Capítulo 7

 

Quedan cinco minutos para llegar a mi casa. Pablo me ha hecho un interrogatorio. Tras echarme la bronca del año porque casi no le he escrito, me ha tachado de ser la peor amiga del mundo, y en parte tiene razón. Apenas he estado disponible, pero entre las clases, terminar la obra y mi relación con… Me niego a decir su nombre, no merece una triste mención.
En cuanto me ha visto con Yué, casi se le salen los ojos de las órbitas al pillín. Le ha gustado mucho, y es que mi amiga es de lo más exótica. Es muy guapa, y sus rasgos le dan un toque personal llamando la atención a simple vista. Al montarnos en el coche, Pablo no ha dejado de preguntar cosas sobre ella y sobre Claudio, para mi desgracia. Al final he tenido que contarle con pelos y señales lo ocurrido. Su enfado ha sido el que esperaba, pero una vez ha dicho todos los improperios del diccionario y los que sólo sabemos nosotros, he podido sincerarme y desahogarme un poco.
Ahora toca lo más difícil: comunicarle a mi familia que me mudo a Madrid. Pablo aún no lo sabe porque prefiero contarlo una sola vez. Si todo sale como espero, dentro de unos días me trasladaré. Sé que es precipitado, que puede que me esté arriesgando más de la cuenta, pero si no vivo las experiencias ahora, sé que más adelante no lo haré.
* * *
—Madre del amor hermoso. Pero, chiquilla, ¿has estado un mes sin comer?
—Mamá…
—Calla y tira, que tengo la mesa puesta. Mírala qué flaca ha venido, ¿veis como allí no se come bien?, te lo advertí —le recrimina a mi padre, que suspira y me guiña un ojo mientras camino hacia adentro.
Justo cuando llego a la mesa del comedor, la boca se me hace agua. Cómo he echado de menos el jamoncito, el salchichón ibérico, el queso… No pararía de comer todo lo que hay en la mesa. No quiero ser maleducada y por ello voy cogiendo lonchas sin que me vean hasta que Pablo me pilla y se lo chiva a mi madre.
—Ya te decía yo que hoy no sobran ni las migas —dice ella más que satisfecha.
—Mamá, allí no hay estos manjares.
—Sólo hay porquerías: hamburguesas, perros de esos que llaman…
—¿Perros? —le contesto a carcajadas, consiguiendo que el resto rían conmigo.
—Sí, las salchichas esas malas.
—Mamá, perritos calientes. Y te aseguro que están buenísimos.
—Igualitos que mis fiambres, María.
Todos reímos y nos servimos una copa de vino para brindar por mi regreso. Me siento mal porque la alegría va a desaparecer en cuanto lance mi noticia, pero no me apetece en este momento; lo único que quiero ahora es estar rodeada de mi familia y que me den el cariño que tanto necesito.
—Cuéntanos un poco qué has hecho. —Pablo está deseando saber más. Por fin una pregunta coherente desde que he llegado.
—La academia es increíble, no sabes lo buenos que son los profesores, he aprendido mucho. Por primera vez no he sido un bicho raro, allí me sentía yo, podía observar el cuerpo desnudo de un hombre sin que pensaran que era una…
—¡Por Dios, Virgen santa…! —Mi madre empieza a toser y a escupir el vino, casi empapando a mi padre, que está delante. Roja como un tomate y con los ojos bañados en lágrimas, se acaba de atragantar.
—¿Estás bien? —le pregunto dándole unos ligeros golpecitos en la espalda.
—Sí, ya lo estoy, es que vaya temita con la comida sobre la mesa.
—Mamá, pinto cuerpos desnudos, no es un secreto —defiendo mi trabajo con seguridad como nunca había hecho. Sé que no es nada malo, y ellos, que son lo más importante para mí, deben acostumbrarse, porque ahora sí que tengo claro cuál va a ser mi futuro.
—Lo sé, pero es que no lo veo… No pretenderás vender esos cuadros en el pueblo…, porque las vecinas ya hablan.
—¡Y si lo hiciera, ¿qué?! Seguro que el local de Agustina remodelado, con las paredes blancas y mis cuerpos expuestos, quedaría fabuloso.
—¡Que Dios nos coja confesados! —Se santigua como si con ello fuese más pura que yo por mi forma de pensar.
—¡Yo quiero que me pintes! —suelta de pronto Pablo para rematar la tensión que se respira en la mesa.
—¡Acabáramos, sólo me faltaba ver el culo de éste en una pared!
—Ya hablaremos tú y yo —le sonrío a Pablo.
Soy consciente de que a mi madre le está dando un pequeño mareo sólo de imaginar lo que van a pensar las vecinas. Obviamente, en el pueblo no voy a exponer nada, aquí nadie tiene la mente abierta como para comprender mi arte. Pero en Madrid…, allí sí que lo voy a lograr.
—¿Qué piensas, hija? —por primera vez, mi padre me pregunta obviando los desvaríos en voz alta de mi madre.
—Que me voy a Madrid, que aquí no voy a llegar a nada —digo, y lo suelto como si nada, sin recordar la de veces que mi madre me ha dicho que calladita estoy más guapa. Pues no, yo, que quería una comida en paz, abro la boca y a bocajarro suelto la bomba sin ponerme a cubierto.
—¡¿Que qué?!
—Lo que has oído, mamá, que me voy. Lo necesito.
—¡Te lo crees tú!
—No voy a discutir contigo. La decisión está tomada.
—Mejor lo hablamos tranquilamente. —Pablo me mira con cara de «Estás loca», pero no me arrepiento de haberlo dicho.
Sabía que tendría una discusión en el momento que lo dijera, y casi que prefiero que haya sido ya, así no tengo que estar disimulando las ganas que tengo de irme.
La noche continúa en la misma línea, mi madre haciéndose la víctima porque su mala hija sólo piensa en ella, se le ha ido la cabeza y no es por nada más que por haberme ido vete tú a saber dónde. Me río por no llorar, porque es cómica la escena.
Mi padre, al contrario de lo que esperaba, se posiciona a mi favor e intenta mediar entre nosotras. Quiere que ella entienda que, si pretendo continuar con mi sueño, en este lugar no tengo cabida, pero nada funciona, ella sigue en sus trece, y supongo que, llegado el día, nada habrá cambiado. Pablo me recrimina que no esperara un par de días en lanzar la noticia, pero ya no hay marcha atrás: a lo hecho, pecho.
—Puede que no haya tenido el suficiente tacto, o incluso que no me entendáis en la vida, pero es lo que quiero, y sólo deseo que respetéis mi decisión.
—María, por Dios, no puedes irte tan lejos a vivir para siempre.
—Mamá, estoy a unas horas en coche de aquí, volveré siempre que pueda.
—Pero…
—¡¿No la has oído?! Alégrate por ella y deja de padecer por todo. —Se acerca mi padre a mí y me sonríe justo antes de fundirme entre sus brazos.
Mi padre, la persona que siempre ha estado en un segundo plano y jamás ha mediado por nada, lo ha hecho por mí, por algo muy importante.
—Mañana vengo a verte, duerme un poco y piensa bien las cosas.
—Te quiero, Pablo.
—Eso me lo dices siempre.
Le planto un beso en la mejilla y veo cómo desaparece por la puerta del comedor. Me giro para mirar a mi madre, que sigue llorando a moco tendido sentada en el sofá y, resignada, me encierro en mi cuarto.
Tumbada en la cama, miro el techo cuando recibo una llamada de Skype. Me estiro hasta llegar a la mesilla de noche y logro alcanzar el teléfono. Abro los ojos de par en par cuando veo su nombre. Aprieto el móvil con rabia y decido colgar la llamada sin contestar. De un golpe, lo dejo sobre la mesilla de nuevo, pero esta vez boca abajo y en silencio.
No quiero ver su nombre.
No quiero saber nada de él.
Pero él no piensa lo mismo, ya que, cuando vuelvo a tumbarme, oigo la entrada de un mensaje. Me tapo la cabeza con la almohada y respiro forzosamente. No quiero leerlo, niego con la cabeza como si estuviera loca, hasta que me doy por vencida y pulso sobre el dichoso mensaje:
Espero que hayas tenido un buen viaje. Te echo de menos, y apenas hace unas horas que te has ido.
La madre que lo trajo al mundo. ¿Cómo puede ser tan cínico? ¿Que me echa de menos? ¿Antes, durante o después de estar con la otra? Era lo que necesitaba para terminar el día. Por si no tenía suficiente con mi madre, ahora sumo a Claudio.
Espero que cuando pasen unos días me haya olvidado de él. Ya no sentiré nada, y quedará en el cajón de los recuerdos a punto de irse al álbum de los olvidados. Pero ahora mismo, aunque me molesta con todas mis fuerzas, anhelo un abrazo suyo, un beso. Sólo de pensarlo se me ha puesto el vello de punta, y eso aún me enfurece más, porque no lo merece. Apago el teléfono y me tumbo bajo la almohada con los ojos cerrados intentando dormir.
Cuando me despierto me duele cada uno de los músculos de mi cuerpo, parece que una apisonadora haya estado toda la noche pasándome por encima, pero no es otra cosa que el maldito jet lag. Me froto los ojos con las manos y me siento con la cabeza embotada mirando al suelo.
Tras varios bostezos y estiramientos de los hombros, me obligo a encender el teléfono. De pronto comienzo a recibir mensajes de llamadas perdidas, siete, para ser exactos, y varios mensajes de Yué.
En ellos me explica muchas ideas que ha estado anotando y adjunta los enlaces a una fábrica y a un piso donde podríamos instalarnos. Aún adormecida, lo miro sin poder creérmelo, vuelvo a frotarme los ojos y me dedico a ver las imágenes que aparecen. Luego marco su número y la llamo.
—Buenos días…
—¿Aún sigues en la cama? Tanto jamoncito anoche… Espabila, que tenemos que tomar decisiones, y es tarde.
—Tía, no puedo creerlo, ¿has visto qué nave? Allí podríamos tener una exposición increíble, y un lugar fantástico para trabajar. Pero seguro que es mucho dinero, y yo ahora mismo…
—Chis, frena un poco. Por la financiación no te preocupes, porque mi padre nos ayuda: está encantado. Sólo espera que tú estés de acuerdo y la nave será nuestra.
—¿Ya? —le grito sin poder evitarlo. El corazón me va a mil por hora. Atrás ha quedado el jet lag y la modorra; ahora sólo hay cabida para la ilusión.
—¿Tienes dudas? —Noto preocupación en su voz.
—¿Estás loca? ¡Quiero irme a Madrid ya, quiero estar allí ahora mismo!
Yué me deja gritar como una loca mientras ella se ríe, hasta que al final logro calmarme y hablamos seriamente de todos los detalles que debemos tener en cuenta, así como de todos los papeles que necesitamos. Cuelgo el teléfono sin creer que me acabo de comprometer a viajar a Madrid al día siguiente. A mi madre ahora sí que le va a dar un infarto, pero era ahora o nunca. Estas oportunidades no se pueden dejar para otro día.
Me cambio de ropa bailando al ritmo de la melodía que canto y me dispongo a salir de la habitación tras mirarme al espejo y coger fuerzas para rematar a mi madre.
—Buenos días, papi.
—¿«Papi»? Malo…
No puedo evitar carcajearme al ver su cara de saber que algo oculto.
En cambio, mi madre me mira de soslayo y se va a la cocina a limpiar lo que ya ha limpiado momentos antes, pero es efecto de los nervios. Siempre que está nerviosa o enfadada, se pone a limpiar como si no hubiera un mañana, y lo mejor es dejarla un rato tranquila hasta que se le pase, pero no puedo esperar, y mucho menos quiero irme enfadada con ella.
—Mamá, no quiero marcharme de esta forma. Pero es una oportunidad, puede que sea la única, y no tengo tiempo. —Le pongo cara de pena intentando que ceda un poco.
—Hablas como si te fueses a ir ya.
—Me voy mañana. —Automáticamente, sus ojos se bañan en lágrimas, pero no dice nada—. Sé que es precipitado, pero tenemos que ver una nave y, si nos gusta, nos la quedamos.
—¿Si os gusta? ¿A quién más? —me pregunta con una calma que me sobrecoge—. María, no puedes darnos una noticia así, como si nada, e irte a dormir, nos preocupamos por ti.
—Lo sé, mamá, tienes razón.
Me siento en una de las sillas de la cocina y ella me sigue en la que hay justo delante. Veo cómo mi padre se acerca y acaricia los hombros de mi madre, un hecho que me enternece. A continuación, empiezo a hablar:
—Yué fue mi compañera de apartamento en Nueva York, pero vive en Madrid. Las dos queremos montar una galería juntas en la capital, y su padre nos va a ayudar con el dinero que necesitamos, pero debe ser ya, porque otro puede alquilar la nave antes que nosotras. —Los dos me miran atentos. Por primera vez, mi madre no monta una escena y asiente como si entendiera lo que intento explicarle—. Es tan bonita…, es enorme, y mis pinturas se verán espectaculares allí.
—Vale, dejo que te vayas, pero quiero que hagas las cosas bien y que me llames todos los días. Ah, e iremos a visitarte de vez en cuando.
—¡Mamá, que ya no soy una niña!
—Para nosotros, sí —interviene mi padre regalándome una tierna sonrisa.
—Sólo quiero irme sabiendo que cuento con vuestro apoyo, que podré llamaros y contaros mis cosas sin que os avergoncéis de mí.
—No me avergüenzo de ti, pero no me gusta que hablen de nosotros. Aun así, eres mi hija, y te quiero.
Me levanto y los abrazo con fuerza, y ellos responden del mismo modo.
—Os quiero mucho.
No puedo evitar llorar, porque en el fondo sé que están haciendo un esfuerzo por comprender mi arte, aunque sea un poco difícil de entender para personas que se han criado con unos valores clásicos.
—¡Oye, ya está bien por hoy, ¿no?!
Los tres reímos a carcajadas cuando oímos la voz de Pablo. Está apoyado en el marco de la puerta, de brazos cruzados, hasta que rompe en aplausos cuando dejo de abrazarlos.
—Más te vale que me guardes un hueco en Madrid.
—¡¿Lo dudas?!