IVÁN IV, EL TERRIBLE

Cuando el mal se apoderó de Rusia

"Desde los tiempos de Adán hasta este día, he sobrepasado a todos los pecadores. Bestial y corrompido he ensuciado mi alma"

Palabras de Iván IV, el Terrible, en un acceso de lucidez que le duró poco.

Una infancia poco afortunada

Leyendas y malos presagios habían envuelto la triste jornada del 25 de agosto de 1530. Esa misma noche, nacía uno de los seres más despiadados de toda la historia rusa. Su alumbramiento marcaría con profunda huella el ánimo y el sentir del pueblo que le acogió como líder.

Fue un parto muy doloroso para su madre Elena Glinskaia, princesa de Lituania, pero ilusionante y emotivo para su padre Basilio III, príncipe de Moscovia, pues al fin tenía un heredero sano y en perfectas condiciones, por tanto, para asumir algún día el trono de Rusia.

La llegada del niño pronto fue conocida en todos los rincones del reino, motivando diversos comentarios y augurios, como el de un monje que acertó a pronosticar que aquél bebé gobernaría y conquistaría al próximo kanato de Kazán. Esto también lo debió pensar la esposa del propio Khan, cuando aseguró que, aquél descendiente de Basilio, nacido con dos dientes prematuros, utilizaría uno para devorar a Kazán, pero que se cuidaran los rusos, porque el otro, lo reservaba para destrozar a su propia gente. Así nació Iván Vasielevich, que pasó a la posteridad con el fatídico nombre de Iván IV el terrible.

Hay varias etapas bien diferenciadas a lo largo de la vida del primer zar ruso, pero la infancia no fue precisamente la más feliz. Aunque bien es cierto que sus padres volcaron la atención sobre él desde el principio, ya que su infortunado hermano Yuri no había tenido tanta suerte al nacer sordomudo. Esta condición en el siglo XVI no estaba bien vista, bueno, casi como ahora. Por tanto, en sus primeros años de vida, se nos presenta un Iván colmado de atenciones y cariño. De Yuri, no hemos tenido muchas noticias. Pero sobre las hazañas negras de Iván se podrían escribir numerosos guiones para películas horripilantes, del género gore o de terror.

Antes de proseguir con nuestro relato, hagamos una parada para comentar algo sobre los ancestros de nuestro protagonista.

Iván IV provenía de un antiguo linaje varego, que como bien sabe el lector que haya visitado el pasaje de la historia dedicado a los vikingos, significa hombre que llega del mar de Varens o Báltico, es decir, que Ivancito, era descendiente de aquellos vikingos suecos que un buen día abandonaron sus helados territorios para profundizar en su avance hacia el Este. Esos rus que dieron sentido etimológico a una nación, Rusia.

En la raíz genealógica encontramos al fundador de la dinastía, cuyo nombre era Rurik, constructor y defensor de Novgorod, ciudad de la que hablaremos más adelante.

Iván fue el penúltimo de los varegos reinantes en Rusia, y heredaría un país de casi dos millones de kilómetros cuadrados, lo que no estaba nada mal para la época, aunque el propio zar consideró esta extensión insuficiente y más tarde se empeñó en la ampliación de las fronteras cuando acometió las conquistas de Kazán, Astracán, Livonia y por supuesto Siberia.

Pero volvamos a los primeros años del tierno infante. En ese tiempo sus padres, Basilio y Elena, estaban ciertamente preocupados por la salud de Iván, ya que el niño era inapetente y presentaba un aspecto lánguido, situación que mantendría a lo largo de toda su vida. En cuanto a la dentición, diremos que, si bien nació con dos dientes prematuros, tardaría cincuenta años en desarrollarla en su totalidad, prácticamente, echó la última muela del juicio cuatro años antes de su muerte.

Cuando tenía poco más de 3 años, el 3 de diciembre de 1533, vio como su padre Basilio III, príncipe de Moscovia, moría entre convulsiones y fiebres, víctima de un furúnculo que desembocó en una infección general. Iván había perdido a su progenitor, pero encontró consuelo en el regazo materno. Desde entonces, su madre Elena se convertiría en la mejor de las regentes, protegiendo al heredero y tutelando directamente su educación.

Desgraciadamente no faltaban enemigos atribulados que cercaran el trono de Rusia, esos adversarios se representaban en la figura de los boyardos. Los boyardos eran las cabezas visibles de la vieja nobleza eslava y transilvana. En aquellos tiempos, existían unas doscientas familias de ese origen. Los nobles se habían convertido en auténticos medradores de la política rusa, su alta posición social no les confería poder legislativo, pero sí la facultad de asesorar, lo que provocaba un buen número de conspiraciones en torno a palacio, con el fin de mejorar su situación económica y territorial.

La princesa Elena apenas pudo disponer del tiempo suficiente para instruir al heredero en las lides de la política, y aún menos de la vida. Porque el 3 de abril de 1538 moría víctima posiblemente del veneno procurado por algún boyardo. Eso es al menos lo que siempre sostuvo su hijo, que a los 7 años se había quedado huérfano de padre y madre soportando desde entonces las humillaciones y menosprecios provenientes de los nobles que veían con mal disimulada alegría, la situación más propicia para sus intereses, pensando tal vez que, aquél lánguido y reservado niño, no representaría ninguna traba para sus ambiciosos deseos. Pero se olvidaron de un personaje clave en esta difícil historia, nos referimos al arzobispo primado de la iglesia ortodoxa rusa, el metropolitano Macario, que tras la muerte de Elena, asumió la protección del enfermizo Iván convirtiéndose en el mejor de los mentores.

Macario accedió al cargo de primado en 1542 y pronto se puso a desarrollar la idea que venía albergando desde hacía años, hacer de Moscú una tercera Roma.

Como ya sabemos, Constantinopla había caído bajo dominio turco en 1453, y el metropolitano pensó que había llegado el momento para que Moscú se convirtiera en el primer emplazamiento espiritual de Oriente. Rápidamente se puso a trabajar en la genealogía de Iván, y llegó a forzar tanto la máquina de la historia, que consiguió por diferentes vías entroncar el linaje varego del heredero con la dinastía de los Augustos, proclamando a Iván IV como descendiente directo de la casa real romana. Todo estaba preparado para la entronización de aquél adolescente como primer zar coronado de Rusia.

Hasta entonces el título lo habían ostentado los descendientes de Gengis Khan además de los emperadores bizantinos, sin olvidar que, su padre Basilio III y su abuelo Iván III el Grande también lo utilizaron, pero solo a efectos protocolarios. Con Iván IV se oficializaría el hecho.

Existía un pequeño problema, y es que nuestro protagonista todavía no había alcanzado la mayoría de edad establecida en 15 años. Hasta ese momento, los boyardos controlaban la situación en Rusia, siendo la familia Chuiski la que sustentaba el poder desde la sombra. Pero Iván comenzaba a dar muestras de lo que sería esa personalidad compleja y extraña, en un futuro próximo.

La docencia de Macario estaba resultando muy eficaz. El infante aprendía a pasos agigantados, el primado como hombre culto de su época, le instruía en diversas disciplinas y materias, consiguiendo notables logros. Iván avanzaba como hombre preparado, eso es evidente, pero lo que Macario no pudo controlar fue el odio incubado por el niño durante tantos años hacia los boyardos. Muy pronto se percató del servilismo que hacia él mostraban todos los que le rodeaban y comenzó a ejercer ese mando que por linaje le había entregado la historia para aplacar su rabia desmedida. Cuentan que con 12 años se le podía ver lanzando perros al vacío desde las altas torres del Kremlin, aquella magnífica fortaleza construida por su abuelo Iván III el grande. Al parecer, el lanzamiento de canes era uno de sus deportes favoritos, gozando enormemente con la agonía de esos pobres animales. Pero el asunto perruno le parecía poco y pronto encontró una afición más estimulante: el exterminio de seres humanos, comenzando por ordenar el ahorcamiento de todo aquél que no le caía simpático, y terminando por lanzar a los perros al mismísimo Andrey Chuiski, líder de la principal casa boyarda. Al cumplir la mayoría de edad Iván ya se había consolidado como un salvaje y despiadado asesino.

El tiempo feliz

Con 16 años, nuestro niño se había convertido en un apuesto mozalbete y estaba a punto de completar su formación intelectual. Se acercaba el gran momento para Iván, y ese era el de presentarse ante la siempre muy deficitaria asamblea legislativa rusa (Duma). Este hecho, acontecido el 12 de diciembre de 1546, fue inscrito en los anales de la historia como el primer paso que dio Rusia en su camino hacía el Imperio.

En la Duma, Iván Vasíllevich pronunció un breve pero enérgico discurso, en el que anunció tres deseos que conmovieron a los allí reunidos: en primer lugar, dijo que se quería casar, hasta ahí bien. Después aseguró que lo haría con una rusa, esto provocó el murmullo de la concurrencia, para acabar en delirio cuando escucharon en los labios de aquél joven insolente que su tercer deseo era coronarse como primer Zar de Rusia bajo el nombre de Iván IV. En ese momento miró desafiante a la asamblea, pero ésta había decidido satisfacer las exigencias del heredero.

La coronación tuvo lugar en la catedral de la Asunción el 16 de enero de 1547, y un mes más tarde, Iván IV se casaba con Anastasia Romanov, una bella jovencita hija de Roman lourevitch, patriarca de una de las familias más influyentes de Rusia. La unión de Iván y Anastasia se puede considerar como el primer brote de la genealogía Romanov que obtuvo su continuidad en 1613 con la proclamación de Miguel Feodorovicht Romanov.

Con tan escasos años, el recién entronizado Iván IV había tenido tiempo suficiente para completar un curriculum frenético y escalofriante, no exento de esplendor. Alumbrado en el privilegio por la minusvalía de su hermano; huérfano prematuro tras la muerte infecta de su padre y el envenenamiento de su madre; protegido y predilecto del poder religioso ruso; extremadamente culto a la par que asesino violento; rodeado permanentemente por aristócratas conspiradores y confabulados, dispuestos a sacarle sangrientamente del trono. En medio de tanta maravilla que, por otra parte, no era más que la propia de la época, tuvo que crecer nuestro protagonista. Claro está que tanto desbarajuste no hizo sino alentar e impulsar el mal, que nuestro personaje incubaba en los nidos infernales de su alma.

Iván IV anhelaba venganza, ¿pero de quién?, eso quizá no lo supo nunca, por lo que derramó odio y terror a lo largo de todo el territorio que gobernaba. Menos mal que, tras su boda con la Romanov, el muchacho se calmó un tiempo para alegría de sus numerosos enemigos, dando paso a una tregua considerada por los investigadores como el tiempo feliz de Iván IV el terrible, zar de todas las Rusias.

A raíz de su primer matrimonio, se embarca en un empeño absoluto en conquistar la amistad de su pueblo, bajando los impuestos, iniciando reformas administrativas que recortaban el poder de los nobles y protegiendo las bellas artes. Todas estas actitudes favorecieron que Rusia alcanzara ciertas cotas de esplendor. Además, pronto llegó un primogénito y heredero de la nueva dinastía, al que pusieron de nombre Dimitri.

Aquí podemos pensar que aquella personalidad ofuscada del joven Iván, había dado paso a un talante más templado y coherente, pero existía un fuerte rescoldo de fiereza escondida en lo más intrincado de aquél humano.

En el año 1553, todo se agrió cuando durante una enfermedad de Iván IV, éste pretendió que sus nobles juraran fidelidad a su pequeño hijo, encontrando la ambigüedad por respuesta. Una vez más, el zar se sintió solo, como siempre, y desde entonces, optó por su forma de gobernar favorita, la autocracia. Había llegado la funesta hora, en la que un solo hombre asumiera el poder y control absoluto de Rusia.

Iván IV recelaba de todo el mundo, y sólo confiaba en sus propios dictados y en el asesoramiento del metropolitano Macario, además de la devoción que sentía por Anastasia, su primer y gran amor.

Muy animado, emprendió la ampliación de su imperio, lanzando a su ejército en una operación de guerra relámpago sobre el kanato de Kazán, que apenas pudo resistir el avance incontenible y mortal de las huestes rusas, cumpliéndose así la profecía augurada por la mujer del Kan veintitrés años atrás.

Embriagado por la gran victoria, inició un nuevo ataque, esta vez sobre Astracán con idénticos resultados. Pero hubo un detalle que preocupó seriamente al Zar, la merma constante de su ejército. En consecuencia, resolvió instaurar una leva forzosa que procurara a Rusia una milicia permanentemente movilizada. Cuando esto sucedía, corría el año de 1556 e Iván IV se hizo con los efectivos militares necesarios para romper las hostilidades en los territorios de Livonia, imprescindibles para que Rusia tuviera acceso a los puertos del mar Báltico, ya que, a pesar de la enorme extensión del país, este permanecía casi encerrado, contando tan sólo con una pequeña salida al mar por el norte, que permanecía impracticable la mayor parte del año.

Livonia ocupaba las tierras de las actuales Estonia y Letonia, y en el siglo XVI pertenecía al reino Lituano polaco, con la mirada siempre vigilante de Suecia. La campaña, que arrancó en 1558, se prolongaría veinticinco años, siendo casi la tumba militar y política de Iván IV que, por aquel entonces, ya era conocido como Iván grozny.

Vorágine de maldad y conquistas

El estremecedor apelativo grozny venía a significar imponente, furioso o riguroso, lo de terrible no es más que una mala traducción, aunque ha querido el sentir popular que fuera terrible, y no imponente, el sobrenombre con el que Iván pasaría a la historia.

Porque terrible debió ser su actitud en los kanatos de Kazán y Astracán. Allí fue donde acuñó el término que desde entonces le acompañaría. Y lo cierto es que no hizo nada por rectificar las circunstancias que nutrían a la ya muy extendida leyenda negra que le acompañaba, más bien lo contrario. Iván IV disfrutaba enormemente siendo protagonista de aquella sanguinaria narración, y eso que muy pocas veces se le podía ver al frente de sus tropas, incluso en los momentos más delicados del combate, optaba por la huida o el ocultamiento en el rincón más profundo de su tienda, hasta que sus generales conseguían la victoria y entonces aparecía triunfante cortando cabezas, torturando y empalando a los pobres prisioneros.

La situación en Livonia empeoraba por momentos, los ejércitos rusos pasaron de las victorias iniciales a un estancamiento propiciado por la determinación de lituanos, polacos y suecos. El Zar estaba enfurecido y, por si fuera poco, el 7 de agosto de 1560 moría Anastasia Romanov tras trece años de feliz unión. Anteriormente había fallecido ahogado el zarevich Dimitri. Iván IV se encontraba más solo que nunca, pero todavía le quedaba su mentor Macario, en él busco un consuelo que también duró muy poco, porque el arzobispo primado de la iglesia ortodoxa rusa moría tres años después de hacerlo Anastasia.

Iván IV se dejó llevar por el desasosiego y la ansiedad, culpando de aquellas muertes de sus seres queridos a todo el mundo, especialmente a los boyardos. Tenía 33 años, y comenzaba para Rusia un periodo lleno de horror, sangre e injusta tiranía. Iván era eljuez ejecutor y su pueblo se convertía en depositario de la paranoica crueldad de un deteriorado y perturbado zar.

Tras la muerte de Macario, llegaba Afanasio. Éste, desde lo más alto de la cúpula eclesial, entró en conflicto con el líder ruso reprochándole sus atrocidades y los excesos que tenían estremecido a su pueblo. Se cuenta del zar que se abandonó a los vicios más inconfesables, haciendo de la tortura su pasión, y entregándose a una miríada de orgías como jamás se había visto en aquel viejo país. El mismo llegó a presumir de haber desflorado a más de mil doncellas, y que posteriormente había asesinado a los hijos resultantes.

Afanasio, alarmado por la situación caótica en la que se encontraba asumido el Zar, se reunió con un grupo de nobles y encabezando una delegación se dirigió al palacio donde se encontraba esperando Iván IV. Escuchó apesadumbrado las reprobaciones del metropolitano, calándole de tal manera que, a los pocos días, se enfrentó a la Duma, asegurando que abdicaría en sus hijos y que después de esto, marcharía al exilio para purgar sus penas.

Sobre el papel, bien pudiera parecer que el primado de Moscú se había apuntado un tanto, pero nada más lejos de la realidad. Iván IV era muy bruto, pero también era tremendamente inteligente. Meses antes de estos sucesos, el zar se había hecho rodear por un consejo de sabios asesores, que en previsión de lo que iba acontecer, empezaron a preparar el camino para una gran farsa en la que Iván sería, una vez más, protagonista de la obra. Fue, sin duda, la mejor actuación de Iván IV el terrible, porque todos fueron engañados.

Iván efectivamente se fue, pero a tan sólo 100 kilómetros de Moscú, refugiándose en la residencia de Alexandrova Slodova. Allí, entre oraciones y maitines, esperó pacientemente el segundo acto de su representación.

Los ciudadanos rusos, a pesar de los desmanes de su Zar, recordaban agradecidos el tiempo de bienestar que Iván les había dado y pronto empezaron a echarle de menos. Tan sólo habían transcurrido tres semanas, cuando el terrible desde su retiro movió ficha, enviando dos cartas con diferentes destinatarios.

El 3 de enero de 1565, llegaba una al metropolitano y a la Duma, en la que acusaba a las autoridades eclesiásticas y administrativas de diversos delitos contra Rusia, tales como robo, traición, y apropiación indebida de tierras. La otra epístola es leída en todas las plazas públicas de la nación con idéntico contenido, provocando el efecto deseado, al correr la noticia como la pólvora entre las desesperadas masas ciudadanas, que pronto inician diversos alborotos con intentos de sublevación. Afanasio, temeroso ante la posibilidad de ver al país sumido en la guerra civil, se vuelve a reunir con los nobles y deciden acudir al retiro de Iván IV para pedirle perdón y, sobre todo, para que reconsidere su situación y asuma de nuevo el trono de Rusia. El zar muy complacido acepta las disculpas y anuncia su vuelta, elaborando un estricto pliego de condiciones.

La jugada había sido perfecta. El Zar se encontraba más fuerte que nunca, pues de un plumazo se había quitado toda la oposición a sus ambiciones autócratas. El escenario ruso estaba limpio para un sonriente gobernante.

Comienza el auténtico reinado de terror de Iván IV el terrible, creando dos estamentos territoriales, la zemschina (tierra) o conjunto de la nación, y dentro de ésta, la oprichnina o territorios gobernados directamente por el Zar. La oprichnina, en principio, fue conformada por unas veinte poblaciones, pero terminó abarcando más de un tercio de toda la nación rusa, convirtiéndose en un Estado dentro del Estado, siendo el vehículo de la voluntad ¡limitada y caprichosa del soberano.

Para mayor desgracia, Iván IV se rodeó de una guardia pretoriana llamada oprícliniki, terroríficos mensajeros del infierno. Los opríchniki engrosaban la nueva guardia real, y eran alistados entre las capas sociales más depauperadas. Vestían uniformes negros montando caballos del mismo color. Estos precursores de las SS hitlerianas, juraban fidelidad absoluta hasta la muerte. Su enseña, en la que se podía ver la cabeza de un perro con una escoba, recorrió todas las ciudades, propagando un mensaje fanático de horror y caos. La vigencia de los opríchniki se mantuvo durante casi ocho años. Las víctimas de estos guardias negros se pueden contabilizar en varios cientos de miles.

Cada vez que una columna de la guardia de Iván llegaba a una ciudad, la muerte y la locura imperarían durante el tiempo que los de negro estuvieran en ese sitio. Pero nada comparable con la tragedia sufrida por la ciudad de Novgorod.

En la época de la opríchnina, Iván IV trasladó su corte al que había sido su antiguo retiro de Alexandra Slodova. Allí montó una parafernalia religiosa, donde él volvía a ser protagonista, convirtiéndose en el presunto Abad de un monasterio, obligando a todos sus seguidores a levantarse a las tres de la madrugada para los maitines, rezando con tal ardor que en muchas ocasiones llegaba a golpearse víctima de su febril pasión.

Su amor a Dios no le impedía seguir ordenando ejecuciones masivas, así como el diseño de horribles ingenios de tortura que le pudieran proporcionar el placer que tanto anhelaba.

En 1570, el Zar había llegado a un grado máximo de perturbación, viviendo en la permanente obsesión paranoica de que todo el mundo conspiraba contra él. Cualquiera era susceptible de ser considerado enemigo de Rusia, es decir, de él. Como por ejemplo, aquél príncipe que aseguró haber visto al Zar en una orgía homosexual. La respuesta a tal atrevimiento fue la pena de muerte. Ese mismo castigo fue aplicado a una ciudad entera, Novgorod, localidad donde se originó el linaje de Iván. Aunque suponemos que su ancestro, el vikingo Rürik, ni en sueños pudo imaginar el comportamiento de su descendiente.

Iván IV intuyó que Novgorod estaba a punto de levantarse contra él, y acusó a la ciudad de alta traición por una presunta alianza con el enemigo en la aburrida guerra de Livonia. El propio Zar escogió a quince mil de sus mejores soldados y los envió contra Novgorod. Las tropas rusas asediaron y tomaron al asalto la que, desde entonces, sería considerada ciudad mártir.

Las huestes del zar permanecieron en Novgorod seis semanas, decapitando, torturando y empalando a hombres, mujeres, ancianos y niños. Los historiadores nos cuentan que los muertos son difíciles de calcular, estando su cifra en una horquilla que va desde los 27.000 a los 60.000, muriendo todos de manera cruel y despiadada.

Pero el freno momentáneo a la vorágine maligna de Iván llegaría desde el exterior, cuando DevIet Girai se puso al frente de sus tártaros de Crimea. Éstos iniciaron un avance incontenible sobre Rusia, masacrando toda oposición y sometiendo a la ciudad de Moscú a un sitio tan terrible o más que el de Novgorod, provocando que el Zar buscara refugio en la mismísima Inglaterra, país con el que Iván mantenía excelentes relaciones comerciales. No en vano, el soberano llegó a proponer matrimonio a la reina Isabel I, desestimando ésta esa posibilidad para desesperación de muchos. El propio George Bernart Saw, llegó a decir que, si esta unión se hubiese consumado, hoy hablaríamos de un tal Iván IV el apesadumbrado. Pero la historia fue otra.

Los tártaros arrasaron Moscú, matando a 60.000 defensores en los combates. Y, según las crónicas, la mortandad llegó a un millón con los incendios y hambrunas posteriores.

La situación parecía perdida para Iván IV, llegando a escribir este testamento lleno de arrepentimiento: "Yo, el muy pecador y pobre esclavo de Dios, Iván, escribo esta confesión, mi entendimiento está cubierto de llagas. No hay ningún médico quepueda curarme. He esperado que alguien se apiade de mí, pero nadie me ha consolado. Desde los tiempos de Adán hasta este día, he sobrepasado a todos los pecadores. He ensuciado mi alma con mi complacencia en cosas indignas, mi boca con palabras de muerte, lujuria y otros actos viles; mi lengua con el elogio a mí mismo; mi garganta y mi pecho con el orgullo y la arrogancia; mis manos con contactos indecentes, robos y asesinatos; mis ingles con una concupiscencia monstruosa; He ceñido mis riñones para toda clase de acciones malignas y he mancillado mis pies al apresurarme a cometer crímenes y saqueos". Estas palabras de remordimiento fueron escritas cuando el Zar tenía tan sólo 42 años, víctima de la depresión, seguramente producida por la impotencia generada en él, debido a los tártaros invasores.

La melancolía de Iván pasaría a un segundo plano, cuando las tropas de la zemschnina y la oprichnina se unieron para vencer a los descendientes de Gengis Khan, en la batalla de Molodi, rehabilitándole en el trono de Rusia.

Tras la expulsión de los tártaros, Iván IV volvió a ser el terrible, pero tuvo que aceptar las condiciones de un pueblo muy cansado de su degeneración. Muy a su pesar, disolvió su guardia negra de opríchniki, siendo esto motivo de alivio para todos. También fue suprimida la opríchnina, recuperando de esa forma, el sentido de unidad geográfica.

Sólo quedaba por resolver la situación de Livonia, pero todavía tardaría algunos años en llegar el final de aquella guerra.

Mientras Iván IV andaba ocupado en exilios forzados y en parar el avance de los tártaros de Crimea, Stefan Batori ocupaba el trono de Polonia, la siempre incómoda enemiga de Rusia. Batori intervino decisivamente en la ya muy larga guerra de Livonia, de tal suerte que forzó una paz poco honrosa para Rusia, obligando a Iván a la entrega de los territorios conquistados en Lituania, y a la renuncia definitiva de Livonia con sus magníficos puertos en el mar báltico. La contienda duró casi veinticinco años, con un coste brutal de vidas y riquezas.

El resultado final para Rusia fue humillante y le hizo perder mucha relevancia en el contexto europeo, al dejar en manos de Suecia y Polonia el control de una zona vital para el intercambio comercial y cultural con Occidente.

Viendo perdida la situación en el Báltico, Iván IV fija su atención en el territorio inmenso que hay más allá de los montes Urales. Estaba, por tanto, a punto de ofrecer a Rusia una de sus páginas más brillantes, la conquista de Siberia.

Siberia tiene una extensión de más de doce millones de kilómetros cuadrados, pero en ese tiempo, todavía no se conocía su límite.

En 1579, la familia Strógonov había creado las bases de lo que sería un imperio comercial. Su poder residía en el tráfico de pieles y otros enseres muy valorados en la época. Pero existía un pequeño problema y éste era, una vez más, la presencia de tribus tártaras al Este de los Urales. Los Strógonov, sabedores de la riqueza de aquellas tierras, sometieron a la consideración del Zar una idea defensora del avance militar sobre Oriente.

En 1581 fue contratado un cosaco que se pondría al frente de una reducida tropa conformada por 840 hombres. El nombre de este comandante era Yermak Timofélevich, y ofrecía la imagen viva del pueblo que le vio nacer.

Los cosacos no constituían en sí una etnia, pero formaban una hermandad nacida en el siglo XIV, proveniente en su mayoría de siervos y campesinos que optaron por la libertad en tierra de nadie. Fueron estupendos jinetes instruidos por los tártaros, pero también mercenarios y bandoleros, como les enseñaron los tiempos.

Desde 1570, los cosacos asumieron el mando de Iván IV y, hasta su muerte, permanecieron fieles a él. Por tanto, le cabe a esa casta de guerreros haber iniciado una de las epopeyas más espectaculares de toda la historia, sólo comparable a la conquista de América.

Yermak y sus hombres se armaron hasta los dientes para enfrentarse a las tribus tártaras, consiguiendo gracias a las armas de fuego notables victorias. Ocuparon el kanato de Sibir, éste daría nombre a toda la región.

Durante el siglo XVII los rusos completaron la anexión, convirtiendo a Rusia en el país más grande del mundo.

Mientras sus mercenarios cosacos se adentraban en Siberia, el Terrible se internaba en el último capítulo de su oscura existencia.

Los años finales de Iván IV no fueron menos dramáticos que los anteriores. En 1581 cometió filicidio cuando, dejándose llevar por la ira, asestó con su bastón terminado en punta de hierro un golpe a su hijo Iván Ivanovich. El impacto fue tan certero como mortal y el zarievich cayo fulminado, sin que nada se pudiera hacer por él. Seguramente, Iván no pretendía matar a su heredero, pero una vez más fue incapaz de dominar el odio incontenible que había marcado toda su vida. Este hecho le sumió en una profunda depresión.

Tras la muerte de su hijo, el Zar fue invadido por un extraño sopor que le acompañaría hasta su fallecimiento. A pesar de eso, intentó establecer un nuevo matrimonio. Desde la muerte de Anastasia, su único amor, Iván había contraído seis matrimonios más y estaba preparando el octavo cuando la enfermedad se adueñó de él.

En sus últimos días abandonó su cristianismo para entregarse a rituales paganos oficiados por brujas y magos llegados a Moscú desde los poco cristianizados territorios del norte. Cuentan que los alaridos de Iván IV eran tan tremendos, que se podían escuchar en muchas calles de la ciudad. Parece ser que, el último día, se encontraba especialmente lúcido, se levantó de la cama, desayunó y conversó animadamente con la servidumbre, posteriormente entonó algunos cánticos y pidió que le trajeran su tablero de ajedrez, pero antes de iniciar el primer movimiento del peón, el zar se convulsionó cayendo de espaldas para no volver a levantarse jamás. Había muerto Iván IV el terrible. Era el 18 de marzo de 1584 y tenía 53 años.

La sucesión del Zar supuso un grave problema, el primogénito había sido asesinado por su propio padre, y tras esto, sólo quedaban dos posibles aspirantes, los hijos menores de Iván IV, Fiodor y Dimitri. Este último apenas contaba por haber nacido fuera de los tres primeros matrimonios, ya que la ley rusa no contemplaba sucesores más allá de ese límite. Por tanto, solo quedaba Fiodor y fue el elegido a pesar de su incapacidad mental manifiesta.

Fiodor I fue el último representante de la dinastía varega. Su debilidad propició nuevas conspiraciones de los boyardos, sembrando de confusión todo el país, hasta la llegada de los Romanov en el siglo XVII.

Siglos más tarde, los científicos intentaron reconstruir el rostro de Iván IV el terrible. Tras analizar los restos óseos, descubrieron la posible causa de su perturbada personalidad.

Iván IV, a lo largo de su vida, había contraído numerosas enfermedades venéreas, en especial la sífilis. El tratamiento que los médicos del siglo XVI daban a estos males, era el de suministrar grandes dosis de mercurio. Hoy sabemos que la ingesta abusiva de ese metal líquido, crea alteraciones neurológicas que desembocan en accesos alternantes de ira y depresión. Por los análisis químicos efectuados en los restos del soberano, podemos deducir que aquella cantidad de mercurio era capaz de destrozar varias personalidades.

Ese, entre otros, puede ser el motivo que explique la desorbitada conducta de uno de los seres más despiadados y crueles de los que han poblado la tierra.

Durante el tiempo de su existencia, Europa caminaba con paso firme hacia nuevos conceptos geográficos y políticos.

España, tras el descubrimiento de América y otros avatares, se consolidaba como potencia hegemónica; los imperiales de Carlos V no encontraban rival en los campos de batalla.

Mientras para España el siglo XVI fue de oro y para Inglaterra supuso el comienzo de la gestación del futuro Imperio, para Rusia el deterioro fue más que evidente, a pesar de la conquista siberiana.

Es curioso imaginar que otras potencias de la época luchaban por metales sólidos como oro y plata, al mismo tiempo que un insignificante metal líquido como el mercurio, hacía estragos en la cada vez más aislada Rusia. En fin, son los misterios inescrutables de la química y de su influencia en las mentes humanas. Así fue, y así vivió, Iván IV el Terrible.

Lamentablemente no fue el primero, ni tampoco será el último, de los mensajeros infernales.