De: laurasumisa@hotmail.com

Para: maestroyuko@wanadoo.es

Enviado: Sábado, diciembre 7, 2002, 18:10

Maestro, me abruman sus palabras.

¿De veras me ve así? Claro, si no, no lo diría.

Como siempre, Maestro Yuko tiene razón. Siento dentro de mí que lo sucio es limpio. Y una fuerza sublime (¿amoral?… ¿o es sencillamente una moral verdadera?) me impulsa a seguir adelante.

Disculpe mi torpeza al explicarme.

Quiero obedecer a mi Maestro.

Quiero sentir sus manos sobre mi piel.

Debo decir que Amo resulta de gran ayuda en mi empeño. Tiene la extraña facultad de saber lo que necesito, en ocasiones antes de que yo misma lo descubra. Por regla general, cuando plantea un nuevo juego siempre es exactamente el que anhelo y no me atrevo a pedir.

Maestro, estos días han sido intensos.

Muy instructivos.

Gracias a usted. Gracias a usted me atrevo a todo.

Ahora veo el mundo a través de sus ojos.

Amo me disfrazó de chacha (sucedió hace algún tiempo; ahora ya puedo contárselo). Así uniformada, quité el polvo, fregué la bañera y el inodoro, y restregué el piso a cuatro patas. Al principio me resultó muy chocante. Bochornoso, ridículo. Sobre todo cuando Amo hizo que contemplara mi imagen uniformada en el espejo. ¡Qué humillación! Pero duró sólo un momento. Cuando me apliqué a obedecer, la verdad es que disfruté muchísimo.

Maestro, tenga en cuenta que estas actividades eran para mí absolutamente nuevas. Nunca he realizado semejantes tareas. Excepto cuando era niña y jugaba con mis amigas a ser ama de casa.

Maestro, no sé cómo será para otras Sumisas y Amos, pero para nosotros una sesión siempre es un preámbulo. El preludio del acto sexual. Si no lo hacemos, la sesión no está completa. Llegar a un orgasmo lo más bestial posible (y uso ese adjetivo porque me parece el más apropiado, ya que me abandono y aflora mi animalidad) es la cúspide de la sesión. De otra manera, Maestro, no creo que consiguiera la intensidad y el encanto que alcanza.

El final es como un premio.

Dígame algo sobre esto, Maestro. ¿El objetivo de la sesión debe ser humillarse, y sufrir, exclusivamente?

Espero sus sabios comentarios.

Maestro, tenemos una mazmorra. Una habitación pequeña que Amo ha acondicionado al efecto. Esto es algo que hace tiempo quiero contarle. Nos pareció que era importante si queríamos conseguir un ambiente apropiado para nuestros juegos. En la mazmorra se desarrollan las sesiones. Aunque también pueden tener como escenario el ámbito del piso. Carecemos de experiencia. Pero aprendemos rápido. Ayer aconteció la más intensa de las sesiones hasta el momento.

Cuando llegué del trabajo, Amo estaba en su papel de Amo y ordenó que fuera directamente a la mazmorra. El atuendo de ejecutiva añadía morbo a la situación. Arrojó mi bolso al suelo. Descubrí una nueva severidad en su rostro. Me colocó una venda, ató mis manos a una argolla fija en el techo y me bajó lo suficiente los pantalones para dejar al descubierto el trasero. No me tocó las bragas.

Quedé a la espera, de cara a la pared.

En cuanto me ponen la venda, asumo mi papel de Sumisa. Funciona así. La venda y las ataduras actúan como elementos liberadores. Me proporcionan la coartada que necesito para entregarme. Ya no soy responsable.

A continuación, Amo procedió a azotarme. A lo más que habíamos llegado era a colocarme sobre sus piernas, como se hace con los niños malcriados, y darme palmadas en el culo. O a atarme en una posición incómoda, después de propinarme un par de bofetadas, y dejarme así un buen rato. O a alguna que otra azotaina leve.

Lo disfruto mucho.

Pero lo de ayer fue diferente.

Esta vez era un castigo serio.

Lo que me excita es sentirme a oscuras e indefensa. El dolor de los azotes se convierte rápidamente en lujuria. Cuando hace una pausa, quiero más. Quiero que deje marcas en mi cuerpo. Quiero llevar sus marcas.

Primero utilizó una especie de látigo. Diez trallazos firmes que me obligó a contar en voz alta. Pausa de unos cinco minutos. Le oí abrir la nevera, servirse algo de beber. Una cerveza, posiblemente.

Al regreso, me bajó las bragas y fustigó mi trasero con una vara de bambú. Escocía mucho más y, como los zurriagazos aterrizaban sobre carne ya martirizada, el dolor resultaba mayor. Traté de evitarlo, pero al final chillé y lloré. Otra pausa. Larga. Durante esos períodos, mis nalgas ardientes ocupaban el primer plano. Llamas que invadían mi sexo, mi corazón y mi cerebro. ¿Qué sentía? Agradecimiento. Alguien me ponía donde merecía estar, alguien me permitía ser lo que soy. ¿Una cerda sucia? ¿Una perra indigna? ¿Una puta vejada? Todo eso, pero sin culpa. Con alegría. Como si poder ser una cerda, una perra, una puta significara un honroso galardón. ¡Lo es! Pero, sobre todo, sentía agradecimiento. Lo que más deseaba en el mundo era que Amo me permitiera lamer sus manos, sus pies, su polla.

Al final de la pausa, azotes con una fusta de cuero. Conté a gritos. Se me aflojaron las rodillas. Apreté los dientes. Contraje el culo. Sollozos. Fueron un total de treinta latigazos. Después Amo se marchó nuevamente. Estuvo mucho tiempo fuera. Adormecida, entre mocos, lágrimas y dolor, sentí algo semejante a la gloria. A la seguridad infantil.

El paraíso debe de ser algo parecido a lo que sentí.

Concluida la zurra, desatada, de rodillas, Amo puso su polla al alcance de mi boca. La devoré como si fuera el primer alimento de un hambriento. Bebí su contenido como si se tratara de agua fresca después de permanecer días perdida en el desierto.

Después, Amo me folló analmente, hasta que me corrí sin tocarme.

Lo que Amo ha bautizado como «correrse por el culo».

Entonces dio por concluida la sesión.

Dormimos abrazados, como niños.

Sí, tengo una hermana. Cinco años mayor que yo. No nos llevamos demasiado bien. Tiene la capacidad de incordiarme. Es negativa y protestona. Hipócrita y petulante. Quejica y malcriada. Aunque la vida ha sido generosa con ella. Posee una familia espléndida y un marido, Alberto, guapo, paciente y divertido. Hace mucho tiempo (yo era muy joven; aún no me había casado), después de una bronca más áspera de lo habitual con ella, evalué la posibilidad de follarme a su marido. Para molestarla. Por aquellos días Andrea tenía una aventurilla con un compañero de trabajo. Se me ocurrió seducir a Alberto, cosa que por otra parte no creo que entrañara mucha dificultad a juzgar por la atención que ha dedicado siempre a mi trasero, y luego decirle a Andrea, de manera casual: Ah, ¿sabes que me follé a Alberto?, como tú andabas con ese chico pensé que no te importaría…

Pero fue una idea al calor del momento. No sería capaz de hacer algo así.

Se lo cuento todo, Maestro.

¿Pinta usted mi alma, mis deseos, mi carne, mis posibilidades?

Sumisa Laura