8
El otoño se ha adelantado. Me levanto antes del amanecer y paseo por el campo, entre tierras que pertenecieron a mi familia durante generaciones y que ahora poseen y cultivan otros. No puedo decir que me pese; a veces siento una pequeña punzada en el corazón… No me arrepiento del tiempo perdido persiguiendo la fortuna, en la época que compraba caballos en Canadá o comerciaba con copra en el Pacífico. Esa necesidad de marcharme, el asfixiante aburrimiento que me inspiraba mi tierra, los sentí a los veinte años con tanta fuerza que si hubiera tenido que quedarme probablemente habría muerto. Mi padre había fallecido y mi madre no pudo retenerme. «Es como una enfermedad —decía asustada cuando le suplicaba que me diera dinero y me dejara marchar—. Espera un poco, se te pasará». También decía: «En el fondo, eres como el chico de los Gonin y el de los Charles, que quieren ser obreros en la ciudad, aun sabiendo que serán menos felices que aquí, pero cuando intento razonar con ellos me responden: “Será un cambio”».
Y, efectivamente, eso era lo que yo quería: un cambio. La sangre me ardía en las venas cuando pensaba en aquel mundo inmenso que vivía la vida mientras yo seguía aquí. Me fui, y ahora no puedo comprender qué demonio empujaba a abandonar su casa a alguien tan insociable y sedentario como yo. Recuerdo que un día Colette Dorin me dijo que parecía un fauno: en todo caso, un fauno viejo que ya no corre detrás de las ninfas, que vive acurrucado en un rincón de su chimenea. Pero ¿cómo explicar cuánto me satisface esa vida? Disfruto con cosas sencillas que están a mi alcance: una buena comida, un buen vino, este cuaderno en que garabateo, que me proporciona una sarcástica y secreta alegría, y, sobre todo, la divina soledad.
¿Qué más puedo pedir? Pero a los veinte años, ¡cómo ardía! ¿Cómo prende en nosotros ese fuego? En unos años, en unos meses, a veces en unas horas, lo devora todo y después se extingue. Después puedes enumerar sus destrozos. Te ves atado a una mujer a la que ya no quieres, o arruinado, como yo; o, si has nacido para ser tendero y te has empeñado en ser pintor en París, acabas tus días en el hospital.
¿Quién no ha visto su vida extrañamente deformada y torcida por ese fuego en un sentido contrario a su naturaleza profunda? En definitiva, todos nos parecemos, mucho o poco, a las ramas que arden en mi chimenea y se retuercen al antojo de las llamas. Aunque tal vez no debería generalizar: hay gente que es tremendamente sensata a los veinte años. Pero yo prefiero mi locura pasada a toda su sabiduría.