18
El primer marido de Hélène fue un Montrifaut, un primo de mi madre.
Cuando Hélène se casó yo estaba en África. Eso fue antes de la Gran Guerra. El día que me marché, Hélène aún era una niña. Sin embargo, recuerdo que cuando mi madre me contó que se casaba —la pobre me escribía todas las semanas una especie de parte en el que no me hablaba más que de las cosas y la gente de nuestra tierra, seguramente para inspirarme una especie de nostalgia y el deseo de volver—, recuerdo que pensé largo y tendido en aquella niña a la que apenas conocía. Recuerdo aquella noche sofocante, la choza, la lámpara que humeaba en un rincón, los lagartos persiguiendo moscas por las paredes blancas y a mi negra Fifé, con su turbante verde. Leía la carta; soñaba; imaginaba aquella unión tan desigual. Y de pronto dije en voz alta:
—Qué pena…
Si es imposible predecir el futuro, creo que ciertos sentimientos muy intensos se anuncian con meses, incluso años de anticipación, mediante un extraño pálpito del corazón. Por ejemplo, la fúnebre tristeza que siempre he experimentado en las estaciones a la hora en que cae la noche, no la comprendí, no la «reconocí», hasta pasados muchos años, durante la guerra, en aquellas estaciones apartadas en que esperaba el tren que me llevaría al frente. Del mismo modo, el amor ha pasado como un hálito sobre mi corazón años antes de irrumpir en mi vida. Aquella noche en África tenía calor, tenía sed, tenía fiebre, me dormía, me despertaba, y en mi sueño estaba con una mujer, una francesa, una chica de mi tierra. Pero cada vez que me acercaba, ella huía. Yo extendía la mano y por un instante tocaba unas mejillas suaves cubiertas de lágrimas. «¿Por qué llorará? —pensaba—. ¿Por qué no se deja abrazar?». Quería estrecharla entre mis brazos, pero ella desaparecía. Y yo la buscaba entre un gentío que era el de los domingos en una iglesia de pueblo, una muchedumbre de campesinos con grandes blusas negras. Recuerdo incluso este detalle: un fuerte viento, que soplaba de no sabía dónde, hinchaba aquellos blusones como si fueran velas. Al despertarme, aunque en el sueño no había visto el rostro de la chica, me dije: «Vaya, he soñado con esa Hélène que acaba de casarse con Montrifaut».
Dos años más tarde, volví por fin a Francia.
Mi madre habría podido conservarme a su lado si me hubiera dejado vivir a mi manera, pasar los días en los bosques y las noches junto a ella. Pero, naturalmente, ella quería casarme. En nuestros campos, las uniones se fraguan durante grandes, solemnes comidas a las que se invita a todas las chicas casaderas. Los hombres se presentan teniendo en mente las cifras de las dotes y las posibles herencias, como se va a una subasta sabiendo el precio de salida de cada artículo. Pero en ambos casos se ignora el que alcanzará.
¡Los convites de mi tierra! Sopa tan espesa que la cuchara se sostiene sola, lucio suministrado por el estanque de la propiedad, enorme, sabroso, pero con tantas espinas que parece que te has metido en la boca un erizo. No se oye una palabra. Todos esos gruesos cuellos inclinados hacia delante y esas bocas que mascan mecánicamente, como bueyes en el establo. Y después del lucio, el primer plato de carne, generalmente asado de oca, y el segundo, éste con su salsa y su aroma a hierbas y vino. Y para acabar, tras los quesos, que los invitados se comen a punta de cuchillo, la tarta de manzana o cerezas, dependiendo de la estación. Después, no hay más que entrar al salón y elegir en el corro de jovencitas con vestidos rosa (antes de la guerra, todas las chicas en edad de merecer vestían de rosa, del rosa apagado de las peladillas al rosa crudo del jamón en lonchas), elegir, digo, entre todas esas chicas con su medallita de oro al cuello y sus guantes de filadiz, el pelo recogido en un moño y las manos rojas, la compañera de tu vida. Entre ellas se encontraba Cécile Coudray, que tenía entonces treinta y dos o treinta y tres años, pero a la que todavía sacaban arreada con aquella librea rosa de la virginidad, con la esperanza de encontrarle marido a la pobre chica, descolorida y seca, sentada con los labios fruncidos no muy lejos de su joven hermanastra, casada y feliz.
La noche en que la conocí, Hélène llevaba un vestido de terciopelo rojo, lo que, en aquella época y aquel ambiente, se consideraba atrevido. Era una joven de cabellos negros… Sí, querría describirla. Pero no puedo. Sin duda la miré de demasiado cerca desde el primer momento, como a todo lo que se desea.
¿Conocemos la forma y el color de la fruta que nos llevamos a la boca? A las mujeres que se ha amado, como yo la amé a ella, parece que siempre las hubieras visto a la distancia de un beso. Ojos negros, piel de rubia, un vestido de terciopelo rojo, un carácter apasionado, alegre y serio al mismo tiempo, esa actitud característica de la juventud, de desafío, inquietud e ímpetu… Recuerdo… El marido debía de tener entonces la edad del viejo Declos cuando murió, pero no era un campesino: mi primo había sido notario en Dijon. Era rico; meses antes de la boda, había traspasado la notaría y comprado la casa que heredó Hélène y en la que sigue viviendo con su segundo marido y sus hijos. Era un anciano alto, frágil, transparente, de pelo muy blanco; mi madre decía que había sido un hombre de innegable atractivo, conocido por sus éxitos con las mujeres. A su joven esposa, apenas le permitía apartarse de su lado; en cuanto se alejaba, decía «Hélène» con una voz tenue como un suspiro, y ella… ¡Oh, aquel gesto de impaciencia, el movimiento de sus hombros, todavía delgados, que se estremecían bruscamente, como se estremece un caballo joven cuando le rozas la piel con la punta de una fusta! Creo que, si la llamaba así, era precisamente por el gusto de ver ese gesto de cólera y el placer de comprobar que ella le obedecía. Fue verla y acordarme de mi sueño.
Entonces yo era joven. Me pregunto si el rostro del hombre que fui seguirá vivo en las profundidades de alguna memoria. Desde luego, Hélène lo ha olvidado. Pero puede que alguna de aquellas chicas de rosa, convertida en anciana, que no volvió a verme, recuerde a aquel joven delgado, tostado por el sol, que enseñaba los afilados dientes bajo el fino bigote negro. Un día le hablé a Colette de mi bigote puntiagudo para hacerla reír. No, no era un joven de 1910 como se suele imaginar, con la raya en medio y el pelo engominado como una cabeza de cera en la peluquería. Era más ágil, más fuerte, más alegre, más aventurero que los jóvenes de hoy en día. Marc Ohnet se parece un poco a lo que fui. Yo tampoco andaba sobrado de moralidad. Habría sido capaz de arrojar al agua a un marido celoso, igual que de emborracharme, de cortejar a la mujer del prójimo, de pelear, de soportar las peores fatigas y las condiciones más duras. Era joven.
Así fue nuestro encuentro. Un salón de provincias; un gran piano entreabierto enseñando los dientes. Una joven de rosa salmón —Cécile Coudray— cantando «Más que ayer pero menos que mañana», la somnolienta familia de pueblo, digiriendo trabajosamente la oca asada y la liebre encebollada, y una mujer casada, con un vestido rojo, muy cerca de mí, tan cerca que no tenía más que estirar la mano para tocarla, como en mi sueño, tan cerca que percibía el tenue y fresco olor de su piel, tan cerca y, sin embargo, tan lejos…