VIII

AL caer la tarde, cuando se encendían las luces de la ciudad y los hombres abandonaban el trabajo, los cuatro amigos más íntimos de Quincas Berro Dagua -Curió, Negro Pastinha, Cabo Martin y Pe-de-Vento- bajaban por la Ladeira do Tabuao camino del cuarto del muerto. Hay que decir, en honor a la verdad, que aún no estaban borrachos. Eso sí, habían tomado sus tragos en la conmoción de la noticia, pero el picor de los ojos se debía a las lágrimas vertidas, al dolor desmedido, y lo mismo puede decirse de su voz ronca y del paso vacilante. ¿Cómo mantenerse completamente lúcido cuando muere un amigo de tantos años, el mejor compañero, el más completo vagabundo de Bahía? Lo de la botella que Cabo Martin llevaba escondida bajo la camisa, jamás llegó a probarse.

A aquella hora del crepúsculo, misterioso comienzo de la noche, el muerto parecía un poco fatigado. Vanda se daba cuenta. No era para menos: había pasado la tarde riendo, diciendo palabrotas, haciéndole muecas de burla. Ni siquiera cuando llegaron Leonardo y tío Eduardo, hacia las cinco, ni siquiera entonces descansó Quincas. Insultaba a Leonardo: «¡Tarugo!»; se reía de Eduardo. Pero cuando cayeron sobre la ciudad las sombras del crepúsculo, Quincas se inquietó. Como si esperara algo que tardaba en llegar. Vanda, para olvidar y confortarle, hablaba animadamente con su marido y los tíos, evitando mirar al muerto. Su deseo era volver a casa, descansar, tomar una pastilla que la ayudara a dormirse. ¿Por qué los ojos de Quincas miraban a veces a la ventana y otras a la puerta?

La noticia no les llegó a los cuatro amigos al mismo tiempo. El primero en saberla fue Curió. Empleaba éste sus múltiples talentos haciendo propaganda de una tienda de la Baixa do Sapateiro. Vestido con un viejo levitón mugriento, la cara pintada, se apostaba -por un salario mísero- a la puerta del establecimiento alabando la baratura y las virtudes de la mercancía, paraba a los transeúntes con sus bromas, los invitaba a entrar, casi los arrastraba a la fuerza. De vez en cuando apretaba la sed -empleo aquél como hecho adrede para secar garganta y pecho- y se largaba un momento a una taberna próxima donde echaba un trago para templar la voz. En una de esas idas y venidas le llegó la noticia, brutal como un golpazo en el pecho, y le dejó sin habla. Volvió cabizbajo, entró en la tienda y avisó al sirio que no contara más con él aquella tarde. Curió era aún mozo, y alegrías y tristezas lo afectaban profundamente. No podía soportar solo el choque terrible. Precisaba la compañía de los otros íntimos, de la pandilla habitual.

El corro junto a la rampa de los pataches, en la feria nocturna de Agua dos Meninos los sábados, en las Sete Portas, en las exhibiciones de lucha capoeira en la Estrada da Liberdade, era casi siempre numeroso: marineros, pequeños comerciantes del Mercado, papanatas, luchadores de capoeira, truhanes de todo tipo, participaban en las largas conversaciones, contaban sus aventuras, las movidas partidas de baraja, la pesca bajo la luna, las juergas en el barrio. Numerosos amigos y admiradores poseía Quincas Berro Dagua, pero aquellos cuatro eran los inseparables. Se habían encontrado durante años todos los días, habían pasado juntos todas las noches, con dinero o sin dinero, hartos de bien comer o muertos de hambre, compartiendo la bebida, juntos en la alegría o en la tristeza. Sólo ahora se daba cuenta Curió de cuan unidos estaban. La muerte de Quincas le parecía una amputación, como si le hubieran arrancado un brazo, una pierna, como si le hubieran saltado un ojo. Aquel ojo del corazón del que hablaba la madre-de-santo Senhora, dueña de toda sabiduría. Juntos, pensó Curió, debían llegar hasta el cuerpo de Quincas Berro Dagua.

Salió en busca de Negro Pastinha, a aquella hora sin duda en Largo das Sete Portas ayudando a los jugadores conocidos a desplumar pardillos, ganándose así unos cobres para el aguardiente de la noche. Negro Pastinha medía casi dos metros. Cuando hinchaba el pecho parecía un monumento, tan grande y fuerte era. Nadie podía con el negro cuando se ponía furioso. Cosa, por otra parte, y felizmente, difícil de acontecer, pues Negro Pastinha era de naturaleza alegre y bonachón.

Lo encontró en el Largo das Sete Portas, como había calculado. Y allí estaba, sentado en la acera del pequeño Mercado, hundido en lágrimas, agarrado a una botella casi vacía. A su lado, solidarios en el dolor y el aguardiente, vagabundos diversos hacían coro a sus lamentaciones y suspiros. Ya sabía la noticia, pensó Curió al ver la escena. Negro Pastinha echó un trago, secó una lágrima, gritó desesperado:

-Murió el padre de todos...

-... padre de todos... -gemían los otros.

Circulaba la botella consoladora, crecían las lágrimas en los ojos del negro, crecía su acerbo sufrir:

-Murió el hombre bueno...

-...hombre bueno...

De vez en cuando se incorporaba al corro un nuevo elemento, a veces sin saber lo que pasaba. Negro Pastinha le tendía la botella y soltaba su grito de apuñalado:

-Era bueno...

-... era bueno... -repetían los otros, menos el novato, a la espera de una explicación de tan tristes lamentos y aguardiente gratis.

-¡Habla también, desgraciado! -Negro Pastinha, sin levantarse, alzaba el brazo poderoso y sacudía un pescozón al recién llegado, con un brillo en los ojos-. ¿O es que crees que era un canalla?

Alguien se apresuraba a explicar antes de que las cosas fueran a peor:

-Fue Quincas Berro Dagua; murió.

-¿Quincas...? Era bueno... -decía el nuevo miembro del coro, convicto y aterrorizado.

-¡Otra botella! -reclamaba entre sollozos Negro Pastinha.

Un muchacho se levantaba ágilmente y se dirigía a la tasca vecina.

-Pastinha quiere otra botella.

La muerte de Quincas aumentaba, allá por donde pasaba la noticia, el consumo de aguardiente. Curió observaba desde lejos la escena. La noticia había ido más de prisa que él. También lo vio el negro y soltó un aullido espantoso, alzó los brazos al cielo y se levantó.

-Curió, hermanito, murió el padre de todos...

-...el padre de todos... -repitió el coro.

-¡Callar la boca, carajo! ¡Dejadme abrazar a mi hermano Curió...!

Cumplían los ritos de gentileza del pueblo de Bahía, el más pobre y el más civilizado. Se hallaron las bocas. Los faldones de la levita de Curió se alzaron al viento. Por su cara pintarrajeada empezaron a correr las lágrimas. Por tres veces se abrazaron él y Negro Pastinha, confundiéndose sus sollozos. Curió cogió la nueva botella, buscando consuelo en ella. Negro Pastinha estaba inconsolable.

-Se acabó la luz de la noche...

-...la luz de la noche...

Curió propuso:

-Vamos a buscar a los otros para ir a verle.

Cabo Martin podía estar en tres o cuatro lugares. O durmiendo con Carmela, cansado aún de la noche de la víspera; o conversando en la rampa do Mercado, o jugando en la Feira de Agua dos Meninos. Sólo a esas tres ocupaciones se dedicaba Martin desde que se había dado de baja en el Ejército, unos quince años antes: al amor, a la conversación, al juego. Jamás tuvo otro oficio conocido, las mujeres y los necios le daban lo bastante para ir viviendo. Trabajar después de haber llevado el glorioso uniforme le parecía a Martin una evidente humillación. Su altivez de mulato bien plantado y la agilidad de sus manos en la baraja hacía que todos lo respetaran. Sin hablar de su habilidad con la guitarra.

Estaba ejercitando sus habilidades con la baraja en la Feira de Agua dos Meninos. Haciéndolo tan sencillamente, contribuía a la alegría espiritual de algunos chóferes de autobuses y camiones, colaboraba a la educación de dos mulatillos que iniciaban su aprendizaje práctico de la vida y ayudaba a unos cuantos feriantes a gastar las ganancias obtenidas con las ventas del día. Realizaba así una obra de las más loables. No se explicaba en consecuencia que uno de los feriantes no mostrara mucho entusiasmo ante sus habilidades al bancar y mascullara entre dientes que «tanta suerte apestaba a mangancia». Cabo Martin alzó hacia el apresurado criticón sus ojos de azul inocencia, y le ofreció la baraja para que diera él si le apetecía y tenía la necesaria competencia para el caso. En cuanto a él. Cabo Martin, prefería jugar contra la banca, quebrarla en una sentada, reducir al banquero a la más negra miseria. Y no admitía insinuaciones sobre su honestidad. Como antiguo militar, era particularmente sensible a cualquier comentario que supusiera dudas sobre su honradez. Tan sensible era, que una provocación más y se vería obligado a partirle la cara a alguien. Creció el entusiasmo entre los mulatillos; los camioneros se frotaron las manos animados. Nada más agradable que una buena pelea, tan gratuita e inesperada. En ese momento, cuando todo podía ocurrir, surgieron Curió y Negro Pastinha cargando con la noticia trágica y la botella de aguardiente con un resto de dos dedos en el fondo. Desde lejos le gritaron al cabo:

-¡Ha muerto! ¡Ha muerto!

Cabo Martin los miró con ojo competente, deteniéndose en unos cálculos precisos sobre el contenido de la botella. Comentó para el corro:

-Algo importante ha pasado para que se hayan bebido ya una botella. O Negro Pastinha ganó en el juego, o Curió se ha enamorado.

Porque Curió era un romántico incurable y se enamoraba constantemente, víctima de pasiones fulminantes. Cada noviazgo era debidamente celebrado, con alegría al iniciarse, con tristeza y filosofía al terminar, poco tiempo después.

-Alguien murió... -dijo un camionero.

Cabo Martin escuchó atento.

-¡Ha muerto! ¡Ha muerto!

Venían los dos inclinados bajo el peso de la noticia. De Sete Portas a Agua dos Meninos, pasando por la Rampa dos Saveiros y por casa de Carmela, habían ido dando la triste noticia a mucha gente. ¿Por qué todos, en cuanto se enteraban de la muerte de Quincas, corrían a destapar una botella? No era culpa de ellos, en pleno arranque de dolor y luto, si había tanta gente por el camino, si tenía Quincas tantos conocidos y amigos. Aquel día se empezó a beber en Bahía mucho antes de la hora habitual. No era para menos. No todos los días muere un Quincas Berro Dagua.

Cabo Martin olvidó la discusión y observó cada vez más curioso, baraja en mano. Estaban llorando, no había duda. La voz de Negro Pastinha llegaba quebrada:

-Murió el padre de todos...

-¿Jesucristo o el Gobernador? -preguntó uno de los mulatillos, dándosela de chistoso. La mano del negro lo agarró, lo levantó en el aire y lo tiró al suelo.

Todos comprendieron que se trataba de algo serio. Curió alzó la botella y dijo:

-¡Ha muerto Berro Dagua!

Cayó la baraja de manos de Martin. El feriante malicioso vio confirmadas sus sospechas: ases y damas, cartas del banquero, se vieron en cantidad extendidas por el suelo. Pero también hasta él había llegado el nombre de Quincas, y decidió no discutir. Cabo Martin requisó la botella de Curió y acabó de vaciarla; luego la arrojó con desprecio. Miró largamente la feria, los camiones y autobuses de la calle, las lanchas en el mar, la gente yendo y viniendo. Tuvo la sensación de sufrir un vacío súbito. No oía ni siquiera los pájaros de las jaulas vecinas, en la barraca de un feriante.

No era hombre de llorar; un militar no llora, ni aun después de haber colgado el uniforme. Pero sus ojos parecieron disminuir, se quebró su voz, perdió toda fanfarronada. Era casi una voz de chiquillo preguntando:

-¿Cómo es posible?

Se unió a los otros tras recoger la baraja. Había que encontrar a Pe-de-Vento. Ése no tenía lugar seguro, a no ser los jueves y domingos por la tarde, cuando invariablemente iba al corro de la capoeira de Valdemar, en la Estrada da Liberdade. Cazaba ratas y sapos para venderlos a los laboratorios de investigaciones médicas, lo que hacía de Pe-de-Vento una figura admirada y daba a su opinión especial acatamiento. ¿No era él también un poco científico, no conversaba con doctores, no sabía palabras difíciles?

Sólo tras mucho caminar y varios tragos dieron con él, envuelto en su enorme chaqueta, como si sintiera frío, gruñendo para sí. Se había enterado de la noticia por otros caminos y andaba también buscando a los amigos. Al encontrarlos echó mano al bolsillo. Para sacar un pañuelo con que secarse las lágrimas, pensó Curió. Pero de las profundidades del bolso, Pe-de-Vento extrajo una pequeña rana verde como una pulida esmeralda.

-La tenía guardada para Quincas. Nunca encontré otra tan bonita.