ETIL, PADRE UNIFICADOR DE LOS HUNOS
"Son seres imberbes, musculosos, salvajes, extraordinariamente resistentes alfrío, al hambre y a la sed, desfigurados por los ritos de deformación craneana y de circuncisión que practicaban, e ignorantes delfuego, de la cocina y de la vivienda."
Texto del historiador romano Amiano Marcelino, donde observamos la visión deformada que se tenía de los hunos.
Demonios contra la cristiandad
Corría el año 376 d.C. cuando los romanos, en un ya fracturado imperio, comenzaron a recibir las primeras noticias de unos seres terribles que, al parecer, habían surgido de la nada, empujando a las tribus bárbaras de Oriente y obligándolas a fuertes migraciones, propagando mensajes desoladores sobre su apariencia y comportamiento. Fue así como aquellos demonios irrumpieron en la geografía Europea. Habían llegado los hunos.
El origen del pueblo huno es incierto, pero muchos datos recogidos a lo largo de los siglos, nos hacen pensar que los hunos aparecieron en algún punto de las extensas llanuras del Asia central, desde donde iniciaron su expansión posiblemente al ser rechazados por los chinos bien parapetados detrás de su magnífica gran muralla.
Pronto arrasaron grandes zonas de Asia subdividiendo su poder en varios grupos, asentándose unos en los territorios conquistados, y nomadeando el resto buscando nuevas latitudes para continuar la rapiña.
Aquellas hordas invencibles hicieron del mar de Azov su cuartel general, y desde el sur de Rusia se lanzaron a la conquista del Occidente Europeo.
Desde que los hunos extendieron su amenaza en el siglo IV hacia los territorios de Oriente y de Occidente fueron objeto de descripción por numerosos historiadores griegos y romanos. Pero fue sin duda alguna Jordanes el autor que más se documentó sobre ellos al manejar escritos provenientes de aquellos que les trataron como Olimpodoro o Priscus. Éste último viajó por los territorios hunos en el 449, siendo muy útiles las descripciones que pudo hacer sobre las costumbres y forma de vida de las tribus hunicas. Al perderse los escritos originales de los primeros, Jordanes se convierte para nosotros en una referencia obligada a la hora de contar la historia de aquellos guerreros.
Finalizando el siglo IV, nos encontramos con lo que de los hunos nos dice el historiador Amiano Marcelino: "Son seres, imberbes, musculosos, salvajes, extraordinariamente resistentes alfrío, al hambre y a la sed, desfIgurados por los ritos de deformación craneana y de circuncisión que practicaban, e ignorantes delfuego, de la cocina y de la vivienda". Como veremos después, estas palabras escritas por el historiador romano no reflejaban la auténtica realidad. Por cierto, cuando se decía esto nacía en la Panonia (Rumanía), un tal Etil, corría el año 395 d.C., y nuestros protagonistas estaban alcanzando el punto álgido de su expansión y gloria.
La potencia dominante de la época no se podía imaginar la tormenta de hierro y fuego que se estaba preparando en algún lugar del Este europeo. El infierno había pactado el juicio final con Atila.
Tras la invasión de Europa, los hunos se volvieron a dividir, creándose dos grandes tribus, la de los blancos asentados en el Cáucaso y la de los negros que se expandió por el Danubio haciendo de la Panonia su base de operaciones. La separación no les hizo olvidar costumbres y rituales que mantuvieron perennes, hasta la reunificación promovida por Atila. Lo cierto es que su presencia aterrorizó a los romanos de Oriente y Occidente, que temerosos inventaron un buen número de leyendas oscuras sobre el origen de los hunos, llegando a recurrir a la demonología cristiana para afirmar que, los hunos descendían de ángeles caídos y brujas. El asunto llegó a tal extremo que acuñaron monedas donde se podía ver a los hunos representados en forma de serpiente demoniaca con cabeza humana.
Eran, en consecuencia, los auténticos ogros de su época. Supongo que los propios hunos escuchaban complacidos estas narraciones que sin pretenderlo, se habían transformado en una aterradora propaganda previa a sus devastadores asaltos a ciudades y pueblos.
Zósimo los describió como una tribu bárbara de guerreros que vivían, comían, luchaban, pactaban, y prácticamente dormían a caballo. Y es que no se podía concebir la vida del guerrero huno sin su equino. En él pasaba buena parte de la jornada. Cuando los hunos iniciaban una campaña, eran capaces de marchar más de cien kilómetros al día siempre a lomos de su animal, eso quiere decir que no disponían de mucho tiempo para cocinar. Era frecuente que situaran bajo la montura varios trozos de carne cruda que iba macerando a lo largo de los días. Cuando estaba a punto, se convertía en un bocado exquisito para los jinetes. También había tiempo para preparar platos más elaborados, uno de sus favoritos consistía en guisar un enorme trozo de carne de oso. Cuando ésta estaba al gusto del cocinero, le añadía varias setas silvestres y posteriormente todo era regado con leche agria. El resultado era excelente, para ellos, claro.
En la vestimenta los hunos no eran exigentes, gustaban de las pieles de rata. Se puede decir que era su indumentaria favorita. Unían varias de estas pieles para proteger su cuerpo, y su amor por ellas era tal que roedor y huno llegaban a ser una misma cosa.
Tampoco eran muy aficionados al agua en ninguno de los usos que nosotros solemos hacer de ella, lo cierto es que muchas veces no se ha sabido si los pueblos asediados por los hunos, huían por el ardor combativo de estos, o por el hedor que desprendía aquella horda.
Como hemos podido ver a grandes rasgos, las historias negras rodeaban a los hunos a finales del siglo IV d.C. Todo esto cambiaría significativamente con la llegada del personaje más importante surgido de aquellas tribus bárbaras llegadas de Oriente, su nombre era Atila.
El Imperio huno
La historia de las tribus hunicas, como así gustaban llamarse, está llena de personajes que evocan aventuras, conquistas y batallas con algunos nombres dignos de mención, tal es el caso de Uldis, uno de los primeros reyes hunos de los que se tiene constancia; Balamir, vencedor de los alanos, que tras derrotarles consiguió unirles a su causa, y por supuesto, el gran jefe Turda, líder de los negros, la tribu más numerosa de los hunos, Turda generó una descendencia que daría muchos quebraderos de cabeza a los imperios de Oriente y Occidente, fue padre de cuatro hijos legítimos (en aquella época las niñas y los bastardos apenas contaban): Oktar, Ebarso, Rugila y Mundzuk, que a su vez era padre de Bleda y Etil.
A la muerte de Turda, sus hijos asumieron el mando, siendo Ebarso el encargado de reinar sobre las tribus del Cáucaso, quedando los otros tres para gobernar conjuntamente las tribus asentadas en el valle del Danubio.
Etil, o Atila como más tarde le llamaría su pueblo, nace en el 395 d.C. Su año de nacimiento coincide con dos hechos que conviene significar, uno de ellos es la segunda y definitiva ruptura del Imperio romano en dos, Oriente y Occidente, hecho acontecido el 17 de enero. Ese mismo invierno los hunos inician una de sus campañas más provechosas, que llenaría sus graneros y sus noches de relatos en torno a las hogueras de la tribu. Fue la campaña donde arrasaron Tracia, Dalmacia y Armenia, consiguiendo un gran botín y numerosos prisioneros. Las historias de estas incursiones fueron las primeras que escuchó Atila en boca de sus mayores, y esto al parecer, le estimuló bastante.
En el 401, Atila, con 6 años, y su hermano Bleda, con 10, quedaron huérfanos tras la muerte de su padre Mundzuk, siendo desde entonces acogidos bajo la tutela de Rugila, que se convertiría pocos años más tarde en el nuevo rey de los hunos danubíanos. Éste sometió a una enorme presión y hostigamiento a los romanos de Oriente, hasta conseguir tributos consistentes en el equivalente al sueldo de un general romano, unas 300 libras de oro. Fue tal su fuerza y crueldad que, a su muerte en el 435, todas las iglesias de Constantinopla hicieron tañer sus campanas para alegría de los feligreses que escuchaban la buena nueva en boca de los sacerdotes que exclamaban: "Rugila ha muerto, y ese demonio murió fulminado por un rayo enviado por Dios".
Empiezo a sospechar que nuestros amigos bárbaros condicionaron en demasía la vida del ciudadano romano que, por otra parte, ya empezaba a presagiar el fin del mundo conocido por él. Roma finalizaba su periodo influyente y Atila estaba dispuesto a dar un gran empujón para que todo se terminara antes, evitándoles así más sufrimientos innecesarios.
Son muchos los tópicos erróneos que la leyenda negra se encargó de elaborar sobre la figura de Atila. Por ejemplo, uno de los más extendidos afirmaba de forma tajante que el rey de los hunos era un ser cruel, despiadado y muy inculto. Las dos primeras acusaciones las aceptamos. Sus contemporáneos e investigadores posteriores coinciden en ello, pero por otra parte, no podemos olvidar que cualquier líder del siglo V que pretendiera seguir siéndolo, debería mostrar fortaleza. Sobre la última afirmación algo hemos de decir para mayor justicia hacia el personaje. Si revisamos en profundidad la historia real, pronto veremos cómo esas aseveraciones se encontraban algo distantes de lo que en verdad ocurrió.
Como ya hemos dicho, Atila, una vez fallecido su padre, pasó junto con su hermano Bleda a ser educado por su tío Rugila, y éste procuró para los dos pequeños la mejor atención posible.
Curiosamente, los primeros maestros de Atila fueron los propios prisioneros capturados por los hunos en sus correrías. Estos rehenes ocasionalmente provenían del ámbito grecolatino, lo que les convertía en candidatos ideales para instruir a los jóvenes aristócratas hunos en esas lenguas esenciales.
Atila a los 13 años, cuando marchó a Roma en calidad de rehén amistoso, hablaba y escribía a la perfección latín y griego. Por lo tanto, el nivel cultural del que sería rey de los hunos era bastante superior al de la media existente. La formación de Atila en Roma duró aproximadamente cuatro años con viajes a Ravena (entonces era una especie de capital administrativa del imperio) y a Constantinopla. En este tiempo, el adolescente tuvo la oportunidad de aprender todo lo necesario sobre la historia, carácter y costumbres de los romanos. Al parecer, lo que aprendió no le gustó mucho, pues nunca llegó a entender cómo era posible que un pueblo que se había mantenido vigente a lo largo de mil años, jamás hubiese perdido una sola batalla.
Con más decisión que nunca, y sin volver a creer en los historiadores romanos, regresó una vez cumplidos los 17 años a sus queridos territorios ancestrales. El destino y su pueblo le estaban esperando.
Tras su regreso a Panonia, su tío Rugila le encargó diferentes misiones diplomáticas que culminó con éxito, haciéndose muy popular entre los suyos que ya hablaban de aquel joven pequeño y musculoso. Y es que Atila, a pesar de su baja estatura, tenía una poderosa estructura corporal. Él mismo comentaba orgulloso que poseía un cuello ancho y fuerte como el de un toro, además de unos cabellos largos y enrevesados. Si nos fiamos de los cánones de belleza que mantenían los hunos, aquel chico debió ser un sex symbol para su tribu. Cuando Atila subía a su caballo, esa imagen fundida de hombre y bestia era, sin duda alguna, impresionante.
Como cualquier otro muchacho, Atila también conoció el amor, a veces por los sentimientos y otras impuesto por los diferentes pactos que se debían establecer, por eso sabemos que se casó varias veces y que tuvo innumerables hijos, unos pocos legítimos y la gran mayoría bastardos.
Entre sus esposas oficiales destacan Enga (madre de su primogénito Ellak), Kerka (considerada primera emperatriz del Imperio huno) y Erka; de estas dos últimas diremos que eran sus favoritas, dándose la fatal coincidencia de que murieran en el mismo año, lo que supuso un trance más que doloroso para Atila. Por supuesto, no nos olvidamos de la última mujer que tuvo, una hermosa princesa bactriana, llamada Ildico que como veremos, fue protagonista indirecta del capítulo final en la vida de nuestro protagonista.
A la muerte de Rugila en el 435 d.C., Bleda y Atila son proclamados correyes del territorio huno. Hasta ese año, el propio Atila se había encargado, en nombre de su tío de pactar alianzas con algunos de sus enemigos tradicionales como los chinos, guardando así las espaldas de lo que ya empezaba a considerarse Imperio huno. En esa fecha, conocida es la reunión sostenida entre delegados del imperio romano de Oriente con los nuevos líderes hunos. La cita tuvo lugar muy cerca de Belgrado, conociéndose como Tratado de Margus, donde los hunos obtuvieron bajo amenaza, increíbles mejoras en el pago de tributos.
Allí es donde, por primera vez, Atila afirma ser el emperador de las tribus hunicas ante la mirada perpleja de su hermano Bleda. Con su nuevo título autoconcedido, Atila parte hacia innumerables campañas para terror de sus enemigos, venciendo a muchos pueblos eslavos y germanos, y siempre con la mirada amenazante sobre la eterna Roma.
Bleda, mientras tanto, permanecía ocioso y entregado a los placeres propios del cargo, rodeado de bufones (en especial Cerco, su querido enano mauritano) que le hacían olvidar la amargura de estar bajo la sombra de su hermano menor. Poco a poco, comienza a exigir sus derechos de primogénito que no llegaron a nada, por la fatalidad de su inesperada muerte en un lamentable accidente de caza. Bleda sucumbió por la ferocidad de un oso que de varios zarpazos le segó la vida. Aunque los romanos hicieron circular el rumor de que había sido Atila el causante de la muerte de Bleda, nunca llegó a probarse nada. Pero lo cierto es que aquel oso que se topó casualmente con Bleda, hizo un favor a las ideas de Atila que no quería por nada del mundo que alguien y menos el incapaz Bleda se opusiera a sus planes imperiales. No obstante, tras aquella muerte surgieron voces discrepantes con Atila, pero éste pronto las acalló al ofrecer a su pueblo todo un símbolo de unidad, la espada de Marte que milagrosamente aparecería envuelta por la leyenda.
Atila hizo enterrar con todos los honores a su hermano mayor y correy Bleda. Pocos sospechaban sobre la culpabilidad de Atila en la muerte de su hermano, pero esos pocos callaron cuando casualmente se hizo realidad una famosa leyenda de los hunos muy extendida por cierto en otras culturas.
Según nos cuenta esa leyenda, un antiguo rey de los hunos llamado Marak, hizo un gran hoyo, y en él enterró una formidable espada que le habían entregado los espíritus de sus antepasados. Marak transmitió a su pueblo que aquél que encontrara la espada, debería llevársela a su rey para así poder guiar a las tribus hunicas hacía las mayores cotas de conquista y gloria. La dudosa casualidad quiso que al poco de la ceremonia funeraria, apareciera un viejo pastor recién llegado de las tierras cercanas al río Don. Venía en compañía de algunos oficiales con aspecto nervioso y rostro marcado por la impaciencia, portaban algo envuelto en pieles que, al parecer, aquél pastor había encontrado gracias al rastro de sangre dejado por una vaca tras pincharse con la punta de un objeto semienterrado. Con emoción contenida, se acercaron al sitio donde se encontraba Etil. Después de una breve conversación, el nuevo emperador se dirigió a la multitud mostrando lo que de esas pieles extrajo. Se trataba de una magnífica espada y, según proclamaba Etil, era aquella de la leyenda, nada más y nada menos que la famosa espada de los espíritus, la que según la tradición, todo aquél que la poseyera o empuñase, estaría llamado al liderazgo y defensa de todo el pueblo huno. Los romanos también conocían esta leyenda, aunque su espada no venía de los espíritus sino de Marte, dios de la guerra.
Atila era un profundo conocedor de las costumbres y supersticiones de su pueblo, por eso recurrió a un gesto contundente para adornar de una aureola legendaria su legitimación imperial. Su actitud firme y decidida al empuñar y alzar hacia el cielo la espada, hizo rugir de pasión a todo un pueblo que desde entonces ya no le volvería a llamar Etil, cambiando este nombre por el de Atila, que en lenguaje huno significaba padrecito, porque efectivamente, Atila además de rey o emperador, se había convertido en progenitor de las ideas y sentimientos para una nueva nación. Había nacido el Imperio huno. Aunque como veremos, la historia no fue muy benévola con este nuevo poder, siendo uno de los más grandes y efímeros que vieron los tiempos. Su duración fue apenas la de su líder, para alivio de las potencias enemigas.
En el año 440, Atila blandía la espada espiritual y gozaba del entusiasmo y apoyo unánime de su pueblo. Los emperadores de Oriente, Teodosio II y de Occidente, Valentiniano III, tenían motivos más que fundados para empezar a temblar.
Una vez obtenido el reconocimiento de toda su tribu, Atila inició nuevas campañas victoriosas expandiendo aún más sus ya de por sí amplias fronteras, y propagando un mensaje de terror como hasta entonces jamás se había conocido. Pero Atila tenía un imperio, y éste no se debía sustentar tan sólo en el pánico infundido a los numerosos rivales. También procuró sentar las bases para la creación de una pequeña burocracia que hiciera legible su idea sobre el estado. Mandó construir palacios, aunque su techado favorito siempre fue el de la tienda de campaña o el de las estrellas. Asimiló numerosas costumbres de los pueblos sometidos, pero aún así, la leyenda negra siempre precedía al hombre, siendo considerado el azote de Dios. Este título nunca le gustó por no creer en ningún Dios. Los hunos eran muy supersticiosos, pero no tenían panteón religioso conocido. Según las últimas investigaciones habría indicios que bien nos podrían hacer pensar lo contrario, pero hasta ahora lo que sabemos es que sus chamanes invocaban a través de rituales ancestrales siempre a los espíritus de los muertos, nunca a los dioses.
Hay un asunto que no puede escapar a nuestra atención y que seguramente favorecería de forma indirecta el horror que inspiraba la figura de Atila en el siglo V. La aparición de éste personaje sobre el territorio europeo coincidió con la de una serie de catástrofes naturales extendidas por todo el continente: fuertes terremotos en ciudades como Constantinopla, así como en la Hispania y en la Galia, además de inundaciones y climatología extrema. Todo esto en un corto espacio de tiempo, llegando los habitantes de la época a pensar que, sin duda alguna, Dios y Atila estaban propiciando la llegada del fin del mundo.
Los emperadores romanos de Oriente y Occidente, ante tal cúmulo de desgracias, se ven obligados a aceptar las exigentes condiciones de Atila, al que muchos cristianos consideran ya un instrumento furioso que Dios había enviado para su castigo. A pesar de esto, Teodosio II está decidido a eliminar al "enemigo público número huno", preparando un plan para el asesinato de Atila. Transcurría el año 449, cuando nuestro protagonista se entera de la trama concebida contra él y la desarticula. Estas conjuras fueron una constante a lo largo de su vida. Fue un año difícil, pues entre traiciones y atentados, tuvo que ver apesadumbrado como dos de sus mujeres favoritas fallecían.
Poco duró el dolor; el recién enviudado decide pedir la mano de Honoria hermana del emperador Valentiniano III, pero éste, indignado, rechaza la propuesta, provocando la ira del emperador huno que sólo pretendía estrechar la colaboración con Roma gracias a ese matrimonio. La reacción no se hace esperar, y los violentos hunos se lanzan como una horda de fuego por toda la Galia.
En el año 451 Atila se pone al frente de un ejército integrado por más de 500.000 guerreros provenientes de las tribus hunicas y de sus múltiples aliados, iniciando así la rapiña de las Galias, y consiguiendo muchas victorias con los habituales saqueos. Destruye algunas ciudades y somete a sitio a otras, como fue el caso de Orleáns o París. Aquí se produciría un hecho sorprendente cuando, debido a la intercesión de Santa Genoveva, Atila levanta el cerco a la ciudad. En el caso de Orleáns, se obtendría la capitulación. Pero la llegada de Aecio, el general romano más famoso de su época (con el que Atila mantenía una vieja amistad desde la adolescencia), provoca después de alguna batalla, el repliegue de los hunos sin que Aecio les persiga. Así llegaría el verano y el sitio propicio para la última gran victoria del imperio romano. Ocurrió cerca de Troyes en lo que se llamaría batalla de los campos Catalaúnicos o Mauriacos.
El general Aecio, gracias a la táctica de luchar pie en tierra, consiguió hacer descabalgar al ejército huno. Los romanos asestaron un golpe difícil de asumir ocasionando, según cuentan los historiadores, más de 160.000 bajas. El propio Atila, viéndose perdido, organizó una gran hoguera para darse muerte allí mismo, pero una vez más Aecio le permitió escapar.
Atila consiguió reunir a los restos de su ejército y preparó planes de invasión contra la península italiana. Hacia allí se dirigió con sus huestes entrando a sangre y fuego desde el norte, y haciendo temblar los cimientos del mismísimo imperio. Por destacar algo positivo de esta campaña, diremos que los supervivientes de una ciudad tomada al asalto por los hunos, escaparon, internándose en una zona de tierras pantanosas donde se protegieron, fundando poco más tarde una pequeña ciudad que muy pronto los siglos vieron florecer con el nombre de Venecia.
En aquel verano del año 452 todo parecía perdido para Roma, el emperador Valentiniano III, ante las pésimas noticias que llegaban desde el norte, envió embajadores para intentar firmar un tratado de paz, pero Atila lo rechazó decidido más que nunca en acabar con Roma. Fue entonces cuando surgió el milagro de la mano de un senador llamado Gennadius Avemus, al proponer la brillante idea de enviar como mediador al sumo pontífice de Roma, León I. Ante esta petición, Atila no mostró ningún tipo de oposición, y esperó en su campamento pacientemente a la expedición que en Roma se estaba organizando.
El 4 de julio del año 452, se produjo una de las reuniones más curiosas y extrañas en toda la historia de la humanidad. Se iban a encontrar el representante de Dios en la tierra, con el azote de ese mismo Dios, en esa misma tierra. Era el preámbulo para el capítulo final en la vida del poderoso Atila.
El encuentro entre León I y Atila pasó a la historia. Pero poco sabemos acerca de los discursos que se pronunciaron, sí podemos decir que Atila, como buen huno, era tremendamente supersticioso, por eso todas las personas que llevaban nombre de animal le infundían un enorme respeto, y encima aquél, que se hacía llamar León, era embajador de un Dios único para aquel pueblo de extrañas gentes llamadas cristianos. Eso seguramente le hizo escuchar de forma atenta todo lo que el Papa le contó. Si sumamos a esa circunstancia el enorme tributo que León I le prometió y, sobre todo, que los guerreros de Atila ya estaban cansados de tanta guerra, no es de extrañar que Atila aceptara el acuerdo y levantara el campamento pensando en pacificar sus viejos territorios que, por aquel entonces, se habían sublevado después de su prolongada ausencia. El jefe de los hunos olvidó por el momento su gran sueño, el saqueo de Roma.
Después de este episodio, Atila inicia en septiembre una de sus últimas aventuras, limpiando de enemigos su territorio natal y cobrando el impuesto que el Papa León I le había prometido. A pesar de todo, éste saneado botín no logra satisfacer la ambición del que se considera así mismo, el hombre más poderoso del mundo, y empieza a gestar un temible plan para aniquilar definitivamente a todo el Imperio romano. Incluso llega a poner fecha para el inicio de la invasión, será el 20 de marzo del año 453. Estos planes, afortunadamente para los romanos, no llegaron a consumarse.
En ese tiempo Atila contaba con la edad de 58 años cuando en su vida apareció un último amor, Una hermosa princesa bactriana de tan sólo 17 años, cuyo nombre era Ildico. Lajoven poseía una larga y abundante cabellera rubia y unos enormes ojos azules que cautivaron al viejo y curtido rey de los hunos. Ildico no había sido violada cuando, en compañía de los suyos, fue capturada tras un combate librado entre los bactrianos y los hunos, comandados por el primogénito de Atila. La muchacha fue entregada como un regalo especial que el hijo mayor de Atila quiso hacer a su padre. Entre los hunos existía una tradición muy arraigada y ésta no era otra, sino la de casarse como acto de desagravio con las hijas y esposas de los príncipes o reyes, muertos a manos de los hunos. El excitado rey no quería incumplir la ley, y menos ante la belleza de semejante doncella. Nada mejor que celebrar la futura invasión de Roma con una gran boda real, jalonada por varios días de festejos, comida y bebida para todos sus guerreros.
Atila se preparó con ilusión para las nupcias. Ildico, mientras tanto, lloraba amargamente la muerte de su padre y hermanos por la espada de los hunos, temerosa ante el incierto horizonte que se le planteaba. Así llegamos a la noche de bodas, era el 15 de marzo del 453.
El fin de los hunos
Ildico fue vestida para la ocasión y esperaba resignada el momento para la culminación del matrimonio. Atila entró en la tienda real dispuesto para cobrar una presa más, en su larga vida de cazador, pero en ese momento la enfermedad y una larga lista de excesos, hicieron del predador una víctima. La joven contempló horrorizada cómo de la nariz y boca de Atila manaban abundantes ríos de sangre, haciendo retorcer al que minutos antes era un orgulloso y altivo emperador. Aquél hombre murió ahogado en su propia sangre. Un episodio que, por cierto, no era la primera vez que se producía, lo que procuró que al día siguiente Ildico no muriera a manos de los lugartenientes de Atila, conocedores del mal que aquejaba a su líder.
Inundados por el dolor, los hunos comenzaron los preparativos para despedir al que había sido el personaje más temido de su tiempo.
Cuenta la leyenda que el cuerpo de Atila fue enterrado en tres ataúdes, uno de hierro, otro de plata y el último de oro puro. Algunos guerreros de su guardia personal se ofrecieron voluntarios para buscar un lugar seguro en el afán de que nadie descubriera jamás la tumba de Atila. Estos fieles custodios, junto a sus mejores generales, se suicidaron gustosos para que no se desvelara el misterio. El sepulcro de Atila, como el de tantos otros líderes de la antigüedad, tal es el caso de Alejandro Magno o Gengis Khan, todavía no se ha descubierto, aunque son muchos los investigadores que andan involucrados en el empeño.
Se consumaba así el acto final para el imperio huno. Sólo había permanecido vigente trece años que marcaron con odio la historia europea.
El testamento de Atila no fue cumplido, sus hijos pronto se enzarzaron en disputas y guerras y los aliados deshicieron pactos anteriormente firmados bajo el temor de Atila.
Los hunos ni siquiera fueron capaces ante la falta de un líder claro, de permanecer como entidad étnica, entroncándose con las diferentes tribus germánicas y eslavas. Hoy en día es prácticamente imposible encontrar un solo vestigio, por pequeño que fuera, del imperio más odiado y temido de todos los tiempos.
Atila mantuvo en jaque al imperio romano durante muchos años, pero aquel padre no supo inculcar a sus hijos las enseñanzas necesarias para que de su idea imperial surgiera algo más que un período de pánico y desolación, obteniendo el fin que consiguen los edificios que se construyen sin buenos cimientos que les sustenten. Ese fin, por supuesto, es el derrumbe y la destrucción. Así terminó el Imperio de Atila.
"A furare normannorum libera nos Domine" (de lafuria de los hombres del norte, líbranos, Señor)
Oración típica en cualquier iglesia de la Nortumbría británica, tras los crueles acontecimientos del 793 en Lindisfame.
Orígenes escandinavos
Hubo un tiempo en el que, tras la caída del Imperio Romano, desapareció cualquier vestigio de cultura en Europa. A ese período se le conoció como la edad oscura o de las tinieblas y se prolongaría durante aproximadamente cuatro o cinco siglos.
Hoy sabemos que esto no fue así porque gracias a la arqueología y a los buenos historiadores hemos podido averiguar que existieron gentes y culturas intentando sobrevivir en aquellos enigmáticos siglos.
Por aquel entonces, muy poca gente, salvo los religiosos, conocían la escritura, y eso nos ha impedido constatar muchos detalles sobre las costumbres y vida cotidiana de los pobladores de Europa en aquellos años. Seguramente, estaban demasiado ocupados en intentar parar el avance irrefrenable de unos temibles guerreros que llegaban como manadas de lobos desde los puntos más remotos del norte continental. Eran los vikingos, aquellos que durante tres siglos hicieron temblar a buena parte del mundo como no se conocía desde los tiempos del mismísimo Atila, esparciendo un mensaje de crueldad, rapiña y guerra, utilizando como vehículo transmisor de ese discurso, sus fantasmagóricos drakkar o barcos del dragón.
Los vikingos aparecieron y vivieron en los territorios de Escandinavia, repartidos entre Dinamarca, Suecia y Noruega, siendo ya conocidos por los romanos que admiraban de ellos su capacidad para construir hermosas naves arqueadas en proa y popa, además de su habilidad indiscutible en el manejo y conocimiento de las artes marineras.
También eran agricultores, artesanos y comerciantes y, por lo que sabemos, tuvieron entre el siglo V y VIII un momento de cierto esplendor que les permitió alcanzar una más que envidiable calidad de vida.
Todo cambiaría al coincidir algunas circunstancias desfavorables, como las de una miniglaciación que cortó en seco su expansión agrícola, a esto se sumó un incremento exagerado de la población, llegando a sobrepasar el millón de habitantes a mediados del siglo VIII. Era demasiado censo para tan pocas tierras fértiles. Y ese fue sin duda, el principal motivo por el que los vikingos se vieron obligados a lanzarse al mar en busca de nuevas latitudes y aventuras con las consecuencias que todos conocemos.
Bueno será por tanto que, dada la magnitud alcanzada por aquellos osados, averigüemos cuales son los aspectos cruciales de este pueblo extraño, valiente y en algunos puntos fanático, que tantas historias inspiró y del que la leyenda se encargó de mitificar en exceso.
El origen etimológico de la palabra vikingo es confuso y se presta a numerosas interpretaciones, pero una de las más fiables puede ser la que nos hable de viking como hombre proveniente del fiordo, aunque más tarde, los habitantes de Escandinavia se llamarán a sí mismos vikingos cuando salgan de sus pueblos en busca de aventuras y tesoros. Por tanto, cuando un noruego, danés o sueco decía "la próxima primavera iré de vikingo", quería significar que cuando la climatología fuera propicia se alistaría en una expedición destinada a la exploración o al saqueo de otros parajes.
Sobre los pueblos nórdicos que habitaron Escandinavia en los albores de la Edad Media, sabemos muy poco, tan sólo los apuntes que hicieron sobre ellos otras culturas como la latina. Ésta nos ha transmitido que eran en principio una suerte de pueblos nómadas y agricultores que se conectaban entre sí por fuertes lazos lingüísticos y religiosos, sin modificar apenas sus costumbres cotidianas, a pesar de las grandes distancias que entre esos pueblos existían. También sabían y admiraban el profundo conocimiento que sobre los tenebrosos mares del norte los vikingos poseían y su habilidad a la hora de construir barcos ágiles y marineros.
Los vikingos no siempre fueron depredadores, mucho antes de sus incursiones por Europa se dedicaron a la agricultura, ganadería y sobre todo al comercio. Pero como ya hemos dicho, los territorios escandinavos sufrieron una fuerte crisis motivada por la rigurosidad climática (hoy en día sabemos que en aquellos siglos Europa atravesó por una pequeña glaciación, acentuándose ésta en Escandinavia) y una tremenda explosión demográfica. Todos estos condicionantes crearon el escenario adecuado para que sin muchas tierras que cultivar y con un millón de almas que alimentar, los jefes tribales se enzarzaran en multitud de pequeños conflictos locales provocando el final que todos intuimos, y este no fue otro que la salida de Escandinavia de numerosos grupos que esperaban encontrar en la emigración una alternativa a tanta miseria y hambruna.
Lo que comenzó siendo temporales visitas a otras tierras con el único propósito de cultivarlas y volver más tarde para recoger el fruto, se fue convirtiendo poco a poco en organizadas expediciones guerreras con el ánimo de obtener algo más que grano.
A mediados del siglo VIII Europa intentaba salir de su edad oscura, pero gracias a los vikingos se adentró en un período de tinieblas, ya que desde entonces la cristiandad tuvo más razones que nunca para rezar pidiendo a su único Dios mares embravecidos que impidieran la llegada de aquellas temibles hordas infernales.
Costumbres y curiosidades
Para profundizar en el conocimiento sobre las costumbres y vida cotidiana de los pueblos vikingos, debemos recurrir de forma obligada a las tres únicas referencias disponibles. La primera es la arqueología, pues debido a los hallazgos arqueológicos consistentes en ruinas, utensilios y armamento encontrados por los expertos, podemos hacer una valoración más o menos certera, sobre cómo fue la vida vikinga. Estos restos diseminados por toda la geografía europea y aún más allá de estos límites, nos serán muy útiles a la hora de establecer una perspectiva razonable que nos ponga en contacto con las otras dos fuentes de las que disponemos: sagas y relatos.
Las sagas nórdicas fueron escritas entre los siglos XII y XIV y se obtuvieron gracias a la transmisión oral que los pueblos del norte tenían como costumbre. En esas sagas averiguamos cómo vivían, luchaban y morían los vikíngos. Eran narraciones que se contaban en torno a la hoguera sobre las gestas acometidas por el pueblo, y que servían para que, además del legado de conocimientos, se pudieran soportar de la mejor manera las aburridas noches de invierno. Se lograron recuperar 120 sagas, siendo las principales las de Landnamabók y Flateyjarbók, a pesar de esta recopilación, la mayoría se perdieron en el discurrir de los siglos, olvidándose para siempre esas aventuras y a sus artífices.
Por último, tenemos los relatos proporcionados por los pueblos que entraron en contacto con los vikingos. Estas historias como es de suponer, fueron bastante deformadas por aquellos que tenían la misión de escribir para sus coetáneos. Casi siempre, el encuentro de éstas gentes con los vikingos se consumó de forma trágica, y esos acontecimientos lo reflejaron en los textos, transmitiendo la imagen horrible que entonces tenían de los hombres del norte. El ejemplo más claro lo podemos encontrar en la crónica anglosajona.
Pero los vikingos, aunque no eran muy aficionados a la escritura, si que manejaban un código de enigmáticos conocimientos, nos referimos a las misteriosas runas, auténticos símbolos mágicos porque cada una de ellas encerraba su propio poder. Al principio se utilizaron en las prácticas adivinatorias, pero muy pronto se dieron cuenta de su valor figurativo y así las veinticuatro runas se convirtieron en los caracteres que dieron origen a los primigenios alfabetos rúnicos.
Fueron los druidas celtas los que al parecer enseñaron esa ancestral sabiduría a los diferentes pueblos del norte, como los antiguos godos, británicos, germanos y, por supuesto, escandinavos.
El término runa significa, desde un punto de vista etimológico en el lenguaje germano, secreto o misterio. A pesar de esto, gracias a ellas se pueden interpretar algunas de las circunstancias que envolvieron el ánimo del pueblo vikingo. Arqueología, sagas y crónicas constituyen las piezas básicas de un mosaico que al ensamblarse nos habla de una raza fuerte y bien constituida.
Como ya hemos dicho, las condiciones de vida en Escandinavia llegaron a ser, por diferentes motivos, muy extremas, aún así, sabemos que el aspecto de nuestros protagonistas era bastante saludable.
La imagen del guerrero alto y bien musculado se correspondía con la realidad, ya que la altura media era notablemente superior a la de la época, sumando a esto que los nórdicos estaban continuamente entrenándose en la preparación de futuros combates. Por tanto debemos fiarnos de las últimas estimaciones científicas que nos hablarían de los vikingos como de unas personas que llegaron a alcanzar una estatura media de 1,72 metros, siendo su longevidad media de unos 40 años.
En cuanto a las enfermedades que los escandinavos padecían con más frecuencia, debemos significar la artrosis y, en definitiva, todo el catálogo de enfermedades reumáticas. Según parece, que un vikingo llegara a cumplir los 60 años se convertía en una proeza mayor que sobrevivir a unas cuantas incursiones.
En contra de lo que se pueda pensar, los vikingos cuidaban muchísimo su aspecto personal, se bañaban y aseaban con frecuencia y, a diferencia de los hunos, se cambiaban de ropa a menudo. Tanto hombres como mujeres daban mucha importancia al cabello, siendo muy cuidadosos en su arreglo. Los varones, por ejemplo, consideraban que la barba era signo ineludible de masculinidad y ésta llegaba a estar tan crecida que muchos las trenzaban como hacían con su cabello que, por lo general, era bastante largo, cubriendo al menos la nuca para depositarse en los hombros, aunque en algunas ocasiones llegaba a la cintura. El pelo de los vikingos varones era casi siemPre rubio o pelirrojo, pero también existían los morenos, sobre todo entre los daneses.
Sobre las mujeres se sabe que dejaban su pelo suelto cuando eran doncellas, recogiéndolo cuando se casaban. Tanto los de un sexo como los de otro gustaban de utilizar cintas en la frente para sujetar su abundante cabellera.
En cuanto a la vestimenta, diremos que los hombres utilizaban varias prendas, siempre de lino o lana, con una sorprendente variedad cromática, siendo sus colores favoritos el rojo, verde y azul, aunque tampoco despreciaban el marrón, blanco, negro y gris.
Así pues, en el ropero de los hombres podemos encontrar túnicas largas, camisas, varios modelos de pantalón (ceñidos, holgados, ajustados a la rodilla) y por supuesto, magníficas capas y guerreras de piel, además de flexibles zapatos de invierno y verano. Como vemos, unos auténticos dandys de su época.
De la moda femenina, podemos contar que durante la era vikinga su atuendo permaneció prácticamente invariable, consistiendo en una especie de camisón confeccionado en lino o lana que cubría su cuerpo sin ser entallado, sobre este camisón se situaban dos prendas de lana sujetadas por tiras de piel y, en algunos casos, broches de bronce, plata u oro, según fuera el poder económico de su casa. Cuando llegaba el frío utilizaban botas de piel (posiblemente de foca), además de estupendas capas y sombreros del mismo material. Desde luego, a tenor de las imágenes y relatos que nos han llegado, hay que pensar que las vikingas eran mujeres muy hermosas, siendo casi todas de piel blanca, cabellos rubios y ojos azules, utilizando para aumentar su belleza, maquillajes que aplicaban en sus ojos y complementos como colgantes, anillos, pendientes y brazaletes.
Ya sabemos que comían y vestían muy bien, y que su aspecto era agradable. Sepamos ahora cómo se llevaban entre hombres y mujeres.
La sociedad vikinga era tremendamente machista dando toda la importancia al hombre, encargado de obtener los recursos económicos y alimenticios que pudieran sustentar a su numerosa familia, y digo bien numerosa, porque los vikingos eran polígamos, aunque esta condición quedaría erradicada una vez se pasaron en masa a las filas cristianas.
Las mujeres se limitaban a cuidar de la casa, prole y patrimonio, esperando pacientemente la llegada de su pareja de alguna campaña.
Al parecer, el divorcio fue aceptado en algunas sociedades, pero no era frecuente, debiendo reunirse muchas circunstancias para que éste se produjera, También sabemos por algunos cronistas árabes que en ocasiones, tras la muerte del marido, la mujer le acompañaba de forma voluntaria en su viaje final. En cambio el vikingo dejaba sola a su compañera de producirse lo contrario. A pesar de estos datos, el papel que jugaba la mujer vikinga sigue siendo un misterio por la poca información que se maneja. Sí se sabe que las vikingas permanecían vírgenes hasta el matrimonio y que, al ser una sociedad poligámica, la mujer que pasara tres inviernos en una casa y que portara las llaves de ésta compartiendo lecho y comida con su hombre, se podía considerar la esposa oficial sin ceremonia previa. Hay otras fuentes que defenderían un papel más relevante de la mujer vikinga en su sociedad, pero ese postulado sigue siendo una nebulosa en la historia.
Los vikingos poseían un excelente sentido del humor, otorgando motes y apelativos a todo aquel miembro de la tribu que lo mereciera, así no es de extrañar que a uno le llamaran barbarota, a otro estreñido o a una chica demasiado complaciente con los hombres sol de noche.
Los viajeros árabes, que tantas cosas nos transmitieron sobre la forma de vida de estos pueblos, siempre se mostraban perplejos ante esta peculiar forma de entender la vida, llegando a decir que las canciones de los vikingos eran las más horribles del mundo, porque aquellos bardos no cantaban sino que emitían gruñidos guturales sin mantener el más mínimo sentido musical. Sin hacer caso de las malintencionadas críticas musulmanas, los vikingos permanecieron fieles a sus celebraciones y enormes festejos.
Los períodos de inactividad se llevaban mucho mejor con pantagruélicos festines, donde se reunían para cantar, bailar y, sobre todo, beber su magnífica cerveza, por supuesto, siempre en sus famosos cuernos que servían para este fin y no para otro como veremos posteriormente.
Cualquier asunto feliz, por pequeño que este fuera, motivaba la reunión de todo el pueblo. Una buena cacería donde se hubiera cobrado una suculenta pieza, era el pretexto ideal para encender la confortable hoguera donde se contaría la gesta. Como es natural, el cazador exageraría todo lo posible los detalles de la aventura. Después de comer, beber, reír y aterrorizarse con las historias de los vicios, cada familia buscaría acomodo bajo el techado de sus austeras pero calientes cabañas.
Así pasarían el invierno los diferentes pueblos escandinavos, alimentándose del grano almacenado en verano, de la escasa caza obtenida de los bosques cercanos y sobre todo, soñando con la siguiente primavera, que a buen seguro proveería a la aldea de excelentes botines secuestrados en otros lugares a los que llegarían con sus drakkar. Barcos construidos y aparejados durante el frío tiempo invernal.
Tras la lectura de estos párrafos bien pudiera pensar el lector que la vida de los escandinavos era tremendamente despreocupada, confiándolo todo al destino o a lo que pudieran traer aquellas naves estrechas y largas, cuajadas de brutos insolentes dispuestos para el atropello.
Pero no todo era guerra, saqueos y fiestas, también los vikingos mantenían profundas creencias religiosas no exentas de simbología, como otras religiones. Los cristianos tenían la cruz, los musulmanes la media luna y los vikingos, entre otros iconos, poseían el de un mensajero que les ponía en contacto con su todo poderoso Odín, nos referimos al cuervo que se podía observar en el centro de cualquier vela marinera vikinga.
Panteón nórdico
Los vikingos eran un pueblo extraño y muy fanatizado por una religión pesimista. En ella casi todo estaba relacionado con la espera del Juicio final o Ragnarok.
El panorama mitológico vikingo era extremadamente complejo y se sustentaba en el difícil equilibrio que procuraba el gran fresno universal Yggdrasil. Este árbol poseía tres raíces, una de ellas bebía en el arroyo Hvelgelmir del Niflheim y era continuamente roída por la serpiente Nidhogg y sus crías, con el único fin de derribar el árbol sagrado y desestabilizar la armonía por él generada. La segunda raíz bebía en el arroyo Urd, situado en el Asgard o reino de los dioses, en este lugar las tres nomas controlaban el destino de los hombres. Por fin, la tercera raíz daba al pozo de la sabiduría del Jot nheim o reino de los gigantes, vigilado muy de cerca por Heimdall, el guardián de los dioses.
Estaba claro que algún día la perseverancia de N¡dhogg y sus malutas víboras daría su fruto. El Yggdrasil estaba condenado al desplome y en ese momento llegaría el final para todos, la gran batalla con la que todo vikingo soñaba, el Ragnarok, donde hombres, dioses y gigantes librarían el combate definitivo en el que todos morirían.
Antes, hagamos una visita al mundo sobrenatural de los vikingos empezando nuestro recorrido por el Asgard, universo regentado por el dios principal Odín, padre de los dioses. Odín poseía tres grandes palacios en Asgard: el Gladsheim, sala donde se reunían los dioses, el Valaskia~f, donde estaba el magnífico trono llamado Hlidskia~f, en él que Odín se sentaba para observar los nueve mundos conocidos, estos mundos habían surgido de la interacción del Muspellheim y el Niflheim (luz y tinieblas) y en ellos moraban todas las criaturas. Y, por último, el recinto más famoso de Asgard llamado Valhalla.
El Valhalla era el lugar destinado a los guerreros muertos en combate. Cuando este hecho se producía, Odín enviaba a sus valkirias, semidiosas virgenes que volaban a lomos de sus caballos hacia el campo de batalla y seleccionaban escrupulosamente a los guerreros que habían dado muestras de heroísmo y valor, asignándoles el nombre de Einheriar y procurándoles un cómodo viaje a través del bffirots o puente arcoiris que conectaba el Midgard o tierra creada por los hombres con el Asgard.
En el Valhalla los guerreros eran recibidos con honores y allí permanecerían disfrutando de abundante comida y soberbia hidromiel hasta la llegada del Ragnarok, donde tendrían la posibilidad de luchar y volver a morir al lado de sus dioses.
Como ya hemos dicho, Odín era el dios principal y padre de todos los demás. Tenía un solo ojo, ya que el otro le fue arrebatado por beber un sorbo de agua en el pozo de la sabiduría. Circunstancia que le propició el Conocimiento universal y la creación de las runas.
Odin poseía dos cuervos cuyos nombres eran Hugin y Munin, éstas aves eran los ojos y oídos del dios supremo en la Tierra. Cada mañana salían para buscar las noticias de los hombres, que después ofrecían a su amo, consiguiendo de ésta manera estar a la última sobre el acontecer de los humanos.
Odin tenía tres esposas, su primera mujer se llamaba Jord y con ella engendró a Thor, su hijo más fuerte y poderoso; Frigg era la segunda y su favorita, sólo a ella la dejaba sentarse en el trono de Hlidkia~f,— la tercera era Rinda, con quién tuvo a su hijo Val¡, el único que sobreviviría al Ragnarok.
Entre la descendencia de Odín, el que gozaba de mayor aceptación era Thor, uno de los dioses favoritos para los vikingos, por ser el más fuerte de todos y por mostrar un odio desmedido hacia sus enemigos los gigantes. Siempre empuñaba su famoso martillo Mjolnir que lanzaba y recuperaba como un boomerang con su especial guante que impedía todo daño en la mano. Además, utilizaba un cinturón mágico llamado Megingiord que cuando quedaba sujeto a su cintura le aumentaba notablemente su poder.
La fuerza de Thor era de tal calibre que Odín no le permitía vivir en el Asgard, temeroso de que sus pisadas de trueno pudieran derrumbar el puente de arco iris. En consecuencia fue construido un enorme palacio en las afueras que llevaba el nombre de Bilskirnir, donde vivía con sus dos esposas y los hijos que tuvo con ellas. Alguno de los cuales sobreviviría al Ragnarok. Tanto Odin, padre de los dioses, como Thor su hijo predilecto y dios del trueno, eran los más venerados por todos los escandinavos.
Pero había otros dioses que también eran muy importantes en el panteón nórdico. Y bueno será que conozcamos alguno de ellos en un lado y otro.
Freyr era el dios más importante de los dioses Vanir (menores) y además era hijo de Njord, dios del mar y de los vientos. A Freyr se le concedió el trono de Ayheim, el mundo mágico de las hadas y los duendes. Siempre viajaba en su jaba de oro Gullinbusti o a bordo de su espléndido barco plegable Skidbladnir, también era el dios del sol, creador de vida y fertilizante para los campos. Por esos motivos, Freyr era uno de los dioses mas queridos y venerados por el pueblo.
Tyr era el dios de la guerra y del orden marcial, siendo el más valiente de los dioses Aesir (mayores). Su nombre era invocado junto al de su padre Odín, antes de que los guerreros vikingos entraran en combate. Era frecuente ver ese nombre grabado en las espadas de guerra. Uno de los episodios más importantes que protagonizó fue el de la atadura del lobo Fenrir el maléfico hijo de Loki. Tyr perdió una mano en las fauces de la bestia mientras la ataba con un cordel mágico.
El dios más importante para los bardos era Bragi, dios de la poesía y de la música, al que se podía ver tocando su arpa de oro y mesando su larga barba canosa.
Balder era el dios de la luz y la verdad, y los vikingos decían que era el más hermoso de todos los dioses Aesir. Su melena rubia representaba los rayos solares que inundaban la tierra. Posiblemente, fue el dios más amado al ser considerado el único sucesor de Odín tras la batalla final del Ragnarok. Balder iniciaría después del último día una era de prosperidad y bonanza para el pueblo nórdico. Poseía enormes conocimientos sobre las runas y las hierbas medicinales, estaba casado con Nanna, diosa de la vegetación y tenía un hermano gemelo llamado Hodur, que era su antítesis, al ser dios de la oscuridad y el pecado.
En el país de los gigantes vivía su líder, el malvado Loki. De su mano llegaban a Midgard la catástrofe, el engaño y la confusión. Era hijo de los gigantes Laufey y Farbauti y al casarse con Angrboda engendró a tres de los más horribles monstruos del universo: el lobo Fenrir, la serpiente Jormugand y Hel, la diosa del mundo de los muertos. Loki era enemigo mortal de Odín y asesino de su hijo Balder en el Ragnarok.
En los dos bandos, las deidades masculinas y femeninas, asumían misiones muy concretas tendentes a suministrar al género humano placeres o desasosiegos según la procedencia.
Las diosas que poblaban el Asgard eran sumamente reconfortantes, como por ejemplo Frigg, hija y segunda esposa de Odín, que se convirtió en su favorita, siendo la única autorizada a sentarse en el trono de Asgard. Frigg era la diosa del amor y de la fidelidad, y con su rueca tejía las nubes que sobrevolaban el Midgard.
Su hermana Freya era la diosa de la fertilidad y del amor físico, y estaba considerada como la más bella del Asgard.
Por último, destacaremos a Mun, diosa de la eterna juventud que proporcionaba a los dioses exquisitas manzanas que les mantenían a salvo de enfermedades y envejecimiento.
Como ya hemos visto, el panteón nórdico está tan enrevesado como las ramas del fresno sagrado Yggdrasil. Dioses, gigantes, bestias y hombres mezclados, a la espera de un final estremecedor.
Una religión pesimista debe presentar un idéntico final, y ese epílogo lo tenemos en el Ragnarok, auténtico día del juicio final para los vikingos. En esa batalla fatal aparecerán sobre el Figrid (terreno elegido para la lucha), todas las fuerzas contendientes, y allí se exterminarán los unos a los otros.
Todo se iniciará cuando Loki sea expulsado al Midgard y comience sobre éste un tiempo de negritud y cataclismo, provocando grandes heladas que cubrirán la faz de la Tierra. El mundo se sacudirá y la serpiente Nidhog terminará de roer la raíz del árbol Yggdrasil, para que cuando Loki asesine a Balder, es decir, cuando muera la luz y la vida, el árbol termine por desplomarse, dando paso al último momento para todos. Habrá llegado entonces el Ragnarok.
La primera secuencia la encontraremos en Heimdall. Este avisará con su gran cuerno desde el puente del arco iris, el cuervo lanzará el triste presagio que hará salir de Asgard a los dioses y hombres, que esperaban este fatídico trance. En el otro lado aguardan Loki y sus huestes infernales y pronto se enzarzarán en un combate como jamás vieron los tiempos, despedazándose entre ellos, para que al final, en medio de un gran caos, Surja el último superviviente, levante su espada y con un rayo fulminante entregue todo a la oscuridad.
Pero todavía existían motivos para la esperanza. Los vikingos soñaban con la resurrección de Balder, el sucesor de Odín tras el Ragnarok.
Este nuevo mesías renacerá para dar una segunda oportunidad a los escasos supervivientes en Midgard, ofreciendo una nueva era donde la luz imperará sobre las tinieblas. El Yggdrasil verá reverdecer sus ramas y la tierra volverá a emerger del mar para fertilizarse de nuevo, propagándose el milagro de la vida como antaño, pero con una diferencia, ahora Balder, asumirá el mando del universo creado por su belicoso padre Odín, siendo el nuevo rey del panteón nórdico.
Los escandinavos, a pesar de su religión pesimista, albergaban la idea de vivir en un nuevo mundo más luminoso y pacífico del que tenían. Pero por si acaso este mundo no llegaba, antes de cada expedición o guerra se encomendaban a sus dioses conocidos para preparar un buen viaje hacia el Valhalla.
Lo del renacimiento de Balder estaba muy bien, pero nada mejor que empuñar la espada de Tyr y abalanzarse sobre el enemigo, procurando o buscando la mejor muerte posible. Nadie les podía asegurar que regresarían vivos después de una de sus temibles incursiones a bordo de sus impresionantes drakkar.
Expediciones y aventuras
Hoy en día no se pueden concebir las celebérrimas expediciones vikingas sin sus magníficos drakkar o barcos del dragón, llamados así por utilizar en el mascarón de proa una talla que representaba la cabeza de aquel legendario animal. Sobre cómo eran esas naves y el uso que hicieron de ellas sus tripulantes, sabemos bastante gracias a la multitud de restos arqueológicos obtenidos en los yacimientos diseminados por buena parte de la geografía que conocieron los nórdicos con preferencia en Escandinavia. Los expertos han podido trabajar con muestras extraídas de los propios asentamientos vikingos, descubriendo como en algunos casos barcos enteros esperaban pacientemente a que alguien se topara con ellos. En otras ocasiones los pecios yacían en lo más profundo de una ensenada o fiordo. Aún así los arqueólogos submarinos han conseguido rescatar numerosas naves de diversos tamaños.
Los nórdicos no sólo gobernaban naves guerreras, también poseían una importante flota comercial para el tráfico de mercancías por los mares del norte. Estos barcos eran notablemente superiores en tamaño y tonelaje a los guerreros y tenían, como es evidente, un mayor calado. En algunas ocasiones, estos grandes navíos también eran pertrechados y abastecidos para la guerra y acompañaban a los drakkar en muchas de sus expediciones, sirviendo como auténticos almacenes y bodegas de la flota mixta, ya que las naves de guerra carecían de estos compartimentos.
En lo respectivo a los drakkar, diremos que eran naves largas y estrechas de eslora variable, siempre con quillas poco profundas que permitían al barco adentrarse a través de los ríos por poca profundidad que éstos tuvieran. Además, la increíble maniobrabilidad de los drakkar, permitía a sus tripulantes hacer desembarcos y reembarques muy rápidos en las playas. Si añadimos a todo esto que los nórdicos desde el siglo VIII generalizaron en sus naves el uso de un sofisticado velamen, tendremos como resultado que aquellos barcos fueron sin duda los mejores de su época, propiciando que la era vikinga se prolongara durante más de tres siglos. Los drakkar son, por tanto, la auténtica llave que nos hace entrar en la dimensión vikinga.
Si queremos convertirnos en cerrajeros de aquel tiempo, no tenemos más remedio que fundirnos con el alma de esas naves intrépidas y aventureras que a un ritmo endiablado de más de 11 nudos surcaron buena parte de los mares y océanos conocidos.
En la construcción de los drakkar se utilizó con frecuencia la madera del roble, aunque muy pronto comenzó a escasear, recurriéndose a otras maderas provenientes de la encina, fresno y abedul, entre otras, dejando el tallado de los remos para el pino. Aunque el roble no se encontraba con la misma facilidad que antes, se mantuvo siempre como proa insustituible de casi todos los navíos guerreros.
Como ya hemos dicho la longitud de los barcos era muy variable dependiendo de las necesidades de campaña o del poderío económico de cada rey local. Estimándose que un drakkar era apto para la guerra a partir de trece pares de remos, lo que nos daba una tripulación aproximada de treinta y cinco hombres, lo que se consideraba una especie de mínimo exigible.
Los drakkar que podemos apreciar como estándar, tendrían veinte o veinticinco pares de remos y una tripulación de unos sesenta hombres.
Todavía existían barcos más grandes, encontrándose modelos de hasta treinta y cinco pares de remos con una tripulación cercana a los cien hombres. Bien es cierto que estos barcos eran menos numerosos.
El drakkar no poseía bodegas ni camarotes, por eso los vikingos debían hacer vida sobre la cubierta (remar, comer, dormir). En ella se encontraban todos los utensilios necesarios para el viaje y el combate. Situaban sus escudos a babor y estribor y en ocasiones fijaban un toldo para protegerse de las inclemencias meteorológicas.
La construcción de los barcos se iniciaba en invierno, época de inactividad por excelencia. Cuando alboreaba la primavera ya estaban listos para zarpar en busca de aventuras. A veces un drakkar podía salir en solitario, pero casi siempre eran varios los navíos que se reunían para ejercer su poder sobre otras costas llegando a contabilizarse más de trescientas naves en alguna expedición. Por supuesto que los drakkar se hicieron tremendamente populares gracias a su estilizada forma y al empuje motriz generado por sus remos de pino, pero no olvidemos el papel destacado que jugó el velamen impulsor hacia las desconocidas latitudes ofrecidas por el mar abierto.
La vela grande y cuadrada fue adoptada por los pueblos escandinavos hacia el siglo VIII. Según los estudiosos, estaba confeccionada en lana, aunque al parecer también las hubo de lino. Las sagas nórdicas nos hablan de velas con ornamentos y tintes consistentes en rayados de color rojo, blanco y azul, entre otros, y simbología variada como la figura del cuervo, gran mensajero de Odín. El mástil medía aproximadamente la mitad de la longitud total del drakkar y era abatido cuando llegaba el combate. Como timón se utilizaba en la popa un gran remo muy eficaz para las diferentes maniobras.
Aquellos barcos de treinta metros de largo por cinco de ancho, dieron innumerables victorias al pueblo nórdico y también les convirtió en descubridores.
A los vikingos se les recuerda por sus invasiones crueles y despiadadas, sobre todo a partir del siglo VIII, pero también es cierto que mantuvieron firmes y apacibles relaciones comerciales con otros pueblos cercanos. Por ejemplo: los vikingos suecos siempre mostraron interés por las cosas de los eslavos, procurando que todas sus expediciones se encaminaran hacia el Este. Allí se les conocía como Rus, que en idioma eslavo viene a significar hombre que rema. Hoy son muchos los que ven en esa denominación el origen de la palabra Rusia (tierra de remeros).
A diferencia de los suecos, daneses y noruegos se fijaron en Occidente. Los primeros se dirigieron hacia el norte de Francia y los segundos con mayor preferencia a las Islas Británicas. Aunque estas rutas no eran oficiales, porque nadie era dueño de ellas y con frecuencia unos y otros intercambiaban posiciones, pudiéndose ver a vikingos daneses en Inglaterra y a noruegos por Francia.
Las incursiones más feroces comenzaron a finales del siglo VIII, pero se sabe que a mediados de ese mismo período ya se abían realizado numerosas expediciones.
Ya que la historia oficial necesita fechas significativas, ofreceremos una en la que casi todos los especialistas coinciden a la hora de establecer el arranque de la era vikinga. El 8 de junio del 793 d.C. en un lugar de la costa oriental de la región inglesa de Northumbria, llamado Lindisfarne, aconteció lo que se consideró el primer gran saqueo de los vikingos hacia los británicos. Seguramente fue en su monasterio donde se acuñó una de las frases más conocidas por la cristiandad en aquellos momentos de penumbra: "de la furia de los hombres del norte, líbranos, Señor".
Desde el año 793 con el saqueo de Lindisfarne, hasta el 1066 con las batallas de Stanford Bridge y Hastings, los vikingos inundaron de muerte y pesar a muchos pueblos de Europa. Pero también es cierto que debido al odio generado, estos pueblos acuñaron un sentimiento de unidad para defenderse del enemigo exterior. Recordemos que en ese siglo VIII, Inglaterra estaba sumamente dividida y enzarzada en guerras civiles. Por otra parte, los francos se encontraban a un paso de alcanzar el imperio con Carlomagno, pero no se decidían a darlo. Mientras tanto desde el sur de Europa, amenazaban las huestes musulmanas. Y en medio de esa vorágine aparecieron los vikingos, sometiendo a todos los territorios europeos a una durísima prueba.
Fueron, desde luego, unos años horribles, pero quién sabe, a lo mejor los vikingos de forma indirecta dieron un empuje trascendental a lo que hoy conocemos como Europa.
Ahora veamos como se asentaron los invasores nórdicos por los diferentes puntos de la geografía conquistada.
Los vikingos suecos establecieron rutas comerciales para el trato con los eslavos, consiguiendo penetrar más allá, hasta entrar en contacto con ciudades como Constantinopla, Bagdag, o Jerusalén. No eran los más violentos de la familia, siendo conocidos como Rus (remeros) por los eslavos, o Varegos (los que llegan de los mares de Varens y Báltico) por los árabes orientales. Los suecos no encontraron apenas oposición entre sus hermanos escandinavos, ya que éstos optaron por otras presas más cercanas y apetecibles.
Los vikingos noruegos se lanzaron sobre mar abierto hacia las islas situadas en los mares del norte, y así llegaron y conquistaron las islas Feroe, Orcadas, Shefland, Irlanda, Islandia y por supuesto, Groenlandia. Por tanto les cabe a los noruegos haber sido los primeros europeos que llegaron a los territorios de lo que un día se vino a llamar de forma oficial América y lo hicieron cinco siglos antes que el propio Cristóbal Colón. Aunque, por decirlo todo, debemos recordar la hipótesis que mantienen algunos expertos que no dudan en atribuir a los irlandeses ese honor. Estos habrían llegado a los territorios americanos huyendo del empuje de los noruegos que, conocedores de las rutas marítimas trazadas por los irlandeses desde Islandia, no habrían tenido nada más que seguirlas hasta los nuevos asentamientos (Groenlandia se encontraba a dos días de navegación de Islandia). También los vikingos noruegos se asentaron de forma esporádica en Gran Bretaña, siendo su primera invernada la del año 851. Esto no duraría mucho, porque en sucesivas décadas, diferentes reyes anglosajones, como Alfredo, les batieron y expulsaron, dejando paso a las nuevas invasiones de vikingos daneses. Son los noruegos los más viajeros y colonizadores de todos los nórdicos, llegando incluso a fundar ciudades como Dublín o creando naciones como Islandia, donde se logró establecer una población de más de 20.000 personas a finales del siglo X.
Posiblemente debido a esa superpoblación de Islandia, un jefe local llamado Erie "el rojo", se vio obligado a zarpar con sus naves en el verano de 985, arribando a la costa de Groenlandia. Tierra que así se llamó por ser en aquél tiempo estival muy verde. Siete años más tarde su hijo Leif llegaría a Terranova, provocándose el primer enfrentamiento entre nativos y europeos. Leif, después de aquella escaramuza, afirmó que los amerindios eran hombres pequeños y horriblemente feos. Sin duda, esta fue una apreciacIón enormemente subjetiva, fruto de la tensión de aquel encuentro.
Como ya hemos visto las tres grandes tribus vikingas viajaron mucho y es curioso averiguar la suerte de los nombres que otros pueblos daban a los nórdicos. Por ejemplo muchos francos conocieron a los daneses como normandos.
La situación de los vikingos daneses era diferente a la de noruegos o suecos, al estar todo su país rodeado por otras naciones. En consecuencia crearon fuertes ejércitos que les posibilitaran la conquista, además de una adecuada defensa. Los daneses se interesaron esencialmente por la isla de Gran Bretaña y por el norte de Francia, aunque también pensaron en Irlanda, invadiéndola y entrando en guerra con los vikingos noruegos que ya se encontraban allí. En lo que respecta a su presencia en Inglaterra, la presión llegó a ser tan grande que no bastó con el tributo que les entregaban los diferentes reyes locales (a ese tributo se le denominó el oro danés), sino que al final se quedaron definitivamente creando el Danelaw (tierra de la ley danesa), situación que se mantuvo algún tiempo.
En cuanto a Francia, Carlomagno siempre combatió muy bien a los normandos, fortificando sus costas y aprendiendo la forma de guerrear que tenían los escandinavos. Pero a la muerte del gran emperador su reino se dividió, lo que facilitó la entrada de muchas hordas vikingas, sobre todo danesas, que rápidamente se establecieron en el norte, además de asolar muchas ciudades como fue el caso de París. La situación llegó a ser tan crítica que los jefes francos no dudaron en pactar con los daneses y entregarles a cambio de la paz, la región que hoy llamamos Normandía (tierra de los hombres del norte).
Los vikingos también procuraron rapiñar la península Ibérica y son varios los testimonios escritos que quedaron sobre aquellas incursiones. En total, entre el 846 y el 1028, se puede considerar que fueron cuatro los intentos de invasión, ya que los normandos vieron en Galicia una tierra Propicia para la creación de la Normandía del Sur. A pesar de la desorganización que por aquellos días sufría el viejo reino gallego al estar muy amenazado por el poder musulmán y otros reinos peninsulares, obispos, reyes y población en general, se pusieron de acuerdo para enfrentarse a la amenaza exterior normanda, logrando no sin esfuerzo, rechazar todos los ataques. Aún así los vikingos provocaron algunas alteraciones en Galicia, como, por ejemplo, que se pidiera al Papa Nicolás I que la sede episcopal de Iría Flavia fuera trasladada a Santiago de Compostela para mayor seguridad. Aquellos invasores rechazados en Galicia bajaron Portugal y remontaron el Guadalquivir hasta Sevilla, ciudad que arrebataron a sus dueños árabes por poco tiempo, pues los musulmanes contraatacaron provocando gran mortandad entre los mayus (bárbaros infieles). También hay crónicas que sitúan naves vikingas en Tenerife, Norte de África y buena parte de las islas mediterráneas.
La guerra vikinga
Los vikingos fueron considerados los mejores combatientes de su tiempo y esto lo consiguieron en buena parte debido al fanatismo que les inculcaba una religión extraña y fatalista.
Desde pequeños sabían que morir con honor en el campo de batalla era lo mejor que les podía ocurrir. No soportando la idea de fallecer a la anciana edad de 45 o 50 años, víctimas de la artrosis.
Odín esperaba lo mejor de ellos y sólo aceptaría a los más acreditados. No existía mayor orgullo que el de caer en una batalla tras haber masacrado al enemigo, a ser posible empuñando su temible espada bañada en sangre. Eso facilitaría su identificación a las valkirias, hermosas doncellas guerreras que Odín enviaba para recoger a los héroes.
La mezcla de mitología, leyenda y realidad ha generado innumerables tópicos sobre costumbres y comportamiento de los vikingos. Algunas narraciones bastante deformadas por la exageración han hecho pensar de forma errónea que los vikingos usaban cascos con cuernos y nada más lejos de la realidad. Si bien es cierto que algunos jefes poseían estos cascos y los utilizaban en contadas ocasiones como ceremonias rituales o exhibiciones públicas, pero nada más. La función de los cuernos era la de servir como vasos en los que bebían cerveza o vino.
Los auténticos cascos vikingos eran cónicos, siendo de hierro o piel endurecida, teniendo muchos de ellos una protección nasal. Utilizaban muy poco la armadura, quedando ésta restringida para las clases acomodadas y reyes, aunque tampoco éstos la usaban a menudo, ya que al ser tan pesadas, restaban capacidad de movimientos y, como es sabido, los vikingos precisaban libertad a la hora de trabajar con sus poderosas armas.
La panoplia de armamentos era la habitual en aquella época, con la excepción de que volvieron a poner de moda el uso del hacha de combate la cual presentaba tres variantes: el hacha barbuda (muy utilizada al principio de la era vikinga), el hacha segur con su mortal hoja de media luna (fue la de uso mas extendido) y las temibles hachas de mano, muy utilizadas en abordajes y combates cuerpo a cuerpo. También se utilizaban lanzas de fresno con dos modelos, una diseñada para su lanzamiento y la otra para acometidas.
En cuanto a los escudos, diremos que eran circulares, pequeños y de escaso grosor, lo que les convertía en muy operativos. Éstos escudos eran de piel y se reforzaban con protecciones de hierro, pintándose preferentemente de color rojo o negro.
Los vikingos eran excelentes arqueros, alcanzando notoriedad sus arcos largos de madera de tejo. Cuenta la leyenda que esos arcos tenían cuerdas elaboradas con cabello de mujer que, al parecer, permitía un certero disparo. El arquero portaba un carcaj cilíndrico que contenía cuarenta flechas con diferentes puntas.
Como vemos los vikingos tenían armaduras (cascos, anillos concéntrIcos, cota de mallas, escudos) y armamento (lanzas, hachas, dagas, arcos), pero no había nada que igualara el poder que adquiría un guerrero al empuñar su objeto más preciado, nos referimos, claro está, a la temible espada. Este arma sin parangón formaba una unidad indivisible con su dueño que llegaba al grado de veneración absoluta, ya que seguramente la habría heredado de su generación anterior, infundiéndole valor sublime desde el más allá. Cada espada recibía un nombre y era consagrada casi siempre a Odín, padre de los dioses o a Tyrr, dios de la guerra. Con frecuencia se podía ver estos nombres grabados en las empuñaduras y filos de estas espadas que, por otra parte, eran largas y pesadas, estando afiladas por los dos lados.
Curiosamente, en la mayoría de las ocasiones estas espadas fueron importadas de los reinos francos donde se conseguía un excelente resultado en el tratamiento del metal, aunque los nórdicos siempre les daban su toque personal, grabando inscripciones y decorando las empuñaduras.
También fueron consumados especialistas en el lanzamiento de piedras, constatándose que en muchas de sus famosas batallas navales los barcos portaban proyectiles pétreos de diverso calibre que eran lanzados con extraordinaria precisión. Porque el vikingo luchaba con la misma determinación tanto en la tierra como en el mar.
Cuando la guerra era entre ellos dirimían sus diferencias casi siempre sobre las aguas, uniendo varias naves entre sí y creando sólidas plataformas donde los hombres se movían a su antojo, pasando de un barco a otro, según fueran las necesidades. Debía ser un auténtico espectáculo visual ver colisionar dos de aquellas moles con su cargamento de guerreros dispuestos a luchar hasta el completo exterminio de un bando o de otro. El acercamiento era lento y progresivo, lanzándose los contendientes toda suerte de proyectiles (piedras, jabalinas, flechas), hasta que al fin las formaciones de madera chocaban, dando paso a la acción cuerpo a cuerpo, con el final que todos podemos imaginar. Según contaban sus enemigos los vikingos luchaban hasta la locura, dando muy pocas batallas por perdidas, pero no pensemos que eran alocados que se lanzaban como posesos en Cuanto veían a un presunto enemigo, pues son conocidas sus famosas formaciones de escudos cerrados.
Los vikingos avanzaban parapetándose detrás de una sólida y compacta muralla de escudos solapados entre sí, que protegían la primera línea y el cielo de la vanguardia, con eso solían rechazar la primera embestida de sus oponentes, dando paso a la ofensiva de las líneas posteriores y consiguiendo que el pánico hiciera presa en su adversario. Por lo general cada grupo de guerreros hacía piña en torno a su líder y le seguía en sus ambiciosos proyectos. Pero existían casos extremos que conviene comentar.
Muchos vikingos optaron por no servir a ningún rey en concreto y derivaron a lo que se puede considerar como tropa mercenaria. Cada verano diversas formaciones de guerreros salían de Escandinavia para ponerse al servicio del rey que mejor pagase. Estos reyes consideraban que tener una guardia vikinga era signo de distinción y poder frente a sus enemigos. Fue muy famoso el caso de los jomsvikings, considerados como auténtica tropa de élite de la época.
Los jomsvikings se alistaban entre los 18 y 50 años, su preparación era muy exigente y rigurosa, desechando sus líderes a los más débiles. Su forma de vida era tremendamente severa con los integrantes de esta auténtica hermandad militar que alcanzó su máximo esplendor a finales del siglo X.
Entre sus normas podemos encontrar que les estaba prohibido huir del enemigo, así como mostrar cualquier indicio de miedo o temor. Un jomsviking estaba hermanado con sus iguales, y juraba proteger la vida de éstos y vengarles en caso de muerte o afrenta. No podían abandonar el campamento por más de tres días. La presencia de mujeres o niños no estaba permitida y, por supuesto, no se contemplaba la posibilidad de hacer prisioneros. A pesar de estos temibles apuntes sobre los jomsvikings, lo cierto es que no fueron decisivos en casi ninguna de las batallas en las que participaron.
Existían otras bandas mercenarias vikingas, pero su comportamiento era sumamente anárquico. Se les podía ver luchar en grupos reducidos en cualquier punto de Europa occidental u oriental; llegando en ocasiones a ponerse al servicio de ciudades y reinos árabes. Su comportamiento heróico daba como resultado que muchos reyes del medievo quisieran tener tropas vikingas bajo su mando. Como el caso de los gallegos que alistaron en su ejército vikingos noruegos para sus disputas internas o para defenderse del empuje musulmán.
La contratación de formaciones mercenarias fue y sigue siendo habitual en cualquier guerra. Así como las situaciones llamativas de algunos guerreros en las hordas vikingas.
Existió otro caso peculiar de casta guerrera. Antes de la llegada del cristianismo al mundo pagano de los vikingos, se escuchó hablar en las largas noches de invierno sobre la ferocidad de los que estaban considerados los guerreros más fanáticos de Escandinavia, nos referimos a los berserks.
Según nos cuentan las sagas nórdicas, el propio Odín seleccionó estos linajes y les insufló poder sobrenatural, para que fueran los más valientes y determinantes sobre el campo de batalla.
El conocimiento adquirido por los berserks no se aprendía, más bien se heredaba, porque seguramente nos encontramos ante unos pobres perturbados mentales que por línea genética habían desarrollado formas diversas de paranoia, incluso de epilepsia, lo que les provocaba grandes convulsiones y ataques cuando llegaba la excitación previa a una batalla.
El berserk era temido por sus propios compañeros, que en ocasiones sufrían sus ataques de ira.
Los reyes paganos les tenían habitualmente como guardia personal, siendo su número no superior a doce. Antes del combate se les podía ver muy alterados, llegaban a morder sus propios escudos víctimas de una rabia incontenible y sin poder esperar más, se lanzaban como posesos desprovistos de protección contra el adversario que veía perplejo cómo aquellos locos semidesnudos se acercaban profiriendo alaridos guturales, desorbitando sus ojos y blandiendo cualquier arma que tuvieran a mano.
El asunto era de tal magnitud que, en numerosas ocasiones, el ímpetu y el desbarajuste mental del berserk le hacía olvidar que viajaba en un drakkar y cuando recibía la visión del enemigo, se abalanzaba contra él, poniendo fin a su vida, ahogado Irremediablemente en las frías aguas del mar, sin que sus compañeros pudieran hacer nada por salvarle.
El fin de los guerreros berserks llegó con la cristiandad, siendo considerados, desde entonces, simples pendencieros violentos y quedando sometidos a un cierto aislamiento social. Hoy en día, su caso sería un estupendo cuadro clínico en el aula de cualquier facultad de medicina en la especialidad de psiquiatría.
Los vikingos creían en la licantropía y es habitual leer en las sagas nórdicas sucesos relacionados con hombres que vestían pieles de lobo y de oso, viviendo, atacando y comunicándose cómo estos animales tan respetados por las comunidades escandinavas. Y ciertamente, lobos y osos son las criaturas con los que más frecuencia se ha relacionado a estos extraños guerreros-bestia, para los que tenían un nombre alternativo, los wolfcoasts o pieles de lobo. Esta anotación licantrópica abona, aún más si cabe, la leyenda vikinga.
Durante más de tres siglos, el signo del cuervo se paseó a sus anchas por buena parte de la geografía conocida y desconocida del mundo. Aquellas hordas de temibles guerreros que un día se vieron impulsadas a salir por la escasez y el hambre de sus lugares natales, asolaron y devastaron el ya de por sí debilitado paisaje europeo. Pero también asimilaron los conocimientos de las culturas que iban sometiendo, lo que facilitaría a la postre su integración en la sociedad de una incipiente cultura occidental.
Se ha fijado la batalla de Hastings acontecida en el año 1066 como el fin del periodo de influencia vikinga y es cierto que, desde ese momento, con la invasión normanda de la isla de Gran Bretaña, los vikingos dejaron de representar una gran amenaza para todos. Aunque conservaron su presencia en alguno de los territorios anteriormente conquistados como las Islas Feroe y Groenlandia, que hoy pertenecen a Dinamarca e Islandia, que fue durante muchos siglos dominada por noruegos y daneses, hoy independiente y de cuyo territorio nos viene el Parlamento más antiguo de Europa. Las islas Shetland y Orcadas, que fueron escandinavas hasta bien entrado el siglo XV y, por supuesto, la que hoy es región francesa de Normandía, considerada como el primer estado de creación vikinga.
Aquellos hombres del norte abrieron rutas marítimas y dejaron numerosos vestigios de su presencia y costumbres en los lugares que visitaron.
En nuestros días sus nombres están grabados con caracteres rúnicos en cualquier piedra, lápida o catedral; barcos congelados en las cuevas de los fiordos; armas encontradas en las excavaciones y sobre todo las historias épicas que nos han llegado en mejor o peor estado, que siguen fomentando y alentando la imaginación de los más ensoñadores.
Y aunque el cristianismo aplacó su ancestral ímpetu, la leyenda creada en torno a sus aventuras, sigue creciendo.
No hemos vuelto a tener noticias de Asgard y de sus habitantes. Pero es seguro que en el Valhalla, Odín y los mejores guerreros vikingos, siguen preparando celosos y siempre dispuestos la llegada del Ragnarok.
Confiemos que la maléfica serpiente y sus abominables crías tarden muchos siglos en roer la raíz del árbol sagrado, evitando así que loki y sus seguidores infernales emerjan de los abismos para provocar que el gran cuerno de Heimdall cubra con sú sonido aquel maravilloso imperio sobrenatural. Mientras tanto, nos alejamos sigilosos, dejándoles dormir en su reino de sueños fantásticos y legendarios. La batalla final para los vikingos aún tardará en llegar.
"Este hombre, el azote de su tiempo, por su ansia de gloria, por la prudente tenacidad de su carácter, por su heroica valentía, fue uno de los milagros de Dios"
Comentario de un cronista musulmán que detestaba a Rodrigo Díaz de Vivar.
La complejidad del siglo XI
Rodrigo Díaz de Vivar fue el caballero más descollante del siglo XI español. Su aparición en la historia fue necesaria para unificar los criterios divergentes bajo el manto de un interés común. Desde luego, nadie puede negar que no exista un antes y un después del Cid Campeador. Y por si fuera poco, su cantar de gesta escrito años después de su muerte, lo elevó de forma y manera definitiva a la categoría de héroe popular. Con figuras como él, la reconquista adoptó un impulso más que resolutivo, porque no en vano, cada pueblo que pretenda serlo, precisa de símbolos alentadores y sublimes para su buen navegar por los océanos del tiempo.
Rodrigo Díaz nació dentro de un contexto político y geográfico extremadamente complejo. La invasión árabe del siglo VIII había propiciado toda clase de mezcolanzas y avatares a una población que según los años y los territorios, aceptaba en mayor o menor grado a los nuevos conquistadores.
La presencia musulmana se consolidó en diversas zonas como el este, centro y sobre todo sur de la Península. Pero aquella resistencia provocada por Pelayo y los suyos desde las montañas cántabro-astures había conseguido hacer del Norte peninsular un bastión inexpugnable, donde afloraron diversos reinos cristianos que lejos de mantener un objetivo común, es decir, la guerra total contra los árabes, pronto quedaron enzarzados en una suerte innumerable de luchas políticas y guerras fratricidas, lo que retrasó bastante la tan ansiada reconquista, esperando los cristianos más de setecientos ochenta años hasta ver cómo caía el último reducto musulmán en Granada.
En el siglo XI los árabes vieron cómo, para su desgracia, cambiaba la situación, pasando del esplendoroso califato de Córdoba, donde tan sabiamente había gobernado la dinastía omeya, a una panoplia de reinos independientes llamados Taifa (la palabra viene de la original Taifah, ésta es de origen berebere y significa tribu o familia). El reino de Taifa basaba su poder en la fortaleza de una ciudad y sus terrenos adyacentes. Los cronistas de la época llegaron a contabilizar unos veinte reinos de Taifas, destacando entre ellos, los de Sevilla, Zaragoza y Valencia.
En el otro bando nos encontramos reinos como Castilla, Galicia, León, Navarra o Asturias que soñaban con una ampliación constante de sus fronteras, dentro o fuera de las demarcaciones religiosas.
Como vemos, la llegada del Cid Campeador en un siglo tan difícil, iba a suponer, dada su valentía y lealtad, un auténtico quebradero de cabeza a todo aquél que osara oponerse a su empuje, ya fuera éste cristiano o musulmán.
De vivar a Santa Gadea
Nuestro héroe vio la luz hacía el 1043, en una pequeña aldea localizada a unos nueve kilómetros de la ciudad de Burgos. Las gentes de ese lugar llamado Vivar, no podían imaginar lo conocidos que iban a ser desde entonces, gracias al más sobresaliente de sus hijos.
Su padre Diego Laínez, era un famoso hidalgo de la época que había conseguido para Castilla las fortalezas de Ubierna, Urbel y la Piedra. En consecuencia, Rodrigo nace en el seno de una familia de la nobleza menor castellana. Don Diego se encontraba al servicio del infante Don Sancho, primogénito del rey Fernando I de Castilla.
El joven Rodrigo va creciendo rodeado por las circunstancias que envolvían a un reino cuajado de intrigas, y muy pronto goza de las simpatías del infante Sancho, que ve en el muchacho las cualidades que más tarde le harán uno de los principales protagonistas de su siglo.
En 1062, sin haber cumplido los diecinueve años, Rodrigo es alzado a la categoría de caballero. Desde entonces, su brazo y espada servirán con absoluta lealtad al que sería proclamado tres años más tarde rey de Castilla por fallecimiento del gran monarca Fernando I, llamado "el magno". El padre del nuevo rey Sancho II "elfuerte" no había sido mal gobernante, pero en su testamento cometió un error fatal, dividir el reino entre sus cinco hijos. Al mayor, Sancho, le correspondió Castilla, al segundo, Alfonso, le tocó en suerte León y Asturias, al pequeño de sus varones, García, Galicia y las posesiones portuguesas, mientras que a las dos hijas Elvira y Urraca, les correspondieron las ciudades de Toro y Zamora respectivamente. Al parecer los hijos del rey Fernando no quedaron muy conformes con ésta división territorial, sobre todo, los mayores Sancho y Alfonso, como veremos posteriormente.
Pero ahora volvamos a la historia de nuestro joven caballero Rodrigo, y sepamos por qué y dónde empezó con la acumulación de tanto sobrenombre favorable.
En 1066 el rey de Castilla nombra a Rodrigo Díaz de Vivar portaestandarte de los ejércitos castellanos, es decir, desde entonces Don Rodrigo será alférez de Castilla, o lo que es lo mismo, jefe principal de la tropa. Fue en estos años cuando el nuevo abanderado de las huestes castellanas se ganó a pulso el apelativo de campeador. El sitio donde seguramente se hizo merecedor de éste título fue en las guerras que Castilla libraba por tierras aragonesas y navarras con el fin de asegurar sus fronteras del Este. En esos lugares Don Rodrigo manejó con tanto ardor las armas, que sus soldados comenzaron a denominarle "campi docto" (maestro de armas en el campo de batalla) o Campeador.
El Campeador luchó contra los enemigos de su rey con valentía y ferocidad, sin pensar que éstos fueran cristianos o musulmanes, que por cierto, andaban en situación más que delicada por aquellos años.
No olvidemos que tras el poderoso Califato de Córdoba la situación de los árabes se había tornado en defensiva. Ya no soñaban con la expansión por Europa, tan sólo aspiraban a proteger los pequeños territorios que rodeaban a sus ciudades.
Los reinos de Taifas se habían convertido en vasallos de los reinos cristianos que, lejos de anexionárselos, se conformaban con la entrega de abundantes tributos llamados parias. La fórmula funcionó durante los aproximadamente sesenta años que duró el establecimiento de éstos pequeños reinos. Todo era muy sencillo, el reyezuelo de turno, si quería gozar de la protección militar que le podía dar un reino cristiano, pagaba las parias y el cristiano enviaba a su ejército para solventar el problema.
En ocasiones las Taifas se negaban a pagar o lo hacían de forma insuficiente, ante lo cual los cristianos presionaban arrebatándoles buena parte de su territorio. La tensa situación estalló con la entrada fulminante de los almorávides, pues los reinos de Taifas optaron por pedir ayuda a sus hermanos bereberes del norte de África antes que seguir pagando los abusivos impuestos. Ésta medida tuvo consecuencias terribles para unos y otros, como veremos si seguimos avanzando en la lectura de este pasaje.
La escenografía de los acontecimientos hizo del siglo XI un tiempo fundamental para entender nuestra historia. Casi se puede afirmar que supuso el arranque definitivo para la reconquista peninsular. El primer fuego en la forja de lo que un día se llamaría España.
Los reinos cristianos comenzaron a mirar de una forma más clara hacía Europa con las primeras alianzas internacionales que abonaron campos para las cruzadas, mientras que los árabes lo hacían con África.
Al-Andalus abría sus puertas a los sucesivos reajustes religiosos y militares que llegaban por oleadas desde el Magreb (almorávides, almohades, etc.), convirtiendo el sueño califal en una simple provincia de los diferentes imperios musulmanes que se iban creando.
Un siglo de plenitud donde la población se multiplicó por tres, favoreciendo migraciones hacia terrenos hasta entonces de nadie. Ciudades, comercio y cultivos florecieron como nunca y los intercambios entre un mundo y otro fueron constantes. Y en medio de todo eso surge la figura de Don Rodrigo Díaz de Vivar, hijo de su tiempo y que, desde luego, estaría a la altura de las tremendas exigencias históricas y éstas, a fe que no fueron pequeñas, porque pasó de ser héroe a villano, sin perder su compostura caballeresca. De alférez a mercenario sin olvidar la lealtad hacia su rey, un auténtico ejemplo de lo que fue el siglo XI.
En 1067 Don Rodrigo como alférez de Castilla se pone al frente de las tropas enviadas por el rey Sancho II para someter a sitio a la Taifa de Zaragoza. Allí gobierna Moctádir, que tras cruentos combates, se ve obligado a pagar las parias. Según nos cuenta el hebreo José Ben Zaddic, tal fue el valor demostrado por Rodrigo que los árabes comenzaron a llamarle "Sidi", es decir, "Señor o maestro". Había nacido una leyenda, un mito encarnado en el cuerpo de un joven caballero castellano de apenas veinticuatro años de edad: el Cid Campeador.
Tras asegurar la frontera oriental, el rey Sancho II se vio libre para reivindicar lo que él pensaba de derecho, todas las posesiones territoriales que su padre tan ingratamente había repartido entre sus hermanos. Por supuesto que éstos no pensaron lo mismo y pronto, unos y otros, se vieron abocados a una enloquecedora guerra fratricida. Sancho contaba con la baza de poseer un poderoso y muy preparado ejército a cuya vanguardia se situaba el Cid.
La campaña iniciada en 1070 se convirtió en una marcha arrolladora jalonada de éxitos para las huestes de Castilla, cayendo en pocos meses León y Galicia, los reinos de sus hermanos Alfonso y García.
Tras la decisiva batalla de Golpejera, Alfonso se ve forzado a un exilio no deseado, encontrando acomodo en la Taifa de Toledo a la espera de noticias. Mientras tanto Sancho rinde la ciudad de Toro y sitia a su hermana Urraca en Zamora. Corría el año de 1072 cuando se establece el campamento castellano cerca de las murallas de esa localidad. Pero cuando todo se aprestaba para una resolución rápida, de los muros defensores de Zamora salió un caballero con la difícil misión de dar muerte al rey Sancho II. Este noble, llamado Vellido Dolfos, ha pasado a la historia como avieso y alevoso traidor, pero seguramente no era más que un pobre mandado. Vellido consigue su objetivo siendo perseguido por el Cid. Pero ya nada se pudo hacer. Ahora era Alfonso el que reclamaba desde Toledo la legitimidad dinástica, asunto al que nadie se opuso a pesar de las muchas sospechas que circulaban por la corte de Castilla sobre la presunta participación de Alfonso en la muerte de su hermano mayor con la complicidad de Urraca.
El futuro Alfonso VI no gozaba, por ser leonés, de mucha popularidad entre los castellanos. Pero aquellos reinos precisaban la mano firme de un rey, y más en esos años inciertos. Había llegado el momento para la proclamación y, a pesar de las muchas desconfianzas generadas por Alfonso, todos estaban dispuestos para acatar su mandato. Antes debería pasar por una dura prueba que le eximiera de culpa. Doce nobles y caballeros castellanos le esperaban en la iglesia burgalesa de Santa Gadea.
La tradición, más que el rigor histórico, nos habla de una reunión en las que los notables del reino de Castilla debaten con profusión la idea de aceptar o no al futuro Alfonso VI. Pero como hemos dicho los tiempos imponían su demanda y ésta no era otra sino la de reunirse en torno a un rey fuerte. Con tantas dudas nadie se atreve a caminar hasta Alfonso y tomarle juramento como monarca. En medio de la discusión se destaca la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, él será quién someta al aspirante a una exigente y comprometida prueba, jurar delante de la cruz y de Castilla que nada ha tenido que ver en la muerte del rey Sancho. La voz y la actitud del Cid son tan severas que, desde entonces, nos cuenta el Cantar, el rey Alfonso VI acuñó un odio que ya no abandonaría jamás en su tortuosa relación con el Campeador.
Alfonso jura, es proclamado nuevo rey y, en contra de lo que se pueda pensar, intenta reconciliarse con Don Rodrigo. A tal punto llega ese ánimo que el 19 de julio de 1074 le concede la mano de su hermosa prima Doña Jimena, hija del conde de Oviedo, con la que tendría tres hijos: Cristina, María (en el Cantar de gesta son conocidas como Doña Elvira y Doña Sol) y Diego, su único hijo varón, que moriría años más tarde en la batalla de Consuegra.
La situación comenzó a truncarse cuando en 1075 Alfonso VI envía al Cid Campeador para reclamar las parias impagadas por la Taifa vasalla de Sevilla. En esta ciudad gobernaba Almotámid, que no sólo no pagó, sino que además reclutó a Don Rodrigo para sus querellas militares contra la Taifa de Granada, mantenedora de un ejército mercenario en el que luchaban algunos nobles leoneses como García Ordóñez, enemigo mortal del Cid y leal amigo del rey Alfonso VI.
El Campeador salió victorioso de los lances guerreros contra Granada, regresando a la corte con una más que estimable recaudación. Pero los nobles a los que se enfrentó meses antes, abonaron una situación desfavorable para Don Rodrigo, llegando a decir que éste se había apropiado indebidamente de una cuantiosa parte de las parias sevillanas y que, por lo tanto, había cometido delito de traición. Lo cierto es que nunca sabremos si realmente se quedó con ese botín, lo que sí sabemos es que el reyezuelo sevillano premió con muchos regalos la eficaz tarea desarrollada por Don Rodrigo. Baste comentar que el celebérrimo Babieca proviene de aquella aventura. Las explicaciones del Campeador sobre cómo había obtenido sus regalos no debieron ser suficientes para Don Alfonso, que al final le encontró culpable, enviándole a un más que inmerecido destierro, enclaustrando a su mujer e hijos en el monasterio de San Pedro de Cardeña. Cuando esto pasaba, corría el año de 1081 y Don Rodrigo tenía treinta y ocho años.
Los exilios del Cid
Mermado de gente que le siguiera y, sobre todo de moral, el antaño alférez de Castilla se ve obligado a marchar dejando atrás familia, honor y privilegios. Y es aquí cuando empieza la verdadera leyenda del Cid Campeador.
Don Rodrigo se convierte en un mercenario de la época, ofreciendo su espada a todo aquél que quiera pagar. Primero lo intenta con el conde de Barcelona, Ramón Berenguer II, pero éste comete el error de no alistarle para su ejército. Una vez rechazado por el catalán, nuestro protagonista se dirige a la Taifa de Zaragoza, muy necesitada por entonces de guerreros valerosos como él. El rey musulmán de Zaragoza Almotadir y su hijo Almutamín, encontraron en Don Rodrigo al general propicio para la dirección de sus aguerridas huestes. Gracias a la sabiduría guerrera de Don Rodrigo, las tropas zaragozanas derrotan a las de la Taifa Leridana tomando la capital. También infringen un duro castigo a las columnas catalanas de Ramón Berenguer II. La fama del burgalés comienza a extenderse por todos los campos de batalla. Sus hombres, ahora musulmanes, renuevan con fuerza el título ya adquirido de Sidi.
Cuenta la historia que en un período no superior a cinco años, el Cid Campeador consigue más de cien victorias. Su gesta y sus proezas inundan los reinos cristianos. En castillos, pueblos y posadas, todos hablan de Don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador.
Mientras tanto, el rey Alfonso VI se había empeñado en una febril reconquista de territorios. Su idea de una Hispania unida bajo la cruz ha cobrado impulso, sobre todo tras la caída de ciudades como Madrid (1083) y Toledo (1085). Pero las Taifas habían colmado el vaso de la paciencia y no soportando más la exigente presión económica y militar, decidieron apostarlo todo a una carta, abriendo la puerta definitiva para la llegada del nuevo poder musulmán que había nacido en el Norte de África.
Los almorávides conformaban una secta fundamentalista beréber, habían dado una vuelta de tuerca al Islam y, con su líder Yusuf, operaban desde su capital Marrakech. La petición del Al-Andalus fue recibida de muy buen grado y pronto las hordas almorávides pusieron pie en la Península, dejando tras de sí una estela de fuego y destrucción. Fue terrible para los cristianos, pero también fue la hecatombe para las débiles Taifas, que vieron como en 1091 se extinguían para siempre víctimas de sus supuestos defensores. Los almorávides, a lo largo de su efímera historia organizaron tres diferentes invasiones peninsulares, comenzando la primera en 1086, con el punto culminante en la batalla de Sagrajas, donde derrotaron de forma aplastante al ejército de Alfonso VI.
Tras la humillante derrota de Sagrajas, también llamada Zalaca, el rey Alfonso trata de reorganizar su maltrecho ejército, ha sufrido cuantiosas pérdidas, además de la muerte de muchos y leales nobles. Es entonces cuando decide perdonar al que siempre le había sido fiel Don Rodrigo. Éste, a pesar de todo, regresa a Castilla orgulloso y convencido, guerreando junto a su rey para aplacar la furia almorávide.
Durante dos años, soberano y vasallo luchan codo con codo. Todo hace pensar que se ha restablecido la situación de confianza mutua, pero en 1089 los recelos vuelven a surgir, cuando el Cid Campeador, junto con su tropa se demoran en exceso ante la llamada de Alfonso. El rey esperaba que Don Rodrigo se sumara a su ejército para dar batalla a los almorávides y, aunque la presencia del Cid no fue necesaria a la postre, pues los árabes se retiraron, Alfonso VI cayó víctima de un enfado irresponsable y, dejándose llevar por él, ordenó el segundo exilio para el buen caballero burgalés.
Don Rodrigo Díaz de Vivar tiene 46 años cuando inicia su marcha final de Castilla. Una vez más sale desprovisto de bienes y honores, pero le quedan los sobrenombres que ha ido ganando de manera justa por los campos de batalla en la guerra y en la vida. El Cid Campeador vuelve a Zaragoza. Entre lo poco que posee como patrimonio se cuenta su magnífico caballo Babieca, un ejemplar de raza andaluza que solo admite la monta de su señor. También le acompaña su férrea Tizona, gran espada que sobrevivió a los siglos, siendo expuesta en la actualidad en una urna de honor dentro del Museo del Ejército. Por fin, en nuestros días, se ha podido verificar la autenticidad histórica de la que se consideró la espada legendaria del Cid. Ésta, según las últimas investigaciones, fue forjada entre el 1000 y el 1010, en una de las diferentes herrerías cordobesas. No nos olvidamos de la Colada, otra espada muy utilizada por Don Rodrigo, con la que asestó innumerables mandobles. Con todo esto se vuelve a poner al servicio de la Taifa zaragozana, recobrando un prestigio que jamás perdió entre los súbditos musulmanes que posiblemente valoraron más sus hazañas en ese tiempo. Volvió a pelear con el conde de Barcelona Ramón Berenguer II, al que nuevamente apresó en Morella hacía el 1091, liberándole más tarde, tras haber surgido una amistad que les uniría para siempre.
En 1092 el rey moro de Valencia, Cádir, muere víctima de una revuelta, asumiendo la jefatura del reino Ben Jehat, que era proclive a los intereses almorávides. El Cid, como hombre fuerte de Zaragoza, había prestado apoyo militar a Cádir y no vio con buenos ojos la entronización del nuevo jerifalte, por lo tanto partió con sus tropas para poner sitio a Valencia, situación que se prolongaría unos meses, hasta que cayó en 1094.
Tras la rendición de Valencia el Cid no cumplió con las capitulaciones y mandó ejecutar a Ben Jehat y a sus afines. Después de esto, la sombra de Don Rodrigo se alargaba por todo el Este peninsular, rindiéndole vasallaje tanto moros como cristianos. Tan poderosa figura comenzó a inquietar al líder almorávide Yusuf. El que se ha considerado auténtico padre fundador de Marruecos tomó la decisión de enviar una temible hueste a cuyo frente puso a su sobrino Mohamed. Este contingente llegó a la capital levantina en octubre de 1094, pocos meses más tarde de que lo hiciera el Cid. El asedio sólo duró unos días porque el Campeador, sin esperar más, salió de Valencia con todo lo que tenía dispuesto para embestir a los recién llegados almorávides. El choque resultante en Cuarte debió ser tan brutal como resolutivo, pues los árabes muy diezmados abandonaron en desbandada sus posiciones e intenciones finales.
La Batalla de Cuarte supuso una victoria tan aplastante para el Cid que ya nadie osaría interponerse entre el burgalés y su destino.
En los cinco años siguientes Don Rodrigo Díaz de Vivar gobernó Valencia como un príncipe, siempre mirando hacia Castilla. Tanta lealtad terminó por abrumar al rey Alfonso VI, que al final hizo las paces con su buen caballero.
El Cid consiguió ver casadas a sus hermosas hijas emparentando con la rancia nobleza. Cristina se unió al infante navarro Ramiro, mientras que María lo hizo con Ramón Berenguer III, hijo del antaño enemigo y ahora fraternal aliado.
En 1097 volvió a derrotar a los almorávides en Bairén y un año más tarde había conseguido la expansión máxima de sus dominios. Era un hombre hastiado y agotado por tantas guerras e insidias. Muy envejecido por los avatares muere víctima de las fiebres en el verano de 1099. Tenía 56 años cuando cerró los ojos en el corazón de su querida Valencia.
Doña Jimena lloró desconsoladamente la pérdida de su amado Rodrigo y en su honor se mantuvo tres años más en el gobierno de la ciudad que tantas alegrías había dado a la veterana pareja.
En 1102 la situación se volvió insostenible, y con la ayuda de un agradecido Alfonso VI, la esposa del Cid abandonó Valencia para recluirse con los restos de su marido en el Monasterio de San Pedro de Cardeña, donde al parecer acabó sus días.
En 1808 los franceses invadieron España, llegando tropas gabachas a las estribaciones de Cardeña. Conocedor el jefe francés de la historia del Cid, lejos de rendir homenaje, profanó las tumbas de Rodrigo y Jimena, colocando sus osamentas bajo la cama donde dormía, un acto que dice muy poco a favor de ese individuo. A pesar de todo, los restos se recuperaron y hoy reposan en paz en la catedral de Burgos.
Héroe de leyenda
Don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, representa a la perfección el papel protagonista de la época que le vio nacer. Se convirtió por méritos propios en el defensor de los valores más carismáticos de aquél siglo tan marcado por las circunstancias. Su gesta y sus hazañas sobrevivieron a la muerte del ser humano y en forma de cantares y poemas recorrieron los caminos gracias a la inestimable ayuda de los juglares.
El siglo XI necesitaba con toda urgencia símbolos unificadores y aquel caballero, mercenario y aventurero oportunista, consiguió sin pretenderlo que todos fijaran sus miradas en él.
El Cid fue más importante una vez muerto y hasta la leyenda quiso que ganara batallas tras su fallecimiento. Su espíritu se paseó en justicia por todos los siglos que restaban a la reconquista.
En 1304 Pere Abbat transcribe a manuscrito el Cantar de gesta más famoso de las letras castellanas. "Mío Cid" es un poema épico apasionado y apasionante, con unas tres mil setecientas líneas supervivientes, donde se cuenta en tres partes o "cantares" bien diferenciados, los últimos años vitales del caballero burgalés, exilios, matrimonios y afrentas, momentos fabulados mezclados con otros ciertos.
Todo el "Mío Cid" es excitante, porque en ese tramo escrito de nuestra historia medieval nos encontramos, frente a frente, con la epopeya. Y eso ocurrió aquí, en nuestro país, bajo el suelo que pisamos y que un buen día también pisó el caballero más importante de aquel lejano siglo XI.
Aquel anónimo juglar de Medinacellí nunca supo que su poema medio inventado iba a llegar tan lejos. Desde su creación, en torno a 1140, hasta nuestros días, el Cantar del "Mío Cid" ha sido uno de los documentos que más ha hecho soñar a todas las generaciones que han tenido la fortuna de leerlo, para poder emular con la imaginación las aventuras de aquellos hombres que tuvieron que enfrentarse, con más o menos acierto, a los designios del destino.
Moros y cristianos, nobles y vasallos, caballeros y soldados, jinetes dispuestos a morir por su dama, cabalgaduras heroicas y caballos inmortales, armaduras, alfanjes y espadas; castillos y palacios de ensueño, iglesias y mezquitas; la media luna contra la cruz y al revés.
La Edad Media es, sin duda alguna, el tiempo que más estímulos ha provocado en nosotros y el Cid Campeador, su caballero más estimulante. Por todo ello, gracias Rodrigo.
"Mis hijos vivirán para desear tierras y ciudades como éstas, pero yo no"
Vaticinio de Gengis Khan cumplido por su nieto Kublai al conquistar el Imperio Chino.
Temujin
"Lo mejor que un hombre puede hacer es perseguir y derrotar a su enemigo, apoderarse de sus pertenencias, montar sus caballos, y usar el cuerpo de sus mujeres y dejarlas llorando y gimiendo". Estas palabras tan contundentes fueron pronunciadas por el hombre más poderoso del siglo XIII, aquél que fuera considerado por el prestigioso diario norteamericano Washington Post como el personaje más relevante del segundo milenio. Fue llamado por su pueblo Gengis Khan, es decir, jefe de jefes, rey de reyes, emperador de todos ellos, pero hasta el año de su proclamación, todos le conocieron como Temujin, forjador de hierro y acero fino.
Las palabras iniciales de nuestro relato nos orientan sobre cómo era el pueblo mongol y la concepción que tenían del mundo. Los mongoles habían perdido en el siglo XII el tren del progreso, se encontraban profundamente desunidos y se agrupaban en torno a clanes y tribus que combatían entre sí por el dominio de los territorios fértiles cercanos al desierto de Gobi. Y en ese contexto de guerras fratricídas, nació nuestro protagonista. Por tanto, es difícil trasladar al lector toda la grandeza que Gengis Khan fue capaz de crear en un puñado de años. Aún así, lo intentaremos.
Los mongoles en contra de lo que se pueda pensar, no tenían parentesco directo con los chinos; el origen de su etnia provenía de la mezcla entre iranios y turcos, su sangre mezclada daba como consecuencia a unas personas cuyos rasgos estaban claramente diferenciados de los pueblos vecinos. La región de Mongolia estaba habitada por unas 30 tribus, cuya población se situaba entre el millón y medio, y los tres millones de personas. Esos clanes tenían denominaciones diversas, pero quiso el capricho de la historia que uno de ellos diera nombre a todos, los tártaros; aunque Temujin no pertenecía a ésta tribu, él era Klyad, enemigo mortal de los tártaros, a los que derrotaría posteriormente. Así pues, nos encontramos con una treintena de grupos nomadeando por un territorio de más de 1.000.000 de kilómetros cuadrados y enfrentados entre sí, con el beneplácito de China, el poderoso enemigo del sur, que no en vano tenía justificadas razones para temer a los mongoles, llegando incluso a levantar la gran muralla para evitar las frecuentes invasiones que llegaban desde aquel enigmático desierto.
Sin esperar más, nos ubicamos en la década de los 60 dentro del siglo XII y esperamos la llegada de Yesugai Baguthur, líder de los Klyad, una oscura tribu del noroeste que regresa tras unas victoriosas jornadas guerreras. Curiosamente viene acompañado de un prisionero tártaro al que ha permitido seguir con vida.
Yesugai contempló con orgullo como su bella mujer Hulun había traído al mundo un hermoso niño de aspecto sano y cabellos rojizos. Rápidamente buscó el nombre más apropiado para aquel descendiente suyo, y esa gracia la encontró en el prisionero recientemente capturado, Temujin. Era costumbre de los mongoles poner a sus hijos el nombre de sus enemigos más valerosos y Temujin, el líder de los tártaros, había sido un valiente adversario. Por eso Yesugai pensó que al poner a su primogénito el nombre de su rival, trasladaría a su pequeño el espíritu combativo del tártaro, así lo hizo y, al parecer, acertó.
La madre del nuevo Temujin aceptó de buen grado la decisión del líder K¡yad. Era una mujer complaciente, pero también temerosa. Por no pertenecer al clan de su esposo, éste la había raptado a una tribu rival en un ejercicio de rapiña típico de los mongoles, teniendo que asumir de esta forma un incierto futuro. Hulun encarnaba perfectamente el ideal femenino de su pueblo, era una mujer fuerte e inteligente que supo inculcar en su pequeño una educación destinada a que Temujin sobreviviera y mandara sobre su gente con ciertas garantías.
Temujin apenas tuvo infancia, su padre Yesugai fue invitado con mentiras a participar de una fiesta en un poblado cercano donde encontró la muerte presuntamente envenenado por antiguos enemigos tártaros. El que sería padre de la nación mongol vio como el suyo propio moría cuando tenía tan solo nueve años. Y por si fuera poco, dos tercios de la tribu K¡yad abandonaron al joven Khan, buscando la protección de jefes más fuertes.
Temujin había nacido en torno al año 1167 muy cerca del río Onon, situado a unos 320 kilómetros al noroeste de la actual capital de Mongolia, Ulan Bator. Aquellas eran unas tierras muy fértiles, con abundante agua y por lo tanto ambicionadas por las tribus próximas. Temujin, escaso de gente que le apoyara, pronto tuvo que hacer frente a los pretendientes que querían ocupar su lugar natal. La defensa no tuvo éxito, viéndose obligado a emprender la huida. Y aquí comienza la leyenda de Temujin, un niño que para subsistir se vio obligado a pescar y a cazar marmotas, mientras su madre recogía bayas.
Los años fueron pasando. Cuando tenía trece presentaba el aspecto formidable de un joven guerrero que ya parecía adulto dada su fortaleza física y elevada estatura, destacando en la lucha cuerpo a cuerpo, en el tiro con arco y, sobre todo, en la monta y doma de caballos. Con esa edad se vio lo Suficientemente preparado como para pedir el apoyo de los antiguos lugartenientes de su padre e iniciar así la reconquista de su tierra, cumpliendo con el juramento de venganza por la muerte de su progenitor.
La respuesta de sus presuntos leales fue negativa. Y temerosos de aquel Khan adolescente, procedieron a su captura para entregarle posteriormente a la tribu hegemónica de los Tai-schutos, cuyo líder era Tartugai.
El futuro de Temujin se presentaba muy sombrío con la humillación añadida de una inminente venta como esclavo en cuanto surgiera la ocasión. Pasaba las noches sujeto a un yugo de madera que le ceñían al cuello, siendo vigilado muy de cerca por un soldado. Pero en una de esas noches, consiguió asestar un golpe mortal a su centinela y escapó, refugiándose en el cauce seco de un río para, más tarde, conseguir que un cazador errante y solitario le ayudara liberándole del pesado lastre.
La huida llegó a ser desesperada, los enemigos le buscaban por todos los caminos, sometiendo a un riguroso control todos los carruajes que transitaban por aquellas rutas. En uno de esos carros viajaba el evadido escondido bajo un montón de lana maloliente, los soldados se acercaron al carro, lanceando el contenido y ocasionando a Temujin una herida en la pierna, pero el joven líder no profirió ni un solo lamento y consiguió salvar la situación y, por supuesto, la vida.
Después de esta circunstancia, aquel Khan sin reconocimiento, ni trono, buscó a los pocos fieles que aún le quedaban y con ellos partió en busca de la ayuda y la protección de tribus amigas.
Estableció una beneficiosa alianza con Toghrul Khan, líder de los keraitas, la tribu mongol más fuerte del momento. Toghrul vio de buen grado la llegada de Temujin y le ofreció la mano de su querida hija Burte. El matrimonio se realizó en base a una antigua tradición mongol, el novio interpretaba un ritual donde simulaba un enfrentamiento con los parientes de la novia, hasta conseguir raptarla. Burte fue una magnífica esposa que dio a Temujin los cuatro hijos que posteriormente gobernarían el imperio creado por su padre.
Temujin, con tan solo diecisiete años, empezó a gestar la idea panmongólica que le acompañó durante toda su vida. El primer paso fue batir a los enemigos más cercanos a su nuevo clan como, por ejemplo, los Inekeitas, que fueron masacrados casi en su totalidad, de los que dejó sólo unos pocos supervivientes para ser vendidos como esclavos. Tras estas victorias iniciales la fama de Temujin comenzó a crecer y pronto muchos mongoles quisieron estar bajo su mando. Al final obtuvo la fuerza necesaria para enfrentarse a su odiado enemigo Tartugai. Con un contingente de 13.000 guerreros se midió a un ejército de 30.000 confiados Tai-schutos, que fueron arrasados por los enérgicos y bien preparados hombres de Temujin.
La venganza del futuro Gengis Khan fue terrible, ordenando según la leyenda, que sesenta jefes murieran en agua hirviendo, exterminando al resto de aquel clan mongol sin mostrar piedad alguna. Temujin, después de esto, ya sería imparable.
Los años que siguieron al desastre de los Tai-schutos fueron empleados con tenacidad e infinita paciencia en la unificación de la totalidad de los clanes mongoles. Temujin fue sometiendo una tras otra, a las más de treinta tribus, hasta que por fin, en el año 1203, se revolvió contra su antiguo aliado Toghrul Khan, deshaciendo el pacto de amistad que tantos buenos frutos le había dado. Temujin se puso al frente de una horda compuesta por varios clanes llegados del Este y venció a los keraitas, expulsándoles de su territorio. La campaña la completó un año más tarde, cuando derrotó a los naimacos de la Mongolia Occidental.
Por fin el futuro emperador se había quedado sin enemigos. Solo restaba hacer oficial el poder que aquél curtido hombre del desierto había adquirido a lo largo de veinticinco largos años de crueles conflictos y argucias diplomáticas.
En 1206 fue convocada la kurultal o asamblea de todos los jefes tribales. En ella Temujin fue nombrado líder supremo de toda Mongolia, bajo el nombre de Gengis Khan. La palabra Gengis deriva del turco tingiz, que significa océano. Los mongoles mantenían la vieja creencia de que el mundo era una inmensa llanura rodeada por océanos, por tanto, ese título significaba que Temujin se convertía en emperador del mundo conocido, rey de reyes y, por supuesto, señor de todos los océanos.
Más poder no cabía. El todo poderoso Khan tenía treinta y nueve años y fue coronado junto a su bien amada esposa Burte y los cuatro herederos varones obtenidos de ese primer matrimonio, Yuri, Yagatay, Ogoday y Tuli.
Sólo esos cuatro hijos fueron considerados los legítimos continuadores del nuevo imperio Mongol, al que tras la muerte de su padre gobernaron con eficacia.
Después de la proclamación, Gengis se entregó a la dura y afanosa tarea de organizar su país, creando instituciones y códigos de leyes como el Yasa, donde se reunían las tradiciones de su pueblo, además de sus pensamientos e inquietudes sobre como debía conducirse el territorio.
Gengis Khan creó un auténtico Estado en armas, movilizando a toda la población, incluidas las mujeres, a las que por cierto se dio un trato inusual para la época, al serles concedido el derecho a la propiedad privada, así como el de combatir si fuera necesario. Las mujeres mongoles montaban y disparaban tan bien como los hombres y ejercían un papel fundamental en el concepto de familia.
La nación y el ejército de los mongoles
Gengis favoreció tanto al género femenino por la educación que recibió de su madre Hulun. Las mujeres controlaban cosechas y despensas, además de fabricar armamento y correajes, por tanto, si los jinetes de Gengis fueron los mejores, seguramente fue por la participación decisiva de aquellas mujeres que tan buenas armas y pertrechos les suministraron.
Dada la escasez de población y las permanentes guerras en las que estaban involucrados, los soldados de Gengis Khan, nunca fueron muy numerosos. Según las estimaciones más fiables el gran estratega y mejor conductor de tropas no movió jamás ejércitos abundantes, ya que su cifra nunca superó la de 110.000 hombres. Pero como ya sabemos, la eficacia de esos temibles guerreros fue extrema.
Los mongoles formaban parte de la milicia entre los quince y setenta años y eran permanentemente instruidos, Incluso en tiempos de paz con reuniones donde se ejercitaban en la lucha, tiro y monta de sus ponys.
Los jinetes mongoles estaban considerados como los mejores del mundo y en el campo de batalla no tenían rival. Éstos centauros utilizaban como única armadura cuero de caballo, curtido por la orina del propio animal. Ésta indumentaria les proporcionaba gran agilidad, comparada con la pesadez de las cotas de malla de los caballeros europeos.
para protegerse empleaban un pequeño escudo, también de cuero, situado bien sujeto al brazo izquierdo. Vestían túnicas y debajo de éstas otras prendas bien ceñidas al cuerpo. Ésta composición de vestimenta ofrecía una resistencia extraordinaria a la punta de cualquier flecha enemiga.
Su principal potencia de fuego residía en formidables arcos hechos de madera y tensados por tendones. Las flechas disparadas eran muy variadas, pues en el carcaj de un arquero mongol se podían encontrar varios tipos, unas diseñadas para matar y otras que silbaban y herían, aterrorizando a sus enemigos. A nadie le apetecía mucho situarse frente a una nube de aquellas flechas mongoles. También utilizaban lanzas con gancho y lazo, dagas y enormes espadas, que según decían los chinos, llegaban a medir metro y medio.
Como vemos, cada jinete mongol se convertía en un arsenal andante, y a esto hay que sumar el enorme conocimiento que el mongol tenía de su alter ego, el caballo. Los jinetes ejecutaban maniobras complejísimas en el campo de batalla, gracias a la habilidad en el manejo de unos estribos con forma de disco, que otorgaban al guerrero gran capacidad de movimiento, virando, acometiendo y retirándose, en pocos segundos, para sorpresa de sus adversarios.
Con su cuello grueso, patas cortas y cabeza grande, el pony mongol parecía tOrPe, pero sobresalía por su resistencia y agilidad.
La caballería de Gengis se caracterizó por conseguir cubrir grandes distancias en muy poco tiempo, eran capaces de recorrer mil kilómetros en apenas cinco jornadas, debido a que cada jinete utilizaba cuatro o cinco caballos, que montaba alternativamente para evitar el cansancio de los equinos. Por tanto una horda de 20.000 jinetes era seguida por una manada de 80.000 caballos. Una estampa impresionante.
La tropa que no se encontraba en campaña, se entrenaba en el gorugen o gran cacería mongola anual. En ella los jinetes se divertían rodeando una gran superficie y acercándose paulatinamente a un punto prefijado. Cada hombre recibía una flecha para matar a la pieza, y no acertar con ésta en el blanco, suponía un pequeño descrédito para el tirador. En este juego también podían participar las mujeres.
La infantería resultaba tan extraordinaria como la caballería, y destacaba por el ardor en la lucha cuerpo a cuerpo. Pero algo fallaba en el ejército de Gengis, esos soldados, si bien se mostraban imbatibles sobre la llanura, no poseían los conocimientos necesarios para el asedio a ciudades.
Con ese fin, Gengis contrató, a base de oro, muchos ingenieros militares que llegaron de todos los confines conocidos: chinos, afganos, turcos, etc., que pronto adiestraron a los mongoles en las tácticas más novedosas del momento. Por ejemplo, de los chinos aprendieron a usar las devastadoras catapultas, desde las que lanzaban proyectiles de todo tipo, como piedras de cincuenta kilos, cadáveres de animales y humanos (preferentemente infectados por alguna enfermedad contagiosa) o bombas llameantes impregnadas en nafta, para el incendio posterior de la ciudad sitiada. También supieron como utilizar la pólvora para derribar las murallas que impedían su avance. Y se adentraron en el conocimiento de la construcción de túneles y galerías. Aquellos brutos del llano se estaban convirtiendo en sofisticados aristócratas de la guerra.
Los mongoles siempre combatieron en inferioridad numérica, por ese motivo, desarrollaron una estrategia que les daría notables éxitos. Cuando llegaban al punto elegido para la lucha, se mostraban feroces ante el enemigo, pero cuando todo hacía ver que el enfrentamiento sería inevitable, los jinetes viraban en seco, e iniciaban una supuesta retirada. Los oponentes pensaban entonces que la victoria se había decantado hacia ellos, y Se lanzaban en una alocada persecución, tendente a provocar el mayor número de bajas posible; tras unos kilómetros, los mongoles se giraban, y de forma compacta se ofrecían a un adversario que llegaba muy desorganizado por la carrera anterior. Las tropas de Gengis cubrían el cielo con miles de flechas, asestando un terrorífico golpe acompañado por sus gritos de guerra.
La victoria para los mongoles era segura, y el oponente masacrado. Esta táctica siempre salió bien en todas las campañas de Gengis Khan y en las que siguieron a su muerte, encabezadas por sus descendientes directos, Ogaday Khan, Mangu Khan y Kublai Khan.
El imperio más grande del mundo
En el año 1211, Gengis Khan se sintió lo suficientemente fuerte como para acometer su empresa más ambiciosa, la conquista de China.
A tal fin, reunió una hueste de 70.000 guerreros, que como una plaga inundaron el norte del gigantesco Imperio. En aquellos tiempos, China contaba con una población cifrada en más de cien millones de habitantes, y la zona elegida por la horda mongol tenía el 20 por 100 del total. Gengis agrupó a su ejército en la mítica Karakorun, la ciudad de arenas negras, enclavada en el corazón de su querido desierto del Gobi; y allí, dio la orden de marchar sobre una China muy dividida por los conflictos dinásticos.
Las disensiones internas de los chinos fueron bien aprovechadas por el jefe mongol que, uno tras otro, fue aplastando a los diferentes ejércitos que la dinastía Kin iba enviando.
La campaña se alargaría unos años, y alcanzó su punto álgido con la toma de Yenking, actual Pekín. Este hecho se produjo en 1215 y fue de especial relevancia para las tropas mongol, al ser capaces de vencer una resistencia obstinada de miles de chínos bien parapetados, tras unas murallas de doce metros.
La toma de la futura Pekín era el paso decisivo que facilitaría a Gengis Khan una oportunidad única para lograr el control de toda China. Pero en Mongolia, las tribus se mostraban convulsas tras la larga ausencia de cinco años que su emperador había necesitado para la empresa. A Gengis no le quedó más remedio que volver para pacificar el territorio, dejando a uno de sus generales más queridos, Muqali, como responsable continuador de la campaña. Labor que finalizó con éxito en el año 1218, cuando dominó toda la península coreana.
Gengis comenzaba a ser emperador de emperadores, y sus yurtas poblaban un terreno cada vez más extenso. Las yurtas eran las moradas típicas del desierto, resistentes tiendas de campaña que servían para todo tipo de funciones. Eran confeccionadas con tela de fieltro y se convertían en el hogar del mongol y en la cuadra de sus ponys. Pero también fueron utilizadas para el mercadeo y almacenado de diversos materiales y aliMentos. Por cierto, hablando de alimentación, hay que decir que los mongoles fueron los creadores del famoso steak tartare, carne cruda macerada entre la silla de montar y el espinazo del caballo, durante las largas galopadas.
Además de la exquisita carne cruda que podía ser de caballo, vaca o camello, los mongoles disfrutaban bebiendo kurniss, leche fermentada de yegua. Y en tiempos de rigurosa escasez, practicaban un corte en el cuello de su caballo para extraer sangre con la que se alimentaban, curando posteriormente la herida producida. Como vemos, equino y humano llegaban a fundirse en uno. Pero jamás los mongoles recurrieron al canibalismo, como decía su leyenda negra. Comer cosas imposibles sí, pero sobre la ingesta de enemigos no existen pruebas acreditadas.
Tras el completo dominio del norte de China y de la península coreana, las fronteras de Mongolia se habían extendido notablemente. Además, muchos reinos fronterizos eran vasallos del Khan. Así llegó el año 1219, uno de los más sangrientos de la historia.
Después de las conquistas en Oriente, Gengis se fijó en Occidente, ya que los límites de su Imperio tocaban a Karhezm, el reino más poderoso del Islam. Los territorios de Karhezm comprendían Irán, Irak y buena parte del Turkestán occidental. Al frente de ese Imperio se encontraba el shah Ala-ed-Din Mulianimad.
Gengis Khan era consciente del poderío musulmán y conocía la formidable maquinaria bélica del sultán, que contaba con más de 400.000 soldados dispuestos a defender las fronteras de Karhezm. Por tanto, el emperador no estaba dispuesto a iniciar una nueva guerra, y envió una caravana de mercaderes con lujosas ofrendas consistentes en jade, marfil, oro y pieles de camello blanco. Pero la respuesta que encontraron aquellos cuatrocientos cincuenta comerciantes cuando llegaron a las puertas de la ciudad de Utrar, fue la muerte y el saqueo, al pensar el gobernador que esos supuestos emisarios, no eran más que espías enviados por Gengis. Este hecho contrarió profundamente al líder de los mongoles, que rápidamente despachó a un diplomático a Samarkanda, con el fin de pedir explicaciones y sobre todo, exigir la cabeza del gobernador de Utrar. El shah, lejos de excusarse, ordenó la muerte del embajador. Para los mongoles, los diplomáticos eran intocables, y la muerte del enviado por el Khan fue el detonante de una de las guerras más sanguinarias que vieron los siglos.
La ira de Gengis no se hizo esperar y él mismo se puso al frente de una horda que entró a sangre y fuego en el Imperio Karhezm. Cuentan los escrupulosos cronistas árabes, que en la primera batalla librada los mongoles causaron 160.000 bajas entre el ejército del shah, provocando el pánico de los supervivientes que huyeron despavoridos. Lo siguiente fue vengar la muerte de sus emisarios sitiando Utrar. Tras cinco meses de agónico asedio, pasaron a cuchillo a sus moradores, matando al gobernador de una manera horrible, cuando vertieron plata fundida en sus Ojos y oídos.
Después del escarmiento, Gengis dividió sus tropas en varias columnas, consiguiendo una maniobra envolvente que atrapó a Mulianimad en un callejón sin salida cerca del mar Caspio, donde rodeado por los generales mongoles, murió víctima de la pleuresía según unos y suicidado según otros.
La resistencia musulmana continuó en la figura de Jalal, hijo de Mulianimad, pero duró poco tiempo, dando a los mongoles una victoria tan aplastante, que aún hoy, es recordada por los habitantes de aquellos países que sufrieron como nadie el rodillo de Gengis Khan.
La victoria sobre la desconsolada tierra karhesmia no hizo más que acrecentar la aureola del emperador, con episodios trágicos como la toma y destrucción de Utrar, Bujará, o Sarnarkarída donde, tras arrasarla, capturó a más de treinta mil personas que constituían la flor y nata de los profesionales musulmanes, Funcionarios cualificados, herreros, artesanos y de otros gremios, fueron trasladados a la fuerza a Mongolia, donde Jugarían un importante papel en el enriquecimiento cultural de la zona.
Gengis contaba, desde luego, con un formidable e invicto ejército, pero también es cierto que esas huestes fueron conducidas por magníficos Comandantes que eran, a la sazón, los mejores estrategas militares de la época, como, por ejemplo, Jebe y Subedei. Estos fieles soldados gozaban de la total confianza de su Khan cumpliendo al milímetro sus deseos, hostigando a los restos del ejército karhesmio por todos los territorios del Indo, donde abrieron una puerta hacía la India.
También, Subedei bordeó el mar Caspio entrando en Georgia, donde apenas encontró oposición; dado que en aquellos años los príncipes rusos se hallaban muy lejos de la unidad, enzarzados en eternas guerras civiles. Los mongoles se aprovecharon como siempre de las circunstancias políticas de sus enemigos y, aunque en 1223, los rusos dejaron atrás sus disputas para enfrentarse al nuevo invasor, la horda mongol les venció en el río Kalka. En esa batalla, 80.000 rusos y aliados no pudieron hacer nada, frente a los 20.000 arqueros mongoles.
El poder mongol se extendía a lo largo de cientos de miles de kilómetros. Desde Europa oriental, hasta la península coreana, todo el mundo bajaba la voz para hablar de Gengis Khan, nadie osaba oponerse a él. Contaba con el mejor ejército de su tiempo y, sobre todo, con la ambición necesaria para la conquista, no en vano, era el señor de todos los océanos.
Gengis aseguró su nuevo imperio con numerosos acuartelamientos y un férreo sistema de comunicaciones. Por fin, se fijó su último gran objetivo, concluir la conquista de China.
Aquel siglo violento
El gran líder ordenó el reagrupamiento de sus tropas en Karakorun, y hacia allí se dirigía cuando de repente, tras pasar casi cinco años por las estepas del Asia central, sintió como la muerte llamaba a su persona.
En este capítulo final en la historia del emperador de emperadores se mezcla leyenda y realidad. Si atendemos a lo primero, veremos como Gengis sufrió una aparatosa caída de su caballo cuando se encontraba en una cacería de asnos salvajes. Las heridas ocasionadas por este hecho, trajeron como consecuencia un fatal desenlace. La realidad nos dice que el supremo jefe mongol murió el 18 de agosto de 1227, postrado en la cama de su yurta, posiblemente afectado por el tifus y rodeado por sus apesadumbrados hijos.
Gengis Khan murió cuando tenía 60 años, pero con su muerte no terminó la historia de los mongoles, por el contrario, sus herederos fueron dignos continuadores de la obra emprendida veinte años antes.
Gengis había hecho testamento dejando a sus cuatro hijos todo el imperio, repartido de esta manera: al primogénito Yuri le correspondieron las estepas del Aral y del Caspio (muerto antes que su padre, sus territorios los heredó su hijo Batu); para Yagatay fue la región entre Samarkanda y Tufán; al tercero, Ogoday, el que sería proclamado en 1229 gran Khan, le correspondió la región situada al este del lago Baikal; y por fin, a su cuarto hijo Tuli, le tocó asumir el gobierno de los ancestrales territorios mongoles, incluido el lugar natal de la familia, cerca del río Onón.
Antes de fallecer, tuvo la oportunidad de hablar con su hijo Ogoday, transmitiéndole las últimas órdenes para la invasión del reino traidor de Ningxia, que años antes le negara tropas para el ataque a Karhezm. Casi a punto de expirar, consumó su último acto de venganza, Ogoday cumplió la orden y masacró a los ningxios.
Hay mucha controversia sobre la posición exacta de la tumba de Gengis Khan. Según cuenta la historia secreta de los mongoles (libro escrito en 1240 para ensalzar la obra de Gengis) el emperador fue enterrado en un lugar secreto supuestamente cercano al monte Altay.
En su viaje final le acompañaron cuarenta doncellas vírgenes que fueron sacrificadas junto a sus cuarenta mejores caballos. Además, muchos guerreros mongoles, conocedores de la ubicación, se suicidaron gustosos junto a sujefe, y más de mil jinetes galoparon sobre la tumba varias veces, hasta que el lugar quedó irreconocible.
La ubicación exacta de la tumba de Gengis Khan sigue siendo un misterio, aunque recientes investigaciones a cargo de arqueólogos chinos, nos hablan sobre la posibilidad de que ese sepulcro se encuentre cercano al lugar de nacimiento de Temujin, como era costumbre en el pueblo mongol.
El siglo XIII fue del dominio mongol. A Gengis le sucedió Ogoday su hijo, que prosiguió con las exitosas campañas, y a la muerte de éste, otros Khanes del linaje mantuvieron vivo el sueño del emperador, hasta que Kublai Khan, hijo de Tul¡ y nieto de Gengis, cumplió con el viejo sueño de su abuelo, la conquista de China, creando la dinastía Yuan.
Pero tras aquel siglo inicial, el poder mongol se fue diluyendo en varios kanatos, que pronto se enfrentaron entre sí, hasta que se perdió la idea original. Incluso Occidente permaneció ajeno a su figura, hasta que en el siglo XX se recuperó con vigor, hasta tal punto que, algunos consideran hoy en día a Gengis Khan como el personaje más influyente del segundo milenio. No está nada mal, para un nómada del desierto.
En la actualidad, por paradojas del destino, Mongolia vive prácticamente dentro de los mismos límites geográficos que vieron nacer a Temujin. Más de un millón y medio de kilómetros cuadrados, con unos dos millones seiscientos mil pobladores (casi los mismos que en el siglo XIII).
Curiosamente, si el emperador levantara la cabeza, vería preocupado la precariedad por la que atraviesa su tribu.
Hasta hace bien poco, Mongolia se encontraba unida a los intereses rusos, siempre vigilada por los anteriormente conquistados chinos. Para colmo, el señor de todos los océanos, no tendría ni un solo metro de costa donde poder disfrutar del mar.
Afortunadamente, desde el año 1992 los mongoles eligieron el cauce democrático. Esa opción ha permitido que jóvenes generaciones establecidas en taiga, estepa y desierto, puedan conocer y reivindicar la figura del hombre más importante de su país.
Hoy en día, la imagen de Gengis Khan se puede contemplar sin temor a la represión, por las calles y comercios de la capital Ulan Bator o de cualquier ciudad mongol. También se puede ver sobreimpresionada en el papel moneda.
Lejos de la prohibición impuesta por soviéticos, chinos y gobiernos mongoles afines, el viejo guerrero resurge poderoso para proclamar el orgullo y el afán de independencia, de la etnia que le vio nacer y morir como héroe.
El siglo XIII está considerado por todos los investigadores como el más violento de toda la historia. Sólo encuentra parangón en el perdido siglo XX. Uno de los que procuraron que eso sucediera así, fue el protagonista de nuestro pasaje, su nombre Gengis Khan.