CÉSAR O NADA
"¡Vayamos allá donde nos llaman los dioses y la injusticia de los hombres! ¡La suerte está echada!"
Palabras pronunciadas por Julio César antes de cruzar el río Rubicón. Sus legionarios respondieron "¡O César o nada!"
Antes de César
Es difícil para cualquiera contar en pocas páginas la historia de uno de los imperios más grandes y sólidos que vieran los tiempos. Aún así, intentaremos ofrecer algunos apuntes precisos para poder conocer mejor la historia de Roma, y la de uno de sus más brillantes hijos, Cayo Julio César.
Según nos cuenta la historia, Roma fue fundada en el 753 a.C. tras la muerte de Remo a manos de su propio hermano Rómulo. Por lo tanto, un imperio que vería prolongar su dominio durante más de mil años nació con la sangre de sus propios hijos. Esta leyenda es muy importante para entender el carácter de los romanos.
Roma, en origen, era una pequeña población constituida por unas pocas casas de adobe y paja. Sus habitantes eran agricultores que daban muchísima importancia a la tierra que cultivaban, marcando así notables diferencias con otros pueblos del ámbito oriental o griego. Estos romanos primigenios siempre lucharon por su tierra, primero defendiéndose y posteriormente atacando, con el ánimo de que ningún enemigo externo a Roma pudiera ponerla en peligro. No es extraño comprobar cómo en los diferentes momentos de la historia de Roma, sus generales no hablan de ataques, invasiones, o agresiones a otros pueblos, sino de acciones promovidas para mejor defensa de la ciudad.
El imperio romano está considerado como el más violento de la historia. Paradójicamente, las conquistas romanas no fueron por gusto, sino por un instinto brutal de supervivencia. Cuando Roma se sentía amenazada como fue el caso de etruscos, cartagineses o bárbaros, era cuando tomaba las armas, y entonces con furor desmedido, invadían, conquistaban, y a ser posible eliminaban a su enemigo, alejando para mayor seguridad la frontera exterior todo lo posible.
La fortaleza de Roma se sustentaba en el carácter y personalidad de sus hijos. A lo largo de sus primeros siglos republicanos, podemos observar cómo afloraron determinadas características que sin duda alguna, fueron tremendamente útiles para su grandeza. Sepamos ahora como se dividía la sociedad romana.
Había tres clases de habitantes en Roma: ciudadanos romanos, extranjeros y esclavos. Éstos últimos lo eran bien por nacimiento o por haber sido apresados en las diferentes campañas militares.
En cuanto a los extranjeros, diremos que siempre la ciudad albergó miles de ellos procedentes del entorno greco-romano, dedicados la mayoría a toda suerte de negocios.
Dentro de la categoría de ciudadano romano existían varios censos de los que destacaremos tres esenciales: en primer lugar estaba el censo de los senadores, hombres notables de la ciudad. Se accedía a este cargo por varios motivos, uno de ellos por derecho propio, al ser cabeza de una familia aristocrática de rancio abolengo, aunque eso sí, el futuro senador debería acreditar poseer una fortuna suficiente en cuanto a dinero y tierras, de lo contrario, no se le aseguraba el cargo. También se conseguía el escaño senatorial cuando algún ciudadano era promovido a un alto cargo sacerdotal, así como cuando un militar conseguía la corona cívica, la más alta distinción concedida a un soldado en tiempos de guerra.
En rango inferior a los senadores, estaban los caballeros. Ciudadanos con escaso poder económico pero suficiente para mantener un caballo. Eso les permitía participar en las diferentes guerras de la ciudad. La mayoría de ellos se dedicaba al comercio y a las finanzas, actividades prohibidas para los senadores.
Por último, hablaremos del capite censi o censo por cabeza, compuesto por ciudadanos que no llegaban al mínimo de riqueza exigido y liberados por tanto de las obligaciones militares al no poder costearse ni caballo, ni armadura. Esta gente sería muy necesaria como veremos después, para empezar a edificar el imperio, pues gracias a ellos se nutrieron las legiones romanas.
Los romanos consiguieron una calidad de vida inusual para la época, alcanzando una edad media de 60 años. Cifra bastante superior a la que por entonces existía en los países vecinos. Fueron creadores e impulsores de la sensacional dieta mediterránea, utilizando como base imprescindible el aceite de oliva. El romano medio tenía un menú muy variado y abundante, destacando el nabo como gran plato nacional, además de otras hortalizas, verduras y frutas, sin olvidarnos de buen pescado y carne, siendo regados éstos alimentos por estupendos vinos.
Como anécdota, recordaremos que los enemigos de los romanos llamaban a éstos "comedores de nabos", con el mal ánimo de insultarles y menospreciarles; que sepamos, este tipo de acusación nunca consiguió el efecto deseado como nos ha demostrado la historia.
Así pues, nos encontramos con unas personas sanas y robustas que alcanzaron una estatura media de 1,70 m. Eso les facilitó la visión de sus enemigos desde otra perspectiva.
No faltaban fiestas que pudieran acreditar el excelente gusto gastronómico de nuestros protagonistas muy aficionados a la reunión en torno a banquetes pantagruélicos, donde alardeaban de lo mucho que podían comer y beber, aunque tuvieran que recurrir con frecuencia al vómito. La imagen no debía ser nada estética.
En cuanto a la vestimenta diremos que la toga era el claro símbolo de la ciudadanía romana. Ésta era una enorme prenda de lana en forma de media luna que se enrollaba alrededor del cuerpo sin broches, por lo que suponemos, era bastante pesada. Se podía ver a senadores, caballeros, y magistrados vistiéndola en actos públicos y a ciudadanía en general en los días festivos. Con la toga, el romano también vestía una túnica de lana cuyas mangas llegaban hasta los codos, y su borde inferior hasta las rodillas, por detrás era unos cuatro dedos más larga. Para ceñirla al talle se usaba un cinturón de piel o cáñamo. En cuanto a colores no había mucha variedad, siendo estos los que proporcionaba el color natural de la lana. Los soldados vestían una túnica sensiblemente más corta siendo ésta del mismo color.
Los legionarios se calzaban con sus famosas caligae o sandalias de cuero claveteadas en la suela. Los ciudadanos usaban los perones, que solían ser de color cuero y se anudaban con cordones o hebillas. Los senadores calzaban unos zapatos especiales llamados calce¡ de color rojo o negro, con una hebilla de plata en forma de media luna que les distinguía.
Aunque la vestimenta romana era prácticamente igual para todos, existían unos símbolos y adornos bastante visibles que marcaban de forma clara la diferencia entre las distintas clases sociales.
El pueblo romano siempre se preocupó mucho por su aspecto procurando en todo momento marcar moda. Eso lo ha mantenido hasta nuestros días. Cualquier habitante de la eterna ciudad, buscaba siempre la mejor oportunidad para deleitarse en un largo y exquisito baño, con este fin, Roma llenó sus laberínticas calles con un buen número de las populares termas. El aseo también llegaba al cuidado de pelo y barba. Los hombres llevaban el cabello corto, y las mujeres recogido en moños o trenzas. En la época de César, todos los varones se afeitaban siguiendo el patrón griego. Como vemos, los romanos no distaban en exceso de los italianos y españoles modernos, y se acomodaban a lo que hoy entendemos como perfil típico mediterráneo.
Las mujeres gozaban de mayores libertades que, por ejemplo, las griegas. Podían divorciarse de sus maridos conforme a las leyes recuperando incluso su dote. Las tareas fundamentales de cualquier mujer romana se centraban en el cuidado de la casa, las labores del hogar y la educación de los hijos. Por lo general, los matrimonios entre nobles quedaban concertados durante la infancia, para evitar así la intrusión de plebeyos poco interesantes para la genealogía familiar. Está claro que ser aristócrata romano en el siglo de César no debía estar nada mal.
Conozcamos ahora algo más concreto sobre nuestro protagonista.
Sobre César sólo manda César
El siglo I a.C. posiblemente sea el más importante de toda la historia romana. En este tiempo, nos toparemos con los hombres y las decisiones que impulsarán la llegada del imperio. Hay que destacar por méritos propios, a varios personajes que marcarán el fin de la república, como Mario, Sila, Craso, Pompeyo y, por supuesto, César.
El gran Mario, aquél que fuera Cónsul en siete ocasiones, fue el primero que entendió que Roma debería tener algo más que un ejército compuesto por las clases dominantes. Por eso acometió con decisión la modernización de las legiones, haciendo de los legionarios auténticos soldados profesionales, e incorporando a filas a las clases menos pudientes. Asunto éste muy alabado por facilitar el acceso a una posibilidad más que real de ascenso económico y social.
Nacido en el 157 a.C., de escasa formación cultural, Mario era ante todo un excelente romano que supo ver como nadie, en la unificación de toda Italia, la futura fortaleza de Roma. A pesar de eso, se vio involucrado en un cruel conflicto civil, llamado la guerra social. De sus victorias exteriores destacan, por apabullantes, las obtenidas ante los pueblos nómadas germánicos como cimbrios y teutones. Su final fue más que amargo teniendo que soportar cómo uno de sus lugartenientes, Lucio Comelio Sila, conseguía el poder al asalto. Terminando sus días alcoholizado y presuntamente suicidado.
Sobre Sila se pueden decir muchas cosas, pero todas ellas nefastas. Fue el dictador más cruel y sanguinario que tuvo Roma, además de ser el primer general que llegó al poder por las armas. Ordenó en un tiempo de terror, la ejecución y muerte de millares de presuntos enemigos. Abdicando en el 79 a.C. y dedicándose a lo que más le divertía, la lujuria.
Tanto Mario, como Sila, intervinieron en los primeros años de nuestro auténtico protagonista Cayo Julio César, y más tarde, veremos cómo Craso y Pompeyo entraron en los últimos.
Era una calurosa mañana del decimotercer día de Quintilis en el 653 después de la fundación de Roma (100 a.C.), cuando la herinosa Aurelia se disponía para el parto. Los asistentes al futuro nacimiento reflejaban en su rostro cierta preocupación, la madre era joven y fuerte, pero algo no iba bien, el niño no podía salir, y los médicos decidieron abrir y extraer al bebé. Afortunadamente el alumbramiento fue un éxito, había nacido Cayo Julio César mediante una operación que desde entonces llevaría su nombre: Cesaria.
Aunque en el tiempo de su nacimiento la familia de César no era muy adinerada (no olvidemos que nació en uno de los barrios más humildes de Roma), nuestro personaje tenía algo a su favor, y es que era descendiente directo según la tradición, de la mismísima y erótica diosa Venus. Esa circunstancia le ponía en contacto con la aristocracia romana. Además era sobrino del gran Mario y muy pronto se hizo partícipe de sus ideas políticas. Mario fue casi como un padre para el joven Cayo, al haber perdido éste muy pronto a su progenitor. Eso convirtió a su madre Aurelia en su única educadora, confidente y cómplice. A la temprana edad de 16 años se casó con Comelia, la hija de Cinna, uno de los partidarios más fieles a su tío, siendo nombrado flamen dialis o sacerdote de Júpiter. Todo esto ocurría en el 84 a.C.
Julio César siguiendo la tradición romana, era adulto desde los 15 años y se preparaba junto con su esposa para ser un feliz y próspero ciudadano. Esa presunta felicidad iba a durar muy poco, tan sólo dos años, pues un peligro se cernía sobre ellos encarnado en la figura de Sila.
Lucio Comelio Sila estaba dispuesto a escribir una de las páginas más oscuras y terribles en la historia de Roma, porque traicionando su antigua lealtad al Cónsul Mario, tomó las armas desde Asía y marchó contra Roma, siendo así, como ya hemos dicho, el primer general romano que llegó al poder por las armas. No sería el último.
Después de haber exterminado a todos sus enemigos, ordenó numerosos divorcios para deshacer vínculos y alianzas entre las familias romanas más influyentes, y le tocó el turno al matrimonio de César y Comelia. Pero cuando los emisarios de Sila llegaron a la casa de César y le comunicaron la decisión del dictador sólo obtuvieron como respuesta una de las frases que desde entonces pasaría a la historia "Dile a tu amo que en César solo manda César".
La respuesta del tirano no se hizo esperar, condenando a muerte al joven sacerdote descendiente directo de la diosa Venus. Esto conmocionó a los mismísimos partidarios de Sila que no tardaron en avisar a César. A éste no le quedaban muchas opciones y eligió la más aconsejable. Muy a su pesar, y aquejado de unas fuertes fiebres, huyó a uña de caballo de su querida Roma.
César encontró cobijo en los bosques próximos a la ciudad, allí se refugió, siendo curado de sus fiebres por las gentes más humildes. Seguramente, ya veían en aquel joven menudo, endeble y de incipiente alopecia, pero de mirada firme y decidida, al que sería futuro líder de Roma. Bajo el manto de bosques y aldeanos, aquél hombre crucial para el imperio venidero, esperaba ansioso su incierto destino.
Inevitablemente llegó el exilio y a continuación, un perdón que Sila concedió a instancias de sus seguidores, pronunciando otra celebérrima frase: "Alegraos con su perdón, pero no olvidéis lo que os digo, porque un día ese joven de aspecto indolente e inofensivo causará la ruina de vuestra causa. ¡Hay muchos Marios en César!".
Una vez llegado a Roma, César pidió a Sila que le destituyera de su cargo como sacerdote de Júpiter, cosa que el dictador concedió al instante, quitándose de un plumazo a un molesto senador, ya que César tampoco contaba con recursos económicos para serlo.
Con 19 años se alistó como oficial en las legiones de Minucio Termo que combatía en Oriente. En este destino el joven asombró a todos ganando la famosa corona cívica, después de protagonizar heroicas gestas en el asalto a una ciudad enemiga. La corona cívica era la más alta condecoración romana al valor, y todo aquél que la ganara, entraba por derecho propio en el senado romano, por tanto, Julio César fue nombrado senador por segunda vez. Pero en esta ocasión César aprovecharía bien su cargo para su ascenso social, intentando emular a su tío el gran Mario, siguiendo los postulados políticos de éste y soñando con profundas reformas sociales para una Roma aquejada de una grave crisis.
Con 25 años y buscando una mejor formación, viajó a la isla de Rodas para estudiar retórica. A su vuelta nos encontramos con otra de las famosas historias que nos hablan del carácter y personalidad de Cayo Julio César: en plena navegación su barco fue interceptado por piratas cilicios (griegos), que hicieron presa sobre pasajeros y tripulación. Según la costumbre de la época, lo habitual era pedir rescate a las familias por aquellos que a juicio de los captores lo valieran, pero al ver a César, el jefe de los piratas exclamó: "que por aqueljoven aristócrata sin importancia no se pagarían ni 20 talentos de plata". César, ante esto, reaccionó de forma violenta y desairada, espetando al curtido capitán que por él, no 20 sino 50 talentos se pagarían, ya que era descendiente de la diosa Venus. Los piratas sonrieron irónicamente pero aceptaron el reto, pidieron el rescate y advirtieron al preso que de no pagarse le crucificarían.
César, en compañía de tan sólo un esclavo, aguardó con paciencia y resignación su incierto futuro desde la guarida de los piratas. Aquellas largas noches de espera las empleó en lanzar contra esos analfabetos sus recién aprendidos discursos retóricos, ante el gesto asombrado de aquellos hombres. A todo esto, su madre Aurelia ya había recibido la petición económica de los griegos y rápidamente, no sin esfuerzo, consiguió la cantidad convenida, enviándola con la esperanza de recuperar pronto a su hijo.
Los 50 talentos de plata llegaron a la isla pirata, y una vez el jefe de ellos fue satisfecho en su demanda, puso en libertad al prisionero, pero éste no estaba dispuesto a dejar pasar ese momento sin venganza y le dijo: "Ahora deberás temer tú, porque volveré para crucificarte a ti y a los tuyos".
Regresó a Italia, donde convenció a unos armadores para que fletaran naves de guerra que él mismo guió hacia la morada de los piratas, donde les venció, y cumpliendo su promesa ordenó crucificar a todos, empezando por su jefe. A partir de entonces, nadie volvió a poner en duda la palabra de Julio César.
Desde ese momento, inició una carrera política imparable, recurriendo al soborno siempre que era necesario, ganando todas las elecciones a las que se presentaba y llevando a juicio a muchos senadores corruptos, granjeándose así la simpatía del pueblo.
A los 31 años, recaló en Hispania donde ejerció varios cargos. Pacificó y sometió a numerosas tribus celtíberas. En esos recién anexionados territorios hispánicos, fue donde ocurrió uno de los capítulos más característicos en la vida de Cayo Julio César. Quiso el destino que nuestro protagonista se postrara ante una estatua del gran conquistador macedonio Alejandro Magno, aquél que muriera con tan sólo 32 años después de haber explorado y sometido a buena parte del mundo antiguo. César humillado, lloró amargamente pensando que teniendo la misma edad que el gran comandante, él no había conseguido prácticamente nada.
Regresó con más determinación que nunca a la vieja Roma, para seguir prosperando en su ya más que sólida aventura política.
En el año 63 a.C. se produce otro de los grandes momentos para César, tenía 37 años y había conseguido, por buenas o malas artes, llegar al cargo más alto dentro de la iglesia romana, iba a ser elegido Pontifiex Maximus es decir, máximo sacerdote de Roma. Pero los enemigos acechaban, y corría el rumor de que cerca del templo donde le iban a ordenar, esperaban armados para darle muerte. César, conocedor de estos rumores, no quiso renunciar a su destino y dirigiéndose a su madre exclamó: "Madre, hoy verás a tu hijo muerto en el foro o vistiendo la toga del sumo Pontífice".
Por lo que sabemos, los disconformes no alcanzaron su propósito y César continuó subiendo hasta que en el 59 a.C. se unió al hombre más rico de Roma, Craso, y al general más carismático, Pompeyo, formando el primer triunvirato. Además, en este tiempo creó un cuerpo de leyes que posteriormente serían la base del derecho romano.
Por fin, en el 58 a.C., César comenzaría a escribir una de las páginas más brillantes para Roma, llegaba la campaña de las Galias.
Campaña de las Galias
La campaña de las Galias es, desde el punto de vista militar, la obra magna de Julio César, y por si fuera poco, la más difundida, ya que nuestro genio se empeñó desde el primer momento, en el envío continuo a Roma de todas aquellas crónicas donde se narraban los grandes logros y victorias conseguidas por él y sus legiones. Por supuesto, sobre las derrotas era mejor no hablar.
Así pues, esta casi epopeya de las legiones romanas nos pone en contacto directo con un mundo hasta entonces prácticamente desconocido y que los ciudadanos de Roma sorprendidos y estremecidos, agradecieron a César hasta el delirio, por la profusión en los detalles de todo tipo. Fueron el best-seller de la época, los estudiantes de latín de hoy en día saben a lo que me refiero. En definitiva, nos encontramos ante la mayor operación de marketing de su tiempo.
En el año 58 a.C. César es nombrado procónsul de la Galia Cisalpina (norte de Italia), y hacia allí se dirigió al mando de 10 legiones con el ánimo de pacificar y, sobre todo, parar el empuje de las tribus helvecias y germánicas que amenazaban con la invasión del territorio italiano.
El éxito inicial fue notable, dispersando a los germanos y prácticamente exterminando a los helvecios. Ahí bien pudiera haber parado, ya que el objetivo se había cumplido, pero Julio César intuyó que su gran momento había llegado, se sentía fuerte y al frente de una tropa tremendamente fiel y dispuesta. Por delante la Galia, un territorio inmenso que comprendía la zona que hoy ocupan Francia, Bélgica y Luxemburgo, era la gran oportunidad para que Roma dejara de mirar tan sólo al mediterráneo, entrando por fin, decididamente, en el interior del continente europeo. Sólo existía un problema, los 3.000.000 de hombres armados que le esperaban, más incluso que toda la población de la península Italiana. Aún así, Cayo Julio César desatendiendo las sugerencias de algunos de sus generales y no escuchando las muchas críticas que llegaban desde Roma, dio la orden de iniciar la campaña. Aquellos 50.000 legionarios avanzaron como un solo hombre, detrás de su general.
Sepamos ahora cómo eran esas legiones romanas en cuanto a estructura y disposición numérica. Recordando siempre que los contingentes militares romanos tenían que acomodarse a las vicisitudes y contratiempos de cada guerra, es decir, se sabía cúantos partían hacía el combate, pero no se sabía si recibirían refuerzos. En consecuencia, era frecuente que echaran mano de aliados ocasionales y, por supuesto, que se avituallaran sobre el terreno que ocupaban.
La legión romana
La campaña de las Galias fue un hecho militar sin precedentes, ya que no más de 50.000 hombres consiguieron derrotar a 3.000.000 de fieros guerreros celtas. ¿Cómo se consiguió? Por varios motivos, uno de ellos es que uno de los tácticos más brillantes de la historia estaba al frente de tan reducida tropa. Pero otra causa fundamental fue la preparación de esa tropa, la mejor sin duda de aquella época.
Como ya sabemos, el gran cónsul Mario fue el artífice de una auténtica revolución en el mundo militar romano cuando dio vía libre para que los proletarios se alistaran en las legiones, esto provocó un cambio significativo en la concepción del ejército romano. Los nuevos profesionales hicieron de la milicia una forma de vida, intentando prolongar su estancia todo lo posible, sabiendo que ahora tenían un sueldo asegurado y ricas tierras cuando llegara su jubilación.
La legión romana se convirtió en la mejor máquina de guerra de su tiempo, los legionarios eran sometidos a constantes entrenamientos, hasta que llegaran a convertirse en autómatas, por el conocimiento preciso de todos los movimientos que deberían hacer en el campo de batalla.
La característica principal de la legión era su elasticidad, pudiendo operar desde una, hasta diez juntas, pero siempre manteniendo cada legión autonomía propia.
Las legiones fueron famosas por sus largas marchas, eran capaces de recorrer 30 kilómetros cada día. En la campaña de la Galia, César consiguió que marcharan 50 kilómetros llegando a comentar que las guerras se ganaban por los pies.
Cada legionario debía acarrear un pesado equipo de 30 kilos, consistente en capote, mudas, raciones de campaña, instrumentos de cocina, herramientas para construir el campamento, etc. Además del armamento.
El legionario romano utilizaba la famosa espada corta hispana (gladius hispaniensis), terriblemente cortante y mortal de necesidad, si el legionario conseguía hundirla tan sólo 5 cm en el cuerpo del enemigo. También portaba dos magníficas jabalinas arrojadizas (pilum), una pesada y la otra más ligera y como protección, el gran escudo oblongo y su característico yelmo, así como la cota de mallas de clara inspiración celta.
Una legión estaba constituida por unos 4.800 hombres distribuidos en diferentes secciones que pasamos a detallar: la unidad táctica era la cohorte; cada cohorte estaba formada por tres manípulos de dos centurias cada uno; cada centuria tenía 80 legionarios mandados por un centurión; cada manípulo constaba de dos centurias, en total 160 hombres.
Los centuriones se colocaban en la primera fila de la primera línea. Seis centurias formaban una cohorte, así, cada cohorte tenía 480 legionarios mandados por el centurión más antiguo. Como eran diez cohortes las que formaban una legión, cada legión constaba de 4.800 hombres, en teoría, porque siempre estaban sujetos a los rigores de la batalla, aumentando o disminuyendo su número en base a los acontecimientos.
La legión se formaba en tres líneas, la primera tenía cuatro cohortes, y la segunda y tercera tres cohortes cada una, presentando un frente de combate de unos trescientos metros de longitud.
El liderazgo de una legión lo asumía un legado con un cuadro de mandos compuesto por seis tribunos. En ausencia del legado, el centurión de más alto rango ocupaba su puesto. Cada centurión estaba auxiliado por un suboficial encargado de la administración de la centuria, también existían portaestandartes y cometas que se encargaban de transmitir las órdenes acústicas.
El centurión de mayor rango de la legión se llamaba primus pilus, que era el centurión de la primera centuria de la primera cohorte. Llegar a esta posición era la meta de todos los legionarios.
Dentro de la centuria, los legionarios se distribuían en grupos de ocho (contubernium), cada grupo llevaba una mula que portaba utensilios para la elaboración del pan y otros para la construcción del campamento fortificado.
Desde los tiempos de Mario, las legiones utilizaron las famosas águilas sagradas de plata. Cada legión tenía la suya, portada por el legionario más valiente, perderla suponía un deshonor y una penosa humillación, miles de legionarios lucharon y murieron por defender aquellas águilas símbolo del poder de Roma.
Las legiones fueron diseñadas para enfrentarse a un enemigo superior en número. Los romanos siempre tuvieron esto presente y subordinaron la táctica a la estrategia, consiguiendo brillantes resultados.
Roma nunca tuvo más de veintiuna legiones operativas. A pesar de eso, siempre estuvieron dispuestas para intervenir en el tiempo y momento preciso.
La Galia fue el ejemplo, porque en ese apetecible lugar para Roma se iban a enfrentar la mejor organización militar, contra la mejor fuerza bruta; la previsión ante la improvisación; los movimientos controlados en oposición a la embestida desorbitada; las armaduras contra las pieles desnudas. ¿Cuál de los dos conceptos impondría su ley? Pronto lo veremos.
Los galos
Dentro de la civilización celta, los galos eran los más numerosos. Cuando César entró en conflicto con ellos, los celtas ocupaban un territorio de aproximadamente seiscientos mil kilómetros cuadrados sin contar las Islas Británicas, y tenían poder suficiente como para armar a más de 3.000.000 de guerreros, cifra ésta superior a la de toda la población italiana.
En los tiempos previos a la campaña de las Galias, los galos estaban evolucionando claramente hacia los nuevos conceptos de ciudad, poseyendo una lengua común, además de una fama merecida en escultura y tratamiento de los metales, consiguiendo la acuñación de monedas y el armamento más notable de la época; no olvidemos que los romanos se inspiraron en los yelmos y en las cotas de malla celtas para crear los suyos propios.
Los galos, desde su llegada a la zona en el siglo VII a.C., eran conocidos como un pueblo nómada, aventurero e inestable. El propio César nada más entrar en contacto con ellos dijo: "Es un pueblo que siente codicia por lo nuevo".
En toda la Galia estaban implantadas más de sesenta tribus, poblando unas ochocientas ciudades y miles de aldeas, todas ellas dispuestas para la resistencia.
Si los romanos querían tomar la Galia no lo tendrían fácil. Aunque los galos estaban profundamente desunidos, la llegada de los nuevos invasores consiguió que por lo menos en una ocasión, todos los intereses galos Se fundieran bajo causa común.
En la campaña de las Galias, César se enfrentó a un gran príncipe de los galos, Vercingétorix. Éste, a pesar de la gran superioridad numérica que manejaba frente a los invasores, no supo, dada su escasa formación militar, frenar la habilidad y conocimientos estratégicos de los generales romanos. Los galos solo acertaron a situar frente a las legiones enormes contingentes de temibles guerreros, que apenas iban protegidos por pieles con un armamento muy distinto al de sus enemigos: lanzas de acometida no arrojadizas, espadas más largas y pesadas, y escudos menos fuertes.
Debió ser impresionante ver como aquella horda de hombres, que lavaban su pelo con agua alcalina para emblanquecerlo y teñían su cuerpo de azul, se lanzaba contra los cuarenta kilómetros de defensas establecidas por los romanos en el sitio de Alesia, una de las ciudades sagradas para los celtas y último gran reducto defensivo de los galos.
La batalla de Alesia
La memoria histórica de tan increíble campaña la conocemos por los ocho libros que recogen las innumerables crónicas que César enviaba constantemente a Roma (de los ocho volúmenes, siete fueron escritos por el propio César), la verdad es que novedades no faltaron a lo largo de los casi ocho años que duraron los acontecimientos.
Desde que César irrumpe en las Galias persiguiendo a los restos de las tribus helvecias hasta que consigue la rendición de todos los galos en el 51 a.C., de los tres millones de guerreros anteriormente citados que se le enfrentaron, dio muerte a un millón, esclavizó o hizo prisioneros a otro millón y sometió al resto. Estas cifras no tienen parangón en toda la historia del mundo antiguo.
Además de la conquista del territorio continental, el líder romano realizó desembarcos anfibios en la Britania (56-55 a.C.), y fijó las fronteras del Rhim.
Pero, sin duda alguna, el punto álgido de toda la campaña lo encontramos en el mes de septiembre del año 52 a.C., muy cerca de la ciudad sagrada de Alesia.
Después de más de seis años de guerra, los galos por fin habían entrado en coalición. Tras haber sufrido muchas derrotas por separado, llegaba el momento de unir sus fuerzas para intentar expulsar de una vez por todas a los romanos. Al frente de la alianza se encontraba el príncipe Vercingétorix. Una de las primeras medidas que adoptó fue la de intentar matar de hambre a su enemigo con una política de tierra quemada. Los galos arrasaron cosechas y aldeas que pudieran surtir de provisiones a las legiones invasoras. Desde luego, todos aquellos esfuerzos resultaron infructuosos.
Tras algunas escaramuzas y batallas de resolución incierta, llegó para las tropas de César una gran victoria en la ciudad de Avarico, donde de sus más de 40.000 defensores, sólo pudieron escapar vivos 800.
Ante esto, el abrumado Vercingétorix tomó a sus 80.000 hombres y buscó refugio en un sitio sagrado para los galos, la inexpugnable ciudad de Alesia.
Alesia era el último gran núcleo urbano de los galos, edificada en forma de rombo sobre una gran meseta de más de 1.500 m de longitud y 1.000 m de anchura con una altura de 150 m. A sus pies existían varios ríos. Las condiciones de defensa eran por tanto muy razonables, y Vercengétorix se atrincheró con su ejército, esperando la llegada de refuerzos. Estos se estaban aproximando, cuando alguien se adelantó: era Julio César como ariete de sus diez legiones.
Las legiones romanas se situaron cerca de la ciudad. César pensó que lo más conveniente, dadas las circunstancias, era someter a Vercingétorix a una presión agobiante con el fin de provocar su rendición. Pero sus espías pronto le advirtieron sobre la llegada inminente de una tropa inmensa de galos consistente en 250.000 guerreros. Por tanto, si los romanos no se retiraban serían atrapados entre dos fuegos y por si fuera poco, solo quedaban provisiones para treinta o cuarenta días. Es aquí cuando aparece la genialidad de César, fraguando una idea que sorprendería a propios y extraños, porque el gran general había decidido que para sus legiones era el momento del ahora o nunca.
Llevaban demasiados años de largas marchas e interminables batallas, sus hombres ya estaban cansados y sabía que no tendría muchas más oportunidades para asestar un golpe, militar y moral, tan contundente, como el que ante él se ofrecía, por lo tanto, decidió quedarse allí y esperar.
Puso rápidamente a trabajar a todos sus ingenieros comenzando la construcción de dos anillos defensivos: el primero rodeaba Alesia, consistía en una suerte de trincheras, zanjas y pozos; unos cubiertos por el agua de los ríos locales que previamente habían sido desviados; otras zanjas fueron erizadas con innumerables hileras de estacas, abrojos y trampas mortales. Este cinturón se extendería a lo largo de 17,5 kilómetros. El segundo perímetro defensivo era si cabe más espectacular, tenía una extensión de 22,5 kilómetros y en él se situaron cada veinticinco metros, torres de defensa de tres alturas, empalizadas, muros de arena, etc. En total, cuarenta kilómetros de fortificaciones. En el interior de los dos perímetros se ubicaron veintitrés campamentos, además de una gran torre de vigilancia, dejando en el exterior otros siete campamentos con toda la caballería de reserva. Aquellos 50.000 legionarios trabajaron de forma titánica durante trece días, consiguiendo una de las obras militares más perfectas de toda la guerra antigua. Encerraron a los galos por el norte, se aprestaron para la acometida que llegaba desde el sur y aún sobraron dos días.
Los historiadores militares, todavía hoy, siguen debatiendo sobre aquella decisión de César y, por supuesto, basándose en los resultados, nadie es capaz de discutir o criticar la aptitud del que ya sería considerado, desde entonces, como uno de los mejores líderes militares de todos los tiempos.
El 25 de septiembre del año 52 a.C. aquellas diez legiones romanas vieron algo tensas cómo se aproximaban las primeras formaciones de guerreros galos. Estos se situaron a 1,5 kilómetros de las defensas romanas. Todo estaba listo para uno de los combates más sangrientos y épicos de toda la historia europea antigua.
Los primeros encuentros entre las dos formaciones fueron tremendamente exigentes, siendo sometidas ambas a una presión hasta entonces desconocida. Durante los dos primeros días de combate, las bajas se pudieron contar por miles, aún así, las defensas romanas no cedieron ni un solo palmo de terreno, aunque la situación comenzaba a ser desesperada.
Los galos utilizaron una de sus tácticas favoritas, el ataque nocturno. El campo de batalla iluminado por la luz de miles de antorchas veía cómo centenares de aquellos guerreros caían constantemente.
Pero la determinación de unos, y el empuje de otros, encontrarían el momento más vibrante en la noche del tercer día. Los galos se encontraban al borde de la desesperación, superaban en varias veces el número de los romanos, atacaban desde el norte con las tropas de Vercingétorix y desde el sur con los 250.000 galos de refuerzo, sin conseguir quebrantar lo más mínimo la moral de las 10 legiones romanas que resistían ya a duras penas. En esa noche se percataron sobre la existencia de un punto menos defendido en las fortificaciones romanas, se trataba del monte Réa escasamente guardado por los restos de una legión. Era una buena oportunidad para penetrar de una vez por todas entre los romanos y acabar con ellos, pero aquellos escasos y cansados 4.000 legionarios ofrecieron una resistencia casi suicida, haciendo pagar muy caro cada palmo de terreno que entregaban al enemigo.
Poco a poco, fueron cayendo uno tras otro. Cuando estaban a punto de sucumbir en torno a sus águilas sagradas, se produjo el milagro, el momento crucial que tiene cada batalla. A lo lejos se escuchó un clamor, las tropas legionarias rugían ante el poderoso galope de la caballería que hasta entonces se había mantenido a la expectativa. Al frente de esa caballería cabalgaba Cayo Julio César, vistiendo sus mejores galas guerreras sobre las que destacaba su impresionante capa escarlata. Aquella visión casi fantasmagórica, enardeció los ánimos de los legionarios, que de estar a punto de perderlo todo, pasaron al ataque con una ofensiva general en toda las líneas, los galos quedaron perplejos y desconcertados, empezando de forma sorprendente la retirada y al poco la desbandada. La victoria para las legiones romanas fue total e indiscutible. César ordenó la persecución, causando innumerables bajas. Los galos de Alesia, ya muy mermados en número y provisiones, no tuvieron más remedio que capitular con Vercingétorix al frente, el cual sería enviado a Roma y muerto por estrangulamiento años más tarde.
En el 51 a.C., sin nada más que oponer al invasor, la Galia se rendía y Cayo Julio César entraba en la historia.
La herencia de César
Después de la brillante victoria en la Galia, el imperio romano se había situado sobre el centro y norte de Europa al oeste del río Rhim, y estaba a punto de alcanzar su máxima expansión.
En Roma habían ocurrido muchas cosas y no todas buenas para el reciente conquistador, porque tras la muerte de Craso en el desastre de Carre (53 a.C.) se había disuelto el primer triunvirato, siendo elegido su viejo amigo Pompeyo nuevo cónsul de Roma. Éste estaba casado con Julia, la hija de César, pero ella había muerto en el 54 a.C. en circunstancias no aclaradas, asunto que distanció a los dos generales. La desconfianza llegó a tal extremo que Pompeyo solicitó la disolución del ejército de las Galias, considerando a César casi enemigo de Roma y, claro está, el futuro Dios romano no se mostraba muy de acuerdo con esa idea.
En el año 49 a.C. desplegó sus legiones en una de las riveras del pequeño río Rubicón, era consciente de que si vadeaba ese cauce provocaría una guerra civil, por tanto, no obligó a sus legionarios a seguirle, tan sólo pidió voluntarios. Ante la demanda, escuchó conmovido una respuesta tan unánime como segura. Las gargantas de aquellos curtidos veteranos exclamaron: "¡O César o nada!".
Al brillante general que sabía como nadie manejar y estimular a sus hombres, esta aptitud le emocionó a tal punto que, mirando hacia la otra orilla, pronunció una de sus famosas frases: "Alea jacta est", es decir, "la suerte está echada" y ordenó el paso del Rubicón.
Pompeyo poco pudo hacer ante el avance de los experimentados soldados de César, y escapó de Roma propiciando que aquellas legiones tomaran toda Italia en pocas semanas sin apenas derramar sangre.
Julio César sabía que Pompeyo seguiría constituyendo un peligro allá donde estuviera y le persiguió hasta Grecia, donde le batió en los campos de Farsalia. Posteriormente, la persecución llegó hasta Egipto, donde se encontró con una situación de conflicto civil entre los hijos de Ptolomeo II. Uno de estos, Ptolomeo XII, pensando que ganaría el favor de César, mandó decapitar a Pompeyo, pero el efecto fue el contrario. César, muy enojado, se atrincheró en Alejandría con dos legiones y ordenó quemar sus naves para evitar el mal uso por parte de los egipcios con la nefasta consecuencia que ya todos conocemos, la destrucción de la gran biblioteca de Alejandría con todos los conocimientos de la época acumulados hasta entonces. Se supone que en aquel recinto ardió el equivalente a unos cien mil libros.
Pero no todo fue nefasto durante la estancia de César en Egipto, también conoció el amor de la mano de Cleopatra, la bella y culta hija de Ptolomeo. Con ella vivió un tiempo de pasión que culminó en un largo viaje por el sagrado río Nilo, cuya singladura duró dos meses en un inmenso barco adornado con oro puro y escoltado por cientos de naves. Fruto de aquel amor nació un hijo que llevó el nombre de Ptolomeo César, conocido por los egipcios como Cesarión, el pequeño César, que tan sólo viviría 17 años.
Poco duraría la felicidad de Julio César y Cleopatra, que ya era reina de Egipto. Tras unos meses de tensa paz, César tuvo que embarcar hacia nuevas campañas como la de Hispania, donde le esperaban los hijos de Pompeyo a los que aniquiló en la batalla de Munda. También recordemos la breve contienda del Ponto (Turquía). Esta expedición de César en julio del 47 a.C. se hizo famosa por la frase que la adornó después de la batalla de Zela: "Veni, vidi, vici", (Llegué, vi, vencí), eso es lo que exclamó César tras haber sometido en tan sólo cinco días al ejército del rey Farnaces.
Julio César había conseguido en pocos años ampliar de forma más que notable el territorio bajo la influencia de Roma, pacificando a todas las nacionalidades que lo integraban, y consiguiendo ser el personaje más carismático y amado de su época. No le fue difícil, por tanto, hacerse nombrar dictador perpetuo, proclamando unos juegos como jamás hasta entonces se habían celebrado.
En su mente ya se empezaba a gestar la idea del imperio y él sería su cabeza visible. Esto debió horrorizar a sus enemigos republicanos que pronto comenzaron a urdir un plan para la eliminación física de aquel que tanta sombra procuraba a sus ideas. En los Idus (15) de marzo del 44 a. C. la confabulación tomó cuerpo, cuando de veintitrés puñaladas (aunque sólo una fue mortal de necesidad) abatieron a Cayo Julio César bajo la estatua del que había sido su gran amigo Pompeyo.
Cuenta la historia que uno de los conjurados era Bruto, tutelado de César y supuesto hijo de éste. Y aquí tenemos la última frase que Cayo Julio César acertó a pronunciar en vida: "Bruto, tu también hijo mio". El cuerpo de César quedó yermo sobre el suelo, pero la rabia del pueblo pronto alcanzó a los conspiradores, haciendo presa en ellos y dándoles el fin que todos podemos imaginar.
Debió ser impresionante la imagen de Marco Antonio mostrando el cuerpo del gran líder de Roma al pueblo que tanto había amado. Ese cuerpo cosido a puñaladas estremeció tanto a los que le contemplaban, que muchos no pudieron soportarlo cayendo desvanecidos víctimas de la emoción.
Pero lo más vibrante aún estaba por llegar, porque cuando las gentes debatían acerca del lugar propicio para la incineración del gran César, un murmullo se dejó escuchar desde el fondo de la multitud, alguien se acercaba.
Aquella muchedumbre fue abriendo paso a dos antiguos y curtidos legionarios, no se sabe bien a qué legión pertenecían, pero podemos intuir sin temor a equivocarnos que seguramente eran de la décima, la favorita de César. Estos fornidos hombres portaban sendas antorchas y, por supuesto, sus espadas al cinto. Avanzaron con paso firme y decidido hacia donde se encontraba su general, y cuando llegaron ante él, prendieron fuego a la tribuna donde estaba expuesto el cadáver.
Un éxtasis desmedido se hizo entonces dueño de la situación, los romanos allí presentes comenzaron a lanzar sus túnicas, adornos, todo lo que tenían a mano. Destrozaron los tenderetes del mercadillo próximo a la plaza pública, para que la pira continuara creciendo. Muchos legionarios con los ojos empañados por las lágrimas lanzaron sus viejas condecoraciones, porque sin su comandante ya no servirían de nada.
Con este combustible creado por la emoción del pueblo más poderoso del mundo, la hoguera se mantuvo viva durante toda la noche. Cuenta la historia que el crepitar de las llamas se podía escuchar en cualquier rincón de ROma.
Y así pasó el gran Cayo Julio César su última jornada en la capital que le vió nacer, la eterna ciudad de las siete colinas.
En el mismo sitio de la cremación, se construyó un altar que serviría de epicentro para un templo dedicado a un nuevo Dios romano, el propio julio César.
Muchos son los legados de César, entre ellos podemos destacar el estableciMiento de un cuerpo de leyes que darían como fruto el derecho romanO, también el calendario Juliano hecho en base a los conocimientos recogidos de los astrónomos egipcios y, por supuesto, la máxima expansión del que ya era Imperio Romano, que sólo Trajano pudiera ampliar dos siglos más tarde.
Cuando César murió, estaba preparando nuevas expediciones de conquista para mayor grandeza de Roma. El nuevo objetivo se había fijado en Oriente Y serían los persas las nuevas víctimas sometidas al poder imperial. Nunca sabremos que hubiese ocurrido en aquellas empresas, pero sí sabemOs que su sobrino nieto Octavio Augusto tomó las riendas del gobierno Y levantó el Imperio que Cayo Julio César diseñó como arquitecto. Ese será otro pasaje de la historia.