17
Llegué a casa tan tarde, después de una parada tan larga en la taberna del pueblo, que la criada estaba preocupada. Había bebido. No me emborracho prácticamente nunca. No soy enemigo de la botella, que en la montaraz soledad en que vivo es mi compañera; me calma como lo haría una mujer. Pero desciendo de un largo linaje de campesinos borgoñones que despachaban su litro de tinto por comida como si fuera agua, y siempre conservo la cabeza fría. No obstante, esa noche no me encontraba en mi estado habitual. En lugar de calmarme, el vino me había cambiado el humor, me había provocado una especie de rabia. Y como si lo hiciera adrede, mi vieja criada fue más lenta que nunca. Yo no veía el momento de que se marchara, como si esperara a alguien. Efectivamente, esperaba a mi juventud. El recuerdo de los años pasados nos visitaría más a menudo si nos volviéramos hacia él, hacia su suprema dulzura. Pero dejamos que duerma en nosotros y, aún peor, que muera, que se corrompa; de tal modo que a los generosos impulsos del alma que nos elevan a los veinte años, más tarde los llamamos ingenuidad, estupidez… Nuestros puros y apasionados amores adquieren la degradante apariencia de los placeres más viles. Lo que esa noche se reencontraba con el pasado no era sólo mi memoria, sino también mi corazón. Reconocía esa rabia, esa impaciencia, ese desesperado apetito de felicidad. Sin embargo, quien me esperaba no era una mujer viva, sino una sombra, hecha de la misma materia que mis sueños. Un recuerdo. No algo palpable, caliente.
¿Y para qué quieres calor tú, pobre viejo con el corazón seco? Miro mi casa y me quedo aterrado. ¿Soy yo, tan ambicioso, tan activo antaño, quien puede vivir así, arrastrándose día tras día de la cama a la mesa y otra vez de la mesa a la cama?
¿Cómo puedo vivir así? Ya no existo. Ya no pienso en nada, ya no amo nada, ya no deseo nada. Aquí no hay ni periódicos ni libros. Me duermo en el rincón de la chimenea. Me fumo una pipa. Acaricio al perro. Hablo con la criada. Y ya está, no hay más. ¡Vuelve, juventud mía, vuelve! Habla por mi boca. Dile a esa Hélène tan sensata, tan virtuosa, que miente. Dile que su amante no está muerto, que se ha dado demasiada prisa en enterrarme, que estoy bien vivo, que me acuerdo de todo.
¡Miente! A la verdadera mujer encerrada en ella, la mujer ardiente, alegre, atrevida, ávida de placer, fui yo quien la conoció, ¡yo, sólo yo! François no tiene más que una pálida y fría imagen, tan falsa como la inscripción de una tumba. Pero yo, yo tuve lo que ahora está muerto, yo tuve su juventud.
Vaya… El último vaso de vino me ha exaltado de un modo extraño. Tengo que tranquilizarme. La sirvienta me mira extrañada. Hace rato que la sopa está en la mesa, y yo sigo sentado en el gran sillón de paja de la cocina, garabateando, fumando, rechazando con el pie al perro, que busca una caricia. Ante todo, necesito estar solo. No sé por qué. Esta noche no soportaría una presencia humana en mi casa. No quiero más que fantasmas. No tengo hambre; le digo a Louise que recoja la mesa y se vaya. Encierra las gallinas. Todos esos ruidos familiares… El postigo que maúlla, el picaporte que chirría, el cubo que desciende al pozo gimiendo quejumbrosamente para guardar hasta mañana en el agua fresca la botella de vino blanco y la pella de mantequilla. Aparto la botella que tengo junto a mí. La aparto y luego cambio de opinión; vuelvo a cogerla y me lleno el vaso. El vino da una extraordinaria lucidez a mis pensamientos. Y ahora, Hélène, ¡por nosotros!
Es muy propio de ti, muy propio de una mujer virtuosa decirle a su marido que lo ocurrido hace veinte años sólo fue un momento de locura. ¡Ya! ¿Un momento de locura? Pues yo digo que sólo viviste entonces y que después has hecho como que vivías, has imitado los gestos de la vida; pero el verdadero sabor, el que sólo se prueba una vez, ese sabor a fruta de los labios jóvenes, que tú conoces, lo conociste gracias a mí, sólo a mí. «Mi pobre y viejo Silvio, mi querido amigo, mi pobre Silvio en su agujero…». Pero ¿de verdad me habías olvidado? Seamos sinceros. Y yo a ti. He necesitado las palabras de nuestra pequeña, y la desesperación y la vergüenza inútil de la pobre Colette, ayer, y también —sobre todo— el exceso de vino, para volver a encontrarte.
Pero ahora que estás aquí no te soltaré tan pronto, puedes estar segura. Oirás de mí la verdad, como la oíste en la época que te hice comprender por primera vez la belleza de tu cuerpo y qué maravillosa fuente de felicidad era para ti. (Tú no querías, eras tímida y casta, así que… Un beso, sí, pero nada más… Aun así, cediste. Y cómo te entregaste… Cómo nos amamos…). Porque, ¿sabes?, es muy fácil decir: «Fue un extravío, unas semanas de locura, lo recuerdo con horror». Pero no borrarás la verdad, y la verdad es que nos amamos. Me amaste hasta olvidar que François existía, hasta consentir en todo para no perderme. ¡Oh, sí! Hace un rato, había que ver tu virtuoso rostro de mujer madura, de buena madre de familia, tu expresión aterrada cuando has sabido que tu hija Colette recibía a un hombre en su propia casa, en ese idílico Molino Nuevo, en ausencia de su marido… Bueno, ¿y tú? Colette es digna hija de su madre. Y la otra, lo mismo: digna hija tuya y mía. Ellas son seres vivos, mientras que nosotros llevamos veinte años muertos, porque ya no amamos nada, ésa es la verdad. Porque no irás a contarme, a mí, que amas a François, ¿eh? Sí, es tu marido, tu amigo, os habéis habituado a estar juntos… Podríais vivir como hermano y hermana. De hecho, al menos desde el nacimiento de Loulou, así es como vivís. Pero nunca lo has amado; me has amado a mí. Oye, escucha, ven aquí, ¡acuérdate! ¿Es que te has vuelto una hipócrita? Pero no; es lo que yo pensaba: eres otra. ¿Cómo lo has dicho tú? A los veinte años, alguien nos suplanta y vive en nuestro lugar. Sí, un desconocido bullicioso, alado, radiante, que hace hervir nuestra sangre, devasta nuestra vida y se va, desaparece. Bueno, pues yo quiero resucitar a ese desconocido. Escúchalo. Míralo. ¿No lo reconoces? ¿Recuerdas el enorme pasillo, blanco y frío, y a tu viejo marido (no François, sino el primero, el que lleva tantos años muerto, ese de cuyo nombre ya nadie se acuerda), a tu marido en su cama, con la puerta de la habitación entreabierta, porque era celoso y desconfiado, y cómo nos abrazábamos tú y yo, la gran sombra que la luz de la lámpara proyectaba en el techo, la sombra que a veces vuelvo a ver en sueños, que éramos tú y yo, como creíamos entonces? En realidad, no era ni el uno ni el otro, sino el rostro del desconocido, semejante y distinto de nosotros, y olvidado hace mucho tiempo…
Hélène, amiga mía, ¿te acuerdas del día en que nos vimos por primera vez? François te conoció siendo una niña. Cuando Colette estaba a punto de casarse y estuvisteis bebiendo ponche en mi casa, François habló de vuestro pasado. A mí no me concierne. Cuando yo te conocí no eras una niña, sino una mujer atada a un viejo, esperando que se muriera para casarse con François. En esa época, él estaba ausente, en el extranjero. Ocupaba un puesto de lector de francés en una universidad de Bohemia. Yo acababa de volver de un largo viaje. Tú eras joven y hermosa, y te aburrías. Pero espera. Pongamos orden en nuestros recuerdos.