas; la luna de Bahía, en su derroche de plata, entró por la ventana. Vino con ella el viento del mar, apagó las velas, ya no se veía el ataúd.

En la Ladeira había melodías de guitarras, voces de mujer que cantaban penas de amor. Cabo Martin empezó a cantar también.

-Le gustaban los cantares...

Cantaban los cuatro. La voz de bajo de Negro Pastinha se perdía más allá de la Ladeira, en el rumbo de los pataches. Bebían y cantaban. Quincas no perdía un trago, tampoco un son. Le gustaban los cantares.

Cuando ya estaban hartos de cantar, preguntó Curió:

-¿No era esta noche la comilona de Mestre Manuel?

-Esta noche era. Y había raya... -acentuó Pe-de-Vento.

-Nadie la prepara como María Clara -afirmó el cabo.

Quincas chasqueó la lengua. Negro Pastinha rió.

-Está loco por ir...

-¿Y por qué no? Podemos ir. Hasta es capaz de ofenderse Mestre Manuel si no vamos...

Se cruzaron sus miradas. Ya iban un poco retrasados, pues tendrían que pasar a recoger a las mujeres. Curió expuso sus dudas:

-Prometimos que no lo dejaríamos solo...

-¿Solo? ¿Y por qué vamos a dejarlo solo? Vendrá con nosotros...

-Tengo hambre -dijo Negro Pastinha.

Consultaron con Quincas:

-¿Quieres ir?

-¿Estoy lisiado para quedarme aquí?

Un trago para vaciar la botella. Pusieron a Quincas de pie. Negro Pastinha comentó:

-Está tan borracho que no se tiene. Con la edad está perdiendo el aguante ¡Vamos ya, viejito!

Curió y Pe-de-Vento se fueron delante. Quincas, satisfecho de la vida, en un paso de danza, iba entre Negro Pastinha y Cabo Martin, de bracete.