V
EL consejo de familia no duró mucho. Discutieron en torno a la mesa de un restaurante de la Baixa do Sapateiro. Por la calle, animada, pasaba una multitud alegre y presurosa. Enfrente, un cine. El cadáver había quedado entregado a los cuidados de una empresa funeraria, propiedad de un amigo de tío Eduardo Veinte por ciento de rebaja.
-El cajón ése resultó caro. Y ya no digamos si el acompañamiento fuera grande y necesitáramos autos. Hoy ni siquiera puede uno morirse.
Allí al lado habían comprado ropa nueva, negra la tela (no era gran cosa, pero, como decía Eduardo, hasta era demasiado buena para servir de pasto a los gusanos), un par de zapatos también negros, camisa blanca, corbata, calcetines. Calzoncillos, no eran necesarios. Eduardo iba anotando en un cuadernito cada gasto. Maestro en Economía, su tienda prosperaba.
En las manos hábiles de los especialistas de la funeraria, Quincas Berro Dagua iba volviendo a ser Joaquim Soares da Cunha, mientras los parientes comían una fritada de pescado en el restaurante y discutían las cosas del entierro. Prácticamente, discusión sólo la hubo sobre un detalle: de dónde iba a salir el ataúd.
Vanda quería llevarse el cadáver a casa, hacer el velatorio, en la sala, ofreciendo café, licor, pastas a los presentes, durante la noche. Llamar al padre Roque para los responsos. El entierro sería por la mañana temprano, para que pudiera asistir mucha gente: colegas de la oficina, viejos conocidos o amigos de la familia. Leonardo se opuso. ¿Para qué llevarse el muerto a casa? ¿Para qué invitar a vecinos y amigos, molestar a la gente? Sólo para que todos anduvieran recordando luego las locuras del difunto» su vida inconfesable de los últimos años, para avergonzar a la familia ante todo el mundo. Como había ocurrido aquella mañana en la oficina. No se habló de otra cosa. Cada uno sabía una historia de Berro Dagua y las contaban entre carcajadas. Él mismo, Leonardo, nunca hubiera creído que su suegro las hiciera tantas y tan gordas. Las había de espanto... Había que contar además con que muchas de aquellas gentes ya creían a Quincas muerto y enterrado, o viviendo en el interior. ¿Y los niños? Veneraban la memoria de un abuelo ejemplar, descansando en santa paz con Dios, y de repente llegarían los padres con el cadáver del vagabundo bajo el brazo, metiéndoselo en las narices. Sin hablar del hartón de trabajo que les iba a dar, de los gastos, como si no bastara ya con el entierro, el traje nuevo, el par de zapatos. Él, Leonardo, tenía mientras tanto que andar echando medias suelas a los suyos, para ahorrar. Ahora, con aquel gastazo, ¿cuándo iba a poder comprarse unos nuevos?
Tía Marocas, gordísima, adorando la fritada del restaurante, era de la misma opinión:
-Lo mejor es decir que murió en el interior, que llegó un telegrama. Después invitamos a la gente a los funerales. Que vaya quien quiera; la gente no está obligada a acompañarlo.
Vanda levantó el tenedor:
-Bien, pero así y todo, es mi padre. No quiero que le en fierren como un vagabundo. Y tú, Leonardo, ¿qué opinarías si fuese tu padre?
Tío Eduardo no era sentimental:
-¿Y qué era, sino un vagabundo? Y de los peores de Bahía. Ni siendo mi hermano lo puedo negar...
Tía Marocas soltó un eructo, harto el papo, y el corazón también.
-Pobre don Joaquim... Era bueno. Incapaz de hacer mal a nadie. Le gustaba esa vida, y cada uno tiene su destino. Desde niño era así. ¿Te acuerdas, Eduardo? Una vez, de pequeño, quiso marcharse con un circo. Una buena zurra le costó -dio una palmadita en el muslo de Vanda, como disculpándose-. Y tu madre, querida, era un poco mandona. Un día llegó y me dijo que quería ser libre como un pájaro. La verdad es que tenía gracia.
Nadie se la vio. Vanda frunció el entrecejo. Insistía.
-No lo estoy defendiendo. Mucho nos hizo sufrir a mí y a mi madre, que era mujer de bien. Y a Leonardo. Pero ni aún así quiero que lo entierren como a un perro sin amo. ¿Qué diría la gente cuando se enterara? Antes de empezar con sus locuras era persona considerada. Hay que enterrarlo como debe de ser.
Leonardo la miró, suplicante. Sabía que no servía de nada discutir con Vanda: siempre ella acababa por imponer su voluntad y sus deseos. También ocurría lo mismo en tiempos de Joaquim y Otacilia. Hasta que un día Joaquim se lió la manta a la cabeza y los dejó plantados. ¿Qué remedio, sino cargar con el cadáver, llevarlo a casa, avisar a amigos y conocidos, llamar a la gente por teléfono, pasar la noche en blanco oyendo contar cosas de Quincas, las risas en sordina, los guiños, todo, hasta la salida del entierro? Aquel suegro le había amargado la existencia, le había dado los mayores disgustos. Leonardo había vivido durante años con el temor de enterarse de «otra de las suyas», de abrir el diario y tropezarse con la noticia de su detención por vagabundaje, como ya había ocurrido una vez. No quería acordarse de aquel día en que, a instancias de Vanda, anduvo buscándole por la policía, de una comisaría a otra, hasta encontrar a Quincas en los sótanos de la Central, en calzoncillos y descalzo, jugando tranquilamente con rateros y timadores. Y después de todo eso, cuando creía que al fin iba a poder respirar, aún tenía que aguantar aquel cadáver todo un día y una noche en casa...
Pero Eduardo tampoco estaba de acuerdo, y era la suya una opinión de peso, ya que el comerciante había aceptado compartir los gastos del entierro:
-Todo eso está muy bien, Vanda. Que lo entierren como un cristiano. Con cura, ropa nueva, corona de flores. No es que lo mereciera, pero al fin y al cabo es tu padre y mi hermano. Está bien, de acuerdo, pero de ahí a meter el difunto en casa...
-¿Por qué? -repitió Leonardo como un eco.
-... fastidiar a medio mundo, tener que alquilar seis u ocho autos para el acompañamiento... ¿Sabes cuánto cuesta cada uno? ¿Y el transporte del cadáver desde el Tabuao a Itapagipe? Una fortuna. ¿Por qué no sale el entierro de aquí mismo? Vamos nosotros como acompañamiento. Basta un automóvil. Después, si se empeñan ustedes, invitamos a la gente a la misa de funeral.
-Di que murió en el interior -tía Marocas no abandonaba su propuesta.
-Bien. ¿Por qué no?
-¿Y quién vela el cuerpo?
-Nosotros mismos. ¿Para qué más?
Vanda acabó por ceder. En verdad -pensó- la idea de llevarse el cadáver a casa era una exageración. Sólo iba a dar trabajo, gastos, preocupaciones. Lo mejor sería enterrar a Quincas lo más discretamente posible comunicar después el óbito a los amigos e invitarlos al funeral.
Así quedó acordado. Pidieron los postres. Un altavoz atronaba, allí al lado, cantando las excelencias del plan de ventas de una inmobiliaria.