Capítulo 10
—Morena, ¿cómo ha ido la noche? —La voz de
Yué me sobresalta. Estaba tan concentrada en mis pensamientos que
ni me he dado cuenta de que ha entrado.
—Veo que la tuya bien —juzgo por su rostro
alegre.
—Sí, Biel es tan… Dios… —Se sienta en el
sofá y veo su cara de enamorada hasta las trancas. Mi amiga ha
vuelto a caer rendida—. Cuéntame cómo es Andrés.
—No quieras saberlo…
Me mira con cara de «Déjate de rodeos y
habla».
—Pasional hasta el extremo —contesto—,
detallista, ardiente… Demasiado para mí.
—¿Perdona? ¿Demasiado?
Me analiza y disimulo con todas mis fuerzas
mi confusión, así que pienso en lo que creo que sucedió, en lo que
me habría gustado que ocurriera.
—Es diferente, es exorbitante.
Lo pienso y recuerdo los flashes y se me
ponen los pelos de punta, no por miedo, no por arrepentirme, al
contrario. Me siento excitada, tentada de descubrir más, y eso es
lo que realmente me asusta, no saber dónde puedo estar
metiéndome.
—¿Como tu pintura? —Yué se pone en pie
frente a lo que llevo pintado hasta ahora—. ¿Qué se supone que debe
transmitir?
—Pena, decepción, traición… —digo en voz
baja.
—Más bien agresividad, pánico, maltrato…
—comienza a soltar la retahíla de adjetivos que, según ella,
definen mi obra. Pero a mí no me lo parece, aunque puede que esté
expresando lo que siento en estos momentos, mezclando mis
sentimientos por Claudio y por Andrés.
—Sea lo que sea, es interesante
—respondo.
—Y llamativo para la galería. —Sonríe y se
va como si nada hasta su mural, y las dos continuamos con nuestro
trabajo.
El día transcurre confuso, no dejo de darle
vueltas a lo ocurrido la noche anterior, a que Claudio aparezca tan
real, a que dude si lo ocurrido es cierto, a pesar de que soy
consciente de que es imposible que lo sea.
Yué ha quedado con Biel, tengo la impresión
de que esos dos van a retomar la relación que dejaron tiempo atrás,
y me alegro mucho por ellos. Así que yo la he animado a irse para
quedarme sola un rato. Aprovecharé para pensar y enfrentarme a
Andrés. Por más vueltas que le dé, todos los caminos me dirigen a
él, necesito respuestas, y él es el único que puede ayudarme.
Apago las luces, cierro la puerta y camino
con paso seguro hasta el local de la esquina. Cuando entro, me
encuentro con el mismo ambiente de la noche anterior. Continúo en
dirección a la barra, pero no lo veo. Le pregunto a un camarero si
Andrés está en el local y me señala justo el piso superior, frente
a nosotros. Cuando miro hacia allí, lo veo apoyado en la
barandilla, captando toda su atención. Trago saliva y me convenzo
de que estoy haciendo lo correcto.
—Necesito tu ayuda —es lo primero que le
digo sin pensar en nada más.
—Te dije que me preguntaras —responde él
tranquilo, sabedor de que lo iba a hacer.
—No sé qué pasó, si fue real o una
alucinación —digo nerviosa por todo lo que he llegado a sentir
durante el día.
—Dime de qué dudas. —Me invita a sentarme en
un sillón—. ¿Quieres tomar algo?
—Agua, pero una botella cerrada. Prefiero
abrirla yo.
—¿Desconfías?
—¿Tú qué crees? —Lo desafío con la
mirada.
—Chica lista.
Comienzo a contarle lo que recuerdo. Sólo me
interrumpe cuando algunas de las lagunas de mi mente no logran
esclarecerse, y él las completa. Puede que esté mintiéndome como un
bellaco y esté llevándose la historia a su favor, pero es lo único
que tengo y, para mi desgracia, tengo la opción de creerlo o no,
aunque todo lo que me va contando me convence, e incluso creo que
son piezas que van encajando en la historia que mi mente ya había
creado.
—¿Quieres decir que yo…?
—Quiero decir que te gustan las relaciones
al límite, que te gusta controlarlas, y podrías obtener más placer
del que hasta ahora has conocido. Sin brebajes que manipulen tu
conciencia. —Da un trago a la botella de agua—. Puedes olvidarte de
Claudio.
—¿Cómo sabes lo de Claudio? —Eso sí que no
lo esperaba.
—Cuando pedías que fuéramos más agresivos, a
Miguel lo confundías con él. —Permanece en silencio ante mi estado
de shock—. No sé qué te ha hecho, pero tratas de olvidarte de él
castigándote a ti misma.
—Lo olvidaré pronto —digo, intentando
convencerme de que así será.
—Lo dudo.
—¿Eres psicólogo? —replico molesta por
sentir que siempre va un paso por delante de mí, porque un extraño
cree conocerme a la perfección, más de lo que yo misma lo hago, un
hecho que me cabrea, y mucho.
—Lo fui, pero era muy aburrido. Prefiero mi
mundo, donde ayudo a personas como tú a encontrar su lugar, a que
sean ellas mismas y no tengan miedo a lo que sienten. Puedes ir al
local conmigo, o tú sola. Tienes las puertas abiertas.
—No sé si yo… —Dudo en aceptar algo que
desconozco, algo que no sé si me beneficiará o terminará
destruyéndome más.
—Si quieres comenzar conmigo, es tu
decisión. Hacía mucho que no encontraba a alguien como tú, y puedo
ayudarte a descubrirte.
—Ahora mismo no puedo responder. —No soy
capaz de hacerlo.
—Piénsalo, y llámame para lo que necesites.
—Me ofrece una tarjeta, que guardo en mi bolso, y suspiro
confusa.
—Tengo que irme, estoy agotada —me excuso
sin necesidad de querer dar más explicaciones. Los dos sabemos que
mi cabeza gira sin parar.
—Me encantaría visitar vuestra galería
—añade.
Debería decirle que no, que no quiero volver
a verlo, ha traído a mi vida algo que no me gusta del todo, o sí…
Estoy hecha un lío. Digamos que no entraba en mis planes.
—Claro, pásate mañana —digo. No aprenderé
nunca que con la boca cerrada no entran moscas, ¿por qué narices no
puedo cerrar el pico?
—Perfecto.
Se abalanza sobre mí y por un instante
siento miedo, pero no a que me agreda, que sé que no lo va a hacer,
mi miedo es a sentir algo más por una persona que me dirige hacia
un mundo que no sé si es el mío. Por instinto, cierro los ojos y
oigo el latir de mi corazón, huelo su perfume, y por un momento me
olvido de dónde estoy y noto cómo sus labios besan mi mejilla
inocentemente.
* * *
No puedo dormir, hablar con Andrés me ha
aliviado; bueno, ésa no es la palabra, más bien me ha despertado la
curiosidad. ¿De verdad piensa que yo puedo jugar en esa división?
Creo que no soy capaz de ir a un lugar donde sólo se practica sexo,
y no del que todos tenemos en mente. Seguro que allí ocurren cosas
terribles, y no soy una persona de juzgar, suelo tener la mente
abierta, pero no sé si hasta el punto de participar en lo que me
propone.
Sí, con Claudio me gustó el sexo rudo,
cuando apretaba sus dedos en mis nalgas y las veía rojas a través
del espejo me excitaba, pero también me encantaba su parte
romántica, cuando me abrazaba y me perdía entre sus brazos. Era la
combinación perfecta, pero no lo que hice ayer, apenas recuerdo qué
hice exactamente, y lo odio. ¿Por qué me drogó sin permiso? ¿Por
qué me hizo probar algo que no debería haber probado? Sólo fui un
muñeco, uno roto que no tenía conciencia y se dejaba hacer a su
antojo.
—La madre que me parió… —Maldigo todo lo que
se me ocurre cuando me doy cuenta de que estoy empapada. El
estómago comienza a dolerme, y necesito saciarme de algún
modo.
Cierro las piernas con fuerza y me castigo
sin poder tocarme por ser una depravada, la que tanto temía mi
madre, la que en el pueblo repudiarían, ésa soy yo, en ésa me he
convertido de la noche a la mañana, pero por más que me lo repito,
no sirve de nada.
Recuerdo las palabras de Andrés. Él quiere
que entienda que nada es tan malo, que los prejuicios son solamente
de nuestras mentes reprimidas y, como si con ello me hubiera
convencido, mi mano desciende hasta colarse entre mis braguitas y
me acaricio, me cuelo en mi interior e intento relajarme.
Cierro los ojos y pienso en sus ojos verdes,
pero no veo los de Andrés: son los de Claudio, que me está
sonriendo. Me encantaría poder abrazarlo, oír sus susurros, pero no
tengo nada de ello, ni tan siquiera el orgasmo que he tenido
pensando en él ha sido suficiente.
Me pongo de pie y me miro las manos
sintiéndome vacía. Suspiro nerviosa ante mi reacción, mi cabeza me
pide que lo haga, pero no sé si es lo mejor, si debo o no… Aun así,
sólo hay una manera de saberlo. Cojo mi teléfono y la tarjeta que
esa misma tarde he guardado en mi bolso y tecleo sin pensarlo
más:
Necesito volver.
Estoy loca de remate, ahora sí que me van a
desheredar, pero como bien dice Pablo, ojos que no ven, corazón que
no siente. Lo lamento por mis padres, pero necesito averiguar si es
lo que quiero, no puedo quedarme tumbada en la cama sabiendo que
necesito algo que ayer sentí, y ahora mismo lo veo borroso,
necesito volver a verlo, pero esta vez de verdad.
Mi teléfono suena al instante y mi cuerpo
comienza a temblar. Con un nudo en el estómago, abro el mensaje y
leo:
Éste es tu código: 9108. Estaré abajo, si me
necesitas, pregunta por mí. Andrés.
Yergo la espalda y me visto sin pensar. Ni
tan siquiera se me pasa por la cabeza si llevo el look adecuado, no me importa en absoluto nada de
eso, tengo preocupaciones más importantes a las que
enfrentarme.
* * *
Estoy frente al local. Desde que he recibido
el mensaje, no he dejado de temblar, he sopesado si estaba haciendo
bien, si debía dar media vuelta y olvidarme del tema, de él, de lo
excitada que me he sentido. Sin embargo, he sido incapaz, he
continuado mi camino hasta llegar.
Pulso temerosa en el panel el código que
Andrés me ha enviado y un sonido me indica que ya está abierto. Veo
su puerta a la derecha y llevo mi mano hasta ella. Cierro el puño y
los ojos ante la tentación de dar un golpe, de avisarlo de que ya
he llegado, pero no lo hago. Sé que está dentro, él mismo me lo ha
dicho, puede que me esté observando por alguna de las cámaras, y me
siento estúpida por no haberlo pensado antes. Busco la más cercana
para fijar mi mirada en ella e imagino que está con el mismo rostro
serio que yo, incluso puede que esté obligándose a no abrirme su
puerta y que yo sola continúe con lo que debo hacer sin su ayuda,
esta vez descubriendo por mí misma lo que quiero o no quiero
hacer.
Decido subir escaleras arriba, pero eternizo
el momento de llegar. Mis pasos son más lentos de lo que me
gustaría, creo que no voy a dejar nunca de subir, y puede que sea
la solución, aunque no he venido aquí para perder el tiempo, sino
para saber qué es lo que realmente me atrae de este lugar.
Abro la puerta y me adentro en el salón.
Nadie me mira, soy invisible para las personas que están tomando
unas copas justo delante de mí.
—¿Qué te pongo, María?
Dirijo toda mi atención a la camarera, que
me sonríe. No tengo duda de que me recuerda, y me gustaría saber si
hablé con ella y de qué, pero no le pregunto: me avergüenzo de
reconocer lo que pasó.
—Hum… —Dudo, me giro y escudriño la sala
intentando averiguar qué es lo que están bebiendo el resto, no
quiero llamar la atención, y mucho menos que se sientan atacados
por una extraña.
—Esto es lo que necesitas —oigo que dicen
entonces. La miro cuando veo una copa con una bebida roja y niego
muy seria—. Es un San Francisco sin alcohol.
—¿Qué más lleva?
—Esa bebida no lleva nada, ella tiene
prohibido drogar a los clientes. —Una voz masculina me sorprende a
mi espalda, y me giro para saber de quién se trata—. ¿Me
recuerdas?
Niego en silencio al tiempo que lo miro de
reojo de arriba abajo.
Tiene un parecido increíble con Claudio, a
simple vista podría hasta confundirlos, pero, observando sus
facciones más detenidamente, aprecio las diferencias.
—Perdona, pero no te recuerdo. ¿Nos
conocemos?
—No te preocupes, ayer estabas demasiado
desinhibida como para recordarlo. —Me guiña un ojo mostrando
complicidad—. Mi nombre es Miguel, y te aseguro que esa bebida no
lleva nada, hoy no.
No dejo de mirarlos a los dos como si
estuviera en un partido de tenis, pero no sé si puedo fiarme de
ellos. La copa tiene toda mi atención, la observo desde varios
puntos, intentando averiguar si realmente no lleva nada. Ellos me
miran, me aseguran que no lo lleva y, aunque sé que puedo
arrepentirme, la cojo y me la llevo a los labios para dar un
trago.
—Parece que está bien.
—Hoy, ni alcohol, Andrés me ha pedido que te
devuelva a casa sobria —me susurra la camarera para que Miguel no
pueda oírla.
—¿En serio? —asiente divertida.
—¿A qué has venido? —pregunta entonces
él.
Vuelvo a mirarlo antes de contestar y no
dejo de asombrarme por el parecido que guarda con Claudio. Me
detengo en sus manos. Recuerdo cómo me acariciaba la espalda y
siento un pinchazo en mi sexo que me cabrea. Porque, una vez más,
me estoy excitando con una escena tórrida que debería darme asco en
vez de despertar mi curiosidad.
—No lo sé —digo.
Discretamente, la camarera se aleja de
nosotros bastante seria; supongo que son las normas del local:
cuando una pareja comienza un contacto deben hacer como si no
estuvieran.
—Hay un privado libre, si quieres.
Clavo mi mirada en el pasillo que lleva
hasta las puertas, donde seguramente casi todas estén en uso, y
siento algo extraño en mi cuerpo. Por un lado, no quiero, porque
realmente no sé qué límites hay tras ellas, pero por otro necesito
saber hasta dónde estoy dispuesta a llegar.
—¿Te apetece? —insiste de nuevo ante mi
silencio.
Intento no pensar y, para ello, dejo la
mente en blanco. Pero Miguel está frente a mí esperando que me
decida, y yo lo único que veo es a un chico guapísimo que me está
ofreciendo sexo como si nada. Mi garganta está tan seca que me
duele tragar saliva. Doy un gran sorbo a mi San Francisco y, tras
un suspiro, le digo que sí.
Estoy loca, pero loca del todo. No conozco a
este hombre. Bueno, la verdad es que alguna vez me he liado en una
discoteca con algún chico con el que tampoco había cruzado más de
dos palabras y no más que un buen roce bailando. Lo sé, me digo a
mí misma, ésta es una liga superior, una en la que los besitos no
existen y, como poco, en cuanto cierre la puerta, me va a empotrar,
y yo lo he permitido. Lo miro al rostro y veo lascivia en sus
labios, en el brillo de sus ojos y, al bajar la vista, también
puedo casi palparlo en el bulto que sobresale de sus
pantalones.
Siento que la mano me suda, pero no quiero
dejar de dársela porque no me apetece que piense que soy una niñata
que no sé lo que quiero, aunque la verdad es que no lo sé, y me
estoy metiendo en la boca del lobo.
Marca un código para entrar cuando una mano
me agarra del brazo y no me deja continuar mi camino. La mano de
Miguel tira de mí hacia adentro, pero Andrés lo impide obligándome
a no caminar.
—¿Estás loco? Es un blanco —lo amonesta
Andrés enfurecido.
—Pero ayer…
—¡Ayer fue una jodida excepción que no
tendría que haber ocurrido! —replica disimulando ante las personas
que a lo lejos nos pueden ver.
—Disculpa, Andrés.
—Venid conmigo. —Sin soltarme del brazo,
Andrés me guía de nuevo hasta la escalera y bajamos a toda prisa
hasta llegar a su puerta, donde marca el código y nos invita a
pasar—. Miguel, quiero que ella se descubra, no quiero
forzarla.
—¡No iba a hacerlo, pero ¿qué clase de
persona crees que soy?! —Se molesta al sentirse atacado y puedo
llegar a entenderlo, porque la actitud de Andrés me llama mucho la
atención.
—¡No sabe lo que quiere! —Andrés se lleva
las manos a los bolsillos y pasea de un lado a otro.
—Eso tú no lo sabes, yo la he visto muy
convencida —replica Miguel, y se le escapa una sonrisita burlona
que a Andrés lo enfurece.
—¡No lo está, joder!
—¡Estoy aquí! ¿Lo recordáis? —Los dos me
miran y les hago un gesto con las manos para que sepan que no
entiendo lo que está ocurriendo—. Andrés, tú me trajiste aquí, y no
muy sobria. —Lo miro fijamente y él agacha la cabeza avergonzado—.
Quiero saber más, por mi salud mental, necesito saber qué hice,
pero de verdad. Poder decir si me gusta o no, por mi propia
experiencia, y esta vez consciente en todo momento de lo que
hago.
—María, ¿estás dispuesta a seguir?
—Sí, Andrés, lo estoy. —Me mira intentando
ver más allá de mis palabras, pero lo único que consigue es que me
cruce de brazos—. Es mi decisión, y si no quieres me iré a otro
lugar donde sí me lo permitan.
Veo cómo ambos se miran. Entonces Miguel
asiente y desaparece por la puerta. Nos quedamos los dos solos, y
por primera vez desde que estoy aquí no tiemblo, me siento segura
delante de él, su mirada penetra en mi interior de una forma
anómala.
—A mi manera —ruega.
—A tu manera —le confirmo que quiero que él
sea el que guíe la situación.
Veo que se aleja para llegar hasta una
nevera, de la que saca una botella de agua, y me la ofrece. La abro
y, sin más, le doy un trago tan largo que casi me la bebo por
completo.
Aquí estoy, de pie, sin saber qué hacer, sin
saber si quitarme la ropa o sentarme en la cama. Parezco una paleta
de pueblo, y es que lo soy, no puedo remediarlo. Pero él, para mi
fortuna, sabe lo que quiere. Se acerca lentamente hasta mí para
quitarme la botella de las manos y la arroja a su espalda. El
sonido al chocar contra el suelo y el imprevisto empujón que me
lanza sobre el borde de la cama consiguen que dé un grito.
—Quiero en todo momento que me digas si te
gusta, si no, o simplemente si quieres más. —Lo miro atenta, sé que
todo va a comenzar, y lo único que siento es que estoy empapada—.
¿Entendido?
—Sí —apenas susurro de forma audible.
Sus manos me invitan a tumbarme y las
caricias empiezan a recorrer mi cuerpo al tiempo que la ropa
comienza a desaparecer de mi piel. Sus labios besan mis piernas y
suben hasta llegar a mis muslos.
—¡Au! —Me encojo al sentir que me ha
mordido.
—¿Te ha dolido?
Niego con la cabeza y lo repite, pero esta
vez gimo. Me agarro a la sábana intentando mantener la calma.
Pero su lengua continúa su camino, roza mis
labios hasta que sus dientes atrapan mi clítoris y lo aprieta con
fuerza al tiempo que su lengua calma el dolor. Uno de sus dedos
desciende hasta llegar a mi ano, estoy muy excitada, tengo que
concentrarme en mi respiración para no perder el sentido. Andrés
conoce el cuerpo de la mujer a la perfección, sabe qué tiene que
hacer para excitarme.
Me tapa los ojos con un pañuelo y yo lo
dejo, lo hago porque quiero seguir jugando. El sentido de mi oído
se ha agudizado y oigo cómo la puerta se abre, unos pasos se
acercan, y sé que es Miguel.
Andrés me susurra que me ponga encima, y
noto cómo su cuerpo roza el mío hasta colocarse debajo. Atrapa mis
pechos con la boca y los muerde fuerte, más fuerte, hasta que un
grito gutural rompe el silencio de los tres.
—¿Te duele?
—Un poco —logro decir.
Antes de terminar, ha vuelto a morder el
otro pecho y yo he vuelto a gritar. Siento cómo mis muslos se
empapan y un dedo recoge mi deseo para dirigirlo hasta mi ano, lo
acaricia, cuela un dedo y oigo su suspiro.
Entonces Andrés introduce algo en mi vagina,
está frío, tiembla y despierta mi necesidad de cerrar las piernas,
pero Miguel no me deja: las suyas se han colado para no
permitírmelo. Mi respiración se acelera, mi pecho sube y baja y me
siento desprotegida, nerviosa. Trago saliva y cierro los ojos con
todas mis fuerzas, pero la ansiedad no desaparece. No me gusta
sentirme controlada, no me gusta estar a merced de otros, todo ello
me exaspera hasta el punto de sentirme frustrada.
—¿Así mejor? —oigo su voz entre un rayo de
luz que me ciega.
Tardo unos segundos en poder verle los ojos
verdes, que están apenas a unos centímetros. La intensidad de la
luz baja y mi corazón se templa.
—Mucho mejor.
Andrés saca de pronto el consolador que
tenía metido en mi vagina e introduce su miembro con fuerza. Grito,
respiro profundamente y yergo todo mi cuerpo. Miguel comienza a
lubricarme y su dedo entra con total facilidad hasta el interior,
uno, dos, tres y cuatro dedos arrancan jadeos de placer que sólo
Andrés puede ver.
Los dos permanecen inmóviles una vez dentro
y esperan a que mi cuerpo los reciba. Lentamente consiguen que las
paredes de mi interior vuelvan a lubricarse y necesite sentirlos.
Más rápido, más profundo, incluso hasta llegar al punto de doler,
porque el dolor no es malo, conforme el cuerpo se acostumbra es
placentero, y yo, en este momento, necesito más de todo. Más
placer, más besos que robo de la boca de Andrés, más estocadas que
ambos me entregan gustosamente, y entonces mi mente vuelve a
jugármela.
El pelo de Miguel roza mi espalda y mi
cabeza imagina a Claudio ahí atrás, penetrándome como lo hace él
sin temor a hacerme daño. Busca mi placer, el suyo, el de Andrés.
Todos queremos lo mismo y nos dejamos llevar hasta caer rendidos
encima de la cama enredados unos sobre otros, sin importarnos nada
más que respirar.
—Esta mujer no es un blanco —oigo que dice
Miguel derrotado.
—Sí lo es, al menos hoy.
No digo nada, no los miro, sólo medito con
los ojos cerrados unos segundos. Intento comprender qué es lo que
he sentido, e incluso me autocastigo por haberme gustado. A cada
uno de mis lados hay un hombre, y no quiero verlos, no estoy
preparada para asumirlo.
—Miguel, vete.
Entonces siento cómo la cama se mueve
perezosamente y unos pasos me anuncian que estamos los dos
solos.
—María, habla. Dime qué sientes, no te
calles, porque no te hace bien —me pide Andrés.
—No lo sé.
—Sí lo sabes, sólo tienes que pensar en lo
principal. —No lo oigo, permanece en silencio, y yo con los ojos
cerrados sin ser capaz de mirarlo a la cara—. ¿Te has sentido
coaccionada en algún momento?
—No —respondo muy segura.
—¿Obligada a seguir por nosotros?
—No.
—¿Tienes miedo?
No respondo, no sé qué decirle. Ellos tienen
más que asumido este tipo de relación, pero yo no. Yo estoy
descubriendo mi cuerpo, mis límites, y no puedo evitar sentir que
le estoy fallando a Claudio.
Maldito Claudio.
—¡María, mírame! —Andrés agarra mi nuca y la
zarandea suavemente hasta que abro los ojos y veo su rostro serio
analizándome—. No te calles, te voy a ayudar, no pienso dejarte
sola en este camino, pero necesito que confíes en mí.
—Es raro… —logro decir al fin.
—¿El qué? —pregunta en un susurro que
consigue erizarme el vello.
—Estoy tumbada desnuda ante ti, que no somos
nada… Miguel acaba de irse… Puede que sienta que me estoy fallando
a mí misma.
—Es una reacción típica ante una situación
fuera de lo común —responde, y lo dice tan fácilmente que hasta
parece que tenga razón, que no es que me haya convertido en la
depravada más estúpida del día. Simplemente he vivido algo fuera de
lo habitual.
«¿A que suena bien?» Sí no fuera porque no
sé ni cómo me siento…
—Tu mente debe liberarte, es la única que lo
logrará. —Da unos toquecitos suaves en mi sien y suspiro
profundamente—. ¿Qué te preocupa?
—No quiero volver si no es contigo.
—Es mi casa, siempre que vengas estaré. Te
lo aseguro.
Me rodea con sus manos y me da el abrazo que
necesitaba, la sensación de volver a tener a una persona a mi lado
con la que puedo contar. A pesar de que nuestra relación es
diferente, sé que Andrés ha llegado a mi vida para darme la mano y
caminar juntos.