LA ARMADA INVENCIBLE, UN SÍMBOLO PARA INGLATERRA

"No te preocupes, primero terminamos esta partida y luego derrotamos a los españoles"

Chulesca declaración mientras jugaba una partida de bolos, de un sobrado Francis Drake tras conocer la llegada inminente de la gran Armada Española a las costas de Inglaterra.

Las circunstancias obligan

"Doy gracias a Dios de que me haya dejado recursos para soportar la pérdida, y no creo que importe mucho que nos hayan cortado las ramas, con tal de que quede el árbol de donde han salido, y de donde pueden salir otras", con estas palabras el rey Felipe II llamado el prudente, quiso minimizar la desgraciada noticia recién llegada desde el Canal de la Mancha. Sus ilusiones sobre la invasión de Inglaterra habían zozobrado junto con buena parte de la gran flota enviada a ese fin. Esto ocurría en el verano de 1588, pero antes, diversas circunstancias habían obligado al monarca a tomar una decisión que, a la postre, sería transcendental para elevar la moral y el ánimo de la que era por entonces, una pequeña potencia local.

Inglaterra, en el siglo XVI, distaba mucho de ser la nación hegemónica que nos encontraremos algún siglo más tarde. Su único poder radicaba en la fuerza de sus barcos y, sobre todo, en los marinos que los tripulaban.

En los tiempos de la erróneamente llamada Armada Invencible, los ingleses ya contaban con una formidable flota. Pero no siempre había sido así, como después veremos.

Desde 1580, España se había convertido en el Imperio más poderoso del planeta. En ese año por herencia y fuerza, Felipe II ya pudo decir orgulloso que en su reino nunca se ponía el sol, pues a las extensas posesiones españolas se sumaron las de Portugal y sus colonias. Con todo esto, los estandartes de España flameaban por la práctica totalidad de América. Solo existía un pequeño inconveniente, el número cada vez mayor de traficantes y negreros, que intentaban comerciar con las nuevas colonias americanas. Por otro lado, en Flandes, la guerra que había estallado en 1566 se estaba prolongando en demasía, alentada en buena parte por Inglaterra, que ayudaba a los independentistas flamencos con barcos, soldados y pertrechos.

La reina virgen Isabel, y el rey prudente Felipe, se habían transformado en auténticos enemigos, sobre todo, desde la muerte de María Tudor, la que fuera esposa del rey español, y que falleciera sin un primogénito que pudiera asumir el trono, propiciando que su hermanastra Isabel tomara el poder. Comenzó así, un tiempo de penumbra sobre el mundo católico inglés que por aquel entonces era todavía importante, representando un tercio del total poblacional. Felipe II, tras quedar viudo de María Tudor, se fijó en Isabel I intentando convencer a la virgen para que se convirtiera en su esposa y de paso al catolicismo. Pero la respuesta que recibió fue negativa, para mayor desconsuelo de un monarca español que veía preocupado como la situación se complicaba por momentos.

La decisión adoptada por el papa Alejandro VI de repartir el nuevo mundo descubierto entre las dos potencias dominantes Portugal y España, no había gustado lo más mínimo a las dos potencias emergentes, Inglaterra y Holanda, que lejos de olvidarse de América, intentaron por todos los medios incorporar su presencia comercial a los nuevos territorios.

Y es aquí cuando aparecen los primeros traficantes de esclavos, llevando negros desde las costas de Africa hasta las colonias americanas, muy necesitadas por aquel entonces de mano de obra barata. Este monopolio era de exclusividad española y, por tanto, no es de extrañar que gobernadores y virreyes pusieran todos los medios a su alcance con el propósito de erradicar el negocio de aquellos mercaderes del género humano.

En 1568, una flotilla de naves negreras es interceptada por los españoles en Veracruz. Su comandante es John Hawkins, y el lugarteniente de éste, Francis Drake, que en lugar de recibir misericordia, contemplan como muchos de sus hombres son ahorcados, perdiendo también la casi totalidad de los barcos, incluido el Jesús de Lubeck. Los supervivientes logran escapar a Inglaterra, donde lamerían sus heridas para posteriormente regresar al mar con la patente de corsario entregada por la reina.

Comenzaba la era más famosa de la piratería con un objetivo fundamental, dañar desde el punto de vista económico y militar a la primera Potencia mundial.

Felipe II se ve obligado a resolver un grave problema con tres cabezas: en una de ellas, tenemos la situación de los católicos en Inglaterra, Escocia e Irlanda; en otra la guerra de Flandes alimentada por los británicos; y, finalmente, en la tercera cabeza, nos encontramos un sinfín de barcos corsarios haciendo presa en el comercio de Indias. Era el momento de tomar una decisión para acabar, de una vez por todas, con el nido que procuraba tantos quebraderos de cabeza a la corona española.

Aquel país de dimensiones reducidas, si lo comparamos con el imperio español, se había convertido en una avispa con un aguijón demasiado venenoso. Felipe II decidió bien asesorado por su gente que la solución pasaba necesariamente por la eliminación de Isabel I. Una vez destronada ésta, las aguas volverían a su cauce y los católicos ocuparían el poder. Los rebeldes flamencos se quedarían sin una ayuda vital y los corsarios perderían la patente. El plan no podía ser mejor, solo se necesitaba una chispa para activarlo, y esa llegó en 1587, cuando Isabel I ordenó la ejecución de la reina católica escocesa María Estuardo. Esa insolencia desató unos acontecimientos que ya se venían gestando años atrás.

Protagonistas de lujo

En nuestra narración nos encontramos con diversos protagonistas que han grabado sus nombres en los anales de la historia. Por eso, será conveniente que nos acerquemos a ellos un poco más.

En primer lugar tenemos al marqués de Santa Cruz, Don Alvaro de Bazán. Éste fue el elegido por Felipe II para dirigir la flota en la empresa de Inglaterra, pero su muerte lo impidió. ¿Quién sabe si de haberlo hecho, el final hubiese sido otro?

Don Alvaro nació en Granada en 1526 y fue sin duda, el mejor almirante español del siglo XVI. Se distinguió en diferentes combates como aquél que diezmó la escuadra francesa frente a las costas de Galicia. También tomó parte en las conquistas del peñón de la Gomera y Túnez. Siendo una de sus hazañas más notables la de participar en la batalla de Lepanto dirigiendo la cuarta escuadra compuesta por treinta galeras, que hicieron bajo su mando un sensacional alarde táctico y guerrero.

El almirante elegido por Felipe II falleció lamentablemente víctima del tifus a principios de 1588, cuando se disponía en Lisboa para ponerse al frente de la Gran Armada. Su pérdida hizo que el rey español se fijara en Don Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia, que solo tenía 38 años y muy poca experiencia marinera.

Don Alonso expuso toda clase de argumentos para no asumir la encomienda del rey, pero Felipe II sabedor de las buenas dotes que Don Alonso había mostrado para el mando y, sobre todo, para la gestión, le ordenó continuar con la misión. En mi humilde opinión, no hay que atribuir en su totalidad el desastre de la Armada al pobre duque, como posteriormente intentaré explicar.

Otros marineros Ilustres aportaron sus conocimientos a la empresa, tal fue el caso de Don Juan Martínez de Recalde, Don Pedro de Vald¿s o Don Miguel de Oquendo. En casi todos los casos, estos capitanes españoles se distinguieron por su valor y buen hacer.

Terminamos esta revista de los jefes españoles en la figura de Alejandro Farnesio, que era a la sazón el mejor militar del Imperio español. Gobernador de los Países Bajos y uno de los hombres más leales y eficientes de los que podía disponer Felipe II. Con Alejandro Farnesio y sus temibles tercios, los rebeldes flamencos nunca pudieron dormir tranquilos.

Si la misión de Medina Sidonia al frente de la flota era fundamental, la de Farnesio dirigiendo la infantería era vital, para que la invasión de Inglaterra se consumara. Solo el esfuerzo bien coordinado de barcos y hombres alcanzaría el éxito, lo contrario no tenía sentido.

En cuanto a los ingleses hay que destacar esencialmente, la figura de sus tres grandes marinos de la época. En ellos se basó el éxito de aquellas jornadas, y sus nombres se inmortalizaron para las generaciones posteriores.

Lord Charles Howard fue el jefe de la escuadra británica. Era un almirante de amplia experiencia y acreditadas dotes para el mando. En los sucesos que rodearon a la Armada Invencible, supo estar en todo momento a la altura de las exigencias, coordinando los esfuerzos de las seis escuadras en las que se subdividió la gran flota inglesa, conformada por más de 180 naves. Fue nombrado conde de Nottingham en 1597, tras haber arrasado Cádiz. Murió en 1624 a la longeva edad de 88 años.

John Hawkins, conocido por los españoles como "el pirata aquines", nació en Plymouth en 1532. Era, sin duda, uno de los marinos más inteligentes de Inglaterra. Su vocación era el mar, y desde muy joven dedicó todo su esfuerzo al conocimiento exhaustivo de unos buques que ya empezaban a ser obsoletos. Tras intentar seguir con el negocio familiar basado en el comercio de productos alimenticios, se acomodó perfectamente en el tráfico de esclavos con las Indias. En 1568, perdió casi toda su flota en un combate librado con los españoles, pero logró escapar con tan sólo dos naves, el Minion y la Judith, que capitaneaba su joven lugarteniente Francis Drake. A su llegada a Inglaterra, la reina Isabel le nombró almirante y tesorero general de la marina. Esto propició que Hawkins modernizara la vieja flota británica e impulsara la construcción de naves más ligeras y maniobrables que, sin duda, fueron fundamentales en los combates con la gran Armada española. Murió en 1595, víctima de las fiebres cuando se hallaba en Puerto Rico. Su cuerpo fue sepultado en el mar con todos los honores.

Y por fin, nos encontramos con el mítico Francis Drake, nacido en Crowndale en 1543. En principio, el pequeño Francis no había sido llamado hacia las artes marineras, pero el destino quiso hacerle sobrino de William Hawkins, hermano del célebre pirata. Como la vida en su granja natal no le terminaba de convencer, pronto se puso bajo el amparo del corsario, iniciando un sinfin de navegaciones y aventuras que culminaron en 1577 con la primera circunvalación del mundo a cargo de un inglés. Este hecho no se realizó sin avatares ni pillajes sobre las colonias españolas. Cuando terminó el periplo en 1580, se encontró con el enojo del rey español y su nombramiento como caballero otorgado por la reina inglesa. Su nombre hacía estremecer a todos y la lista de ataques sobre nuestras posesiones fue muy abundante. Pero también los fracasos fueron sonoros, como, por ejemplo, el intento de toma de Santa Cruz de la Palma o los desastres en La Coruña o Lisboa. Murió en Portobelo (Panamá) en

1596. Su cadáver fue depositado en una caja de plomo y lanzado al mar.

La Armada Grande

En 1587 la situación se había tornado insostenible. La ejecución de María Estuardo y, sobre todo, la internada en Cádiz de Francis Drake al mando de 30 buques, eran demasiadas insolencias para tan pocos meses. Éstos galeones provocaron desbarajustes e incendios entre naves españolas de reciente construcción y almacenes provistos de toneles y alimentos para la Armada Grande. El paisaje desolador que presentaba Cádiz tras el ataque del corsario, hizo que los ingleses comentaran, jocosos "sin duda, hemos chamuscado las barbas del rey español", supongo que la frasecita no gustó en absoluto a Felipe II, que ordenó a la flota fondeada en Lisboa lanzarse definitivamente contra la pérfida Albión.

Don Alvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, siempre se había mostrado muy entusiasta en los preparativos de la empresa de Inglaterra, pero también, enormemente realista y sincero con su rey, al que pidió encarecidamente barcos y tripulaciones. El deseo del marqués no era descabellado, consideró que para culminar con acierto la situación, se deberían emplear no menos de 150 buques de combate, acompañados de 40 mercantes y 500 de menor calado, destinados al transporte y desembarco de tropas. Pero las arcas del reino andaban un tanto exiguas de contenido. La guerra de Flandes devoraba todo el oro americano y, en España, poco se podía recaudar. No obstante, se destacaron muchos comisarios y recaudadores que pronto recorrieron el país, buscando fondos y avituallamientos para la flota que se estaba preparando en Portugal. Entre esos delegados estaba Don Miguel de Cervantes, héroe de Lepanto y futuro abanderado de las letras españolas; por cierto, hablando de literatos, como curiosidad diremos que el mismísimo Lope de Vega fue uno de los embarcados por la Armada, que poco a poco iba incrementando su número con naves procedentes del mediterráneo y otros puntos. La flota se había convertido en un complejo entramado de navíos muy heterogéneos. Frente a Lisboa se alzaba un inmenso bosque de madera, mástiles, aparejos y velas. Soldados y tripulaciones fueron llegando durante semanas a la bella ciudad portuguesa que los recibía y alojaba como buenamente podía. Fue una operación larga y tediosa, ya que no sólo había que organizar ese grupo naval, sino también coordinarlo para su posterior ensamblaje con las fuerzas terrestres que, junto a Alejandro Farnesio, príncipe de Parma, esperaban en los territorios flamencos. Las comunicaciones entre los dos contingentes se dilataban demasiado y, por si fuera poco, a principios de 1588, todo se trastocó cuando Don Alvaro de Bazán murió víctima del tifus. Había fallecido el mejor almirante de España, pero ni siquiera esa circunstancia fue capaz de frenar a un imparable Felipe II.

La gran flota estaba compuesta por barcos de diverso calado y tonelaje, que completaban un total de 130 unidades de muchos tipos. En vanguardia se situaban 20 magníficos galeones de construcción española repartidos en dos grandes escuadras, que a su vez se dividían en pequeñas flotillas con la misión de escoltar un núcleo central donde viajaban los mercantes. Estos se agrupaban bajo diferentes denominaciones, por ejemplo: había 43 naos y 25 urcas, además de un sinfín de embarcaciones más ligeras que transportaban toda clase de embalajes, munición y caballerías. La potencia de fuego radicaba en más de 2.400 piezas artilleras, de las que unas 1.100 se podían considerar cañones que, según investigaciones modernas, no eran de la mejor calidad. Las muchas peticiones a las fundiciones habían provocado una más que sobrada especulación sobre los recursos existentes. Por lo tanto, aquella armada invasora no tenía tanta fuerza como se nos hizo creer durante siglos, más bien lo contrario. El poderío agresor se justificaba con el artillado de un total de 68 naves: los 20 galeones más los cañones incorporados a otras 48 naves gruesas, como las lentas y pesadas urcas. Además de las 4 galeras y 4 galeazas llegadas del mediterráneo muy poderosas, pero poco maniobrables en los mares atlánticos. En cuanto a tripulaciones y ejército debemos observar la presencia de unos 7.000 marineros; 19.000 soldados que ayudarían a las tropas agrupadas en Flandes para la invasión; 1.400 auxiliares de variados oficios; y unos 2.000 galeotes que servían como remeros. En total casi 30.000 hombres dispuestos a castigar la osadía del inglés. A éstos había que sumar los 30.000 que debía reunir Alejandro Famesio. Pero la guerra y las enfermedades menguaron esa cifra, dejándola establecida en unos 17.000 infantes que esperaban pacientemente la llegada de la flota desde algunos puertos del canal.

Frente a este poderío, Inglaterra no tenía las suficientes fuerzas terrestres que se pudieran oponer a la mejor infantería del mundo. Por eso, la reina Isabel sólo pudo encomendarse a su Dios anglicano y a sus lobos de mar para la defensa de su cercado país. Isabel había destinado casi todas sus reservas para la construcción de una potente flota. Destacando en ella 34 soberbios galeones de reciente aparición en el concierto naval. A éstos había que sumar varias decenas de buques muy ligeros y tremendamente marineros, hasta completar unas 180 unidades tripuladas por las mejores dotaciones de la época. Aquellos buques liderados por Howard, Hawkins y Drake, iban a someter a una prueba muy dura a los barcos españoles, sobre todo, gracias a unos eficaces artilleros que disparaban cañones y culebrinas, capaces de hacer blanco a un kilómetro de distancia; cosa que los españoles no terminaban de conseguir, dada la pésima calidad de nuestros cañones.

Avatares y Gravelinas

El 20 de mayo de 1588 llegaba, por fin, la tan ansiada orden de zarpar. Lisboa, tras muchas fiestas y desfiles, despidió a una Armada a la que ya no volvería a ver más.

A bordo del buque insignia, el galeón San Martín, se encontraba Don Alonso Pérez de Guzmán, el nuevo almirante de la flota. El duque de Medina Sidonia había intentado en vano que Felipe II no le utilizara como sustituto de Don Alvaro de Bazán. La inexperiencia marinera del duque era manifiesta, pero su buen talante y mejor gestión hizo posible que, tras el desastre, muchas naves se recuperaran. Está claro que no era el mejor marino del reino, pero su cordura en determinados momentos de la aventura consiguió que la catástrofe fuera menos exagerada.

Pronto la inmensa flota se vio envuelta en los rigores climáticos y, por si fuera poco, la velocidad de los pesados mercantes era tan lenta que las tripulaciones de los ágiles galeones, se desesperaban por tener que acomodarse a la decelerada marcha mercantil. En los primeros tres días sólo se consiguió avanzar diez millas, cundiendo el desánimo cuando los viajeros se percataron de algo con lo que no se contaba a priorI, el agua contenida en los toneles de roble verde había empezado a descomponerse. Todos se acordaron de aquellos barriles viejos quemados por Drake un año antes en Cádiz que hubiesen sido tan necesarios para evitar la corrupción del líquido elemento. Tras éstos avatares iniciales, adornados por las múltiples averías generadas principalmente en las naves mediterráneas, Don Alonso decidió fondear en La Coruña donde esperaba reparar los desperfectos, renovar el agua y reabastecer las bodegas.

El duque envió mensajeros a la corte explicando las noticias y animando al rey para que suspendiera la expedición, pero la respuesta de Felipe II fue tajante, ordenando a la flota salir inmediatamente de La Coruña rumbo a Inglaterra. Por fin, después de seis semanas, la Armada española zarpaba para cumplir su triste misión en la historia. Aquella masa de Madera fue desplazándose inexorablemente hacia las aguas del canal, sin que nada, ni nadie, pudiera pararla.

El 30 de julio de 1588, las velas españolas eran divisadas desde Plymouth, donde estaba la base naval inglesa que custodiaba la entrada occidental del Canal de la Mancha. Recordemos que Lord Howard había repartido sus naves en seis escuadras, dos de las cuales se situaron en el lado oriental frente a Flandes, desde donde esperaban la llegada de Alejandro Farnesio y sus tropas; las restantes flotillas estaban integradas por unas 90 naves, de las que 19 eran galeones de la reina y unas 70 eran mercantes artillados.

La llegada de los barcos españoles no por esperada fue menos sorpresiva, ya que los ingleses pensaban que todavía faltaban algunos meses Para que se produjera ese hecho. Durante unas horas, Don Alonso Pérez de Guzmán tuvo la posibilidad de ¡intentar un ataque sobre Plymouth, donde se encontraban atracados los barcos ingleses. Pero al duque le quitó esa idea la insistencia de unos asesores que rápidamente recordaron las órdenes expresas de Felipe II: no atacar a los ingleses a menos que fuese necesario. Desde luego que el objetivo principal era contactar con Farnesio en Flandes y trasladar a su ejército hasta Inglaterra, pero también es cierto que nunca sabremos qué consecuencias hubiese reportado un ataque masivo sobre Plymouth, viendo cómo fueron las jornadas posteriores. Ahora es muy fácil criticar la actitud de Don Alonso, pero en ese 30 de julio, a muy pocos les hubiese gustado estar en su piel.

Esa misma noche la alborotada escuadra inglesa salió de Plymouth a favor de marea. Lord Howard entregó doce naves a Francis Drake para que hostigara la retaguardia de la Armada española. En esa posición, a buen seguro, encontraría a las apetecibles naves mercantes que por su escasa velocidad y protección, se convertían en unas presas muy codiciadas.

El propio Howard dirigió 60 buques hacia el grueso de la flota española, con el ánimo de infringir el mayor número de bajas posible.

Con el alba del 31 de julio, llegó el primer combate entre las dos escuadras, un choque que apenas duró dos horas, pero que dejó maltrechas a tres naves españolas y para mayor desgracia, el galeón Nuestra Señora del Rosario, cuarto en importancia de la flota española, se averió estrepitosamente después de chocar con otra nave. El capitán de este novísimo buque de tan sólo dos años de edad, era el asturiano Don Pedro de Valdés, que viendo como perdía la mayor parte de sus principales mástiles y velas, pidió auxiliO a Don Alonso. Pero éste, dado el estado de la mar, poco pudo hacer por el infortunado buque que quedaba de esa manera a merced de la suerte. Y ésta no fue buena. Un pequeño galeón británico pronto le detectó, pero el tamaño del buque español era cinco veces superior al del inglés y, tras intercambiar unos cuantos arcabuzazos, los ingleses optaron por retirarse para dar cuenta del hallazgo. La noticia era para Lord Howard, pero Francis Drake se enteró unos minutos antes y, olfateando el presunto botín, enfiló proa hacía el galeón español que, para sorpresa de todos no presentó batalla, entregándose tripulación y bagajes sin disparar un solo tiro. Los marineros españoles en número de 300, recibieron en general un buen trato que mejoró cuando Francis Drake descubrió complacido un tesoro de más de cincuenta mil ducados albergados en el camarote del capitán. Esa fortuna suponía un tercio del total destinado para cubrir los gastos de la empresa.

La noche no se iba a despedir con esa sola desgracia, ya que otro galeón español, el San Salvador, vio como le explotaba su Santa Bárbara posiblemente fruto del sabotaje de un artillero flamenco. Al día siguiente, los ingleses encontraron la malherida nave con 200 muertos sobre su borda, además de 50 heridos, de los que solo sobrevivieron 17.

En los días sucesivos las dos flotas intercambiaron miles de cañonazos con resultado incierto, pero quedaba clara en todos los casos la superioridad artillera de los ingleses. Los españoles basaban su poderío en la guerra galana, es decir la lucha al abordaje. En ese terreno nuestros soldados eran siempre superiores, por eso los británicos trataban de evitar ese tipo de combate a toda costa, confiándolo todo a la puntería de sus culebrinas de bronce que, por otra parte, estaban perfectamente abastecidas desde sus arsenales en tierra; apoyo con el que no contaban los buques españoles.

Don Alonso procuraba en todo momento evitar un combate generalizado, a la espera de noticias frescas que llegaran desde Flandes.

Pero Alejandro Farnesio, lejos de reunir la tropa precisada en torno a Dunkerque y Nieuport, los dos únicos puertos disponibles para la invasión, tan solo contaba con la mitad de los efectivos que, por cierto, tenía entretenidos en diversas escaramuzas.

El 7 de agosto, el duque de Medina Sidonia recibe por fin las desalentadoras noticias de Farnesio y decide fondear la flota (ya por entonces muy castigada y desabastecida) en el puerto de Calais, a unas diez millas de Dunkerque. Todavía esperaba el bueno de Don Alonso poder contactar con las tropas del príncipe de Parma para completar la invasión.

Pero Farnesio se hallaba bloqueado por la flota corsaria holandesa, unos 32 buques de los llamados mendigos del mar, a los que había que añadir decenas de filibotes que actuaban en la zona como auténticos moscardones. Por tanto, las ayudas solicitadas por Medina Sidonia no llegarían nunca. Y se entendió que la operación había fracasado por la escasa coordinación entre unos y otros. Solo quedaba sacar la flota de Calais e intentar llegar lo antes posible a España. Pero los ingleses acechaban demasiado cerca y no estaban dispuestos a dejar pasar una oportunidad como aquella. Calais era una ratonera y Howard quería esos ratones. En consecuencia, reunió a sus jefes para deliberar un plan que nació en forma de brulotes, los tizones del infierno, barcos kamikaze a los que se prendía fuego para ser lanzados sobre la flota enemiga con un cargamento de metralla, balas y pólvora suficiente para quebrantar cualquier resistencia. Sin esperar más, 8 buques ingleses fueron sacrificados para este fin. Y tras unir sus bordas, fueron dirigidos hacía el objetivo español que ya se había percatado con horror de su presencia.

Como contramedida a la llameante embestida, Don Alonso Pérez de Guzmán había dispuesto una línea de pequeñas embarcaciones y botes, que con pértigas y arpones intentaron en vano hacer embarrancar a las flamígeras naves. Solo pudieron hacerlo con dos de ellas, las otras seis siguieron avanzando para desconsuelo de las dotaciones españolas, que ante esa visión infernal, desorganizaron sus filas saliendo alocadamente de la bahía de Calais, sin cumplir la orden de agrupamiento dictada por el duque.

El amanecer del 8 de agosto de 1588 vio cómo la práctica totalidad de la Gran Armada andaba diseminada a lo largo de más de diez millas de costa. La salida en tromba desde Calais había propiciado la situación deseada por los ingleses. Lord Howard lanzó entonces más de cien buques sobre el disperso contingente, comenzando así lo que pasó a la historia como batalla de las Gravelinas. Una suerte de pequeños combates que se prolongaron durante más de doce horas con resultado dudoso, porque los ingleses se limitaron a rodear todos aquellos navíos que iban quedando aislados sin conseguir el efecto abrumador que pretendía su reina.

El duque de Medina Sidonia consiguió reunir unas 50 naves y con ellas fue asistiendo a todo barco que lo necesitara. Su galeón insignia San Martín, libró combate con otros tres británicos, respondiendo a todos ellos.

Otros no tuvieron tanta suerte, por ejemplo, la galeaza San Lorenzo, que después de una larga batalla, fue a quedarse varada en una playa francesa donde aguantó varios ataques. El galeón San Felipe, que fue rodeado por 17 buques enemigos, soportando un aluvión de balas y metralla, sin que ningún barco inglés consiguiera rendirle. Su capitán, Don Francisco de Toledo, hizo alarde de gallardía animando a los ingleses para que trabaran guerra galana con él. Pero siempre encontró la negativa por respuesta. Al final, tras haber perdido 260 hombres, transfirió lo que le quedaba a otros buques que acudieron para socorrerle. El galeón San Mateo tras recibir muchos impactos que provocaron diversas vías de agua, fue a parar a la zona holandesa donde embarrancó, siendo su tripulación capturada y masacrada por los holandeses.

El balance final de la jornada arroja unos datos que la propaganda inglesa maximizó al límite. Los españoles perdieron dos galeones, una galeaza y una nao, con unos 750 muertos, quedando muchos buques tocados o averiados. Mientras que los ingleses sufrieron desperfectos en 20 naves con un saldo de 150 muertos. Conviene comentar que los ingleses no consiguieron capturar ni uno solo de los buques españoles. Excepción hecha con el San Salvador y Nuestra Señora del Rosario, que cayeron durante el primer día por los motivos que ya sabemos.

El fin del mundo sobre nosotros

Después del combate de las Gravelinas la flota española dedicó el día posterior a reunir todo lo que le quedaba, que aún era mucho. El duque de Medina Sidonia estaba determinado para volver a España con la menor pérdida posible. Pero la situación de barcos y hombres era más que lamentable. El desbarajuste era tal que las previsiones más optimistas pasaban por la supervivencia de unos pocos.

Los españoles sabían que su regreso por el Este era poco factible; en ese extremo se encontraba buena parte de la flota enemiga ayudada por los corsarios holandeses. En el Oeste, estaba la costa de Flandes con sus enormes bancadas arenosas que, a buen seguro, harían encallar muchos barcos. Solo quedaba el camino del Norte, y eso suponía bordear la costa de Inglaterra y Escocia, para bajar por Irlanda hasta desembocar en el golfo de Vizcaya. Éste era el único recorrido posible y Don Alonso, confiando en la ayuda divina, dio orden de iniciar la navegación hacia esas latitudes.

El apoyo celestial llegó de forma inesperada, en un momento en el que todo hacía pensar que el fin de aquellos hombres estaba próximo. Las tripulaciones se encontraban muy mermadas por la enfermedad y las heridas del combate. Además, los daños ocasionados por el inglés en los buques españoles habían sido cuantiosos y, por si fuera poco, las inclemencias meteorológicas seguían creciendo. En eso, la llegada de un viento favorable alivió la situación caótica de la flota, propiciando la tan ansiada salida a mar abierto.

Sin orden ni concierto, los navíos fueron iniciando un trasiego hostil por aquellas costas enemigas, recibiendo el más severo castigo que un marino pueda imaginar. Recordemos que 1588 fue uno de los años más difíciles desde el punto de vista climatológico. En ese verano precisamente, ciclones, vendavales y tempestades, se cebaron sobre aquella zona, y por ende, sobre los restos de aquella pobre Gran Armada.

Desprovistos de alimento, agua y munición sin poder recalar en puerto amigo, los barcos españoles iban siendo sometidos a las más crueles circunstancias, dejando por aquellos litorales un gran rosario de angustias, zozobras y naufragios.

Los supervivientes que ganaban la costa sufrían dispar fortuna según quienes les apresaban. Si eran ingleses o escoceses, les encarcelaban a la espera de rescate. Pero no ocurrió lo mismo con los náufragos que tuvieron la mala suerte de ir a parar a las costas irlandesas. Allí, la muerte les esperaba en forma de gobernador británico.

Venganzas sin consecuencias

En Inglaterra quedaron instalados bajo pésimas condiciones unos 500 prisioneros, otros 1.000 lo hicieron en Escocia. Pero de los 2.000 que fueron a parar a la isla de Irlanda, 1.900 fueron ejecutados por un gobernador temeroso de que aquellos magníficos soldados se unieran a los rebeldes católicos que tantos quebraderos de cabeza le estaban ocasionando. En cuanto a los buques naufragados, es muy difícil precisar su número, tan sólo en la costa irlandesa se constataron 24 hundimientos, que se sumaron al total de 60 naves perdidas por la Armada durante toda la operación. Ya sabemos que en combate directo sólo se perdieron 4.

A pesar de todo, los 70 buques supervivientes fueron arribando a los puertos españoles del norte durante las semanas siguientes. Los últimos lo hicieron en octubre tras una calamitosa navegación. El grupo más numeroso, comandado por el galeón San Martín de Medina Sidonia, llegó el 24 de septiembre a Santander, y estaba conformado por 24 naves en muy mal estado.

Sobre las pérdidas en naves podemos decir que 25 fueron hundimientos confirmados y de otros 35 se perdió la pista para siempre.

Las bajas humanas fueron muy cuantiosas alcanzando dos tercios del total, repartidos de ésta manera: 8.500 murieron en los naufragios; 7.500 víctimas de la enfermedad y privaciones; 1.900 ejecutados en Irlanda, y 1400 muertos en los combates. En total, 19.300 hombres sobre los aproximadamente 30.000 iniciales. Frente a esto, las pequeñas pérdidas inglesas eran irrisorias.

La derrota de la Gran Armada, en contra de lo que se pueda pensar, no fue tan decisiva como humillante. Es cierto que el prestigio de España como potencia mundial sufrió un serio revés, pero el percance apenas perturbó el tráfico comercial con las Indias, más bien al contrario, pues desde entonces, se entendió que se debían fortalecer las condiciones defensivas de nuestras ciudades en América. Así se hizo, impidiendo muchas invasiones y saqueos a cargo de los corsarios británicos y holandeses.

España pudo mantener su dominio en América más de doscientos años. Firmó la paz en Flandes con las famosas tablas y a Felipe II aún le quedaron ánimos para organizar nuevas Armadas que corrieron idéntica suerte que la primera.

En cuanto a los protagonistas ingleses, uno de ellos Francis Drake fue enviado por Isabel I para acabar con los restos de la flota española, y por poco cavó su fosa en 1589, tratando de tomar La Coruña y posteriormente Lisboa.

Como vemos, aquella gesta heroica de los británicos no lo fue tanto, pero sirvió para dar el primer paso firme hacía su liderazgo mundial.