PRIMER EPISODIO - DE LA LLEGADA DEL COMANDANTE AL SUBURBIO DE PERIPERI, EN BAHÍA, DEL RELATO DE SUS MÁS FAMOSAS AVENTURAS EN LOS CINCO OCÉANOS, EN MARES Y PUERTOS LEJANOS, CON RUDOS MARINEROS Y MUJERES APASIONADAS, Y DE LA INFLUENCIA DEL CRONÓGRAFO Y DEL TELESCOPIO SOBRE AQUELLA MORIGERADA COMUNIDAD SUBURBANA
DE CÓMO EL NARRADOR, CON CIERTA EXPERIENCIA ANTERIOR Y AGRADABLE, SE DISPONE A EXTRAER LA VERDAD DEL FONDO DE UN POZO
MI intención, mi única intención, pueden estar seguros, es sólo restablecer la verdad. La verdad completa, de tal modo que no quede ninguna duda en torno del comandante Vasco Moscoso de Aragón y de sus extraordinarias aventuras.
«La verdad está en el fondo de un pozo», leí una vez, no sé si en un libro o en un artículo periodístico, desde luego, en letras de molde, y, ¿cómo dudar de afirmación impresa? Yo, por lo menos, no acostumbro a discutir, y mucho menos a negar, la verdad de la literatura y el periodismo. Y, por si eso no bastara, varios titulados universitarios me repitieron la frase, no dejando así el menor margen para un error de revisión a fin de retirar la verdad del pozo y colocarla en mejor abrigo: palacio («La verdad está en el palacio real»), regazo («La verdad se esconde en el regazo de las mujeres hermosas»), polo («La verdad ha huido al polo norte») o pueblo («La verdad está en el pueblo»), frases todas ellas, creo yo, menos groseras, más elegantes, que no dejan esa oscura sensación de abandono y frío, inherente a la palabra pozo.
El Meritísimo doctor Siqueira, juez jubilado, respetable y probo ciudadano de calva lustrosa y erudita, me explicó que se trataba de un lugar común, es decir, de cosa tan clara y sabida que llega a convertirse en un proverbio, en un dicho de todos. Con su voz grave, de inapelable sentencia, añadió un detalle curioso: no sólo la verdad está en el fondo de un pozo, sino que allá se encuentra enteramente desnuda, sin ningún velo que le cubra el cuerpo, ni siquiera las partes vergonzosas. En el fondo del pozo y desnuda.
El doctor Alberto Siqueira es la cumbre, el colmo de la cultura en ese suburbio de Periperi donde vivimos. Es él quien pronuncia el discurso el 2 de julio en la Plaza y el 7 de septiembre en el Grupo Escolar, sin hablar de otras fechas menores, y de los brindis de cumpleaños o bautizo. Al juez le debo mucho de lo poco que sé, a esas conversaciones nocturnas en el jardín de su casa; le debo por todo respeto y gratitud. Cuando él, con la voz solemne y el gesto preciso, esclarece una duda, en aquel momento todo me parece claro y fácil, no me asalta ninguna objeción. Cuando lo dejo, sin embargo, y me pongo a pensar en el asunto, se van la claridad y la evidencia, como, por ejemplo, en ese caso de la verdad. Vuelve todo a ser oscuro y difícil, intento recordar las explicaciones del Meritísimo y no lo consigo. Un verdadero lío. Pero, ¿cómo dudar de la palabra de un hombre de tanto saber, con los estantes abarrotados de libros, códigos y tratados? Sin embargo, por más que él me explique que se trata sólo de un proverbio popular, muchas veces me encuentro pensando en ese pozo, profundo y oscuro, desde luego, donde fue la verdad a esconder sus desnudeces dejándonos en la mayor confusión, discutiendo por esto y por lo otro, llevándonos a la ruina, a la desesperación y a la guerra.
Pero el pozo no es realmente un pozo, y el fondo del pozo no es el fondo de un pozo. Según el proverbio, eso significa que la verdad es difícil de revelarse, que su desnudez no se exhibe en la plaza pública al alcance de cualquier mortal. Pero es nuestro deber, el de todos nosotros, buscar la verdad en cada hecho, hundirnos en la oscuridad del pozo hasta encontrar su luz divina.
«Luz divina» es del juez, como todo lo del párrafo anterior. Él es tan culto que habla en tono de discurso, usando palabras bonitas hasta en las charlas familiares con su dignísima esposa doña Ernestina: «la verdad es el faro que ilumina la vida», acostumbra a repetirme el Meritísimo, dedo en ristre, cuando, por la noche, bajo un cielo de incontables estrellas y poca luz eléctrica, conversamos sobre las novedades del mundo y de nuestro suburbio. Doña Ernestina, gordísima, lustrosa de sudor y un tanto así como débil mental, asiente balanceando su cabezota de elefante. Un faro de poderosa luz iluminando a lo lejos, he ahí la verdad del noble juez jubilado.
Tal vez por eso mismo su luz no penetre en los escondrijos más próximos, en los recovecos de las calles, en el oculto recodo de las Tres Borboletas, donde se abriga, en la discreta penumbra de una casita entre árboles, la hermosa y risueña mulata Dondoca, cuyos padres acudieron al Meritísimo cuando Zé Canjiquinha desapareció de la circulación, rumbo al sur.
«Había tumbado a la mulatita», según frase pintoresca del viejo Pedro Torresno, padre afligido, y dejó a la chiquilla allí, sin honra y sin dinero:
-En la miseria, señor juez, en la miseria...
El juez echó un discurso moral, cosa digna de oírse, y prometió providencias. Y, en vista del conmovedor cuadro de la víctima sonriendo entre lágrimas, soltó unos billetes, pues, bajo la pechera almidonada del magistrado late, por difícil que sea creerlo, un bondadoso corazón. Prometió dar orden de busca y detención del «sórdido don Juan», olvidándose, en su entusiasmo por la causa de la virtud ofendida, de su condición de jubilado, sin fiscal ni comisario a sus órdenes. Iba a interesar también en el caso a sus amigos de la ciudad. El «conquistador de vía estrecha» iba a recibir su merecido...
Y fue él mismo, tan consciente es el doctor Siqueira de sus responsabilidades de juez (aunque jubilado), a dar noticia de sus providencias a la familia ofendida y pobre en su distante chabola. Dormía Pedro Torresno aún el aguardiente de la víspera; lavoteaba sus ropas allá al fondo la flaca Eufrasia, madre de la víctima, y ésta cuidaba el fogón. Se abrió una sonrisa en los labios carnosos de Dondoca, tímida pero expresiva, y el juez la miró austero, cogiéndola de la mano:
-Vengo para reñirla...
-Yo no quería. Fue él... -lloriqueó la bella.
-Muy mal hecho -y seguía sujetando el brazo de prietas carnes.
Se deshizo ella en lágrimas arrepentidas, y el juez, para mejor reprenderla y aconsejarla, la sentó en su regazo, le acarició las mejillas, le pellizcó el brazo. Admirable cuadro: la severidad implacable del recto magistrado temperada por la bondad comprensiva del hombre. Escondió Dondoca el rostro avergonzado en el hombro confortador. Sus labios hacían cosquillas inocentes en el pescuezo ilustre.
Zé Canjiquinha nunca fue encontrado. En compensación, Dondoca quedó, desde aquella afortunada visita, bajo la protección de la justicia, y anda hoy elegante, se ganó la casita de la rinconada de Tres Borboletas y Pedro Torresno dejó definitivamente de trabajar. He ahí una verdad que no ilumina el faro del juez y que me obligó a bucear un poco para encontrarla. Para contar toda la verdad debo añadir que fue agradable, delicioso buceo, pues en el fondo de ese pozo estaba el colchón de lana del lecho de Dondoca, donde ella me cuenta -cuando a eso de las diez de la noche dejo la prosa erudita del Meritísimo y de su voluminosa consorte- divertidas intimidades del preclaro magistrado, desgraciadamente no aptas para letra de molde.
Tengo pues, como puede comprobarse, cierta experiencia en el asunto: no es la primera vez que investigo la verdad. Me siento así, bajo la inspiración del juez -«es nuestro deber, el de todos nosotros, investigar la verdad de cada hecho»-, dispuesto a desenrollar el ovillo de las aventuras del comandante, aclarando de una vez para siempre cuestión tan discutida y complicada. No se trata sólo de los hilos enredados de un ovillo sino de algo mucho más difícil. Constantemente aparecen nudos ciegos, nudos de marinero, cabos sueltos, hilos tronzados, hebras de otro color, cosas acontecidas y cosas imaginadas y, ¿dónde está la verdad de todo ello? En la época en que esto sucedió, hace más de treinta años, en 1929, las aventuras del comandante, y él mismo, eran el centro de la vida del Periperi, dando lugar a ardorosas discusiones, dividiendo a la población, provocando enemistades y rencores, casi una guerra santa. De un lado, los partidarios del comandante, sus admiradores incondicionales; de otro, sus detractores, y al frente de ellos el viejo Chico Pacheco, inspector de Hacienda jubilado, aún hoy memoria recordada entre sonrisas, lengua de víbora, hombre irreverente y escéptico.
A todo, sin embargo, llegaremos con tiempo y paciencia. La búsqueda de la verdad requiere no sólo decisión y carácter, sino también método y buena voluntad. Por ahora estoy aún al borde del pozo buscando la mejor manera de bajar a sus misteriosas profundidades. Y ya sale de su tumba en un remoto cementerio, el viejo Chico Pacheco para embarullarme, para imponer su presencia, para hacerme perder el hilo. Sujeto quisquilloso y metomentodo, con la manía de la evidencia, amigo de exhibirse, su ambición era ser el primero de ese florido burgo suburbano donde todo es suave y manso, hasta el mar, mar de golfo donde jamás se alzan olas furiosas; playa sin oleaje y sin corrientes, vida pacífica y demorada.
Mi deseo, mi único deseo, pueden creerme, es ser objetivo y sereno. Buscar la verdad entre el brío de las polémicas, desenterrarla del pasado, sin tomar partido, arrancando de las más diferentes versiones todos los velos de la fantasía capaces de encubrir, aunque sólo sea en parte, la desnudez de la verdad, aunque ya había tenido ocasión de comprobar en carne propia, o mejor aún, en la carne dorada de Dondoca, que no siempre es más seductora la absoluta desnudez que aquella que se esconde bajo cobertura o tela capaz de ocultar un seno, un trozo de pierna, la curva de la cadera. Pero, digámoslo de una vez, no es para acostarnos con ella en una cama por lo que la buscamos con tanta obstinación y desespero por esos mundos adelante.
DEL DESEMBARCO DEL HÉROE EN PERIPERI Y DE SU INTIMIDAD CON EL MAR
-¡Adelante, grumetes!
Voz habituada a dar órdenes. Hizo un ademán como indicando el rumbo, bajó los tres escalones de la plataforma, asumió el control de la travesía, firme el pulso al timón, los ojos en la brújula.
Se formó una especie de pequeño cortejo y desfilaron por la calle: al frente, decidido y sereno, el comandante. Unos metros atrás. Caco Podre y Misael, los dos mozos de cuerda, con parte del equipaje. Caco Podre a aquellas horas ya había bebido sus tragos habituales: su paso era incierto, no le iba del todo mal el tratamiento de grumete que le dio el recién llegado. Luego, tras ellos, venían los curiosos, cambiando cuchicheos en un grupo que se dilataba. Luego, la rueda del timón en la cabeza de Misael, como un reclamo.
No entró en la casa. Se contentó con indicarla a los cargadores, y siguió caminando. Se dirigió a la playa, anduvo hasta los roquedos, se paró a medirlos con mirada experta, inició la escalada. Altos no eran, escarpados tampoco, rampa suave por donde en los días veraniegos subían y bajaban los chiquillos, y por la noche se escondían los enamorados. Pero había tal dignidad en el porte del comandante que todos comprendieron las dificultades de la empresa, como si de súbito los modestos escarpes se hubieran transformado en abrupta muralla de peñascos, jamás vencida por pies humanos.
Al llegar a lo alto se quedó parado, los brazos cruzados sobre el pecho, la vista clavada en las aguas. Así, inmóvil, el rostro contra el sol, la cabellera al viento (aquella suave y permanente brisa de Periperi), parecía un soldado en posición de firmes, o, dada su ingente humanidad, un general en bronce, una estatua. Vestía una chaqueta extraña, con algo de guerrera militar, de paño azul y grueso, de amplias solapas. Sólo Zequinha Curvelo, lector asiduo de novelas de aventuras, adivinó que allí se hallaba, ante ellos, en carne y hueso, un hombre de mar, habituado a navíos y tempestades. Murmuró su opinión a los demás: una chaqueta como aquélla ilustraba la cubierta de una novela de aventuras, historia frágil de veleros en un mar de temporales y sargazos. El marino de la cubierta llevaba una chaqueta igual.
Apenas duró un segundo aquella inmovilidad, pero fue un momento largo, casi eterno, imagen que quedó grabada en la memoria de los vecinos. Después extendió con gesto amplio el brazo corto, y dijo solemnemente:
-Aquí estamos, Océano, nuevamente juntos.
Otra vez volvió a cruzar los brazos sobre el pecho: era una afirmación, pero también un desafío. Su mirada dominaba las aguas tranquilas del golfo, donde mar y río se mezclaban en bahía acogedora. A lo lejos, negros navíos anclados, rápidos pataches cuyas blancas velas punteaban el azul sereno del paisaje. Había en aquella mirada y en la postura inmóvil, la revelación de una antigua intimidad con el Océano, hecha de amor y cólera, de vividas historias, sensible incluso para aquellos corazones pacatos, tan distantes de aventuras y heroísmo. Hay que exceptuar en justicia a Zequinha Curvelo, que no vivía en otro clima: devorador incansable de folletines baratos, a vuelta siempre con piratas y pioneros, preparado ya para ser el protoprofeta, de San Juan Bautista anunciador del héroe desembarcado.
Así, cuando el comandante descendió de los roquedos y penetró en el círculo de la vecindad, murmurando, como si hablase consigo mismo, «lejos del Océano no puedo vivir...», penetró también en la admiración de sus nuevos conciudadanos. Parecía no verlos, sin embargo, no darse cuenta de su presencia y curiosidad. Como si cada gesto obedeciese a un cálculo preciso, midió primero con la vista la distancia que lo separaba de la casa próxima y aislada, junto a la playa, las ventanas abiertas sobre el agua. Marcó su rumbo hacia la puerta, inició el abordaje. Los vecinos seguían atentos sus movimientos, lo miraban con respeto: la faz redonda y rojiza, la abundante cabellera plateada, la chaqueta marinera con brillantes botones metálicos. Iniciada la marcha, entre ellos y el comandante se colocó Zequinha Curvelo: había tomado posesión de su puesto.
Los cargadores llegaron con el resto del equipaje. El comandante dio unas órdenes precisas y categóricas. Maletas, camas, armarios para los cuartos, embalajes y cajones colocados en la sala.
Sólo entonces, terminada la tarea, pareció ver a la pequeña multitud que lo contemplaba desde la calle. Sonrió, inclinó la cabeza en un saludo y se puso la mano sobre el pecho con un gesto en el que había algo de oriental, de exótico. Un coro de «buenas tardes» respondió al saludo. Zequinha Curvelo, llenándose de valor, avanzó un paso hacia la puerta.
El comandante estaba sacando de uno de los amplios envoltorios un objeto inesperado. Parecía un revólver. Zequinha retrocedió. No era un revólver. ¿Qué diablos sería? Se lo puso en la boca el comandante: era una pipa, pero no una simple pipa, ya de por sí bastante extravagante en aquel pacato suburbio. Era una cachimba de espuma, trabajada: la boquilla representaba piernas y muslos desnudos de mujer, en la cazoleta, esculpidos, el busto y la cabeza. «¡Oh!», murmuró Zequinha inmóvil.
Cuando se recobró, el recién llegado vecino se iba apartando de la puerta. Zequinha se apresuró a ofrecerle sus servicios: ¿Podía serle útil en algo?
-Muchas, muchas gracias... -agradeció el comandante, y declinó con un gesto. Luego sacó de la cartera una tarjeta de visita y se la tendió, añadiendo-: Un viejo marinero a sus órdenes.
Lo vieron después, ayudado por los cargadores, martillo en mano, abriendo cajones. Salían instrumentos raros: un catalejo enorme, una brújula. Aún siguieron los curiosos en las inmediaciones, contemplándolo. Después fueron a propalar las noticias. Zequinha exhibía la tarjeta ornada con un ancla:
Comandante
VASCO MOSCOSO DE ARAGÓN
Capitán de Transatlántico
He aquí los sucesos de su llegada a Periperi, en aquel comienzo de una tarde infinitamente azul, cuando, de golpe, estableció su reputación y fijó en imagen para todos.
DONDE SE TRATA DE JUBILADOS Y RETIRADOS DE LOS NEGOCIOS, CON MUJERES EN LA PLAYA Y EN LA CAMA, DONCELLAS EN FUGA, RUINA Y SUICIDIO, Y UNA PIPA DE ESPUMA DE MAR
Un clima propicio, hecho de tragedia y de misterio, había precedido al memorable día del desembarco del comandante, como si el destino estuviera preparando a aquellas gentes para los acontecimientos venideros.
Sólo de tiempo en tiempo un hecho inesperado rompe la monotonía de esa vida de suburbio. Eso de marzo a noviembre, porque en los meses de vacaciones: diciembre, enero y febrero, todos estos arrabales, entre los que Periperi es el mayor, el más populoso y el más bello, se llenan de veraneantes. Muchas de las mejores casas permanecen cerradas durante casi todo el año; pertenecen a familias de la ciudad, se abren sólo en verano. Entonces se anima Periperi, invadido de repente por una juventud alegre: muchachos que juegan al fútbol en la playa, muchachas en maillot tendidas en la arena, barcos que cruzan las aguas, paseos, fiestas campestres, charlas amorosas bajo los árboles de la plaza o a la sombra de los roquedales.
De los recuerdos de esos tres meses, de los comentarios sobre las historias y sucesos del último verano, vive la población estable los nueve meses restantes. Recordando noviazgos, fiestas, peleas entre jóvenes atletas apasionados y celosos, y los comentarios sobre un chiquillo que estuvo a punto de ahogarse, bailes de cumpleaños, borracheras que turban el silencio de la noche.
La población estable (si exceptuamos a los pescadores y unos pocos comerciantes -dueños de la única panadería, de dos bares, de otros tantos tenduchos, de la farmacia- y algunos funcionarios que viven al lado de la estación) está formada por jubilados y retirados de los negocios con sus respectivas familias, casi siempre sólo la esposa, y a veces una hermana solterona. Algunos de esos ancianos personajes afirman que prefieren el Periperi provinciano de antes o después del veraneo, pero la verdad es que de un modo u otro todos acaban por sentirse presos en la turbulenta agitación de la temporada estival, aunque no sea más que para acechar con ojos desorbitados y codiciosos los cuerpos femeninos semidesnudos en la playa -¡mujeres de bandera!- o para comentar acerbamente lo que hacen las parejas en los rincones oscuros. Don Adriano Meira, antiguo negociante de materiales de construcción, retirado ahora, sale todas las noches de verano, después de las nueve, linterna en mano, para, como él dice, «pasar revista a los enamorados, ver si se portan bien». Estableció una ruta completa de rincones, covachas en el roquedal y setos, fondos de patio, portalones y esquinas, donde los enamorados buscan las soledades propicias al amor. Al día siguiente, don Adriano proporciona una relación circunstanciada y picaresca. Los viejos jubilados se frotan de manos, brillan sus ojos.
Todo eso sólo cubre los meses de verano. Cada suceso es recordado, analizado largamente, descompuesto con minucia, una vez partidos los veraneantes, cuando la paz del mundo desciende sobre Periperi, cuando el tiempo es largo de pasar y la linterna de don Adriano ilumina sólo en los recantos oscuros las borracheras de Caco Podre o los encuentros de cocineras y pescadores.
Existen los veranos excepcionales, no por la belleza de los días, por el mayor esplendor de verdes y azules en los árboles y en el agua, por las noches de brisa más fresca y estrellas más numerosas. Todo esto no les importa lo más mínimo a retirados y pensionistas. Excepcionales son aquellos veranos en los que se registra un buen escándalo, un verdadero y ruidoso escándalo, plato capaz de alimentar él solo las charlas de los meses muertos. Pero esto ocurre muy de tarde en tarde, ¡una pena!
Pues bien: el verano que precedió a la llegada del comandante fue de una prodigalidad nunca vista. Dos escándalos, uno a principios de enero, otro después de Carnaval, con trágico desenlace, le dieron lugar aparte en el calendario suburbano.
No se puede establecer de buena fe relación propiamente dicha entre el caso del teniente coronel Ananías Miranda, de la Policía Militar, y el comandante Vasco Moscoso de Aragón, pero hay una tendencia general a ligar los dos hechos, como si las desdichas de Ananías fuesen una especie de prólogo a las aventuras de Vasco.
Si no mereciese la voz del pueblo el respeto de los historiadores, no valdría la pena relatar aquí ese incruento escándalo de enero, si bien existen siempre, en cada suceso, lecciones que aprender. Así en los ruidosos -y veloces- sucesos que envolvieron al teniente coronel, a su esposa Ruth y al joven estudiante de Derecho, Arlindo Paiva, encontraremos, por lo menos, dos valiosas enseñanzas. Primero: hasta las mejores y más puras intenciones pueden ser mal interpretadas. Segundo: no se debe confiar en los horarios, por rígidos que sean, ni siquiera en los horarios militares.
Las intenciones se refieren al estudiante, los horarios -al bizarro oficial de la Policía Militar. A Ruth se refería la soledad de las tardes de calor, la languidez del tiempo vacío, la necesidad de consuelo moral. Era una belleza de lozana madurez, ojos de largas pestañas melancólicas, cuerpo afligido, tendido bajo el sol en la playa, quejumbroso: ¿de qué sirve tener marido si no tenía compañía en las tardes monótonas de Periperi? El teniente coronel desayunaba a las diez de la mañana y salía corriendo para alcanzar el tren; era rígido el horario en su corporación. Y no volvía hasta las siete de la tarde. Se ponía entonces el pijama, cenaba, se sentaba en la puerta, en una mecedora, a dormitar. ¿Es eso tener marido, hombre en su vida, con la obligación de procurarle cariño y ternura, de cuidar de su cuerpo y de su alma?, se preguntaba en la playa, lánguida y desolada, Ruth de Morais Miranda, mientras el sol le quemaba el cuerpo y el abandono le iba royendo el alma.
Conmovido por la melancolía de la señora coronela, tan necesitada de asistencia moral, de compañía que rompiera su dura soledad, el joven Paiva no vaciló en sacrificarle algunas horas de sus días llenos de agradables quehaceres. Abandonó paseos, sensacionales partidos de fútbol en la playa, charlas instructivas con sus colegas, y hasta un prometedor noviazgo. Generosa conducta de un corazón bien formado, digna de toda alabanza. Ya que allí, en Periperi, no podía la pobre señora llenar sus tardes con sesiones de cine, visiteos, ir de tiendas por la calle de Chile, él colocó su talento, su juventud y un bigote incipiente y seductor al servicio de aquella desolada aflicción.
Pero el teniente coronel consiguió un día burlar la rigidez de los horarios militares. Iría a dar una sorpresa a su mujercita, siempre quejándose de su ausencia. Cuando, al volver de noche a casa, quería tomarla en brazos, ella lo rechazaba, vengativa, herida en su orgullo de mujer:
-Me dejas aquí, sola, todo el día, como si no existiera.
Compró un kilo de uvas, fruta predilecta de Ruth. Ella rompía con los dientes los granos jugosos. Compró un queso, una lata de mermelada. Y, para completar la fiesta, una botella de vino portugués. Tomó el tren de las dos y media. Ruth estaría solitaria y triste, la pobrecilla...
No estaba solitaria y triste. Apenas atravesó el umbral, ya tuvo el teniente coronel la primera sorpresa: al verlo, Zefa, la criada, cuya fidelidad a la casa databa de muchos años, desapareció como llevada del diablo por la puerta del fondo pidiendo socorro. Del dormitorio llegaban músicas alegres, la risa de Ruth, y otra risa, ¡Dios santo! Con los paquetes colgando de los dedos, la botella bajo el sobaco, Ananías abrió la puerta de un puntapié. Hombre poco sensible a las visiones estéticas, no se deleitó en el espectáculo de dos cuerpos juveniles y desnudos, ni con la poesía de las ternezas caminadas entre el talentudo estudiante y la hermosa coronela. No se sintió embargado por la admiración. Al contrario, se llenó de ira, se enredó con los paquetes (había enhebrado los cordones en los dedos), y perdió así parte de la dignidad necesaria en aquel momento. Esto fue lo que salvó al joven Paiva. Sin cuidarse de las ropas saltó del lecho, abrió la ventana y se plantó en la calle. Desnudo, como su madre lo echó al mundo, atravesó la plaza abarrotada a una velocidad de campeón olímpico. Libre al fin de los cordeles, pistola en mano, el teniente coronel de la Policía Militar apareció un momento después persiguiéndolo con palabrotas y disparos. Por la ventana abierta los curiosos más audaces aún pudieron ver la desnuda y desconsolada soledad de Ruth clamando su inocencia.
Desapareció el estudiante, escondido por la familia o por amigos. Hubo largas explicaciones a puerta cerrada entre el militar y la esposa, hicieron las maletas y marcharon aquella misma noche en el último tren. Iban los dos agarraditos y cariñosos, según el testimonio de algunos felices espectadores que presenciaron el embarque.
Ligar estos sucesos al comandante, no parece fácil. Sin embargo, el viejo Leminhos, jubilado de Correos y único testigo vivo de los acontecimientos, siempre que recuerda la historia del capitán de altura no deja de añadir: «Las cosas comenzaron cuando un mayor de la Benemérita pilló a su mujer con un estudiante, en la cama.» No se sabe por qué, Leminhos degrada a mayor al teniente coronel y establece una relación entre los cuernos de Ananías y las aventuras del comandante. Y no obstante, la afirmación es categórica. Leminhos es hombre de buen consejo y tendrá sus razones que hemos de respetar.
El segundo escándalo sí que tiene ya relación directa con el comandante. Ciertos hechos ocurrieron en la casa donde él habría de vivir luego y, si no fuera por la tragedia que envolvió a la familia Cordeiro, ciertamente no habría tenido oportunidad de adquirirla a precio de ocasión.
Esa familia Cordeiro se componía del padre, Pedro Cordeiro, propietario de una industria de bebidas alcohólicas, la madre y cuatro hijas casaderas. Pedro Cordeiro había gozado en tiempos de una situación holgada, pero era gastador y dado a lujos, como probaba aquella casa de veraneo sobre sólidos cimientos de piedra, amplia y confortable, casi tan rica como su residencia de la ciudad. Gastó un dineral en construirla, y para la inauguración dio una fiesta por todo lo grande. Satisfacía todos los caprichos de sus hijas, hasta una canoa a motor les había comprado.
La madre dirigía a las muchachas en la búsqueda de casorio. Daba un sinfín de fiestitas en la casa de ventanas verdes, con parejas danzando en la gran sala sobre el mar, donde luego habría de instalar su telescopio el comandante. Las muchachas andaban con la canoa de un lado a otro, se quedaban hasta muy tarde, por la noche, en los peñascales, salían de excursión al Paripé, no paraban un momento: eran el alma de la colonia. Una de ellas, la segunda, Rosalva, había iniciado relaciones el año anterior con un agrónomo, y ya no buscaba de noche los caminos de la playa: se pasaba hasta el alba en la galería frente al mar, de manos dadas. De manos, de boca, de muslos, como explicaba don Adriano Meira, el de la linterna.
Por Carnaval hubo baile el sábado y el martes en la residencia de don Pedro Cordeiro. Y pocos días después, el escándalo: Adelia, la más joven de las cuatro, morena e inconformista, se largó llevándose sus ropas, las mejores de sus hermanas, y, de contrapeso, el doctor Arístides Meló, médico y casado. Prácticamente toda la población asistió al espectáculo que dio la esposa abandonada, invadiendo en llanto el hogar destruido de los Cordeiro, reclamando a gritos al marido «que la puta de su hija me robó». Huyeron los Cordeiro de Periperi, y aún se comentaba lo ocurrido cuando retumbó el tiro con que don Pedro se suicidó, en el despacho de su fábrica de Bahía, al decretarse la quiebra del negocio. Los ecos del disparo llegaron al suburbio en tren, acompañando a una oleada de comentarios: todos los bienes del suicida estaban hipotecados; los acreedores, indóciles, rodeaban el cadáver; el agrónomo rompió el noviazgo, apoyado en severas razones: familia sin moral, novia sin dote. Otra hija, la mayor, se amigó también con otro casado; el asunto era por lo visto una especie de maldición o moda en la familia. No se hablaba de otra cosa, y las señoras susurraban detalles escabrosos de los flirteos de las chicas de Cordeiro.
Don Adriano Meira había iluminado una vez con su linterna a la mayor de las hermanas, con el vestido alzado hasta el ombligo, entreverada con un desconocido, muy de madrugada, en la playa, con «toda la muslada al aire y reluciendo». Cosas como éstas, a montones. Las lluvias habían caído fuerte aquel año, encharcando las calles arenosas, encendiendo la imaginación de las gentes.
¡Ah! A un escándalo así, con hombre casado y moza soltera largándose de casa, otra perdiéndose en la playa, con suicidio y ruina, sólo los habitantes de Periperi pueden darle todo su valor. Un escándalo capaz de llenar los días de lluvia, cuando desertan los veraneantes y el suburbio vive de recuerdos.
De los meses alegres, Periperi conserva sólo un cierto aire festivo de ciudad de vacaciones. Efecto esto tal vez del colorido de las casas, pintadas de azul, de rosa, de verde, de amarillo, o quizá de los grandes árboles de la plaza, de la playa y de la estación. Y aún, con más seguridad, del hecho de que esté compuesta en su mayor parte la población fija por gente ociosa, funcionarios jubilados, comerciantes retirados de los negocios, todos sin nada que hacer. Van a la ciudad una vez por mes a firmar la nómina, pierden el hábito de la corbata, andan incluso toda la mañana en pijama o con unos calzones viejos y la camisa desabrochada. Todos se conocen, se ven diariamente, las esposas charlan de sus problemas domésticos, cambian injertos para los jardines, recetas de bollos y dulces, los maridos juegan al ludo y a las damas, se prestan los periódicos, algunos se dedican a pescar con caña, todos se reúnen en la estación y, sentados en los bancos, aguardan el paso de los trenes. Se reúnen también, al caer la tarde, en la plaza. Mecedoras, tumbonas, sillas plegables, además de los toscos bancos en torno a los árboles. Discuten de política, recuerdan los sucesos del último veraneo, prolongan su vejez lejos de la agitación de la ciudad desmesurada cuyas luces se encienden en la distancia marcando la hora de la cena. En la paz infinita de ese remanso el tiempo es lento de pasar, y, en la hora cálida de la siesta, se tiene la impresión de que el tiempo se ha parado definitivamente.
Cuando más intensos eran los comentarios en torno a la tragedia de los Cordeiro, llegó una noticia sorprendente: se había vendido la casa de las ventanas verdes. ¿Cómo había podido suceder tal cosa sin que ellos se enteraran de las negociaciones? Jamás se había vendido allí una casa sin participación activa de todos los vecinos, dando su opinión, discutiendo precios, llamando la atención al interesado sobre defectos y cualidades, provocando no pocas veces la ira impotente de los intermediarios. Sin embargo, la venta de una casa tan en evidencia, salpicada por así decir con la sangre de Pedro Cordeiro, se había realizado sin ser ellos oídos, sin haber examinado al comprador, sin trabar previa relación con él. Un misterio. Se hablaba vagamente de un señor acaudalado, retirado de su actividad. Pero, ¿qué actividad? ¿Qué caudales? ¿Qué señor era ése? Nada sabían realmente de sus condiciones de fortuna, estado civil, profesión. Se sentían burlados.
Se debía el misterio a las lluvias: no había otra explicación posible. Realmente las hermanas Magalhaes, tres ancianas de ojos y oído atento a todo rumor o movimiento, cuya residencia estaba próxima a la casa de los Cordeiro, habían explicado que oyeron andar gente por allí, dos sujetos de paraguas e impermeable, un mes antes poco más o menos. Pero llovía tanto que no les fue posible mantener abiertas las ventanas. Además, Carminha, la del medio, andaba con gripe, tenían que cuidar a la enferma, no contaban con la venta de la casa, todo eso había distendido su militante vigilancia. Dos hombres de impermeable, con paraguas, el corredor y el comprador sin duda. Nada sabían, aparte de eso.
La llegada de la criada, mulata oscura y cuarentona, en un tren matinal, abrió nuevas perspectivas a la curiosidad latente. Apenas había atravesado la puerta cuando las hermanas Magalhaes fueron a ofrecérsele, a bombardearla a preguntas. Como habían cesado ya las lluvias, la acera de enfrente de la casa iba poblándose de viejos. Venían a tomar el sol en las inmediaciones, se acercaban pasito a paso, buscaban conversación. Pero la mulata de Bahía era de pocas prosas, tozuda y rezongona. Mientras lavaba el piso respondía con monosílabos, rechazaba los ofrecimientos de ayuda. Aun así consiguieron saber que el nuevo propietario llegaría aquella tarde.
-¿Con la familia?
-¿Qué familia?
Se apostaron en la estación, decretaron el estado de alerta. Esta vez no iba a escapárseles el nuevo vecino. Volvió el sol, el tibio sol de invierno, los días eran bellos, suave la brisa del golfo. Hacían conjeturas, ¿jugaría a damas? ¿Sería bueno con la caña? Tal vez fuese, ¡vaya usted a saber! el esperado rival para las partidas de ajedrez de Emilio Fagundes, ex jefe de sección de la Secretaría de Agricultura, que tenía que jugar sus partidas por correspondencia porque en Periperi no había ningún otro conocedor de juego tan científico y complicado.
Así, cuando el comandante bajó del tren de las dos y media y se dirigió al furgón para presidir el desembarque de sus bagajes, la mayoría de los hombres válidos estaban allí, esperándolo, despegando los ojos de los diarios matutinos o de los tableros de damas para examinar al ciudadano rechoncho, abermejado de rostro, nariz ganchuda, vestido con aquel extraordinario chaquetón.
-¿Pero qué es esto? -preguntó Zequinha Curvelo, señalando hacia la rueda de timón.
Ni siquiera Augusto Ramos, jubilado de la Secretaría del Interior y Justicia y apasionado campeón de damas, en aquel momento preparando la jugada definitiva para comer la dama y tres piezas a Leminhos (el de Correos y Telégrafos), resistió impávido la visión de tal rueda. Abandonó la partida, se unió al grupo. Los bagajes iban ocupando el andén. Misteriosos cajones con indicaciones en letra roja: «Frágil», «Instrumentos náuticos», un globo enorme, una escalera de cuerda enrollada. El comandante exigía cuidado a los descargadores. Después inició la inolvidable escalada de los peñascales.
Aquella misma tarde, cuando el sol declinaba y la sombra cubrió toda aquella plaza, Zequinha Curvelo contaba a cuantos se habían perdido la gran escena de la llegada cómo un escalofrío le había recorrido el espinazo al ver al comandante en lo alto de las rocas, impávido, faz al sol, los ojos clavados en la mar. En los bancos y sillas, bajo los árboles, los jubilados escuchaban y asentían. Zequinha se iba entusiasmando:
-Antes incluso de entrar en casa fue a ver el mar.
Pasaba de mano en mano la tarjeta de visita. El viejo José Paulo, conocido por Marreco, retirado del negocio de medicamentos, contestó:
-¡Lo que tendrá para contar ese hombre...!
-Esa gente de mar: en cada puerto una mujer... -dijo Emilio Fagundes, con cierta envidia.
-Sólo con verlo y ya se nota que es hombre de acción -dijo Rui Pessoa, jubilado de la Cámara de Rentas del Estado.
Zequinha Curvelo, en la mano un libro en cuya cubierta el bravo marinero lucía un chaquetón parecido al del comandante, resumía aquellas primeras impresiones:
-¡Un héroe, amigos, viviendo entre nosotros!
Iba cayendo la tarde, sin prisa, lentamente, como la vida en Periperi.
-Allá viene... -anunció alguien.
Se volvieron todos, nerviosos. Con paso acorde y digno, como hombre acostumbrado a cruzar las olas en la lenta soledad del mar, se acercaba el comandante por la calle, vestido con su chaquetón de marino, la cachimba en la boca, y sobre los revueltos cabellos una gorra que no le habían visto antes, ornada con un ancla. Clavaba la mirada en el infierno, como ensimismado en sus recuerdos, en sus marineros muertos, en las mujeres abandonadas en puertos perdidos. Al pasar a la altura del grupo se llevó la mano a la gorra en un saludo, efusivamente correspondido. Y se hizo el silencio, acompañándolo en su caminata. Inquieto, Zequinha Curvelo no se pudo contener:
-Voy a sacarle unas palabras...
-A ver si la próxima lo traes por aquí...
-A ver si lo consigo...
Partió casi al trote, alcanzó al comandante.
-Ese hombre debe de ser una enciclopedia... -dijo el Marreco.
Volvían el comandante y Zequinha Curvelo, ahora en dirección al grupo. Zequinha iba señalando a los vecinos, quizás anunciándole sus nombres y títulos.
-Vienen hacia acá...
Se levantaron de sus sillas y bancos, animados. Zequinha Curvelo comenzó a hacer las presentaciones. El comandante les iba dando la mano.
-Un viejo marinero, a sus órdenes...
Le ofrecieron el imponente sillón del viejo José Paulo. Se sentó entre sus vecinos, echó una bocanada de humo de su pipa (todos los ojos clavados en la cachimba, donde los senos y los muslos desnudos de la mujer eran una sugestión de extraña voluptuosidad) y habló en tono confidencial, con su voz un poco ronca:
-Vine a vivir aquí porque nunca vi en el mundo dos lugares tan semejantes como Periperi y Rasmat, una isla del Pacífico donde viví unos meses...
-¿Veraneando?
El comandante sonrió:
-Náufrago... Entonces era aún segundo piloto. Iba embarcado en un barco griego...
-Señor comandante, por favor, un momento, un momento... espere un minuto antes de empezar... -era Augusto Ramos quien interrumpía-. Déjeme ir primero a buscar a mi mujer. Se vuelve loca por las historias...
DE CÓMO LA SENSUAL BAILARINA SORAYA Y EL RUDO MARINERO GIOVANNI PARTICIPARON EN EL VELATORIO Y EN EL ENTIERRO DE LA VIEJA DONINHA BARATA
Ni siquiera la muerte -aunque esperada desde hacía meses- de Doninha Barata, viuda de Astrogildo Barata, jubilado de Aguas y Canalizaciones, consiguió abrir un hiato en el interés despertado por la llegada e instalación del comandante. Como si ya no les sobrara tiempo para el miedo.
Exteriormente no había cambiado nada, el velatorio y el entierro obedecieron al mismo ceremonial, aparecieron vagos parientes de la ciudad, vino el padre Justo, de Plataforma, a encomendar el cuerpo, las mujeres despoblaron de flores sus jardines, los viejos se pusieron zapatos y corbatas para el funeral. Sin embargo, hubo una sutil e indefinible diferencia, como si la presencia de la muerte no se hiciera sentir tan brutalmente, como si hubiera permanecido menos tiempo entre ellos. Porque cuando la muerte, muy de tarde en tarde, pasaba por Periperi, no se iba inmediatamente después de terminar su macabra tarea. Se quedaba allí, incluso después del entierro, con su sombra gélida tendida sobre los jubilados, sobre sus encorvadas esposas, y los corazones se sentían oprimidos como si la garra de la muerte los apretara para comprobar su resistencia. Perdía la brisa su leve caricia, ellos sentían en las espaldas curvadas por el miedo el hálito fúnebre extendido por la muerte. ¿Por quién vendría ella en su próxima visita?
No, no era lo mismo la presencia de la muerte allá en Bahía, ciudad rápida y trivial, bajo las ruedas de un automóvil, en los lechos de los hospitales, en las páginas de sucesos de los periódicos. Era muerte liviana y secundaria, a veces no merecía más que dos líneas en los diarios, desaparecía en medio de tanta vida que la rodeaba, de tanto ruido y lucha. No había lugar para ella en los corazones apresurados, se disolvía en una sombra sin luces, y las risas no dejaban oír su murmullo. Su vaho podrido, ¿cómo iban a sentirlo las mujeres envueltas en perfumes, en cálidas olas de deseo? Pasaba la muerte inadvertida, desaparecía apenas ejecutada su tarea, no había tiempo que perder con ella, entre tanta ansia y tanta prisa de vivir.
«Fulano murió», anunciaban los diarios, las radios, las conversaciones. Se decía «Pobre hombre», «Pues aún aguantó...», «Aún era joven...», y ya no se hablaba más. Había mucho caso por comentar, mucha risa por reír, mucha ambición por satisfacer, mucha vida por ser vivida. :
En Periperi era distinto: la vida que allí vivían o vegetaban no estaba hecha de trabajo y lucha, de ambición y dificultades, de amor y odio, de esperanza y desesperación. Allí se prolongaba el tiempo, nada lo apresuraba, los acontecimientos duraban sucediendo. Y el más largo de todos era la muerte, jamás trivial y rápida, siempre fulgurante y demorada, apagando con su llegada todas las apariencias de vida del lugar. ¿No habían empezado ya a morir ellos, los retirados y jubila dos, cuando desembarcaron, atraídos por el deseo de vivir el mayor tiempo posible, de prolongar sus años lejos de la agitación y de los deseos? Era una población de viejos sin más interés real que su propia vida, y la muerte de uno de ellos los mataba un poco a todos; quedaban cabizbajos y melancólicos.
Las partidas de damas se iban haciendo más raras, algunos dejaban incluso de salir de casa, se agravaban los achaques de los otros, eran tristes los días y raras las conversaciones, melancólicas. Sólo poco a poco se iba desvaneciendo la sombra de la muerte, finalmente expulsada por aquel resto de vida, por el único deseo y amor que les sobraba: el de no morir. Renacían las risas cansadas, la pequeña ambición de ganar una partida en el tablero, la gula, volvían a animarse las charlas en la estación, en la plaza, ahora en la sala del comandante, por la noche.
Frágiles eran los muros de intereses que les ocultaban la muerte, que los defendían de su pesada presencia, que les cerraban los ojos para su siniestra visión.
El comandante fue al velatorio, vestido con su chaquetón marinero de sarga azul, con botones metálicos, la pipa y la gorra. Pero tal vez porque apenas acababa de llegar, no entró encorvado y abatido como si aquel cadáver fuera sólo el prólogo de su muerte... Miró la faz descamada de Doninha, a quien no llegó a conocer, y comentó casi risueño:
-De moza debió de ser una hermosa mujer...
Era un velatorio somnoliento y silencioso. Cada uno pensaba en sí mismo, se veía tendido en un ataúd, entre velas hediondas, flores a los pies, acabado para siempre. A veces uno u otro se estremecía, el miedo estaba clavado en cada uno de ellos, el miedo a la muerte. No pensaban en Doninha, en su mocedad, en una distante y dudosa belleza. La frase del comandante los arrancó de aquel torpor. Marreco, que había conocido a la difunta en su juventud, rebuscó en su memoria:
-Guapita, sí.
El comandante se sentó, cruzó las piernas, encendió la pipa (no la de espuma de mar, indecente para un velatorio, sino una pipa curva, de boquilla negra), miró a su alrededor, alimentó la charla:
-El rostro de la fallecida me recuerda, no sé por qué, el de una bailarina árabe que conocí, hace ya muchos años, cuando andaba yo a bordo de un carguero holandés. Por culpa de ella mi piloto, un sueco, Johann, estaba desgraciándose la vida... Pero conseguí salvarlo.
Quien mucho ha vivido, es así: un hecho cualquiera, un paisaje, un rostro, le recuerdan algo del pasado, una historia de amor, las orillas de un río, el rostro de alguien. ¿No había descubierto el comandante en el rostro descamado y macilento de Doninha, donde los otros sólo veían la muerte, la faz trigueña y la larga cabellera azulada de Soraya, la pecadora, la mórbida bailarina de labios de fuego, aquella por quien Johann, piloto sueco y dramático, contrajo deudas, vendió cosas del barco, quiso suicidarse? En un paso de danza fue Soraya llenando la sala mientras el comandante procuraba, afanosamente, recordar la melodía exótica del baile alucinado, para tararearla:
-La música no es mi fuerte, pero recuerdo vagamente la melodía...
¿Y cómo olvidarla, señores, si ella hervía con la sangre de los hombres, música lánguida como un vicio? Se vició Johann, perdió la cabeza. Música y danza, Soraya era como una locura penetrando en la sangre, envenenándola. Los brazos de serpiente, las piernas desnudas, el fulgor de las piedras preciosas sobre sus senos, una flor en el vientre, ¿quién no perdería la cabeza?
Todos dieron la razón a Johann, se conmovieron con el desvelo del comandante para con su compañero de tripulación, hasta arrancarlo de los brazos voluptuosos y caros de la bailarina. ¡Ah!, esos brazos, esas piernas, esos senos... Todos ellos veían a Soraya en la sala. Ella bailando, y su desnudez de rosas y esmeraldas escondiendo el cadáver de Doninha, ahuyentando el miedo r la muerte.
Al día siguiente, por la mañana, en el entierro, fue nuevamente el comandante quien los apartó del círculo de la muerte al aparecer enfardado en su magnífico uniforme de ceremonia. Aún no lo habían visto así, de uniforme completo, las dragonas plateadas, manos calzadas de guantes blancos, en la cabeza una nueva gorra de ancla dorada. Y la condecoración en el pecho. Empezó diciendo:
-En el mar todo sería más rápido. La hubiéramos envuelto en una sábana, la cubriríamos con la bandera, un marinero marcaría un redoble de trompetas, y el cuerpo se hundiría en el agua. Más rápido, y también más bonito, ¿no es verdad?
-¿Asistió usted a algún entierro así, comandante?
-¡Huy...! ¡A docenas! ¡Asistí y di las órdenes! ¡Docenas de veces...!
Entornaba los ojos, los vecinos sentían el desfile de los recuerdos en aquel sencillo gesto.
-Recuerdo ahora al pobre Giovanni... Un marinero que estuvo a mis órdenes muchos años. Cuando yo cambiaba de barco, él se venía también: me era muy adicto... Pero era italiano, y como saben los señores, los italianos son muy supersticiosos. Siempre me pedía: «Comandante, si muero embarcado, quiero que me hundan en aguas de mi país.» Según él, si tirábamos el cuerpo en otros mares su alma no tendría descanso...
El entierro avanzaba lentamente, la voz del comandante era pausada:
-Cuando murió, aquel bravo Giovanni, me dio un trabajo de mil diablos...
-¿De qué murió?
-De tanto beber. ¿De qué otra cosa iba a morir Giovanni? Bebía como un desesperado: disgustos de familia. Pues bien, cuando murió me vi obligado a hacer dos días de navegación fuera de ruta, ¡señores míos, ya saben ustedes lo que es eso...! Sólo para tirar el cuerpo en aguas italianas... Lo había prometido, y cumplí. Cambié el rumbo, anduvimos cuarenta y ocho horas...
-¿Y... el muerto?
-¿El qué?
-Aguantó tanto tiempo sin...
-Lo metimos en la cámara frigorífica del barco.
Cuando la ceremonia, estaba duro como un bacalao, pero estaba perfecto. Y por cumplir con mi palabra tuve un mar de complicaciones con los armadores. Imagínense...
Se lo imaginaban, y seguían preguntando... Allá iba Giovanni con su borrachera y sus disgustos familiares, la piel bronceada, curtida por la sal del mar, entre ellos y el ataúd de Doninha, por las calles de Periperi. Narraba el comandante la discusión con los avaros armadores, sus respuestas firmes y burlonas, defendiendo el derecho de sus marineros a ser arrojados al mar de su patria, a que sus cuerpos fueran devorados por peces de nombres familiares. Así, al sumergirse por última vez, sus ojos muertos podrían mirar a lo lejos costas de su país, y hacia ellas extenderían sus brazos yertos. Pero era tarea imposible convencer a un bruto como Menéndez, armador de mala sangre, un miserable empleado de la firma que, a base de intrigas y zancadillas, había llegado a la suprema dirección de la naviera, dejando casi en la miseria a su antiguo jefe, un hombre bueno, un trozo de pan, ése sí era capaz de comprender a los marineros... Un bandido el tal Menéndez. El comandante aún le guarda rencor.
¿Cómo quedarse amedrentados en sus habitaciones, embozados en la cama, bajo las mantas, súbitamente agravados sus males, temblando de miedo, acorralados por la muerte, si el comandante estaba en la plaza aquella misma tarde, contando el naufragio que sufrió en las costas del Perú durante un maremoto? Olas como montañas, el mar rasgándose en abismos, el cielo negro como jamás consiguió serlo la noche.
Noche de luna llena, derramándose su luz sobre la arena y las aguas, la del entierro de Doninha Barata. En cualquier otra ocasión ni habrían siquiera notado la belleza del cielo: estarían encerrados en sus cuartos, con la implacable certidumbre de la muerte próxima. Pero ahora el comandante los había invitado a echar un trago en su casa y a ver el cielo por el telescopio.
DEL TELESCOPIO Y DE SU VARIADO USO, CON DOROTHY A LA LUZ DE LA LUNA EN LA CUBIERTA
¡Ah!, el telescopio... En él partían para la aventura de la luna y las estrellas, para fantásticos viajes, rompían las fronteras de la monotonía y del tedio, como si por arte de encantamiento dejase Periperi de ser un provinciano suburbio habitado por viejos a la espera de la muerte, y se transformase en estación interplanetaria de donde despegaban audaces pilotos a la conquista de los espacios siderales.
Aquella vasta sala de ventanas abiertas sobre el agua, donde tanta y tan animada fiesta se había visto en los últimos veranos, con las chicas de Cordeiro y sus amigas volteando en los brazos de los galanes, se había transformado por completo. Desaparecidos los jarrones de flores, el piano donde Adelia asesinaba valses y polcas, la gramola, los muebles pretenciosos, la sala parecía ahora el puente de mando de un navío, hasta el punto de que Leminhos, enfermo del estómago, sentía mareos y vómitos cuando allí entraba. La escalera de cuerda, colgada de una ventana, llevaba directamente a la playa, y Zequinha Curvelo, candidato a comisario de a bordo, proyectaba entrar y salir un día por allí, cuando mejorara de su reumatismo.
En la pared, los diplomas, en ricos marcos, fechados veintitrés años atrás. En uno de ellos estaba escrito y sacramentado por la firma de antiguo capitán de puertos, haber aprobado Vasco Moscoso de Aragón todos los exámenes y pruebas exigidas para la obtención del título de capitán de altura, que le daba derecho a mandar cualquier tipo de navío de la marina mercante por mares y océanos. Veintitrés años atrás, aún relativamente joven, a los treinta y siete años de edad, había obtenido el diploma de comandante. Joven de edad, pero ya un viejo marinero, pues, según contaba, había empezado a los diez años como grumete en un destartalado carguero, y había ido ascendiendo escalón tras escalón hasta llegar a primer piloto, a segundo comandante y así sucesivamente. Innumerables veces había cambiado de navío, le gustaba ver nuevas tierras, correr mares bajo las más diversas banderas, envuelto en aventuras de guerra y amor. Pero cuando, a los treinta y siete años, se halló apto para optar al puesto de capitán de altura, volvió a Bahía y allí, en su Capitanía de Puertos, obtuvo el codiciado título. Deseaba que su puerto de origen, aquel donde estuvieran registrados sus datos y capacidad, fuese el muelle de Salvador, desde donde, niño aún, había partido a la aventura del mar. También él tenía sus supersticiones, afirmaba sonriendo. Protestaba Zequinha: aquella había sido una noble actitud que revelaba el patriotismo del comandante: venir de Oriente para examinarse en Bahía. «Y, modestia aparte, con cierta brillantez», aclaraba el capitán de altura. Así le había dicho entusiasmado durante los exámenes, el comandante George Dias Nadreau, entonces presidente del Tribunal, hoy almirante ilustre de nuestra gloriosa Marina de Guerra.
En el otro marco, el diploma de Caballero de la Orden de Cristo, la importante condecoración lusitana, honoraria, con derecho a medalla y collar, conferida al comandante por sus relevantes servicios al comercio marítimo por don Carlos I, rey de Portugal y los Algarves.
Se sentaba en un sillón plegable, de los de a bordo, con asiento y respaldo de hule, al lado de la rueda de timón, la pipa en la mano, el mirar perdido más allá de las ventanas. En una larga mesa, el globo enorme y giratorio, varios instrumentos de navegación: brújula, anómetro, sextante, higrómetro, el gran catalejo negro con el que se veía la ciudad de Bahía como si estuviera allí mismo, la paralela para trazar rumbos y la admirada colección de pipas que enamoraba a todos. El reloj de a bordo se llama cronógrafo.
En las paredes, mapas de navegación, cartas oceánicas, rutas de golfos y bahías, de islas perdidas. Sobre un mueble donde guardaba el comandante botellas y copas, en una enorme caja de cristal, la reproducción de un transatlántico «un gigante de los mares, mi inolvidable Benedict», el último de los muchos en que había navegado, su último barco. Fotos ampliadas de otros navíos, de diferentes tamaños y nacionalidades, enmarcadas, algunas en color. Cada uno de aquellos navíos representaba un trozo de vida del comandante Vasco Moscoso de Aragón, le recordaba historias, casos, alegrías y largas noches solitarias.
Y el telescopio. Fue una sensación cuando lo vieron armado, apuntando al cielo. «Aumenta ochocientas veces el tamaño de la Luna», anunciaba Zequinha Curvelo, en creciente intimidad con los instrumentos, los navíos enmarcados y el comandante.
En aquella noche de luna olvidaron el entierro matutino de Doninha Barata, ansiosos de espiar el cielo, de descubrir los secretos del espacio, de ver las montañas de la Luna, su misteriosa faz, de reconocer estrellas aprendidas en distantes aulas. Todos deseaban, con jovialidad de chiquillos, encontrar la Cruz del Sur.
Días después descubrieron otra y no menos apasionante utilidad del telescopio. Lo dirigían, por las mañanas, hacia las playas concurridas de Plataforma, y veían -con ochenta aumentos- los detalles de los cuerpos femeninos. Se disputaban entre carcajadas el turno de acechar, cuchicheaban procacidades entre sí. Parecían adolescentes.
Se fueron habituando a ir a casa del comandante a oír historias, a rebuscar por el cielo con el telescopio. El comandante preparaba un trago sabroso, receta aprendida de un viejo lobo de mar en Hong-Kong. Llevaba media hora prepararlo, con ayuda de la mulata Balbina. Era todo un ritual. Calentaban agua en un fogón, quemaban azúcar en una pequeña sartén, pelaban la naranja, picaban la piel en pedacitos. Tomaba el comandante entonces unos vasos azules y gruesos -pesados, para que no cayeran con el balanceo del navío- y echaba en cada uno un poco de azúcar quemado, un chorro de agua, otro de coñac portugués, y luego la piel picada de la naranja. Al principio sólo Adriano Meira y Emilio Fagundes -y naturalmente, Zequinha Curvelo- se atrevían a catar tan extraño alcohol. Pero como afirmasen que era sabroso y flojo, «hasta de medicina sirve», garantía de Zequinha, se fueron arriesgando, chasqueaban los labios y hasta el viejo José Paulo, el abstemio Marreco que jamás tocaba bebida, quiso un día probarla y se convirtió en parroquiano.
Se sentaban en las sillas de hule saboreando a traguitos la perfumada bebida. Cuando se daban cuenta ya eran más de las nueve, a veces hasta las nueve y media de la noche. El resto de la historia quedaba para el día siguiente, en la estación o en la plaza.
No tardó el comandante en ser el ciudadano más importante y popular de Periperi. Su fama se extendía hasta los otros suburbios. Se hacían lenguas todos de su educación, de su exuberante cordialidad, de sus maneras, de su sencillez. Persona tan importante, y sin embargo, trataba a todos como amigos, ricos y pobres por igual, nada de humos de grandeza.
Cierta noche, de cielo cerrado y amenazador, Rui Pessoa, el del Tribunal de Cuentas, no pudo contener la curiosidad y le preguntó al comandante por qué había dejado la profesión aún relativamente joven: antes de los sesenta, pues sesenta acababa de cumplir y ya llevaba tres o cuatro retirado. Aún podría navegar al menos otros diez años, ¿por qué no...?
El comandante apoyó el cuerpo en el borde de la mesa, estaba sentado, clavó la vista en el horizonte cargado de nubes, su rostro se puso serio y casi triste. Estuvo un rato en silencio. Con los ojos fue recorriendo el grupo de amigos, como pensando si merecían la confidencia. Zequinha Curvelo se puso nervioso. Tal vez Rui Pessoa había cometido una indiscreción. Un hombre como el comandante tendría, fatalmente, sus secretos, enterrados en las profundidades del alma. El deber de los amigos era respetar su silencio. Iba a cambiar de conversación, cuando el comandante se levantó, dio dos pasos en dirección a la venta, y dijo:
-Por una mujer, ¿por qué otra cosa si no?
Indicó al Benedict en su caja de cristal:
-Yo mandaba ese «barquito», en ruta a Australia. Nunca me quise casar, ya se lo he dicho. Prefería un amor aquí, otro allá, al albur de las escalas...
Una francesa en Marsella, una turca en Estambul, una rusa en Odessa, una china en Shanghai, una hindú en Calcuta. Locuras de amor, corazones partidos, y la soledad del navío en las noches de mar. Fueron tantas, que jamás quiso tatuar ningún nombre en el brazo, como hacen algunos marinos. Tenía nombres y direcciones apuntados en una agenda, había guardado fotografías de muchas, mechones de cabello, una pieza de ropa íntima, el son cristalino de una carcajada, la emoción de una lágrima surcando sus mejillas en una despedida. Pero ya ni eso tenía, pues cuando la conoció y se enamoró de ella, a bordo del Benedict, le sacrificó el cuaderno con nombres y direcciones, casi un mapamundi, y los recuerdos concretos de todas las demás.
Se llamaba Dorothy, era morena y delgada, los cabellos rebeldes cayéndole en el rostro, las piernas largas, una boca inquieta, una cierta angustia en los ojos. De humor variable, a veces dulce y tímida como una niña, otras áspera y fugitiva, como si se sintiera amenazada por todos. Viajaba con su marido, un tipo amorfo, dueño de grandes fábricas de no sé qué, preocupado de cifras y negocios, indiferente a la belleza de la esposa, a la angustia que poblaba sus ojos. Estaban dando la vuelta al mundo, él para reposar, ella intentando, como le confesó después, encontrar su destino. Por la noche se quedaba largo tiempo apoyada en la amurada, escrutando las aguas.
¿Cómo empezó todo? Ni lo sabía. Él era el comandante, y, naturalmente, los había tratado; se fijó en ella, admiraba su belleza y la deseaba en silencio. Pero era grande la diferencia de edad, ella apenas había cumplido los veinte años. Hablaban mucho, eso sí. Él le contaba cosas del mar, de tempestades y bonanzas, de su intimidad con las estrellas. Cuando bajaba del puente, alta la noche, la encontraba sola, junto a la amurada. Hablaban de todo un poco, ella clavaba sus ojos en él, como si quisiera adivinar sus pensamientos. Y una noche, sin saber cómo ni por qué, se la encontró en sus brazos.
Como comandante, no tenía derecho a hacer aquello, ésa es la verdad. Una vez desembarcado en un puerto, puede un capitán de altura entregarse a la más completa orgía, a la más libertina y compleja bacanal. Pero al mando de su navío debe comportarse como un santo, superior a cualquier tentación...
-Que no faltan...
Dorothy paseaba por la sala, su cuerpo esbelto, su inquieta boca, su deseo ardiente. Los jubilados y retirados de Periperi la veían y la deseaban.
-¿Y el señor comandante se la cepilló?
La palabrota soez disgustó al comandante. Había sido un verdadero amor, un amor nunca visto, inconmensurable, absurdo, que se apoderó de él, que lo enloqueció desde el momento en que la tomó entre sus brazos y probó el sabor de su boca. Pero él, el comandante, jamás en su carrera, en sus cuarenta años de embarcado, había caído sobre su expediente la más pequeña mancha, y no podía, no podía... Así se lo dijo, con los ojos húmedos, él, que nunca había llorado en su vida.
¿Ha intentado alguno de ustedes convencer a una mujer, hacerle comprender la situación más clara? Dorothy aún más apasionada que él, necesitándolo, dispuesta al suicidio, a tirarse al mar si él no la aceptaba. Llegó incluso, cierta madrugada, a presentarse en camisón en el puente de oficiales, y llamar a la puerta de su camarote.
En camisón, vaporosa, toda envuelta de encajes, malcubierta la carne ansiosa, Dorothy, con los pies descalzos, corría entre ellos por la sala. Adriano Meira se pasaba la lengua por los labios.
-Y ahí sí que cayó...
No lo conocían bien. No conocían su inflexibilidad en el cumplimiento del deber. Resistió. Le echó sobre los hombros desnudos (camisón escotado, a la vista el comienzo de los senos palpitantes; Augusto Ramos suspiró), un impermeable, y se la llevó casi a la fuerza. Fue en aquella hora dramática, entre el deber y el amor, ella semidesmayada en sus brazos, cuando él prometió desembarcar en el primer puerto y partir con ella para siempre. Encerrarse en cualquier escondido rincón del mundo. Que todo fuera sólo un beso en el mar inmenso.
Presentó su dimisión por cable. Desde la Compañía le rogaron, le suplicaron, le propusieron ascensos, aumentos de sueldo, los armadores estaban dominados por el pánico: su nombre gozaba de cierto respeto y fama por esos mares de Dios, entre marineros y armadores. No cedió: era hombre de palabra, y estaba enamorado. En el primer puerto, Makassar, rincón perdido y sucio del Lejano Oriente, se despidió de la tripulación. Lloraban los viejos marineros de rostro curtido al estrechar su mano leal. Había quedado en encontrarse con Dorothy en casa de una tal Carol, traficante de opio, a quien un día había hecho ciertos servicios. Inútilmente la esperó el marido, siguió el viaje solo.
Fueron dos semanas de delirio, escondidos en una pequeña casa en los linderos de la ciudad, en plena selva tropical, entregados al amor con una furia insensata, como si adivinasen...
-¿Apareció el marido?
¡Qué importaba aquel voceras del marido! Se llamaba Robert, el comandante lo despreciaba, ni pensó siquiera en él todo a lo largo de los sucesos. Tonto y vanidoso, pensando que iba a comprar el amor y la felicidad de Dorothy con la boda y su dinero... No, el marido no contaba. Las fiebres, sí. Aquellas fiebres de las islas; mortales.
En dos días acabaron con Dorothy y con la carrera del comandante. ¿Cómo podría volver a mandar navíos, a cruzar los mares, si incluso allí, en aquel puerto de Makassar, no podía olvidar ni un momento los ojos de Dorothy, aquellos ojos angustiados, dilatados por la fiebre, clavados en él, como si él pudiera salvarla? La boca torcida, suplicándole que no la dejara morir, ahora, cuando al fin había encontrado la razón de su vida. Ni siquiera pudo morir con ella, como había deseado y rogado al cielo, pues era inmune a aquellas fiebres, tanto había navegado por allí desde muchacho. Estuvo un tiempo como loco, se dio al opio, le llovían propuestas de los armadores de toda aquella parte. Volvió a su patria. No subiría más a un puesto de mando. Para él todo había terminado. Había hecho un solemne juramento ante la tumba de Dorothy. Por primera y última vez mandó que le tatuaran en el brazo un nombre de mujer. Se remangó: allí estaba el tatuaje, el nombre de Dorothy y un corazón.
Se bajó la manga y se volvió hacia la ventana, de espaldas a los amigos. A éstos les pareció oír un sollozo dominado. Partieron todos juntos, susurrando un «Buenas noches», conmovidos. Zequinha Curvelo estrechó la mano del comandante, firmemente, con calor y solidaridad. Cada uno de ellos llevaba a Dorothy consigo, su búsqueda de amor, su inquietud, la imagen inolvidable.
Una vez solo, el comandante apagó las luces de la sala. Preferiría haber matado a Dorothy, no haberla enterrado en aquel puerto sucio, azotado por las fiebres. Podía haberla desembarcado en una tierra más civilizada pero, ¿cómo puede terminar un amor como aquél, ávido y total, sino con la muerte? Avanzando por el corredor, iluminado por una rendija de luz, volvía a ver en su imaginación a la inquieta y angustiada Dorothy, con sus pies descalzos, en el puente de oficiales -¡aquél había sido el gran momento!-, los senos ofreciéndosele por el escote del camisón, la boca ansiosa, el vientre febril, toda ella una brasa ardiente.
Empujó la puerta del cuarto de la criada, cogió a Dorothy por la mano, y la mulata Balbina, rezongando, se echó a un lado para hacerle sitio en su cama.
DONDE NUESTRO NARRADOR RESULTA UN TANTO MISERABLE
¿Quién puede en este mundo escapar a los envidiosos? Cuanto más destaca un hombre en la opinión de sus conciudadanos, cuanto más alta y respetable es su situación, más fácil blanco para la ponzoña de la envidia, y contra él se levantan en oleadas de infamia los océanos de la calumnia. Ninguna reputación, por más inmaculada e intangible, ninguna gloria, por más pura que sea resulta intocable.
Tengo ante mí la prueba: el Meritísimo doctor Alberto Siqueira, con su presencia entre nosotros, con sus títulos, su saber, con la pechera almidonada de la camisa, con su fortuna, honra y ensalza a Periperi. Podría, si quisiera, comprar una casa en Itapoá o en Pituba, playas de moda donde viven y veranean los señorones. Y sin embargo prefiere nuestro suburbio, donde pocos son capaces de entender sus ideas, su elevada prosa, sus discursos con tantas palabras de diccionario... Preferencia que debía enorgullecemos a todos y bastar para que mantuviéramos ante el Meritísimo una actitud de permanente agradecimiento.
¿Y qué ocurre en vez de eso? Dicen perrerías de él. No importan sus sentencias publicadas en las revistas especializadas, jurisprudencia luminosa dictada por el doctor Siqueira. Yo tuve ocasión de hojear varios números (encuadernados en piel) de la Revista de los Tribunales, donde ocupan páginas y páginas las piezas jurídicas debidas al saber del Meritísimo.
No puedo ni me atrevo a hacerlo. Juzgar esta jurisprudencia, estas sentencias, no llega a tanto mi pretensión; la mitad de las líneas están escritas en latín, y la otra mitad en letra extraña. Pero, ¿acaso no afirmó otro jurista, al comentar en el citado opúsculo un parecer de nuestro juez, que es el doctor Siqueira «una luminaria de nuestra ciencia jurídica»?
Pues bien: ni siquiera tales pruebas impresas, revistas de Sao Paulo y elogios federales, impiden que gente como Telémaco Dorea, un granuja jubilado de la Prefectura Municipal, con muchos humos porque publica versos de pie quebrado en los suplementos de los diarios de Bahía, diga que el Meritísimo no es más que «un jumento absoluto, de indomable burrez» (las expresiones son del cretino de Dorea), la «mayor nulidad del foro de Bahía en todas las épocas». ¡Hasta ahí puede llegar la falta de respeto, la envidia, cuando se lanza sobre un hombre...! Y lo peor, es que gente como Telémaco Dorea encuentra quien le escuche y apruebe, quien acarree leña a la hoguera de sus maldades...
Todo un hato de maldicientes anda cortando y recortando en la vida del juez, en su pasado y en su presente. No se contentan con negarle su evidente valer, aplaudido en el sur del país, sino que hasta se atreven a atacar su honra de magistrado: venal, venalísimo, según ellos. Cuentan una historia, no muy clara, de dos sentencias diferentes y opuestas sobre un mismo caso, una primera contra las pretensiones de una gran empresa exportadora, otra posterior atendiendo a las reclamaciones de los poderosos magnates. No veo nada criticable en el cúmulo de elementos nuevos, adicionados a la sentencia, que, como explica el Meritísimo, modificaron profundamente la cuestión, invirtiendo los términos del problema. Pero, según cierta gentuza de Periperi, esos «nuevos elementos» eran en realidad un fajo de billetes, medio millón por lo menos, adicionados a la cuenta bancaria del doctor Siqueira y no a los autos del proceso.
Dicen que así se fue forjando la fortuna del Meritísimo, no heredada de padres ricos. Quien sí recibió herencia fue su esposa, y sin esta herencia, no se habría casado con doña Ernestina, que ya de adolescente, era un saco de mantecas colgantes y la llamaban «Zepelín».
No se limitan a rebuscar en el pasado, sino que incluso hozan en el presente y sacan a relucir a la tierna Dondoca. Como si fuese un crimen que un hombre ilustre buscara tierno refugio para sus elucubraciones intelectuales en las tardes tediosas de Periperi. Doña Ernestina ronca la siesta, y aprovechase el Meritísimo para entregarse a la fantasía y al dulce encanto del amor. Confidencialmente, depositando sobre mí el honor de su confianza, me dijo que sólo experimentaba por la muchacha un sentimiento protector, casi paternal. Una pobrecilla seducida y abandonada, llena de buenas cualidades, cuyo destino sería la repugnante profesión de meretriz si no hubiera un brazo amigo sosteniéndola y amparándola. Por lo demás, bien merecía él aquellas contravenciones a la rígida moral, que venían a compensarle de sus obligaciones matrimoniales, «penosas y pesadas».
Penosa y pesada doña Ernestina con sus ciento veinte kilos. Lo comprendo. No pude evitar imaginarme la escena evocada por los apesadumbrados adjetivos del señor juez: aquellas mantecas al aire, liberadas de cintas y corazas, derramándose en el lecho... Realmente, debía exigir un rudo esfuerzo al Meritísimo.
Contuve la sonrisa, no es justo burlarse de esas cosas cuando en ellas están envueltas personalidades dignas de respeto, como el doctor Siquiera y su esposa, gorda pero honrada.
Y en lo que a Dondoca se refiere, ¿qué otro sentimiento puede despertar en mí el magistrado que no sea el de la gratitud? Si no fuera por su generoso pecadillo no podría yo disfrutar gratuitamente, usando unas espléndidas pantuflas allí dejadas por el juez, mientras tomo el chocolate por él traído, de las gracias de la más linda y fogosa mulata de Bahía. Pero la naturaleza del hombre es mísera: e incluso acostado con Dondoca en la cama comprada por el juez, comiendo los dulces que él le trae, oyendo a la atrevida muchachita contar ciertas particularidades de su protector, no consigo evitar el imaginarme al Meritísimo practicándolas con el «Zepelín», en sus penosas obligaciones.
¿Cómo puedo, en conciencia, criticar a los miserables que viven urdiendo infundios sobre el saber y la honra del Meritísimo cuando yo mismo, que le soy deudor de tantas obligaciones y gentilezas, me río y disfruto con sus flaquezas, y lo mismo hace Dondoca, su protegida? ¿Cómo esperar de los otros actitud más justa y respetuosa? De todos modos, al tal Telémaco Dorea lo tengo atravesado; pedazo de cretino vanidoso... Le expliqué ciertos detalles de la vida del comandante, logrados tras paciente pesquisa. Me puso el poetastro una serie de críticas: estilo flojo, desmañado e impreciso, acción lenta y débil, tópicos en abundancia, personajes sin vida interior. Una frase de la que -lo confieso- me enorgullezco, una frase que anda por ahí, páginas atrás: «contra él se levantan en oleadas de infamia los océanos de la calumnia», mereció su sarcástica reprobación y una risa de mofa del tal Dorea, incapaz de sentir la fuerza y la belleza de la imagen.
Y sin embargo, la misma frase obtuvo las mayores alabanzas del ilustre jurisperito, hombre acostumbrado al contacto con los buenos autores, lector de Rui Barbosa y Alejandro Dumas. También Dondoca, cuando leí el párrafo en voz alta, más para mí mismo que para ella, palmoteo y dijo: «¡Qué preciosidad!» No le falta sensibilidad, cosa que, por otra parte, ya había yo comprobado en la cama. Así, apoyado por la élite intelectual, representada por el magistrado, y aplaudido por el pueblo, a través de la voz dulce de Dondoca, puedo despreciar, de la manera más absoluta, la risa canalla de Telémaco Dorea, poetastro para sus negras, y evitaré, de ahora en adelante, su aburrida compañía. Porque además es un sablista, que me anda debiendo ciento ochenta cruzeiros que me pidió el verano pasado: «Esta tarde te los devuelvo.» Y hasta hoy.
Y vuelvo a la historia del comandante, pues cuando expuse los comentarios iniciales sobre la envidia, no estaba pensando en el juez, en su honrada esposa, en Dondoca, en el miserable de Dorea. Mencioné al juez tan sólo como ejemplo, y fue quedándose, como ciertas visitas amenazadoras, sin noción del tiempo. Creo que me desvié también un poco al denigrar al canalla de Dorea, al desperezarme en el lecho de Dondoca, en sus brazos melosos, olvidándome del compromiso asumido: esclarecer la embrollada historia del comandante, hacer brillar la verdad, desnuda y completa, sobre sus aventuras.
Nadie, como se ve, escapa a los envidiosos: ¿Cómo iba, pues, a verse libre de ellos el comandante Vasco Moscoso de Aragón que, con un mes apenas de residencia en Periperi, ya era la personalidad más importante del suburbio, el nombre que estaba en boca de todos, la gloria del lugar, oída opinión sobre los asuntos más diversos? Opinión respetada la suya; por él se juraba: «El comandante dijo...» «pregúntele al comandante...», «el comandante me aseguró...», y cuando él, apartando de la boca la pipa de espuma de mar, dictaba su opinión, era ésta la última e indiscutible palabra sobre el asunto.
Aquella luna de miel del comandante con Periperi, sin nubes en el cielo infinitamente azul, duró más o menos un mes. Tal vez hubiera podido prolongarse más si no hubiera regresado de la ciudad, donde pasaba unos meses con un hijo suyo, abogado, el viejo Chico Pacheco, ex inspector de Consumos, vecino de Periperi desde hacía más de diez años, una especie de amo del lugar.
Ya he dicho algo sobre su carácter: quisquilloso y maniático, mala lengua, hombre de dudas y malicia, lleno de aristas. Lo jubilaron antes de tiempo a causa de un expediente administrativo, anduvo mezclado en política, en la oposición. Se decía víctima de poderosos enemigos, y desde años atrás andaba en pleito con el Estado. En parte había conseguido éxito, obteniendo un sustancial aumento en su jubilación, pero seguía tozudo, intentando sacarle más cuartos al Gobierno.
Ese proceso era uno de los asuntos más comentados en Periperi, se asentaba en él, en sus peripecias, gran parte del prestigio de Chico Pacheco. El regreso de sus constantes viajes a Bahía, adonde iba frecuentemente para seguir la marcha del proceso, era una fiesta para los jubilados y retirados de los negocios. A Chico Pacheco le gustaba narrar los pormenores de la cuestión, ahora en el Supremo, y sabía hacerlo. Despotricaba contra juristas, aplastaba con su sarcasmo a los burócratas, conocía menudencias de la vida de magistrados, procuradores, abogados, de todos aquellos que, por un motivo o por otro, andaban metidos en el asunto. Era una enciclopedia de anécdotas, de malignidades, de divertidas miserias.
Su interminable proceso pertenecía en realidad a toda la población de Periperi. Los jubilados, solidarios con Chico Pacheco, se revolvían airados cuando un recurso de cualquier enemigo entorpecía la marcha de la acción jurídica, cuando una petición cualquiera aplazaba una decisión. La señora de Augusto Ramos, muy aficionada a historias, había hecho incluso una promesa al Señor del Bonfim: pagaría una misa en su iglesia si triunfaba Chico Pacheco. Una pena que no estuviera allí, en aquel tiempo, el Meritísimo doctor Siqueira. ¡Qué gran ayuda hubiera podido prestar, no sólo a Chico, sino incluso a toda la población, con sus conocimientos, con sus luces...! Una fiesta monumental, planeada en las largas tardes del suburbio, conmemoraría la victoria. Chico Pacheco prometía pagar champán cuando recibiera la sentencia.
Pero aquella vez volvía amargado. Todo parecía a punto de solución, el proceso en marcha, cuando el Estado se interpuso con nuevas demandas aclaratorias, y el juicio fue aplazado ad calendas graecas, como dijo él, al saltar del tren, al jefe de estación.
Llegó Chico Pacheco repleto de historias, de anécdotas, de revelaciones contra jueces y abogados; un mundo de novedades. Un mundo que necesitaba la atención solícita de amigos y vecinos. Y se encontró postergado a un segundo plano inaceptable: la gloria reciente y resonante del capitán de altura invadía Periperi de punta a punta, su nombre en todas las bocas, sus hechos glosados a cada instante. ¿De qué valían las triquiñuelas de un proceso que se eternizaba en el foro, frente a historias de naufragios, de tempestades y amores? ¿Cómo comparar un «sub-judice», con Hong-Kong o Honolulú? Sin hablar del telescopio, de la rueda del timón, del cronógrafo de a bordo.
-Y usted. Chico Pacheco, ¿sabe lo que es un cronógrafo?
-Ni me importa... Le voy a contar una marranada del profesor Pitanga, aquel cuya mujer parió siete hijos de siete padres distintos. Ese rey de los cornudos...
-Tendría que ver usted la colección de pipas. Hasta se olvidaría del pleito...
Y así siempre. Embestía Chico Pacheco con su pleito y le respondían con cartas geográficas, bailarinas árabes, marineros borrachos. Hablaba de un recurso interpuesto y le contestaban con una aventura del comandante.
Estaba, por la tarde, relatando las intrincadas novedades de la causa ante un auditorio realmente poco entusiasta, cuando una súbita animación le reveló que se acercaba el comandante con su paso de señor de los mares. Chico Pacheco miró con sus ojos menudos a aquel caballero rechoncho de amplia cabellera, nariz ganchuda, y escupió:
-¿Capitán de altura? Para mí que ese tipo no es capaz ni de mandar una lancha... Tiene cara de mercero...
DEL MAL DE NO SABER GEOGRAFÍA Y DE LA ERRADA TENDENCIA A FAROLEAR EN EL PÓQUER
-¡Ah!, si supiese geografía...
Chico Pacheco repetía la frase entre dientes, lamentando el tiempo perdido en sus días vagabundos de adolescencia, cuando fue «novillero» de renombre. Y el tiempo perdido de una vida entera, gastado en naderías, cuando podría haberse dedicado en cuerpo y alma al estudio intensivo de la geografía, ciencia cuya extrema utilidad sólo ahora comprendía.
-¿Por dónde andará ahora Marcos Vaz de Toledo? -se preguntaba con la esperanza de ver desembarcar, por milagro, en la estación de Periperi, al colega de oficina, a quien no veía desde hacía más de veinte años.
Marcos Vaz de Toledo, sureño y con muchos humos, era cosa seria en geografía. Parecía que tuviera un mapamundi en la cabeza: capitales, ciudades principales, golfos e islas, lagos y lagunas, montañas y volcanes, ríos caudalosos y simples arroyuelos, corrientes oceánicas y puertos, fueran fluviales o marítimos... Puertos a elegir, de Europa y de América, de Asia, de África y de Oceanía, a docenas, los tenía siempre a punto. Un portento el tal Marcos Vaz de Toledo, aunque un poco vanidoso, maniático de sus conocimientos, hasta el punto de que todos los compañeros le huían, evitaban su compañía. En cuanto le daban la menor ocasión allá iba él, hombre de rollo largo y asombrosa memoria, dispuesto a recitar nombres enrevesados, desde Hamburgo a Shangai, de Nueva York a Buenos Aires. El propio Chico Pacheco -amigo de hablar, enemigo de oír- le llamaba «carguero de cabotaje», porque era como esos barcos que no pueden ver un puerto, por miserable que sea, sin hacer escala en él.
Chico Pacheco reconocía tardíamente su equivocación al subestimar aquellos conocimientos geográficos. Había considerado a Marcos Vaz de Toledo como un latoso, aburridísimo, un hombre a quien había que dar el esquinazo como fuera. Qué no daría ahora por tenerlo en Periperi, con sus mares interiores, sus afluentes y meridianos, aquellos centenares de preciosos puertos... De la amazacotada relación de calderos había conservado sólo los nombres más fáciles y conocidos, completamente inútiles para desenmascarar a un impostor. Porque seguro que era un impostor, dispuesto a deslumbrar la simpleza senil de las gentes de Periperi, de aquellos cretinos crédulos, dispuestos siempre a dar crédito a cualquier charlatán, a tragarse las bolas más ingentes. Él mismo, en múltiples ocasiones, les había contado mentiras como catedrales, y los infelices, en la higuera.
No había en el mundo mercado tan propicio para que un mentiroso exhibiera su mercancía como Periperi. En pago de sus mentiras recibía como moneda respeto y consideración. El mismo Chico Pacheco era la prueba: lo consideraban y acataban más por las historias inventadas sobre jueces y procuradores, por la exageración con que narraba trucos y triquiñuelas jurídicas, que por la injusticia que soportaba. Sólo que sus mentiras eran triviales y limitadas, su campo de acción no rebasaba la ciudad de Bahía, gente conocida, escenario a media hora de tren.
¿Cómo competir con un exagerado sin medida, plantado en la cubierta de navíos, en medio de mares y océanos remotos, a vuelta con tempestades, naufragios, tiburones, azotado por todos los vientos y cargado de mujeres, la mayoría de ellas apasionadas y lúbricas, unas pendones todas?
Chico Pacheco entornaba sus ojos menudos: jamás se vio descaro semejante. Ni el mismo Romeu das Dores, testigo falso de profesión (contra pago anticipado), viejo borracho y calavera, era tan cínico. No tenía el comandante (¡Comandante, y un cuerno!) el menor sentido del ridículo. Un carota, eso era él, metiendo en sus historias nombres sonoros y complicados de puertos y geografías, mezclándose con términos náuticos. Y vendía sus patrañas bien vendidas, al más fuerte precio. Y aquellos ingenuos papanatas de Periperi babeaban, pandilla de atontados. Sólo les faltaba lamerle el culo al comandante (¡Comandante, una mierda!) ¡Unos imbéciles, eso eran todos!
¿Luchar con él? ¡Imposible! Pero podía desenmascarar al impostor, denunciar al charlatán. ¡Ah! Si supiese geografía... metería en danza corrientes marítimas, latitudes y longitudes, liaría sus escalas, lo obligaría a bajar del puente de mando y desembarcar para siempre. «Tengo que pedir unos textos de Geografía a Salvador.»
Vivía desde su regreso corroído por un despecho rabioso. Su habitual palidez se había vuelto más amarilla, amenazaba acabar en un ataque de bilis. La figura de Vasco Moscoso de Aragón, sus pipas, los instrumentos de navegación, los mapas y navíos enmarcados, el catalejo y el telescopio, su gorra altanera, dominaban Periperi de punta a punta, desde la estación a la playa: no había lugar para nada más, por importante que fuera; no había sitio para otra celebridad, para otro héroe. Tirando de su cigarro (¿de qué valían sus cigarros, por hediondos que fueran, ante una pipa de espuma de mar, perfumado tabaco?), rumiaba Chico Pacheco rencores y planes de venganza.
Sin embargo -pensaba- se veía a las claras. Sólo pasaba inadvertido a quien no quisiera verlo, o a aquellos cretinos oyentes, con una pata en el cementerio todos ellos. Y ese necio de Zequinha Curvelo, que de tanto admirarlo se había vuelto marinero de segunda y andaba detrás del charlatán como un ordenanza cargando con el telescopio para la grotesca ceremonia de otear el mar desde la cima de los peñascos para ver la entrada de los navíos. La gente se reunía para verlo. Era como si el puerto de Bahía estuviera bajo la guarda y dirección de los habitantes de Periperi. Al bajar. Vasco anunciaba:
-Es un transatlántico holandés. Perfecta maniobra...
O revelaba sigiloso:
-Un carguero de Panamá... Debe de llevar un montón de contrabando...
Cambiaban miradas cómplices, se sentían envueltos en arriesgadas empresas, un poco contrabandistas todos, especialmente Zequinha Curvelo. «¡Vaya payasada!», gruñía Chico Pacheco, aún más amarillo, con el gusto amargo de la envidia en su boca de dientes podridos. Miraba el rostro risueño y cordial del comandante (¡Comandante, y un carajo!), su aire de tendero en vacaciones, y se convencía cada vez más de que si algún día aquel tipo había embarcado fue, cuanto más, a Aracajú o Belmonte, en alguna de las lanchitas del puerto.
Anduvo insinuando sus sospechas, como quien no quiere la cosa. Pero le fregaron por las narices el diploma, firmado y legalizado, allá en la sala, a la vista de todos, en su moldura dorada. Sí, desde luego, el diploma era una realidad difícil de negar. Pero, ¿qué probaba, después de todo?: podía haber mandado uno de aquellos barquichuelos de la Companhia Bahiana, en los que, de Caravelas a Salvador, los pasajeros vomitaban el alma. Y quizá ni eso siquiera: quién sabe, quizá no había salido en su vida el comandante (¡Comandante, y una gaita!), de Río de San Francisco, en una chalana, de Joazeiro a Pirapora, de Pirapora a Joazeiro, la vida entera. Con aquella facha de tendero, de vendedor a plazos, sólo los bobos se engañaban, no él. Chico Pacheco, habituado a lidiar con abogados ladinos, con sabihondos del foro, con ladrones de toda especie. Esas historias de puertos de Asia, de islas del Índico, de mujeres de Ceilán, de marineros griegos. Vasco las había aprendido en sus lecturas, las habría oído contar, o, sencillamente, se las inventaba. Una chalana en Río de San Francisco, eso era lo máximo que Chico Pacheco le concedía.
Derrotado por el diploma en su primera embestida, no se desanimó, estaba templado por diez años de litigio contra el Estado. Mientras esperaba los libros que había pedido a su hijo (aunque tuviera que pasarse el resto de su vida estudiando geografía), resolvió explorar los puntos flacos del enemigo. Detalles capaces de despertar la duda y procurarle aliados.
Se dio cuenta en seguida de la decepción de Emilio Fagundes. Emilio Fagundes, antiguo empleado de la Secretaría de Agricultura, había llegado a ver estampado su nombre en los periódicos debido a su maestría en el juego de ajedrez. Hasta había llegado a disputar un torneo en Río, y quedó en cuarto lugar. ¡Un éxito! Ahora, retirado, su único desconsuelo en Periperi era la falta de un buen rival. No había en el suburbio quien fuera más allá del tute, de las damas o del dominó. Se había llenado de esperanzas con la llegada del comandante (¡Comandante, un cuerno!), pronto destruidas: el hombre no distinguía una torre de un alfil, un caballo de un rey. Y seguía jugando por correspondencia con rivales de la capital, resolviendo los problemas que traían las secciones especializadas de diarios y revistas. Una desilusión.
-Creí que un hombre de mar sabría jugar al ajedrez... -dijo un día confidencialmente a Chico Pacheco.
Por primera vez en su vida se entusiasmó el ex inspector de Consumos con las complicaciones del juego. Hasta entonces lo consideraba algo insoportable, y a Fagundes un lunático. Era realmente de extrañar el desinterés de un hombre de mar por un juego tan útil para matar el tiempo. Para las largas horas de tranquila navegación no debía de haber grato pasatiempo. Resolvió presentarse con el tablero de ajedrez en la sala puente del marino, precisamente en la hora más emocionante, cuando el comandante (¡Comandante, y un nabo podrido!) evitaba un choque de consecuencias trágicas entre su navío y un inmenso iceberg vagabundo en el mar del Norte, en noche de bruma y frío. La cerrazón era tal que podía ser cortada con cuchillo, como un queso. Iba el negro buque en marcha lenta, haciendo sonar sus sirenas angustiosas avisando el peligro, los pasajeros aterrorizados, cuando la masa blanca de hielo aparece a babor, como una montaña navegante...
-Don Vasco, dígame una cosa...
-Comandante Vasco Moscoso de Aragón, a sus órdenes...
No perdonaba el título, pues, decía él, no tenía más bien ni más honra que su diploma. Chico Pacheco, con un esfuerzo, contuvo sus palabrotas y le dio el título...
-Pues bien, señor comandante (de mierda...), dígame una cosa que me trae preocupado: ¿cómo es que el señor comandante, hombre de mar, con horas y horas de ocio por delante, no sabe jugar al ajedrez? He oído decir que es un juego muy apreciado por los navegantes...
-Pues le informaron mal, querido amigo. Juego de marinero son los dados o la baraja, juegos de azar. Un póquer bien disputado, eso sí. Pasé noches y noches sin dormir, hasta el alba, en las mesas del póquer...
Y cogido el hilo, siguió adelante, impávido:
-Cuando naufragué en Rasmat, una isla semejante a Periperi, sólo llevábamos en la lancha unos bizcochos, un poco de agua y una baraja. E incluso allí, con la muerte al lado como quien dice, echamos unas manos de póquer. Éramos cinco, uno se quedaba al timón y los otros cuatro a jugar... Nos jugamos la galleta y los tragos de agua que nos tocaban. Algo divertido. Dos días con sus noches...
Chico Pacheco era un experto jugador:
-¿Póquer? Magnífico... Podemos echar una partida. Ya andaba yo muerto de ganas. El Marreco es un jugador empedernido...
-Empedernido, no, pero voy haciendo...
-Leminhos también juega, sin hablar de Augusto Ramos...
¿Quién sabe si aquella historia del póquer no era una patraña de Vasco, una más? ¡Ahí si no conociera las reglas, si no tuviera la ciencia del envite, la malicia del farol a tiempo...
-Podemos echar una partidita ahora mismo...
-Ahora, no, discúlpeme. He de terminar el caso que estaba contando -se escabullía Vasco, volviendo a la narración interrumpida.
-Ya lo terminará luego... -forzaba Chico Pacheco.
-Estaba en lo más interesante -recordó Rui Pessoa.
-Hasta escalofríos me daba... -confesó Zequinha Curvelo.
Chico Pacheco miró con desprecio al grupo que se apiñaba en torno a Vasco. ¡Imbéciles! ¿No veían la trampa? Seguro que el impostor no sabía siquiera con cuántas cartas se juega o el valor de una escalera. Sonrió esperanzado. La voz del comandante (¡Comandante, del trasero!) seguía sonora la dramática historia. Pues ya estaba la montaña de hielo casi sobre el barco, gritaban los pasajeros, los tripulantes habían perdido la cabeza, y entonces él, arrancando de manos del timonel la rueda...
-Mientras usted termina voy a llamar a Augusto Ramos... podemos jugar aquí mismo, en su casa, ¿no, Marreco?
-Si la partida es baratita... calderilla sólo... -el Marreco andaba alcanzado, tenía nuera viuda y nietos en Bahía.
Pasó el iceberg rozando el navío. Chico Pacheco se fue en busca de Augusto Ramos y de la baraja. Manos firmes al timón. Vasco seguía victorioso y la montaña de hielo se apartaba lentamente, arrastrada por las corrientes glaciales.
No faltaba baraja, casi todos ellos hacían solitarios en las largas horas de la tarde, antes de la prosa en la plaza. Barajas de cartas, gruesas y mugrientas del manoseo diario.
-Vamos. Vamos ya... -les daba prisa Chico Pacheco.
-Los mirones, boca cerrada... -avisaba Leminhos, mientras todos iban tomando posiciones alrededor para asistir a la partida.
-Yo ya había oído hablar de esa historia del iceberg...
-¿No se acuerda del naufragio del Titanic? Chocó con uno de esos... Son muy peligrosos...
Vasco, sonriente, cogió las cartas. Chico Pacheco se iluminó cuando el comandante (¡Comandante, y una porra!) al ver las cartas sebosas, las tiró sobre la mesa y se negó a jugar la partida:
-Con estas cartas, no. No es posible.
-No sea tan fino, señor. Total es una partidita entre amigos. De calderilla. Sirve de sobra esta baraja. Vamos sentándonos...
Chico Pacheco arrimó la silla.
Zequinha Curvelo seguía pensando en el iceberg:
-Pues yo, como viera un montón de hielo de esos frente a mí, me echaba al agua...
-No, con esas cartas no juego. No tiene gracia.
-¿No será que usted no tiene idea de lo que es el póquer? -Chico Pacheco estaba exultante.
Lo miró Vasco Moscoso de Aragón con ojos sorprendidos:
-¿Y por qué no iba a saber?
-Qué sé yo...
Vasco le volvió la espalda y salió de la sala. Chico concluyó:
-Ese caradura no ha visto un póquer en su vida. Jugando en una lancha de salvamento, ¿dónde se vio idiotez igual? Este tipejo se cree que somos un hatajo de idiotas... Y suelta las mentiras como quien se suena...
-¿Mentiras?
-Mire, Leminhos, ¿es que no se da cuenta? Basta apretarle un poco y se nos hunde... ¿No lo ha visto ahora, con esa historia del póquer? Jugándose la galleta, los tragos de agua, en la lancha de salvamento, no sé cuántos días... Bien, pues yo traigo las cartas, reúno los jugadores, y el tipo se nos larga... Sólo porque la baraja está un poco usada. ¡Una disculpa de cretino total! ¿Cuál es el marinero, por desharrapado que sea, que no es capaz de echar una partida de póquer?
Zequinha desembarcó del iceberg, aún tiritando, y acudió a defender a su ídolo:
-¿Y quién le ha dicho que no sabe? ¿Se lo dijo él acaso?
-Ya tenemos aquí a éste, adulando siempre al tipejo...
-De adulación, nada. Y menos de envidia, como otros...
-¿Quién le tiene envidia? A ver, ¿quién...?
-¡Calma, señores...! -interrumpió Marreco-. ¿Qué es eso? ¡Dos viejos amigos discutiendo sin motivo!
-Es que no admito que se dude de la palabra de un hombre honrado...
-De lo que dudo es de que sepa jugar al póquer...
-La verdad es que se ha escabullido... -comprobó Rui Pessoa.
Pero ya volvía Vasco trayendo dos barajas y una caja de fichas. Nuevas y hermosas cartas brillantes, laqueadas, con la fotografía de un transatlántico impresa al dorso, el humo azul de las chimeneas difuminándose en los celajes. Aquéllas sí que eran cartas... Pasaban de mano en mano.
No se redujo a este detalle la derrota de Chico Pacheco aquella tarde. Buen jugador de póquer, pero nervioso e irritable, con propensión al faroleo constante, no era rival de altura para Vasco Moscoso de Aragón, hombre de contagioso buen humor, sensato ante el riesgo, hombre que jugaba con conocimiento, seguridad y términos náuticos, sabiendo cuándo ir al juego y cuándo aguantarse, con el farol en el momento justo, asimilando inmediatamente las maneras de cada uno de los rivales. Chico Pacheco podía negárselo todo, pero no pericia en el póquer. Era un maestro.
Zequinha Curvelo seguía la partida en una silla, al lado. El iceberg se había perdido ya a lo lejos, derritiéndose al calor del sur. Ahora, el pulso fuerte y el ojo preciso de Vasco Moscoso de Aragón se comprobaban en la mesa de juego. De vez en cuando, Zequinha Curvelo lanzaba una mirada de conmiseración al mal informado ex inspector de Consumos. Y cuando Vasco, con un simple par de damas, vio un envite alto de Chico Pacheco, que era dinero puesto en un mísero par de sietes, Zequinha no pudo contenerse:
-La envidia mata, señor Chico Pacheco.
Mata, realmente. Chico Pacheco sentía dolores de hígado, mientras iba perdiendo más y más.
Aquella memorable mesa de póquer inició un nuevo hábito en Periperi: los jueves por la noche se reunían en casa de Vasco para una disputada partida, el viejo José Paulo, Augusto Ramos y Leminhos, junto a los inevitables mirones. Zequinha Curvelo empezó a penetrar en los secretos del juego; un marinero tiene la obligación de conocer y amar el póquer. Chico Pacheco se negó a formar parte del grupo. No ponía los pies en casa del comandante (¡Comandante, la puta que lo parió!).
DE LAS FIESTAS DE SAN JUAN, CON LICOR, ARROZ CON LECHE Y TIBURONES, O EL ENVIDIOSO DERROTADO
Llegó junio con su cortejo de lluvias, encharcando las calles enarenadas, y con las mazorcas amontonadas en las cocinas para preparar las tartas de azúcar; maíz y miel, las ricas «manues», «canjicas» y «pamonhas». Mes de la gula, cuando los jubilados y retirados abandonan la dieta, empinan los vasos de licor de jenipapo y hunden el hocico en los platos sabrosos. Pagarán esos excesos, obligados varios de ellos a cortar la sal o el azúcar, gravados sus achaques diversos, desde la diabetes al reumatismo. En muchas casas se hacen novenas a San Antonio, primero las oraciones cantadas ante el altar improvisado del santo casamentero, después el bailoteo al son del acordeón. En la plaza se alza el alto poste con la bandera de San Juan, se preparan las hogueras para la noche santa. A fines de mes, viudas y viudos festejarán a San Pedro, su patrón. Un mes entero de fiestas, las criaturas soltando tracas y buscapiés, noviazgos en las novenas, mozas curvadas sobre mágicas bacías de agua para descubrir en ella el rostro del futuro novio. Y la búsqueda de padrino para la fiesta de San Pedro, honra codiciada por todos los habitantes masculinos.
Fiesta de San Juan, en verdad, la había en todas las casas, pues hasta en las más pobres se abría una botella de licor de jenipapo y se ofrecía un plato de arroz con leche, de bollo de maíz o de mandioca fermentada, o tortas de harina de arroz cocidas al vapor, o la deliciosa pamonha, envuelta en paja. Pero se trataba de fiesta en la plaza, con diversiones para los chiquillos pobres, hijos de pescadores y operarios de la Leste Brasileira, alumnos del Grupo Escolar. Venía el padre Justo, de Plataforma, decía una misa por la mañana en la pequeña iglesia, almorzaba en casa de uno de los importantes del pueblo, asistía a los fuegos artificiales por la tarde. Al anochecer se encendían las hogueras, en ellas tostaban maíz y asaban batatas, las chispas crepitaban en el aire y crecía el infinito número de estrellas.
Esa historia del padrino de fiesta obligaba al padre Justo a extremos de diplomacia. Bajo su sotana se escondía un diplomático, y sabía convencer a los más recalcitrantes, calmaba susceptibilidades, tomaba café con uno, almorzaba con otro, merendaba con un tercero, se servía licor y pastelillos en docenas de casas, y volvía hacia Plataforma en paz con sus fieles de Periperi y con una indigestión mortal.
Los candidatos a padrino eran muchos todos los años. Todos se sentían con derecho a presidir la fiesta de la tarde, cuando los chiquillos competían en las carreras de sacos y trepaban por la cucaña a la busca del billete de cinco mil reis que se ostentaba en lo más alto. Había que hacer algún gasto, pero no era gran cosa comparado con la distinción de sentarse al lado del reverendo, en la plaza, a escuchar el discurso elogioso de un alumno del Grupo Escolar, discurso escrito por la maestra y recitado de coro por el orador a costa de amenazas, esfuerzo y estacazos.
Ya en abril comenzaba el padre Justo, en su presbiterio de Plataforma, a recibir insinuaciones, recados y visitas de los candidatos y de sus familiares. Incluso ofrecían velas a la iglesia y había hasta quien mandaba decir misas.
Los más antiguos moradores, casi todos, ya habían sido distinguidos alguna vez con la suprema dignidad, anual de Periperi. El viejo José Paulo, la mereció tres: veces, y ahora ya ni presentaba su candidatura, evitándose así gastos superfluos. Adriano Meira, Augusto Ramos y Rui Pessoa habían sido elegidos con anterioridad. Hasta Leminhos, habitante relativamente nuevo del lugar, jubilado a los cuarenta y cinco años por motivos de salud, había sido padrino de la fiesta. Chico Pacheco también. Hacía cuatro años que había presidido, con brillo y pompa, los festejos de San Juan. ¿Por qué entonces aquel año de la llegada del comandante había decidido reivindicar para sí nuevamente el codiciado puesto?
Si alguien tenía derecho a él era Zequinha Curvelo, que vivía desde hacía cinco años en Periperi y había permanecido hasta entonces olvidado por el reverendo. Sin embargo, fue el mismo Zequinha quien, antes que los otros, recordó al reverendo el nombre de Vasco Moscoso de Aragón. En su opinión no podía ser otro el padrino de aquel San Juan. Era de la más estricta justicia escoger al ilustre marino que realzaba la fama de Periperi con su residencia entre ellos. El padre Justo se mostró de acuerdo, se sentía atraído por los nuevos habitantes, le gustaba ganarse su confianza y amistad. Parecía una elección tranquila: los importantes, como el viejo Marreco, Adriano Meira y Emilio Fagundes estaban de acuerdo. Sin hablar de la gente pobre: éstos adoraban al comandante, siempre dispuesto a socorrer a uno u otro, a soltar unas monedas, a pagar un tragó de aguardiente. Era, como él explicaba, una costumbre que le venía del trato con marineros, con sus problemas, con sus borracheras. Le gustaba ayudar a los demás, aconsejarlos, oírlos en sus confidencias. El padre Justo esperaba que aquella vez no se presentaran problemas de celos con la elección, tan generalmente aplaudido parecía el nombre del comandante.
Se engañaba. Cuando fue conocida la noticia en Periperi, Chico Pacheco se puso furioso. Hacía más de un mes que había hecho llegar al padre su candidatura, mandándole un capón de presente y una botella de vino marca «León del Norte», un néctar. Y de repente, era apuñalado por la espalda, miserablemente traicionado. Como si no bastaran los aplazamientos de su pleito y las decepciones sufridas en Periperi, ahora venía la Iglesia a sabotear su candidatura. Adoptó Chico Pacheco un súbito y violento anticlericalismo, empezó a sentir simpatía por la masonería y a echar pestes contra el clero en general y contra el padre Justo en particular, atribuyéndole amantes e hijos.
Si aún fuese otro el escogido, podía aceptar la humillación en silencio. Hasta Zequinha Curvelo sería soportable, a pesar de haber presentado Chico su candidatura precisamente para que el «ordenanza» de Vasco no lograra la honra presidencial. Quiso impedir la victoria del adulador, y el resultado era una derrota cruel, la peor entre las ya sufridas. Sí, porque andaba tan furioso desde aquella historia del póquer que parecía haber olvidado el proceso estancado en el foro de Bahía, como si no tuviera en el mundo más enemigo que combatir que el comandante Vasco Moscoso de Aragón.
En los últimos tiempos, a partir de la tarde del iceberg y las barajas nuevas, había abandonado el terreno de las insinuaciones para pasar al de las acusaciones frontales. Iba de uno en uno analizando las historias de Vasco, poniendo de relieve supuestas contradicciones, llamando la atención hacia detalles en su opinión absurdos.
No se puede decir que tuviese éxito en su tentativa de desmoralizar y destruir a su competidor. Pero sin duda, su persistencia acabaría por insinuar cierta duda en los espíritus, una vaga desconfianza: ¿sería realmente tan heroico el comandante, tan aventurera su vida y su carrera tan plena de peligros y de amores? ¿Podían tantas y tan emocionantes cosas ocurrir a un solo hombre, ser tan rica una vida, cuando tan mediocre y pobre habían sido las de todos ellos?
Adriano Meira, viejo gozador e irreverente, llegó a arriesgar una salida de mal tono, mientras el comandante narraba una de sus sensacionales proezas, aquella historia de los diecinueve marineros devorados por los tiburones en el mar Rojo. Él, Vasco, escapó gracias a la bondad divina y a su destreza en el manejo del cuchillo, con el que abrió la barriga a tres tiburones hambrientos; tres, nada menos.
-Ya serán menos, comandante; muchos tiburones me parecen...
Lo miró Vasco con sus ojos límpidos, de chiquillo:
-¿Cómo dice?
Se desconcertó Adriano, tan tranquila la voz, tan límpida la mirada del comandante. Pero como acababa de llegar de una charla con Chico Pacheco, se encorajinó y repitió la gracia:
-Demasiados tiburones, comandante...
-¿...y qué sabe usted, amigo mío, de tiburones? ¿Navegó acaso por el mar Rojo? Su observación no es lógica, se lo aseguro. No hay lugar en el mundo con tantos tiburones como aquél...
No. No podía ser un mentiroso. Ni siquiera se daba cuenta de la ironía y la duda, del chiste, del tono burlón de voz. Si fuese un charlatán, como quería Chico Pacheco, se pondría furioso, respondería irritado. Adriano Meira se sintió de pronto arrepentido:
-Tiene razón, comandante. La gente no debe hablar de lo que no sabe...
-Es lo que digo siempre. Ni hablar ni mandar...
Porque no conocía el Gamil, carguero egipcio, cuando aceptó mandarlo en aquella lenta y monótona travesía de Suez a Adén, con un cargamento de cemento. Sólo se dio cuenta de su locura cuando ya era tarde: el barco estaba en pésimas condiciones, ni radio tenía. Y la tripulación estaba formada por tipos sospechosos, con una pinta terrorífica. Felizmente iba con él el fiel Giovanni, aquel marinero por cuya causa, años después, habría de enfrentarse con sus armadores europeos. Y cuando el Gamil naufragó, con una brecha en el casco, sólo él y Giovanni consiguieron salvarse. Fueron recogidos por un navío noruego, tras aquella mortandad de hombres y tiburones. Guardaba aún el cuchillo providencial. Una noche de éstas lo mostraría, cuando fueran a su casa a echar un trago.
Nadie iba más allá de esas dudas pasajeras, fugitivas y momentáneas desconfianzas, resultado de la desenfrenada campaña de Chico Pacheco. Adriano Meira, al verlo, reclamaba:
-Ahora nos viene con esos cuentos... Lo único que sabe decirnos es que el comandante es un mentiroso. Le creí y acabé metiendo la pata. El comandante hasta me enseñó el cuchillo con que mató a los tiburones...
-¡Son ustedes unos imbéciles!
Se sentía incompatible con unos y con otros, cada vez más amargado y cáustico, la boca sucia de palabrotas, envolviendo en su desprecio y en su rabia a toda la población de Periperi, a los jubilados y a sus esposas, todas ellas oyentes fanáticas de las aventuras del comandante.
La elección de Vasco Moscoso de Aragón como padrino de las fiestas de San Juan, en detrimento de su candidatura, fue ya el colmo. Aún intentó presionar sobre el padre Justo, recordándole anteriores regalos y abriéndole perspectivas de sustanciales donaciones cuando ganase su pleito al Estado. Después despotricó contra el reverendo transformándolo en un disoluto y en un oportunista, cosa que era una evidente exageración, pues lo único que intentaba el padre Justo era mantener en paz a su rebaño, e incluso las lenguas más viperinas no sabían de faldas en su vida, fuera de la moza que cuidaba la casa rectoral, de suave y modesta; belleza, como una imagen de santa.
No podía Chico Pacheco, antes el más adulado de los moradores de Periperi, casi tan respetado como el viejo Marreco, presencia siempre saludada con entusiasmo, aguantar tanta humillación, tanta deslealtad. No soportaría ver al charlatán, con su cara grosera de mercero, al lado del ingrato reverendo (que le devolviera al menos el capón y el vino, si es que le quedaba el menor resto de dignidad) presidiendo las fiestas de San Juan. Decidió marcharse. Pero como tampoco deseaba dar una alegría al enemigo, inventó que estaba su proceso a punto de resolverse, en vísperas de juicio. Ni con esa noticia, antes sensacional, consiguió sacudir la indiferencia que ahora lo cercaba, todo por obra gracia de aquel miserable mentiroso vestido con un ridículo chaquetón de barquero. Partió bajo una lluvia infernal. La estación estaba vacía. Parecía un fugitivo escondido con su rabia impotente.
DONDE DONDOCA PONE CUERNOS MORALES AL NARRADOR
Confieso que la malévola campaña, hija de la envidia y el despecho, desencadenada por Chico Pacheco contra el comandante, hizo tambalearse un poco mi antes incondicional admiración por la figura impar del héroe. Algunas de sus aventuras, examinadas a la luz de la crítica aniquiladora del ex inspector de Consumos, me parecen hoy un poco exageradas. No lo digo para mover al lector a prejuicio, pues me coloco aquí como historiador imparcial: si hablo del asunto, es porque me molestó bastante el hecho de que los jubilados dieran tan poca importancia a los comentarios y observaciones de Chico Pacheco, y se mantuvieran tan solidarios con el comandante.
En un trabajo de investigación como éste que me he echado encima (para matar el tiempo y también para ver si con él puedo participar en un concurso histórico-literario del Archivo Público) intentando restablecer la verdad, ciertos detalles necesitan ser llevados, si no a debate público, por lo menos a examen de personalidades con título suficiente para emitir docta opinión.
Por eso consulté el asunto con el Meritísimo doctor Alberto Siqueira, hombre importante que representa en el Periperi de hoy lo que en el pasado significó la presencia de Vasco Moscoso de Aragón. El juez es hombre de saber universal; no escapa a su curiosidad ningún ramo del conocimiento humano, desde el Derecho a la Filosofía, desde la Economía a las discutidas cuestiones sexuales. Hasta de Medicina entiende un poco, por no decir bastante, y es él quien cuida, con abnegación y entrega absoluta, las frecuentes gripes de Dondoca. Yo tuve ocasión de verlo (pues últimamente, en una prueba más de confianza, me abrió en plena tarde las puertas de aquella casa donde yo sólo penetraba de noche y furtivamente) con la camisa remangada, bañando en una palangana de agua caliente los pies mimosos de Dondoca y envolviéndolos luego en una toalla. Según el Meritísimo no existe mejor tratamiento para resfriados y gripes. Buen tratamiento para el enfermo y para el improvisado médico, creo yo, pues con el pretexto de bañar los pies de la moza, las manos expertas del juez suben a veces hasta las rodillas y adyacencias, haciendo que Dondoca se revuelque en la cama, riéndose de gozo, la muy picara, guiñándome un ojo cómplice. Él murmura entonces palabras dulces, frases tiernas: «bichito mío, gatito, pobrecilla ella, que está enfermita».
El espectáculo de ese hombre ilustre, gloria de la jurisprudencia bahiana, arrodillado ante una palangana, lavando, frotando y secándole los pies a una humilde mulata de pocas luces y ningún caudal, resulta realmente emocionante. Renovada prueba de los buenos sentimientos que aquí proclamo, aprovechando la ocasión.
Me dijo, cuando sobre mis dudas le consulté, que no constituía sorpresa para él la fácil credulidad de los oyentes del comandante, pues se hallaban ante pruebas concretas de sus afirmaciones: el diploma enmarcado, la Orden de Cristo, ¡cosa importantísima!, la brújula, el telescopio. ¿Cómo dudar, cómo dar fe a las maledicencias de Chico Pacheco, sólo un precedente de las malas lenguas que aún hoy infestan nuestro tranquilo suburbio, poniendo máculas a la honra ajena?
Anda últimamente nuestro erudito magistrado bastante dolido por haberle llegado noticias de una discusión aquí trabada con relación a su carrera.
No sé quién le llevó los ecos del debate, y no quieras arriesgar nombres, pues los dimes y diretes, los chismosos y los chismorreos abundan en nuestra minúscula comunidad. De todos modos, debo alabar al indiscreto y a su indiscreción, pues del relato salió acrecentado mi crédito ante el Meritísimo. A este hecho debo incluso la invitación para acompañarlo a casa de Dondoca, una confortante prueba de amistad, incluso de intimidad. Bien sabemos cuan fácilmente lleva un hombre casado a un conocido cualquiera a su hogar, a presencia de su esposa; y, al contrario, cuan difícilmente lo lleva a casa de la amante. Sólo los íntimos, los fraternales, merecen tal prueba de confianza.
Y eso por haberlo defendido cuando Otoniel Mendonça un tiralevitas de Telémaco Dorea, proclamó a gritos que el doctor Siqueira se había jubilado como juez tras haber sido vetado su nombre por tres veces en las propuestas para las elecciones a la Cámara. Y que el jefe del Gobierno había declarado, con ocasión de la última vacante, que si le obligaban a escoger entre una rata de cloaca y el Meritísimo, nombraría a la rata «porque robaba y apestaba menos que el doctor Siqueira». ¡Imagínese!
Indignado, defendí con pasión la honra ultrajada del maestro. Yo tenía viejas cuentas que ajustar con ese Otoniel Mendonça, y estaba esperando la ocasión. Era el tal Mendonça un individuo aún relativamente joven, y me había hecho una jugarreta cuando andábamos los dos poniéndole los puntos a una zorrupia en vacaciones, caída no sé por qué en nuestro Periperi. El recuerdo de aquella maquillada Manón me llenó de ira y de elocuencia, desahogué mi despecho lanzando algunos adjetivos duros sobre el cretino, y obtuve la aprobación de la asistencia. El propio Otoniel, asustado al verme tan acalorado, se desdijo y empezó a explicar que él admiraba mucho al juez y que lo único que hacía era contar las historias que circulaban por Bahía. Aparte de calumniador, cobarde, como se ve.
Volviendo sin embargo a los asuntos del comandante, objeto real y único de mis consideraciones, expuse el problema a Telémaco Dorea, el poeta modernista. Habían mejorado nuestras relaciones, tensas en los últimos tiempos. Vino él a buscarme, rezumando alabanzas y gentileza, para felicitarme por un soneto mío -alejandrinos bien medidos, gracias a Dios- publicado en un periodicucho simpático, propiedad de un amigo mío, muchacho inteligente y trabajador. Hay sin embargo quien lo tacha de chantajista y lo acusa de arrancar dinero de la activa colonia española con críticas tremendas a los comerciantes que se niegan a anunciar en su periódico. Creo no obstante que todo eso no son más que intrigas y calumnias, y prefiero no tomarlas en consideración. A Telémaco le había gustado realmente el soneto y no ahorró elogios. Me comparó con Pethion de Vilar y Artur de Sales. Me conmovió con aquel espontáneo reconocimiento de mi vena poética. Me conmovió y lo abracé. No es mal muchacho. Un poco cargado de humos quizás, a veces criticón, pero ¿no será esa hurañez resultado de sus dificultades financieras? Con la pensión miserable que recibe apenas puede vivir. Negarle talento es imposible, y si abandonase la manía del futurismo llegaría a escribir buenos versos.
Le expliqué mis preocupaciones con relación a la actitud adoptada por la población de Periperi en aquella primera fase de la lucha entre el comandante y Chico Pacheco.
No se mostró de acuerdo Telémaco con el Meritísimo. «¿Qué entiende ese animal del comportamiento de los hombres?» No eran, según él, las pruebas concretas y materiales -diplomas, mapas, cronógrafo- la causa fundamental del apoyo prestado al comandante. No son tan simples los hombres, ni dan tanto valor a pruebas materiales. Lo que les llevaba a apoyar al comandante, a enfrentarse con Chico Pacheco y su temible lengua era la necesidad, sentida por todos ellos, pobres y tímidos, jubilados y retirados de sus negocios, de sentirse partícipes de una parcela de heroísmo. Por más circunspecto que sea un hombre, por comedida que sea su vida hay dentro de él una llama, a veces una chispa, capaz de transformarse en un incendio si se presenta la ocasión Es ella la que les exige huir de la mediocridad, aunque sea por medio de las palabras de una historia oída o en las páginas de un libro, huir de la monotonía de los días iguales, pequeños y cansinos. En las aventuras del comandante, en su vida arriesgada y temeraria, encontraban los peligros por los que no habían pasado, las luchas y batallas en que no habían intervenido, los alucinados y pecaminosos amores que, ¡ay!, no habían logrado jamás.
¿Qué les ofrecía Pacheco? Las triquiñuelas de un proceso judicial contra el Estado. Era poco. Si aún fuese un proceso criminal, con muertes, esposa adúltera y amante sórdido, cuchilladas o disparos, juicio emocionante, fiscal y abogado, celos, odio y amor, tal vez tuviera alguna posibilidad... Pero esa pendencia en torno a una jubilación no era ni mucho menos lo que necesitaban, no cubría su carencia más verdadera y profunda. El comandante era un generoso donador de grandeza humana: he ahí el secreto de su éxito.
Confieso que todo aquello me pareció complicado y confuso, un poco pedante también. Telémaco Dorea es así, pero en el fondo no es mal sujeto. Me lanzó unos cuantos elogios más, me sableó doscientos cruceiros que prometió pagarme dos días después, y se marchó.
Terminé por exponer el caso a Dondoca en el lecho cálido donde por las noches sustituyo al Meritísimo en sus elevados méritos intelectuales, aunque con ciertas ventajas físicas. La desvergonzada se rió con su risa remilgosa:
-Ese comandante, medio vejestorro como es, tiene su encanto. Me gusta su voz, sus ojos, tan bonitos, y la cabellera. Debe dar gusto estar acostada con él oyéndole contar sus historias. Un hombre así gusta a todas las mujeres...
-Sólo para oírlo, ¿o también...?
Se mordió el labio, rió sofocada.
-Quién sabe. Quizá también...
¡Como si no le bastara el juez, descarada! Pero ella me tiraba de los pelos, hablaba con su boca junto a la mía:
-Cuéntame otra historia suya, una con mujer en alta mar. Cuenta, cariño...
Estoy por jurar que la muy zorra pensaba en el comandante.
DE CÓMO SE DESATÓ LA TEMPESTAD TRAS LAS CONMEMORACIONES DEL DOS DE JULIO, O LA VUELTA DEL MALO CON ACUSACIONES CONTRA EL BUENO
Y de repente, en uno de esos días perfectos de invierno, de cielo límpido y despejado, de mar sereno, la naturaleza en paz con los hombres, se desató la tempestad.
Todo ocurrió después del Dos de Julio, conmemorado aquel año con brillo excepcional en Periperi. En años anteriores, la celebración de la fiesta nacional de Bahía se limitaba a un acto en el Grupo Escolar, discurso del maestro e himnos cantados, con voz estridente y desafinada, por las criaturas. Fuera de eso era un día muerto, en el que todos recordaban los otros Dos de Julio pasados en la ciudad, el cortejo de las parrandas, las ceremonias en la Praça da Sé o en el Campo Grande; los fuegos de artificio. Aquel año, sin embargo, el comandante, indiscutible autoridad en asuntos cívicos, se colocó al frente de las celebraciones. Ya había desatado la revolución en la fiesta de San Juan colocando en la cucaña un billete nuevecito de veinte mil reis, ¡una exageración!; multiplicando el número de competiciones infantiles, con premios a los vencedores; financiando una fiesta para la gente pobre en casa de Esmeraldina, costurera con ribetes de vampiresa, amiga de cantar y danzar, de casar y descasar, especie de mujer fatal de operarios y pescadores, con un considerable activo de peleas, navajazos y amenazas de muerte. Corrió abundante el aguardiente, gimieron la guitarra y el acordeón hasta la madrugada, y el barullo se volvió ensordecedor cuando, hacia las once, apareció el comandante acompañado de Zequinha Curvelo -que ahora fumaba también en pipa- para ver cómo iba la fiesta, vestido con su chaquetón de gala.
Con chaquetón de gala amaneció también el Dos de Julio, engalanada también el alma de ardor patriótico. Nadie sabe cómo descubrió el comandante que Caco Podre había sido en sus buenos tiempos cabo corneta en el Ejército. Tal vez por aquella costumbre suya de hablar con toda clase de gente, de discutir problemas. Resultado: aquel Dos de Julio la población de Periperi fue despertada, de madrugada, apenas nacida el alba, por alarmantes toques de bélico clarín. Era Caco Podre, en la plaza, tocando diana, con el entusiasmo de quien recupera sus perdidos años de juventud, mientras el comandante, auxiliado por Zequinha, izaba las banderas de Brasil y de Bahía en la cucaña ascendida a mástil. Es posible que hubiera algunos fallos en las notas, que anduviera algo embotada la memoria musical de Caco Podre, pero ¿quién iba a notar tan mísero pormenor? Saltaban sorprendidos en sus lechos los jubilados. ¿Qué diablo pasaba? Aguzaban el oído. Los clarinazos cortaban el silencio matinal, despertaban al sol del Dos de Julio, que, como afirma el himno famoso, «este día es brasileño y brilla más que en el primero».
Parecía algo relacionado con las fuerzas armadas, imaginaban los habitantes, asustados: sería una revolución, los diarios andaban llenos de rumores. Era revolución sin duda, pues en seguida un bombardeo espantoso sacudió los cimientos de Periperi. Cohetes estallando en el aire, las bombas de palenque resonando como salvas de cañón, bajo el competente control del comandante que ordenaba a Misael, el otro cargador de la estación:
-¡Veintiuna! ¡Basta!
Por las ventanas asomaban las caras medrosas, los rostros aún llenos de sueño. Los chiquillos corrían hacia la plaza, donde se juntaban pescadores y trabajadores de la Leste. Para ellos fue el primer discurso del comandante aquel día memorable. Poco a poco, en pijama, fueron llegando el viejo José Paulo. Adriano, Emilio Fagundes, Rui Pessoa y los demás. Zequinha Curvelo, en posición de firmes junto al mástil, ostentaba un pedazo de cinta auriverde en la solapa.
Hubo, a las diez, el acto acostumbrado en el Grupo Escolar, muy ampliado sin embargo, con la declamación de la «Oda al Dos de Julio», de Castro Alves, y nuevo discurso del comandante, parrafada sustanciosa, con magníficos tropos. Con Labatut, María Quiteria, el Periquitao, vino Vasco Moscoso de Aragón de los campos de Cabrito y Pirajá, de las batallas de Itaparica y Cachoeira, hasta entrar en la ciudad de Salvador por el camino de Lapinha y Soledade, inclinándose emocionado ante el cadáver de Joana Angélica, caída a la puerta del convento de las Arrepentidas, en Lapa, expulsando de una vez para siempre a los colonizadores portugueses. Se transfiguraba el comandante, explotando de indignación contra los lusos opresores, exaltando la memoria de los bravos bahianos libertadores de la patria. Porque fue el Dos de Julio cuando se concretó en realidad la independencia, cuando la sangre de los bahianos dio realidad al grito de Ipiranga.
Tras los himnos inició el desfile al frente de profesores y alumnos; y tras ellos Zequinha Curvelo y los habitantes, por la calle principal hasta la plaza, ordenando con su voz marcial: «¡De frente, marchen! ¡Media vuelta a la derecha! ¡Atentos, firmes!» Los botones de su chaqueta marinera brillaban al sol. La polvareda plateada de un chubasco ralo los acompañaba en su paseata marcial.
En la plaza formaron los chiquillos, maestras y maestros, Zequinha, los cargadores (Caco Podre ya un tanto vacilante, había empezado a beber antes del alba) y todos juraron bandera. Al caer la tarde aún pronunció el comandante unas palabras ante la población reunida para la ceremonia de bajar bandera. Esa ceremonia final resultó un poco deslucida por un hecho lamentable: se encontraba Caco Podre casi en coma, con una borrachera mayúscula, incapaz de agarrar el cornetín. Sustituido por un escolar y su trompeta, ya no fue lo mismo. No llegó a empañarse, sin embargo, el brillo de la fiesta: las bombas, las tracas, los morteros, habían compensado sobradamente. Misael se mantuvo relativamente sobrio.
-Sí, señor... -comentaba después el viejo Marreco-, fue preciso que viniera a vivir con nosotros el comandante para que tuviéramos una fiesta del Dos de Julio como debe ser... Es cosa seria este hombre...
Tenía el comandante su reputación cimentada: se alzaba, por así decir, como estatua en alto pedestal, en la estima y en la admiración de sus vecinos de Periperi, definitivo y carismático. Jamás nadie allí había sido tan considerado, tan unánimemente cortejado y respetado. La noticia de aquel Dos de Julio llevó la fama de su nombre a los límites extremos de la región. No se movía una paja por aquellos contornos sin la sabia opinión del comandante.
Y de repente, tras aquel brillo del Dos de Julio, en un luminoso día propicio a las alegrías tranquilas, se desató la tempestad. Chico Pacheco se apeó del tren, eufórico, gritando, en plena estación.
«Seguro que ganó el pleito...», pensó Rui Pessoa, al verlo apearse.
Puso el pie en el andén y se dirigió inmediatamente a Rui, al jefe de estación, a los empleados, a los obreros que engrasaban los raíles y hasta a Caco Podre y Misael:
-¿No se lo decía? ¿No los avisé? ¡Los había avisado a todos! A mí nunca me engañó... Un charlatán. Eso es lo que es: un charlatán. ¡En su vida pisó un navío!
Fue de casa en casa, buscó a todos, uno por uno. Hasta Zequinha Curvelo recibió la visita de Pacheco, generoso ahora, como superior y triunfante.
Llevaba en el bolsillo un cuadernito de hule negro donde había ido anotando cosas. De cuando en cuando, lo abría y lo consultaba. Repetía una historia grotesca, entre carcajadas y palabrotas contra el comandante:
-Charlatán, hijo de puta...
Hubo algunos que le dieron entero crédito y comenzaron a mirar al comandante con desprecio, riéndose a su paso. Otros creyeron que había exageración tanto de un lado como del otro: ni tan heroico Vasco Moscoso de Aragón, ni tan verdadera la historia de Chico Pacheco. Pero esos eran los menos. Había un tercer grupo: el de los que no creían ni una sola palabra del relato del ex inspector de Consumos, y siguieron manifestándose incondicionales del discutido capitán de altura. Entre los primeros, Adriano Meira; entre los últimos, Zequinha Curvelo; en medio de ellos, intentando conciliarlos, el viejo José Paulo, el estimado Marreco.
Conciliación difícil, quizás imposible, pues la polémica alcanzó una aspereza hasta entonces desconocida en Periperi. Los ánimos se fueron exaltando, las posiciones se hicieron irreductibles. Viejos amigos dejaron de saludarse. A punto estuvieron Chico Pacheco y Zequinha Curvelo de llegar a las manos y darse un atracón de bofetadas. Se dividió el suburbio. Se acabó la antigua paz, tan celebrada hasta en los periódicos de la capital. La pasión, como en vendaval, barrió Periperi.
Con su cuadernillo en la mano, Chico Pacheco repetía sus descubrimientos, su espantosa historia. La historia databa de comienzos de siglo, bajo el gobierno de José Marcelino.