LEÓNIDAS Y LAS TERMÓPILAS
"¡Esta noche, cenaremos con Plutón! Esta es nuestra última cena antes de comer con los muertos"
Frase atribuida al rey espartano Leónidas en el paso de las Termópilas.
Austeridad espartana
"Con esto o sobre esto", así de rotundas eran las palabras que las madres espartanas decían a sus hijos cuando les entregaban el escudo de guerra antes de que estos entraran por primera vez en combate. Ese mensaje encerraba para Esparta toda una filosofía de vida, el significado era concluyente, el hóplita sólo podría regresar de dos formas, victorioso o Muerto.
Esparta fue sin duda la ciudad más guerrera del Peloponeso griego, y una de las más importantes del mundo antiguo. Su historia llena de una Austeridad extrema y de un heroísmo sin límite, marcó profundamente una huella en el ánimo de una civilización todavía incipiente.
Esparta, también Lacedemonia, tuvo sus orígenes en las invasiones de los dorios hacia el 1100 a.C. y sobre el mapa deberíamos encontrarla en la orilla derecha del río Eurotas en las laderas del monte Taigeto, a unos 32,5 kilómetros del mar. Esta antigua ciudad, incluso en sus momentos más florecientes, tan solo era un grupo de cinco pueblos con casas sencillas y algunos edificios públicos.
Los pasos que conducían al valle del Eurotas se defendían con suma facilidad, y así la ciudad no contó con un recinto amurallado hasta bien entrado el siglo IV a.C. Los espartanos comentaban de forma jocosa y quizá algo soberbia que el mejor muro para Esparta era el de sus escudos. Y no debía faltarles razón, cuando aquellos escudos en un número no superior a nueve mil fueron más que suficientes para defender esa ciudad sin murallas, así como para vencer a sus enemigos ancestrales de Atenas en la guerra del Peloponeso, además de poner freno al ímpetu invasor de los persas.
Desde luego, después de analizar los datos militares, hay que reflexionar seriamente sobre cómo tan pocos pudieron doblegar a tantos en una franja tan prolongada de años.
Los habitantes de Esparta estaban divididos en ilotas (esclavos), quienes realizaban los trabajos agrícolas; periecos (hombres libres) sin derechos políticos, dedicados esencialmente al comercio y, por último, los ciudadanos espartanos (hornoioi o iguales), que eran la clase gobernante del ámbito político y militar, estrechamente ligados por línea genética a los invasores dorios.
Después de los primeros siglos, hacia el VI a.C., las instituciones espartanas aparecen bastante sólidas, y es aquí, donde se produce la intervención aristocrática anulando definitivamente las tendencias democráticas que ya, por aquel entonces, comenzaban a manifestarse en otras ciudades-estado griegas como Tebas o Atenas.
La austeridad y rigidez de los espartanos no es fruto de la casualidad ni de las ideas de un solo hombre, sino de la consumación de un largo proceso histórico que va desde la llegada de aquellos primeros dorios sometidos permanentemente a la hostilidad de las numerosas tribus locales, hasta la defensa heroica del paso de las Termópilas a cargo del rey Leónidas y sus 300 hóplitas, de los que hablaremos posteriormente.
Pero antes debemos fijar nuestra atención en un aspecto fundamental para poder entender bien por qué Esparta hizo de la disciplina y el honor una forma de vida.
Los espartanos desde sus orígenes habían sido sometidos a toda clase de inclemencias (climatológicas, militares, etc.), si tenemos en cuenta, además, su escasa población, pocas eran las opciones a barajar: o eras muy fuerte o desaparecías, y Esparta escogió lo primero, inculcando a las jóvenes generaciones todos los argumentos necesarios para sobrevivir.
Por eso, no se debe dejar a un lado la figura de Licurgo, auténtico impulsor de la personalidad espartana. De acuerdo con la tradición, fue el artífice de la constitución de Esparta. Licurgo era hijo del rey Eunomio, y su aparición en la historia es borrosa e imprecisa, encontrándolo por primera vez en los escritos de Herodoto. Fue este semilegendario personaje el que, al parecer, confirió a Esparta la impronta militar de la que hicieron gala los espartanos a lo largo de los siglos, en especial el siglo V, cuando Licurgo fue elevado a la categoría de un dios por sus compatriotas, siendo ensalzadas las virtudes austeras y guerreras de la antigua Esparta.
A los niños espartanos se les criaba severamente para que fueran los soldados mejor preparados de toda Grecia. También a las niñas se las entrenaba para que fueran resistentes y tuvieran hijos guerreros. Una costumbre poco conocida era que tanto niños como niñas, practicaban deportes en común (carreras, lanzamiento de disco y jabalina) y según nos cuenta Plutarco se les podía ver desfilando desnudos en procesiones, así como cantando y bailando en determinados rituales, todo esto, claro está, bajo la atenta mirada de sus educadores.
Como cualquier otro pueblo, Esparta también tiene su historia negra. Las madres debían ofrecer a la ciudad hijos robustos y bien constituidos, lo contrario era una condena de muerte segura. A lo largo de los años, miles de niños y niñas con defectos psíquicos y físicos fueron arrojados desde lo alto del monte Taigeto.
Es triste averiguar que Esparta no desaparece por conquistas, guerras o fruto de la propia evolución territorial, si no por la falta de población que pudiera sostener aquella ciudad tan exigente con sus moradores.
El hóplita griego fue el mejor soldado del mundo antiguo. Sobre aquellos temibles infantes destacaban, por méritos propios, los hóplitas espartanos que desde bien jovencitos se instruían en las artes militares convencidos de que, para un ciudadano de Esparta, su único horizonte era el de combatir para mayor honra de la ciudad que les había visto nacer.
Hasta los 6 años se les permitía andar libres incluso portar suaves túnicas, pero con 7 años cumplidos el pequeño estaba ya directamente en manos del Estado, al que no dejará de pertenecer hasta su muerte. Desde esa edad hasta los 11 años recibirá el calificativo de chiquillo o lobezno, de doce a quince, muchacho y, por fin, a los dieciséis, irene, es decir, efebo. En el primer, segundo, tercer o cuarto año. Entre 8 y 11 años de edad, los niños estaban distribuidos en bandas, o tropas, dirigidas por jóvenes irenes y subdivididas en patrullas lideradas por el muchacho más avispado del grupo, llamado buagos. A estos niños, seguramente, se les enseñaba a leer y a escribir pero según nos cuentan los historiadores, no sería ésta una instrucción fundamental.
A los 12 años dejaban de llevar túnica para recibir su primer manto, prenda que conservarían durante todo el año. Un tejido muy áspero pero fuerte, como el carácter y personalidad que los pedónomos (educadores) pretendían inculcar a los futuros guerreros. El resto de su educación consistía en aprender a obedecer, soportar la fatiga con paciencia y vencer en la lucha. Les afeitaban la cabeza, se les acostumbraba a caminar descalzos y a jugar desnudos la mayor parte del tiempo, dormían en salas colectivas sobre lechos de cañas. La higiene no era su principal virtud, sólo se frotaban con aceite los días festivos y estos eran muy pocos. Eran azotados por cualquier motivo aún cometiendo pequeñas faltas. Todo servía con tal de seguir abasteciendo la agresividad de los muchachos.
La comida que recibían era a todas luces insuficiente, esperando que se provocara en ellos el ingenio necesario para conseguir alimento de cualquier manera. En ocasiones, los aprendices muertos de hambre robaban en alguna de las granjas cercanas a Esparta. Por cierto, si un lobezno, muchacho o irene, era pillado infraganti cogiendo comida, no se le castigaba por el hecho de robar, sino por el de haber sido sorprendido.
El entrenamiento llegaba a ser tan duro que para entenderlo mejor, referiremos la historia de un niño espartano. Éste había capturado un zorrillo, pero al ser sorprendido por sus educadores lo ocultó bajo su manto y antes que ser descubierto permitió que el animal le desgarrara el vientre aguantando el dolor sin proferir un lamento hasta morir, para orgullo de su familia.
Una vez cumplidos los 20 años llegaba el momento determinante para averiguar si esa estricta educación había servido para algo. El futuro guerrero espartano se enfrentaría a la prueba fundamental, el encuentro con la sangre, la crima, es decir, la caza del hombre por el hombre. En esas noches de luna llena espartana, algunos ilotas (esclavos) eran liberados y perseguidos campo a través por los aspirantes a hóplita. Si cualquiera de estos cazaba y mataba a un esclavo, sus compañeros alborozados le felicitaban y abrazaban recibiendo así su bautismo y aceptación como nuevo soldado de Esparta. Ya estaba dispuesto para la guerra. A partir de ahora, se le permitiría recibir armamento consistente en un escudo redondo y pesado, una larga lanza de dos metros procedente del fresno, y la temida espada cortante, además de una suerte de defensas corporales. Eso sí, después de tantos años caminando descalzos no había sandalia que un espartano pudiera calzar, porque sus pies se habían convertido en el mejor calzado de la época.
Esta condición de militares se prolongaría durante cuarenta años, hasta que una vez cumplidos los 60, el ciudadano espartano abandonaría el servicio de las armas para incorporarse al senado de la ciudad, los servicios públicos, o al entrenamiento de los jóvenes lobeznos o irenes.
Según Jenofonte, los hóplitas espartanos estaban organizados en compañías. Cada compañía (enomotíá) estaba mandada por un enomotarca. Las compañías se juntaban para formar grupos de cincuenta (pendikostíes), cada uno con su propio jefe (pendekonter). Dos grupos de cincuenta formaban un lójo, la unidad táctica más pequeña del ejército. El lójos estaba mandado por un lojagós (en el ejército griego moderno este grado es equivalente al de capitán). El ejército espartano se componía de seis divisiones. Cada división (mora) estaba mandada por un polemarca y constaba de cuatro lójos.
La población espartana, debido a su constante dedicación al ejército, iba en continuo descenso, bien por los muertos en combate, o por los niños no perfectos que eran lanzados continuamente desde lo alto del monte Taigeto. Entre el siglo VII y el principio del V, los efectivos militares descendieron de 9.000 a 8.000 hombres y cien años después, eran sólo de 3.600. A los veteranos se les movilizaba en caso de emergencia y sólo se ocupaban de guardar el bagaje. Los ilotas y los periecos no podían ser parte del ejército y además se les prohibía terminantemente portar armas.
El poder supremo en Esparta estaba en manos de dos reyes hereditarios que guiaban al ejército en la batalla. Inicialmente, ambos reyes tomaban parte de las campañas, pero poco antes de las guerras médicas la participación se restringió a uno solo. Sin duda alguna, el rey más famoso de Esparta fue Leónidas.
El paso de las Termópilas
La batalla de las Termópilas, acontecida en el mes de julio del 480 a.C., es uno de esos momentos cumbre para la historia de la humanidad por muchos motivos. Allí en pocas horas se sublimaron algunos de los valores fundamentales para el ser humano: lealtad, heroísmo, responsabilidad.
El principal protagonista de este pasaje de la historia es Leónidas, un rey del que poco sabemos, pero algunos apuntes podemos ofrecer a nuestros hóplitas lectores.
En aquellos tiempos, como ya hemos dicho, Esparta contaba con dos monarcas de los que sólo uno participaba en las acciones guerreras de la ciudad. Aquél verano tan calentito por tantas razones, nuestro héroe Leónidas iba a escribir una de las páginas más brillantes de toda la historia griega. Éste líder pertenecía a la dinastía de los Agidas, llegó al trono sucediendo a su pariente Cleómenes en 491 a.C., por matrimonio con su hija Gorgo. Su carácter y determinación se opondrían al máximo poder de la época constituido por el imperio Persa.
Cuando Jerjes, rey de los persas, invadió la península helénica en el 480 a.C., sin saberlo consiguió por fin, muy a su pesar, la unión de las enfrentadas ciudades griegas; esto le supondría más de un quebradero de cabeza. Jerjes, que era hijo de Darío, sucedió a éste en el 485 a.C. y en sus primeros años como rey de los persas, sometió y pacificó a varias de las naciones del mundo antiguo. Sólo se oponían a su ambición las incómodas ciudades griegas. Así pues, en el 480 a.C., fijó como nuevo objetivo para sus hordas la península Helena. En pocos meses movilizó un ejército tan grande que todavía hoy los investigadores no se ponen de acuerdo en la estimación de cifras, pero debemos suponer que estaría entre los doscientos cuarenta mil y dos millones de hombres.
Desde la gran batalla de Maratón habían pasado diez años, y Jerjes aprendió de memoria la dura lección que recibió su padre al confiar en una fuerza expedicionaria demasiado pequeña. Él mismo se puso al frente del poderoso contingente, haciéndose acompañar por algunos griegos exiliados como Demarato, antiguo rey de Esparta.
Después de atravesar Macedonia, Jerjes se volvió hacia el sur e inició la marcha sobre la misma Grecia. Todo parecía fácil para los temibles persas, pero no contaban con la coalición de los de hasta entonces enemistados griegos. Las rencillas vecinales se dejaron a un lado para asumir un destino común.
En el 481 a.C. fue convocado un gran consejo panhelénico en la ciudad de Corinto. Desde allí, pidieron ayuda a todos sus aliados sin recibir respuesta. Sólo quedaban Esparta y Atenas para oponerse a los invasores.
Para que el pequeño ejército griego pudiera resistir con éxito, se necesitaba un espacio estrecho al que el gran ejército persa sólo pudiera enviar pequeños contingentes. Los griegos podrían así luchar de igual a igual con los persas y, en ese caso, el hóplíta griego siempre era superior al soldado persa.
Tal emplazamiento existía, era el paso de las Termópilas. Este singular pasillo estaba situado en la frontera noroccidental de Fócida, a unos 160 kilómetros al noroeste de Atenas. Era una estrecha franja de terreno llano entre el mar y escarpadas montañas. En aquellos tiempos, el paso no tenía más de quince metros de ancho en algunos puntos, por lo tanto, era el lugar propicio para la defensa del ejército griego.
El gran consejo panhelénico confió el mando de las tropas griegas a Leónidas, rey de Esparta. Así, hóplitas llegados de cualquier punto de Grecia, conformaron un ejército de aproximadamente 7.000 hombres. Conocedores de los movimientos persas, rápidamente se situaron en el paso de las Termópilas, ubicándose en buena parte tras un antiguo muro construido por los tesalianos años antes con el propósito de mantener a raya a los focios en tiempo de guerra. Leónidas también destacó una pequeña guardia focense en un paso desconocido pero accesible en el monte Oeta, guardando y protegiendo así la retaguardia de su ejército. Todo estaba dispuesto para el gran combate.
Jerjes envió unidades de reconocimiento con el fin de averiguar datos precisos sobre su enemigo, y cuando estas patrullas regresaron al campamento persa, el rey no daba crédito a lo que sus exploradores le contaban: nada más y nada menos que un puñado de hombres tras un muro haciendo deporte y untando sus largos cabellos con aceite. El soberano persa algo divertido se dirigió entonces al espartano Demarato comentándole la situación, la respuesta de éste no se hizo esperar: "una dura lucha sin duda se avecina, y es la costumbre de los espartanos arreglar su cabello con especial cuidado cuando están a punto de enfrentarse a un gran peligro". Jerjes pensó que aquello era una broma, y esperó cuatro días para que las fuerzas helénicas se retiraran. Una vez transcurrido éste tiempo, entendió que los griegos permanecerían en sus puestos y ordenó un primer y fulminante ataque. La suerte estaba echada. Durante tres días, Leónidas y sus hombres hicieron levantarse de su trono a Jerjes otras tantas veces. Los hóplitas no sólo resistieron, sino que provocaron más de veinte mil muertos en las filas del ejército persa.
Pero en aquel grupo compacto de curtidos hombres también afloró la traición, un focense llamado Efialtes vendió el futuro de sus compañeros de armas, cuando ofreció a los persas por una fuerte cantidad de dinero, el conocimiento del paso a través del monte Oeta.
Después de la traición, los griegos quedaban sometidos a las exigencias de dos frentes de combate abiertos. En consecuencia, la defensa de las Termópilas se hacía imposible.
Los persas aprovecharon muy bien la nueva situación, y Jerjes destacó a su general Hydarnes para atravesar la ruta alternativa. Tras un combate desigual con la pequeña guardia focense, los supervivientes de ésta advirtieron a Leónidas sobre la llegada de un fuerte contingente persa por la retaguardia. Era el momento para tomar una decisión, la retirada parecía lo más aconsejable, el sacrificio de 7.000 hombres sólo retrasaría unas horas, o con suerte unos días, la avalancha persa, y esos hóplitas serían necesarios en otros frentes. Pero Leónidas era espartano, y él había elegido ese lugar para dar sentido a su vida llena de rigurosidad, disciplina y honor. Desde que era un niño como cualquier otro espartano, se había estado preparando para un momento así. Ni él, ni sus hombres, pensaban faltar a su cita con el destino.
La mayoría de los soldados griegos se dispusieron para la retirada, el propio Leónidas escogió 300 hombres bajo un riguroso criterio de selección. Sólo le podrían acompañar en aquel día aquellos que hubiesen dejado descendencia en Esparta, de esa manera ninguna familia quedaría destrozada, además obligó a 400 tebanos a permanecer junto a los espartanos, y admitió de buen grado a 700 tesianos que se presentaron voluntarios. Por tanto, el grupo quedó reducido a 1.400 hombres dispuestos a luchar hasta el fin.
Los persas enviaron mensajeros con el propósito de animarles a una rendición más o menos honrosa, advirtiéndoles que de no cejar en su empeño, las flechas de sus arqueros cubrirían el sol, y que su muerte sería segura. Ante esta afirmación, conocida es la respuesta del hóplita espartano Dienices: "Aún mejor lucharemos en las sombras".
Esa noche de tensa espera, Leónidas se reunió con sus hombres y brindó con ellos, todos eran conscientes de que sería su último momento y que pronto caminarían por los reinos oscuros de Plutón.
A la mañana siguiente, Leónidas no esperó más, y prefirió morir atacando. Los persas quedaron perplejos ante lo que se les venía encima, aquel exiguo grupo de hombres lanzándose contra un muro infranqueable de lanzas.
Pronto los espartanos empezaron a derribar enemigos por docenas, mientras tesianos y tebanos luchaban con ardor desmedido. La superioridad numérica de los persas se hizo notar, las lanzas griegas comenzaron a quebrarse por el uso excesivo, las espadas se mellaban después de mil golpes. El enjambre persa rodeaba irremisiblemente a los últimos hóplitas.
El formidable e impetuoso rey de Esparta fue de los primeros en morir, sus hombres cerraron filas en torno al cuerpo del líder para evitar que cayera en manos ajenas, consiguiendo una última defensa desesperada, mientras los tesianos seguían combatiendo en grupos dispersos y los tebanos veían como se desvanecía la valentía inicial, para entregarse bajo promesa de ser bien tratados al enemigo.
El fin había llegado para más de 1.000 griegos que sembraron con sus cuerpos las Termópilas, les rodeaban otros 20.000 del ejército persa. A un lado y a otro del estrecho paso se podían observar toda suerte de escenas dantescas: hóplitas ensartados por decenas de flechas; inmortales traspasados por las lanzas griegas; armaduras y defensas hechas añicos por los tremendos golpes del hierro; cuerpos masacrados por la atrocidad del combate.
El cadáver del rey Leónidas fue despedazado con saña por orden del orgulloso Jerjes, que preguntó con gesto preocupado a Demarato si en Grecia había más espartanos como esos 300 que habían caído, éste le respondió con cierta ironía que no 300, sino 8.000 eran los que le estaban esperando. Los muertos griegos fueron enterrados allí mismo. Años más tarde fue levantado un pequeño monumento funerario con una inscripción en la que se podía leer: "Extranjero, ve a decir a Esparta que aquí yacemos por obedecer sus leyes". Desde luego, tanto los espartanos como sus aliados murieron de la manera y forma que ambicionaba cualquier lacedemonio de la época. Se cuenta como anécdota que antes de marchar a la batalla los lacedemonios celebraron sus propios funerales con juegos solemnes. La mujer de Leónidas dijo a su esposo: "¿Qué encargo me dejas?" Y éste, de forma lacónica, respondió a su amada: "Quiero que te cases con uno digno de mí, y que tengas hijos dispuestos a morir por la patria".
Después del épico y desigual enfrentamiento, el gran ejército multinacional comandado por los persas inundó los territorios griegos. Pero se iba a encontrar con una inesperada y férrea oposición alentada por la leyenda de Leónidas. Ese verano fue muy intenso para Jerjes, que tuvo que soportar cómo sus tropas eran derrotadas en numerosas batallas como Platea, Salamina, etc. Los griegos, por fin estaban unidos y consiguieron expulsarle, pero esa unión les duró poco como ya sabemos por otros pasajes de la historia.
Aquel canto sublime y heroico ofrecido por Leónidas y sus hombres en ese lejano paso de las Termópilas permanecería perenne a lo largo de los siglos para estímulo de las nuevas generaciones de griegos que verían en él al gran héroe, al gran líder que toda nación ambiciona tener.