Capítulo 9
Me muero de calor, hacía tiempo que no
sentía esta sensación, pero estoy bien. Más que bien. Lo miro y no
puedo dejar de besarlo, no me importa que nos vean, y por lo visto
a él tampoco, aun siendo su negocio. Sus manos recorren mi cuerpo
consiguiendo excitarme con un simple roce. Me asfixio y comienzo a
agobiarme de estar encerrada, creo que estoy hiperventilando cuando
sus brazos rodean mi cintura y siento su miembro en mi espalda. No
puedo pensar con claridad, sólo siento su palpitación y necesito
gritar, desahogarme de un modo extraño.
—¿Quieres que vayamos a un lugar más íntimo?
—me susurra al oído, y asiento con los ojos cerrados.
Su voz penetra de una forma especial en mi
interior, podría hacer lo que me pidiera sin la menor
desaprobación, y no sé si es bueno o malo, pero no me
importa.
—Por favor —digo.
Andrés gira entonces mi cuerpo con la fuerza
de sus brazos y me besa, abro los labios para recibirlo y siento
cómo mi cuerpo se acelera. No es suficiente, necesito mucho más.
Sus manos aprietan mi cintura con fuerza, me hace daño, pero no me
quejo, continúo besándolo como si no pudiera hacer nada más en el
mundo.
—Vámonos.
Le sujeto la mano y lo sigo hasta una puerta
que nos lleva a la calle de atrás, donde hay un coche con la puerta
abierta, esperándonos. Por un instante lo miro confusa, dudo en si
está bien que me monte.
—No te voy a hacer nada que tú no
quieras.
Se adentra en la parte trasera del coche y
la duda se cierne en mi mente intentando que piense, que no actúe
por impulsos como he hecho siempre. Hay un momento en el que siento
pánico a subirme, temo que pueda hacerme algo, pero mis miedos no
son lo suficientemente fuertes para que no lo haga. El corazón me
late con fuerza y mi cuerpo está humedecido, tanto que, cuando
estoy sentada a su lado, siento la necesidad de lanzarme sobre él,
pero me contengo.
—¿Quieres que abra la ventanilla?
—Sí.
Inhalo el aire que entra y cierro los ojos
intentando mantener la cordura. Estoy en un coche que se dirige por
la ciudad de Madrid a algún lugar que no conozco, pero, a pesar de
ello, me siento segura, porque Andrés no me fuerza a nada. Desde el
primer momento que me he cruzado con él ha sido caballeroso y
atento.
—¿Estás mejor?
Asiento con los ojos cerrados cuando se
mueve a mi lado y observo cómo se saca la camisa de dentro de los
pantalones y mi garganta vuelve a secarse. De nuevo aparece la
sensación de no poder controlarme, tanto es así que me lanzo sobre
él ante su sorpresa.
Me siento sobre sus muslos y mis manos se
enredan en su cabello inclinándole la cabeza hacia atrás, y lo
beso, lo saboreo, mi lengua se enreda con la suya de forma
agresiva, y lo único que se oyen son gemidos contenidos que salen
de nuestras bocas. Sus dedos se clavan en mis nalgas haciéndome
daño. A pesar de lo que pueda parecer, me excita, me atrae esa
mezcla de pasión y dolor que ya descubrí junto a Claudio.
Desabrocho su pantalón sin pensar que en el
asiento de delante hay un hombre que está conduciendo, el cual no
ha dicho palabra alguna, pero, por una extraña razón, no puedo
parar. Acaricio su miembro. Es muy grande. Más que los que había
visto hasta ahora, pero no me asusta; todo lo contrario, imagino
tenerlo dentro de mí. Agarra mi mano y la coloca rodeando su pene,
siento un tacto extraño que me llama la atención, pero no es más
que un preservativo en la punta que se va colocando poco a poco
conforme nuestras manos bajan presionando su robusto miembro.
Andrés dirige mis caderas con fuerza hasta
que la punta roza mi húmedo sexo, tanto que entra sin ningún
problema hasta el interior, arrancando un grito gutural de ambos.
Nos movemos sin importarnos dónde estamos ni quién nos puede ver.
Ladeo las caderas para incrementar mi placer, no puedo parar, mi
respiración está agitada. Siento cómo los latidos de mi corazón van
más rápido de lo normal, pero nada me importa. Sólo necesito más, y
Andrés me lo está dando. No para, él sigue mi ritmo, hasta que en
un alarido alcanzo el clímax y quedo tendida sobre él, sin apenas
fuerzas para moverme.
—Sabía que te iba a gustar —dice—. Eres como
yo, no tengo duda.
A continuación, le pide al conductor que
detenga el coche y veo cómo la puerta de éste se abre y se
cierra.
—Qué vergüenza. —Me tapo la cara con las
manos.
—¿Por él? —me pregunta Andrés. Retiro las
manos para que me vea y pueda comprobar que claro que es porque
acabo de echar un polvo en el asiento de un coche con alguien
delante que ha sido espectador de cada uno de mis jadeos—. Es de
confianza —añade.
Luego coge un pañuelo y agarra mi barbilla
para retirar las gotas de sudor que empapan mi rostro. No sé qué le
pasa a mi cuerpo, estoy sudando como si llevara horas corriendo y
aún me siento alterada, excitada, como si no hubiera tenido
suficiente.
Me estiro la falda con las manos y me
acomodo en el asiento. Pero él baja entonces del coche y me ofrece
su mano. Yo la miro fijamente antes de agarrarla y bajar yo
también. Frente a mí, me encuentro con una puerta.
No pregunto. Sólo lo sigo hasta el interior.
Me invita a pasar delante de él y observo que a mi derecha, justo
en la entrada, hay otra puerta con un panel de seguridad.
—Sube arriba —me indica.
Miro la escalera de moqueta negra, que llega
a una segunda puerta iluminada por una tenue luz amarillenta. En
este momento imagino a mi madre diciéndome que estoy loca, que no
debo continuar subiendo, que me dé media vuelta y me vaya a mi
casa. A pesar de ello, quiero seguir, quiero ver qué es lo que se
esconde tras la puerta.
Tropiezo con uno de los escalones, pero no
me caigo porque sus manos me agarran de la cintura y lo
evitan.
—Gracias.
Me gira y vuelve a besarme en los labios,
esta vez de forma parsimoniosa, consiguiendo que pierda la razón y
no pueda más que dejarme llevar por él.
Agarrada de su cintura, subimos los
escalones hasta abrir la puerta que nos lleva a una gran sala
oscura, en la que no veo a más de diez personas tomando unas copas
en unos sillones.
—Bienvenida a mi segundo negocio.
—No has perdido el tiempo, ¿eh?
Andrés sonríe ante mi comentario, luego me
dirige hasta un sillón que está libre y me pide que espere un
momento.
Veo cómo se acerca al fondo, donde hay una
pequeña barra de cuero negro en la que una chica asiente y le
prepara lo que acaba de pedirle. Observo el lugar y muevo la cabeza
al ritmo de la música ambiental.
—Bebe. —Me ofrece una botella de agua, y yo
lo miro con cara obtusa.
—¡No quiero agua!
—La necesitas.
Retira el sudor de mi frente y me doy cuenta
de que tiene razón. Bebo de un trago casi media botella y la dejo
en la mesita de vidrio que tengo justo delante. Pero no he saciado
el nerviosismo que perdura desde hace un buen rato, y él lo
sabe.
—Vamos abajo.
Me pongo en pie deprisa y mi cuerpo no
responde. La bebida me ha afectado más que de costumbre, hasta el
punto de que creo que voy a caerme del mareo que siento, pero no lo
hago porque él vela porque no sea así.
Bajamos de nuevo la escalera que hemos
subido hace apenas unos instantes y Andrés abre la puerta con un
código que no logro ver.
Doy un paso al interior de una gran sala
donde hay un despacho en uno de los extremos y, justo delante, un
gran dormitorio al lado de un baño. No hay ninguna pared ni
separación que dé privacidad. Así que mi mente comienza a dar
vueltas y empiezo a saber dónde me encuentro.
—¿Aquí se viene a…?
—Ésta es mi casa. Mi despacho —señala al
fondo—, mi dormitorio y mi baño. Lo que has visto arriba, sí, es un
lugar adonde se viene a mantener relaciones sexuales.
—Un lugar secreto…
—Exclusivo, donde cada uno hace lo que
necesita, eso sí, bajo unas normas expresas de las que se informa
en el momento de firmar el acuerdo. —Abro los ojos aún más y él
continúa explicándome—: Es sexo, sí, pero respetamos la voluntad de
cada persona, y nadie puede violarla bajo ningún concepto.
—¿Me vas a hacer daño? —Mi pregunta denota
lo mucho que desconozco este mundo.
—Sólo el que tú quieras que te haga.
—No quiero que me hagas daño —respondo como
una autómata.
—Pues no te lo haré. —Agarra mi mano y
siento una seguridad que me calma—. Aquí no puede acceder nadie,
estamos solos tú y yo. No te obligo a nada, sólo haremos lo que tú
quieras. —Acaricia mi boca y vuelvo a sentir que mi cuerpo se
excita—. Pide por estos labios y cumpliré tus deseos.
No sé por qué su voz me estimula tanto, por
qué no temo estar en este lugar y por qué lo único que quiero es
que vuelva a besarme.
—¡Dime qué necesitas! —Su tono autoritario
me humedece más de lo que jamás imaginé que podría hacer.
—Bésame —digo y, acatando mi orden, él
agarra mis nalgas, me alza sobre sus caderas y me dirige hasta la
pared para besarme, y vaya cómo lo hace.
Clava fuerte sus dedos, me duele y me gusta
del mismo modo. «Quédate conmigo», oigo la voz de Claudio repetirse
en mi mente. Sé que no está, pero lo siento muy cerca. Imagino que
sus manos me acarician la columna vertebral. Huele a su perfume,
sus mechones de pelo rozan mi nuca y siento un escalofrío como si
realmente estuviera tras de mí. Sé que es imposible, pero juraría
que cuatro manos me están excitando, me están llevando a perder la
cabeza. Claudio está aquí.
—Pide que te follemos duro —oigo a Andrés
exigiéndome que le repita. Sin embargo, las palabras no salen de mi
boca, mi mente está perdida, las sensaciones me sobrepasan—. ¡Hazlo
ya!
—¡Fóllame duro! —grito extasiada.
—¡No! ¡Folladme duro! ¡Repítelo! —me exige
al tiempo que se detiene.
Entonces siento que mi mundo se hunde, se
dirige hacia una oscuridad que no me gusta, que me recuerda al
momento en el que me di cuenta de que no iba a estar nunca más a mi
lado. Claudio vuelve a alejarse y no puedo permitirlo.
—¡Folladme, folladme duro! ¡Ya!
Andrés camina conmigo en brazos hasta
dejarme de pie frente a la cama. Él permanece a mi espalda sin
dejar de acariciarla y besarla, pero mi cuerpo se yergue cuando veo
un cuerpo desnudo tumbado en la cama: es Claudio. Lo veo. Ha vuelto
a mi lado y no quiero que se vaya, sé que no debería doblegarme tan
fácilmente, pero ahora mismo no pienso con claridad.
Andrés me invita a tumbarme sobre él, y yo,
sobrecogida y avergonzada, lo hago sin mirarlo a los ojos. Los
cierro, no quiero ser consciente de lo que estoy a punto de hacer.
Su pecho sube y baja, a la vez que su pene erecto se clava en mi
sexo. Las manos de Andrés hunden la cama y se tumba encima de mí,
encima de nosotros.
—Andrés…
—Tranquila, confía en mí. No haremos nada
que no quieras.
—Pero él…
—Imagina que es quien tú quieras, tu
imaginación no tiene límites. —Se acerca a mi oído y siento su
respiración—. Para ti puede ser Claudio, esta noche sí.
Sin poder remediarlo, jadeo. Mi cuerpo se
mueve y algo se enciende en mi interior, algo que despierta un
placer que ya no puedo parar. Siento cómo ambos se introducen en
mí, me duele, me tira, pero me gusta. Les digo que no paren, que
quiero más. Jadeo nerviosa, noto cómo me muerden, cómo me tiran de
la piel con sensuales pellizcos que me vuelven loca, y no los dejo
parar. Claudio está disfrutando de mis pechos y Andrés se pierde en
la línea de mi espalda.
Los noto a los dos dentro de mí,
balanceándose acompasados, consiguiendo que mi interior esté a
punto de partirse en dos, pero, lejos de ello, me abro más, fuerzo
las estocadas para sentirlas más fuertes. Agarro la sábana con
fuerza y grito, lloro, le doy fuertes golpes en el pecho a Claudio,
golpes que Andrés para al sostener mis manos con fuerza sobre la
cama. Oigo cómo jadean y me animan a correrme, quieren que les
entregue mi pasión, y yo no puedo más que dejarme llevar hasta que
aprieto los dientes con fuerza y un gemido me retuerce en un
orgasmo que me deja exhausta entre los dos cuerpos, tendida sobre
la fría sábana de satén.
* * *
Doy una vuelta adormilada y vuelvo a
quedarme dormida. Poco a poco, me desperezo y miro al techo sin
saber dónde estoy. Mi reflejo en el mismo me asusta. Me siento de
rodillas sobre la cama y me tapo con la sábana al tiempo que
observo a mi alrededor. No veo a nadie, vuelvo a dirigir la vista
al techo y me veo reflejada con cara de estupor.
Mi melena está revuelta, señal de que he
tenido una noche de sexo, de mucho sexo. Oigo un ruido al fondo de
la habitación y miro detenidamente hasta que veo a Andrés. A él lo
recuerdo, pero no lo que ocurrió ni cómo llegué a este lugar.
—Hola. —Mi voz suena frágil y está teñida de
vergüenza.
Pero él, tan seguro como lo conocí el día
anterior, se acerca hasta el borde de la cama.
—Buenos días. ¿Quieres beber algo? Debes de
tener sed.
Asiento y veo cómo camina hacia una nevera,
vierte una botella de agua de cristal en una copa y me la
entrega.
—Dime que no hice nada de lo que tenga que
arrepentirme. —Me tapo la cara con las manos, observándolo entre
los dedos.
—¡No lo hiciste! —Se ríe con una carcajada
que me tranquiliza—. Disfrutamos mucho.
—Menos mal.
—¿Recuerdas algo?
Niego en silencio, a pesar de que ciertas
imágenes aparecen vagamente. Cuando me acomodo para beber, siento
una molestia en el trasero, está dolorido y no digo nada, aunque
compongo un gesto de dolor.
—¿Te duele? Eres muy salvaje, sólo querías
más. —Su voz es lasciva, y me gusta ver que al menos uno de los dos
recuerda lo bien que lo pasamos.
—Eso no es malo, supongo —digo.
—No, todo lo contrario. No sabes lo que me
gusta.
—No entiendo porqué tengo la cabeza
embotada. —Me aprieto la sien intentando relajarme—. ¿Tanto
bebí?
—Digamos que te ayudé a excitarte —dice como
si nada, y no me gusta.
—¡¿Me drogaste?! —Sólo de pensarlo, me
enfurezco.
—No —afirma muy seguro de sí mismo.
—¿Entonces? No comprendo…
—El alcohol, consumido con ciertas
sustancias naturales, excita al ser humano.
—Yo a eso lo llamo drogar.
Me pongo de pie y cojo la ropa que está
doblada sobre una silla.
—Tengo que irme a trabajar.
—Poco a poco, las imágenes aparecerán en esa
cabecita —camina hasta mí y da ligeros toques sobre mi frente, pero
no quiero mirarlo—, y quiero que me preguntes.
—¡¿Tú quién te has creído que eres?! —Lo
sorprendo de pronto con mi reacción—. ¿Crees que soy idiota y no sé
que anoche te aprovechaste de mí? Debería llamar ahora mismo a la
policía y denunciarte.
—Hazlo. —Me pone su teléfono en una mano y
retrocede unos pasos de brazos cruzados.
No lo he asustado, para mi desgracia, y la
verdad es que no sé ni lo que siento. Sí, estoy enfadada porque me
ha drogado con vete tú a saber qué, o estoy alterada porque las
situaciones que recuerdo me gustaron, o no… Lo veo todo
confuso.
Lanzo el teléfono móvil sobre la cama y
comienzo a vestirme ante su impasible cuerpo, que espera frente a
mí sin decir nada. Me doy la vuelta, provocándole que sonría, y
sigo vistiéndome. Cojo mi bolso y camino sin mirar atrás hasta
llegar a la puerta.
Tiro del pomo, pero no abre. Y vuelvo a
hacerlo, en vano.
—Si me permites —oigo que dice a unos
centímetros de mi espalda.
No quiero girarme. Cruzo los brazos y siento
cómo su espalda roza la mía para acercarse al panel, donde marca
cuatro dígitos, y un ruido me anuncia que la puerta está
abierta.
Ese perfume… Lo recuerdo. Cierro los ojos.
Vuelvo a excitarme. Me gusta. Me enfado. No sé qué es lo que ha
pasado y eso me enfurece, pero a la vez siento curiosidad.
—Adiós —digo antes de salir por la
puerta.
Pongo un pie en la calle, donde respiro
profundamente al sentirme lejos de él. No dejo de repetirme una y
otra vez que qué he hecho, cómo he podido perder el control de mí
misma de la manera más tonta del mundo. «Joder, María, pareces de
pueblo…»
Maldito Claudio, él es el único culpable de
todo. Ayer quería olvidarme de él y lo he intentado de la forma más
rastrera posible. No sé dónde estoy, pero necesito llegar a la
galería cuanto antes. Giro la calle y reconozco el lugar, bastante
lejos a mi pesar, por lo que no lo dudo un instante y paro un
taxi.
Cuando alcanzo la puerta y giro la llave me
siento aliviada al comprobar que he sido la primera en llegar.
Entro a toda prisa al baño para cambiarme de ropa y poder comenzar
a pintar, y entonces me doy cuenta de que en el brazo derecho tengo
un morado bastante grande, al igual que en las piernas y en las
caderas. Son dedos que han apretado con saña, y no recuerdo cuándo
sucedió. Siempre me ha gustado que Claudio me presionara, el dolor
que ejercía era placentero, pero ¿tanto como para tener estos
cardenales?
Por suerte, la ropa que tengo en el estudio
es de manga larga y Yué no me verá las marcas; es capaz de matarme
si sabe lo que ha pasado.
Comienzo a darle trazos a mi mural, es
enorme y las fuerzas me flaquean, pero quiero tener la mente
ocupada. No obstante, me resulta imposible. No dejo de ver flashes
de lo ocurrido la noche anterior, cómo lo besé, la bebida que me
dio, la sudoración de mi cuerpo, la necesidad de salir a un espacio
al aire libre, en el coche, en su casa… Cómo me besaba, sus manos,
su cuerpo desnudo… No tenía la sensación de tener miedo, de estar
forzada, todo lo contrario, él me preguntaba, hacía lo que yo le
pedía.
Recuerdo a dos hombres, uno era Claudio,
pero yo sé que fue fruto de mi imaginación, eso seguro.