III

UNAS pocas personas, gente de la Ladeira, velaban el cadáver cuando Vanda llegó. El santero informó en voz baja:

-Es la hija. Tenía hija, yerno, hermanos. Gente distinguida. El yerno es funcionario, vive en Itapagipe. En una casa de primera...

Se apartaban para que pasara ella, esperando verla lanzarse sobre el cadáver, abrazarlo envuelta en lágrimas, sollozar quizá. En el camastro, Quincas Berro Dagua, los calzones viejos y remendados, la camisa despedazada, un enorme y grasiento chaleco, sonreía como si- aquello le divirtiera. Vanda se quedó inmóvil, mirando el rostro sin afeitar, las manos sucias, el dedo del pie asomado por el calcetín agujereado. Ya no tenía lágrimas para llorar ni sollozos para llenar el cuarto. Lágrimas y sollozos habían sido desperdiciados en los primeros tiempos de locura de Quincas, cuando ella hizo reiteradas tentativas para devolverlo a la casa abandonada. Ahora sólo miraba, con el rostro rojo de vergüenza.

Era un muerto poco presentable, cadáver de vagabundo fallecido al azar, sin decencia en su muerte, sin respeto, riéndose cínicamente, riéndose de ella, seguro que también de Leonardo, de toda la familia. Cadáver para el depósito, para que al fin se lo llevara el coche fúnebre de la policía y acabara sirviendo a los alumnos de la Facultad de Medicina en las clases prácticas. Cadáver para ser enterrado finalmente en una fosa común, sin cruz ni nombre. Era el cadáver de Quincas Berro Dagua, bebedor, libertino y jugador, sin familia, sin hogar, sin flores y sin rezos. No era Joaquim Soares da Cunha, correcto funcionario de la Dirección General de Rentas, jubilado tras veinticinco años de buenos y leales servicios, esposo modélico, a quien todos saludaban quitándose el sombrero y dándole la mano. ¿Cómo puede un hombre, a los cincuenta años, abandonar la familia, la casa, las costumbres de toda una vida, los amigos antiguos, para echarse a vagabundear por las calles, beber en las tabernas, frecuentar rameras, vivir sucio y barbudo, morar en infame cuchitril, dormir en un catre miserable? Vanda no le encontraba explicación válida. Muchas veces, por la noche, tras la muerte de Otacilia -ni en aquella solemne ocasión se dignó Quincas volver por casa de los suyos-, había discutido el asunto con su marido. Locura no era, o al menos locura de manicomio: los médicos se habían mostrado unánimes. ¿Cómo explicárselo, entonces?

Ahora, sin embargo, todo aquello había terminado, aquella pesadilla de años, aquella mancha a la dignidad de la familia. Vanda había heredado de la madre cierto sentido práctico, la capacidad de tomar y ejecutar rápidamente decisiones. Mientras miraba al muerto, desagradable caricatura de quien había sido su padre, iba decidiendo lo que convenía. Primero llamar al médico para que certificara la defunción. Después, vestir decentemente al cadáver, llevárselo a casa, enterrarlo al lado de Otacilia; un entierro no muy caro, pues andaban difíciles los tiempos, pero tampoco quedar mal ante la vecindad, ante los conocidos y colegas de Leonardo. Tía Marocas y Eduardo ayudarían. Y pensando en eso, los ojos clavados en el rostro sonriente de Quincas, Vanda pensó en qué iba a ser de la jubilación del padre. ¿Seguirían recibiéndola, o les darían sólo la ayuda del Montepío? Tal vez lo supiera Leonardo...

Volvióse hacia los curiosos que la observaban en silencio. Gentuza del Tabuao, la ralea en cuya compañía Quincas se complacía. ¿Qué hacían allí? ¿No comprendían que Quincas Berro Dagua había exhalado el último suspiro? ¿Que había sido sólo una invención del diablo, un mal sueño, una pesadilla? De nuevo volvería a ser Joaquim Soares da Cunha, y estaría ahora entre los suyos, al calor de un hogar honrado, reintegrado a su respetabilidad. Le había llegado al fin la hora del retorno, y esta vez no podría Quincas reírse a la cara de su hija y de su yerno, mandarlos al diablo, darles un irónico adiós y largarse silbando. Estaba tendido en el camastro, inerte. Quincas Berro Dagua, había terminado.

Vanda alzó la cabeza, paseó su mirada victoriosa por los presentes, ordenó con la misma voz de Otacilia:

-¿Desean algo? En caso contrario, pueden ir saliendo...

Luego se volvió hacia el santero:

-¿Podría llamar a un médico, por favor? Para certificar la defunción...

El santero asintió con la cabeza. Estaba impresionado. Los otros se iban marchando lentamente. Vanda se quedó sola con el cadáver. Quincas Berro Dagua sonreía, y el dedo grande del pie izquierdo parecía crecer en el agujero del calcetín.