Capítulo 1
Estoy sentada en el asiento que la compañía
aérea me ha indicado cuando he facturado, el más cercano a la
ventanilla, rodeada de desconocidos que tendré que ver durante unas
horas (ya llevo más de tres); el viaje es largo, pero estoy segura
de que valdrá la pena. Me siento afortunada por ser una de los
veinte elegidos para participar en el encuentro de «El erotismo».
Aún recuerdo la cara que se le quedó a mi madre cuando dije esas
palabras, no sé adónde pensó que me iba, seguramente me imaginaba
participando en una orgía. No puedo evitar reír al recordarlo. Mi
padre, en cambio, sonreía sin decir nada para evitar que se
enfadara con él.
La dejé sin habla, lo único que repetía era:
«Por Dios, en el pueblo van a pensar que eres una depravada…». Ése
es mi lastre: el pueblo. Yo no quiero pertenecer a ese lugar. Allí
nadie me entiende, no entra en mis planes ser la cajera de la
gasolinera o del único supermercado que hay. Mis amigas pueden ser
felices con esa vida, pero yo no. Mis aspiraciones van más allá,
disfruto pintando; desde pequeña he tenido un pincel en las manos y
desde siempre dibujo lo que veo o imagino. Por mucho que quisiera
estudiar, me era imposible, siempre desviaba la atención
garabateando en cualquier trozo de papel que tuviese a mano. Hasta
que por fin pude plantarme ante mis padres y decirles que quería
estudiar arte. A mi madre no le parecía bien, pero tras sus
intentos fallidos por convencerme de que fuera la notario del
pueblo, que por aquel entonces no había ninguno, desistió y me
permitió estudiar la carrera que yo había elegido.
Hace unas semanas encontré por Internet un
concurso de pintura, el tema era de libre elección dentro del
erotismo, y sin pensarlo dejé volar mi imaginación dibujando la
figura de una pareja sobre la nieve completamente desnudos.
Místico, impensable en la vida real, pero tras unos trazos suaves y
delicados conseguí cautivar a alguien, ya que me eligieron, y aquí
estoy, camino de Nueva York, rumbo a una de las ciudades más
cosmopolitas, con la que he soñado miles de veces.
Cuando aterrice me espera un duro trabajo;
durante un mes estudiaré en una de las escuelas más importantes del
mundo, y estoy deseando llegar. Por suerte, tengo una tableta que
me regaló Pablo, mi mejor amigo, al despedirnos. No quería que
perdiéramos el contacto y la compró para que tuviera conexión a
Internet en todo momento.
Aún queda la mitad del trayecto, y necesito
distraerme para no aburrirme, así que busco música que tenía
guardada en el teléfono y consigo evadirme un rato del vuelo, creo
que hasta doy alguna cabezada. Sumergida en mis pensamientos,
apenas me doy cuenta de que el piloto nos ha indicado que nos
abrochemos los cinturones, ya que en breve aterrizaremos.
En ese mismo instante siento un mareo, creo
que me va a dar algo de un momento a otro, pero logro respirar
hondo y trato con todas mis fuerzas de relajarme. Sin embargo, por
mucho que lo intento, saber que estoy llegando me pone nerviosa,
más bien, atacada. Me abrocho el cinturón y me agarro las piernas
como si con ello pudiera ayudar a tomar tierra. Unas turbulencias
hacen que todos se asusten. Discretamente, me incorporo para
observar las miradas de nerviosismo del resto de los pasajeros,
hasta que sus rostros sonríen en el instante en que notamos que el
tren de aterrizaje golpea levemente la pista.
Cojo mi bolso y guardo la tableta corriendo
para poder salir cuanto antes de este avión; estoy harta de estar
sentada y necesito moverme de forma inmediata. En cuanto puedo
levantar el culo del asiento, estiro las piernas y yergo la
espalda, consiguiendo que la azafata que está frente a mí
sonría.
Sin tiempo que perder, me despido de la
tripulación con la mano y salgo entre el tumulto de pasajeros en
dirección a la zona de recogida del equipaje. Observo a mi
alrededor, no pierdo detalle de nada, e incluso algún pasajero me
empuja para apartarme de en medio. Soy una chica de pueblo y lo
llevo escrito en la frente, sin duda alguna. Doy varias vueltas
sobre mí misma para poder ver con detalle cada uno de los rincones
del aeropuerto de esta gran ciudad, la que me ha abierto sus
puertas y me va a convertir en alguien nuevo.
Cruzo la salida y una fila de taxis de color
amarillo me provoca una carcajada incrédula que no pasa
desapercibida para los que caminan a mi lado, pero es que siento
que estoy en una escena de una de esas películas americanas que he
visto cientos de veces en el sofá de mi casa.
Hago un gesto con la mano a un taxista, que
corre hasta mí, agarra mi maleta como si fuese un peso pluma y la
lanza dentro del maletero, ante mi asombro. No digo nada, sólo me
dejo embaucar por lo que me rodea, y me siento feliz.
El conductor, de unos cincuenta años, de
color, me pregunta adónde quiero que me lleve en inglés, y sin
dudarlo un instante leo la dirección que la escuela de arte me ha
enviado en un correo electrónico. Entonces oigo cómo se ríe. Pero,
¿cómo no lo va a hacer? Si, para mi desgracia, mi lamentable
pronunciación del inglés, teñida por mi acento andaluz, debe de ser
incomprensible para él.
—Vamos a su apartamento —me contesta en un
perfecto castellano que hace que me sienta como una auténtica
idiota.
—Minipunto para el taxista, María —no puedo evitar decir en voz alta—. Gracias. —Miro
por la ventanilla y sonrío al sentirme la más pánfila del
mundo.
Olvidándome de la escena vivida, observo
cada edificio que se cruza en nuestro camino y a los transeúntes
que caminan por las abarrotadas calles. El ambiente es muy
diferente del de mi pueblo, y deseo con todas mis fuerzas llegar al
apartamento cuanto antes para dejar mis cosas y poder pasear. Oler
la ciudad y dejar que me lleve con ella.
Entonces oigo música y me doy cuenta de que
el conductor está centrado en la carretera a la vez que se mueve
siguiendo el ritmo; es una especie de rap moderno, muy pegadizo,
tanto que consigue que balancee la cabeza yo también. Cruzamos
nuestras miradas a través del espejo retrovisor y él sonríe al
verme.
—¿Española?
—¡Sí!
—¿Vienes a estudiar?
—¡Sí! —vuelvo a afirmar como si no supiera
unir varias palabras en una misma frase.
—Déjame adivinar… Periodista.
—¡No! Arte.
—Interesante, esta ciudad le gustará
entonces.
—Seguro que sí.
El apartamento al que me dirijo es
compartido con otra joven que también ha obtenido la beca del mismo
modo que yo. Cómo me llegué a reír cuando se lo conté a mi madre.
Sonrío al recordar su cara cuando me dijo: «Chiquilla, qué ganas de
meterte en un zulo con vete tú a saber quién, sólo tienes que ver
lo que pasa en las noticias». Como siempre, en su línea. La quiero
más que a nadie, pero en ciertos momentos de mi vida he llegado a
sentir vergüenza por su culpa, aunque sé que no lo hace con mala
intención, ella es así…
El taxista se detiene justo delante de un
edificio de ladrillo marrón oscuro, bastante deprimente, y por un
momento imagino a mi madre gritándome: «¡Mira dónde te has metido,
si ya te lo decía yo…!», pero yo no soy como ella, yo veo más allá
y tengo la esperanza de encontrarme con un apartamento decente tras
esos ladrillos viejos y poco conservados. Sin dudarlo más, le pago
el viaje al conductor y pongo mis tímidas botas sobre suelo
estadounidense. Mi estómago se encoge; me duele de la presión que
ejerce, estoy nerviosa, muy nerviosa, para qué engañarnos.
Miro al taxista, que aguarda paciente con mi
equipaje en la mano, como esperando que le diga algo. No sé por
qué, creo que sabe exactamente qué es lo que estoy sintiendo en
este mismo instante, seguramente tiene algún poder mental y me está
leyendo la mente.
—Todo irá bien, ya verás —me dice.
Le guiño un ojo y, tras ofrecerme mi enorme
maleta, subo los tres escalones que me llevan hacia la entrada del
edificio.
Sé que es el cuarto piso, y lo primero que
hago es resoplar al imaginar que no va a haber ascensor. No
obstante, más feliz de lo que he estado nunca, subo como si nada
hasta arriba, no sin antes tropezar con algún que otro escalón y
golpearme contra la pared hasta el punto de creer que me caeré y
tendré que volver a comenzar mi aventura escaleras arriba. Pero no,
aquí estoy yo, con las manos temblorosas que sujetan el asa y
esperan a que mi cuerpo reaccione, que deje de observar las
palabrotas que están escritas en la puerta del que es mi nuevo
hogar y me adentre en mi nueva vida.
Respiro hondo y aprieto el botón que asoma
discretamente en el marco de la puerta, pero nadie abre. Supongo
que mi nueva compañera aún no ha llegado. Así pues, saco del
bolsillo una llave que me han enviado junto con mi permiso de
estudiante y una guía de la ciudad, y abro la puerta.
Al entrar, confirmo que efectivamente no hay
nadie. Me recibe un miniestudio, compuesto por un
salón-cocina-comedor minúsculo, todo en una misma estancia, y a
cada lado de la sala, una puerta, las dos cerradas. Dejo la maleta
junto a un sofá de apenas dos plazas, bastante desgastado y sucio.
Jamás había estado en un lugar tan poco acogedor. Tras
escudriñarlo, paso un dedo por la tersa tela y un escalofrío me
recorre la espalda al anhelar las fundas de mi hogar, los tapetes
decorando el sofá y la limpieza de la que carece este sitio.
No quiero mirarlo más. Observo la puerta de
la derecha y doy dos golpes para asegurarme de que no haya nadie.
Obviamente, no obtengo respuesta, así que abro y me encuentro con
uno de los dormitorios; es bastante grande para lo que me esperaba.
Al fondo, justo debajo de la ventana, hay una cama, una estructura
metálica que simula el armario y, enfrente, una mesa de madera. Es
acogedora y está limpia, hecho que me tranquiliza.
Pero, muerta de curiosidad, salgo disparada
a ver la habitación que aún no he visto: puede que sean diferentes
y sea la afortunada de poder elegir. Abro la puerta sin pensar,
entro y me quedo paralizada cuando veo a alguien durmiendo, y soy
tan inteligente que, en vez de disimular y cerrar como si nada, doy
un grito y me llevo las manos a la boca para retenerlo en
vano.
—Fuck… —oigo
apenas que gruñe quien sea que esté ahí.