VI
TÍO Eduardo se volvió al almacén. No podía abandonarlo, con aquellos empleados, unos sinvergüenzas. Tía Marocas prometió volver más tarde al velatorio. Tenía que pasar por casa, pues había dejado todo revuelto con la prisa al enterarse de la noticia. Leonardo, por consejo de Vanda, aprovechó la tarde libre de oficina para ir a la inmobiliaria para ultimar un negocio de compra a plazos de un terreno. Un día. Dios mediante, tendrían su propia casa.
Habían establecido una especie de turnos de vela:
Vanda y Marocas por la tarde, Leonardo y tío Eduardo por la noche. La Ladeira do Tabuao no era lugar por donde una señora pudiera ser vista por la noche, ladera de mala fama, poblada de malhechores y mujeres de la vida. A la mañana siguiente se reuniría toda la familia para el entierro.
Así fue como Vanda, por la tarde, se encontró a solas con el cadáver de su padre. Los ruidos de una vida pobre e intensa desarrollándose por la ladera, llegaban apenas al tercer piso de la casucha donde el muerto reposaba tras el ajetreo del cambio de ropa.
Los empleados de la funeraria habían hecho bien su trabajo. Eran competentes y entrenados. Como dijo el santero, que pasó un momento para ver cómo iban las cosas, «no parecía el mismo muerto». Peinado, afeitado, vestido de negro, camisa blanca y corbata, zapatos brillantes, era realmente Joaquim Soares da Cunha quien descansaba en el ataúd (un ataúd regio comprobó Vanda satisfecha), de asas doradas, con relieves en los bordes. Habían improvisado con tablas y alzaderos de madera una especie de mesa, y en ella se ostentaba el ataúd, noble y severo. Dos velas enormes -cirios de altar mayor, pensó orgullosa Vanda- lanzaban una llama débil, pues la luz de Bahía entraba por la ventana y llenaba el cuarto de claridad. Tanta luz del sol, tanta alegre claridad, parecieron a Vanda una desconsideración para con la muerte, apagaba el brillo augusto de las velas, las hacía inútiles. Por un momento pensó en apagarlas: medida de economía. Pero, como seguro que la funeraria iba a cobrar lo mismo, así gastaran dos velas o diez, decidió cerrar la ventana y dejar en penumbra el cuarto. Las llamas benditas saltaban como lenguas de fuego. Vanda se sentó en una silla (préstamo del santero); se sentía satisfecha. No con la simple satisfacción del deber filial cumplido, sino algo más profundo.
Un suspiro de satisfacción le brotó del pecho. Se ahuecó los cabellos castaños con un movimiento de la mano. Era como si al fin hubiera domado a Quincas, como si le hubiera puesto otra vez las riendas, aquellas riendas que un día había arrancado él de las manos fuertes de Otacilia, riéndosele en sus propias narices. La sombra de una sonrisa afloró en los labios de Vanda, que serían bellos y deseables si no fuera por cierta rígida dureza que los marcaba. Se sentía vengada de todo cuanto Quincas hiciera sufrir a la familia, sobre todo a ella misma y a Otacilia, aquella humillación de años y años. Diez años pasó Joaquim en esa vida absurda. «Rey de los vagabundos de Bahía», le llamaban en las columnas de sucesos los periódicos; tipo callejero citado en crónicas de literatos ávidos de pintoresquismo; diez años avergonzando a la familia, salpicándola con el barro de aquella inconfesable celebridad. El «esponja mayor de Salvador», el bebedor empedernido, el «filósofo andrajoso de la rampa del Mercado», el «senador de los bailongos», Quincas Berro Dagua, el «vagabundo por excelencia». Así le llamaban los diarios, donde a veces aparecía su sórdido rostro fotografiado. ¡Dios mío, cuánto ha de sufrir una hija en el mundo cuando el destino le reserva la cruz de un padre sin conciencia de sus deberes!
Pero ahora se sentía contenta: mirando al cadáver, en su ataúd casi lujoso, vestido de negro, con las manos cruzadas sobre el pecho, en una actitud de devota compunción. Se elevaban las llamas de las velas arrancando destellos de los zapatos nuevos. Todo decente; menos la habitación, claro. Un consuelo para quien tanto había tenido que sufrir y padecer... Vanda pensó que Otacilia se sentiría feliz en el distante círculo del universo donde ahora se hallaba. Porque al fin se imponía su voluntad, la hija devota había hecho revivir a aquel Joaquim Soares da Cunha, a aquel tímido, bueno y obediente esposo y padre: bastaba levantar la voz y cerrar los ojos para tenerlo ante ella sobrio y conciliador. Allí estaba, cruzadas las manos sobre el pecho. Había desaparecido para siempre el vagabundo, el «rey de las verbenas callejeras», el «patriarca de la zona del bajo meretricio».
Una pena que estuviera muerto y no pudiera verse en el espejo, que no pudiera comprobar la victoria de la hija, de la digna familia ultrajada.
Quería Vanda, en aquella hora de íntima satisfacción, de absoluta victoria, ser generosa y buena. Olvidar los últimos diez años, como si los expertos de la funeraria los hubieran purificado con el mismo trapo enjabonado con que arrancaron la suciedad del cuerpo de Quincas, para recordar sólo la infancia, la adolescencia, el noviazgo y el casamiento, y la figura mansa de Joaquim Soares da Cunha medio escondido en su silla de lona leyendo los periódicos, estremeciéndose cuando la voz de Otacilia lo llamaba, reprensiva:
-¡Quincas!
Así lo amaba. Sentía ternura por él, añoranza de aquel padre. Con un poco de esfuerzo sería capaz hasta de conmoverse, de sentirse huérfana infeliz y desolada.
Aumentaba el calor del cuarto. Cerrada la ventana, no encontraba la brisa marinera lugar por donde entrar. Tampoco Vanda la quería: mar, puerto y brisa, las laderas monte arriba, los ruidos de la calle, formaban parte de aquella finida existencia de infame desvarío. Allí deberían estar sólo ella, el padre muerto, el recordado Joaquim Soares da Cunha y los recuerdos más queridos por él dejados. Vanda iba arrancando del fondo de la memoria escenas olvidadas. El padre llevándola al tiovivo de la Ribeira, en las fiestas de Bonfim. Nunca lo había visto tan alegre; aquel hombretón transformado en montura para la chiquilla, riendo a carcajadas, él, que tan raramente sonreía. Recordaba también el homenaje que le habían rendido amigos y colegas cuando fue ascendido a la Dirección. La casa llena de gente. Vanda era aún una chicuela, pero empezaba a sentir amores. Quien aquel día reventaba de satisfacción era Otacilia, en la sala, en medio del grupo, con discursos, cerveza y una estilográfica ofrecida al funcionario. Ella parecía la homenajeada. Joaquim oía los discursos, se apretaba las manos, recibía el regalo sin mostrar entusiasmo. Como si todo aquello le fastidiara y no tuviera valor para decirlo.
Recordaba también la fisonomía del padre cuando ella le comunicó la próxima visita de Leonardo, que al fin había decidido pedir su mano. Movió la cabeza murmurando:
-¡Pobre hombre...!
Vanda no admitía críticas al novio:
-¿Pobre? ¿Por qué? Es de buena familia, tiene un buen empleo, no es hombre de juergas y borracheras...
-Ya lo sé, ya lo sé... Pensaba en otra cosa.
Era curioso. No se acordaba de muchos pormenores ligados a su padre. Como si él no hubiera participado activamente en la vida de la casa. Podría pasar horas y horas recordando a Otacilia, escenas, hechos, frases, acontecimientos en los que la madre había participado. Pero la verdad es que Joaquim sólo empezó a contar en sus vidas cuando, aquel día absurdo, después de llamar «burro» a Leonardo, se las quedó mirando, a ella y a Otacilia, y les espetó inesperadamente:
-¡Víboras!
Y con la mayor tranquilidad del mundo, como si estuviera realizando el acto más trivial, se fue hacia la puerta y no volvió.
En eso, sin embargo, no quería pensar Vanda. De nuevo volvió a la infancia. Era allí donde encontraba más precisa la imagen de Joaquim. Por ejemplo, cuando ella, niña de cinco años, de pelo en tirabuzones y lágrima fácil, tuvo aquel alarmante febrón. Joaquim no salía del cuarto, sentado junto al lecho de la enfermita, cogiéndole las manos, dándole las medicinas. Era un buen padre y un buen esposo. Con este último recuerdo, Vanda se sintió suficientemente conmovida y -si hubiera más gente en el velorio- hasta capaz de llorar un poco, como es obligación de una buena hija.
Con rostro melancólico miró el cadáver. Zapatos lustrosos en los que brillaba la luz de las velas, pantalones de corte perfecto, chaqueta negra bien asentada, las manos cruzadas sobre el pecho. Posó los ojos en el rostro barbado. Y se quedó estupefacta. Por primera vez.
Vio la sonrisa. Sonrisa cínica, inmoral, como si lo estuviera pasando en grande. La sonrisa no había cambiado, nada habían logrado contra ella los especialistas de la funeraria. También ella, Vanda, se había olvidado de pedirles que le pusieran un rostro más acorde, más ajustado a la solemnidad de la muerte. Y Quincas Berro Dagua seguía sonriendo, y ante aquella sonrisa de mofa y gozo, ¿de qué servían los zapatos nuevos -nuevos de trinque, cuando el pobre Leonardo tenía que mandar que pusieran, por segunda vez, medias suelas a los suyos-, de qué servía la ropa negra, la camisa blanca, la barba afeitada, el pelo sujeto con fijador, las manos puestas en oración? Porque Quincas se reía de todo aquello, con una risa que se iba dilatando, ampliándose, y poco después resonaba en la pocilga inmunda. Reía con los labios y con los ojos, con los ojos clavados en el montón de ropa sucia y remendada olvidada en un rincón por los hombres de la funeraria. La sonrisa de Quincas Berro Dagua.
Y Vanda oyó, marcadas las sílabas con nitidez insultante, entre el silencio fúnebre:
-¡Víbora!
Se asustó, sus ojos relampaguearon como los de Otacilia, pero su rostro se puso pálido. Era la palabra que él usaba cuando, al inicio de su locura, ella y Otacilia intentaban reducirlo de nuevo al confort de la casa, a los hábitos establecidos, a la perdida decencia. Ni ahora, muerto y estirado en un ataúd, con velas a los pies, vestido con buenas ropas, se entregaba. Se reía con la boca y con los ojos, y nada raro tenía que empezara a silbar. Y aún más, uno de los pulgares -el de la mano izquierda- no estaba debidamente cruzado sobre el otro, sino que se elevaba en el aire, anárquico, insultante:
-¡Víbora! -dijo de nuevo. Y silbó, quedamente.
Vanda se estremeció en su silla, se pasó la mano por el rostro -¿me estaré volviendo loca?-, sintió que le faltaba el aire. El calor se iba haciendo insoportable, tenía náuseas.
Una respiración sofocada en la escalera: tía Marocas, con los rodetes de grasa bailándole, entraba en el cuarto. Vio a la sobrina descompuesta en la silla, lívida, los ojos clavados en la boca del muerto.
-Estás deshecha, pequeña. También, con el calor que hace en este cuartucho...
Se amplió la sonrisa canalla de Quincas al ver la masa monumental de su hermana. Vanda quiso taparse los oídos. Sabía, por experiencia anterior, con qué palabras acostumbraba él a definir a Marocas, ¿pero de qué sirven las manos en las orejas para contener la voz de un muerto? Y oyó:
-¡Saco de pedos!
Marocas, más descansada de la subida, sin mirar siquiera al cadáver, abrió de par en par la ventana:
-¿Le han echado perfume? Hay un olor que atonta.
Por la ventana abierta entró el barullo de la calle, múltiple y alegre, la brisa del mar apagó las velas y vino a besar la faz de Quincas. La claridad se extendió sobre él, azul y festiva. Victoriosa la sonrisa de los labios, Quincas se arrellanó en el ataúd.