16

A la mañana siguiente vi llegar a François y Hélène. Ella estaba aterrada; aunque no tenía la menor sospecha de la verdad, se oponía a presentar denuncia, alegando que sería hacer sufrir inútilmente a Colette. Pero François, como buen burgués respetuoso de la ley, consideraba que su deber era interponerla.

—Sería un vagabundo, o un borracho que merodeaba a esas horas —dijo—. Tal vez alguno de los polacos que trabajan en las granjas. En cualquier caso, piensa que un individuo que ha cometido un asesinato y ha quedado impune puede sentir la tentación de robar o matar por segunda vez. Y nosotros seríamos responsables indirectos. Si vuelve a derramarse sangre inocente, en parte será culpa nuestra.

—¿Qué dice Colette? —les pregunté.

—¿Colette? —repitió Hélène—. Se ha marchado, figúrate… Esta mañana ha pedido que la llevaran a la estación y ha cogido el tren de las ocho a Nevers. Me ha dejado una nota diciendo que no quería despertarme, que ayer rompió el pequeño espejo Imperio que le regaló Jean y quería llevarlo a arreglar enseguida, que aprovecharía para ver a una amiga del internado en Nevers y que volvería dentro de dos o tres días. Naturalmente, esperaremos a que regrese para decidir lo que conviene hacer. Pobrecilla… Lo del espejo roto no es más que un pretexto. En realidad, sigue afectada por la historia que contó ese chico y ha querido alejarse de aquí, donde todo le trae recuerdos tan tristes, puede que para dejar de oír el nombre de Jean. De niña ya era así. Cuando murió su abuela, cada vez que le mencionaba a la pobre mujer, se levantaba y se iba de la habitación. Un día le pregunté el motivo y me contestó: «No puedo evitar llorar, y no quiero llorar delante de la gente».

«Puede que les escriba contándoles la verdad desde Nevers —pensé—. Le evitará la confesión directa que tanto teme».

También pensé que tal vez había consultado a un sacerdote. Más tarde, me enteré de que hacía mucho tiempo que lo había hecho y de que el sacerdote le había aconsejado que contara a su familia lo que había ocurrido, añadiendo que era el justo castigo de su pecado. Pero el miedo a hacer daño a sus queridos padres le había cerrado la boca. En definitiva, yo imaginaba mil motivos para su viaje, pero en ese momento no podía adivinar que había mezclado a Brigitte Declos en el asunto.

—Creo que Hélène tiene razón —le dije a François—. Colette sufrirá enormemente viendo a la justicia examinar la vida privada de su marido y la suya.

—¡Por Dios! Pero ¡si los pobres no tenían nada que ocultar!

—En cuanto al asesino —añadí—, si es que lo hubo y el chico no miente, seguro que abandonó la región hace mucho tiempo.

Pero François meneó la cabeza.

—Eso no le impedirá cometer otro crimen el día que se vea empujado por la necesidad o la embriaguez. Si asesina a alguien lejos de aquí, ¿atenuará eso mi responsabilidad? Respondo ante mi conciencia de lo que pueda hacer, sea en Saône-et-Loire, en el Lot-et-Garonne, en el Norte o en el Mediodía. —Miró a su mujer—. No puedo creer que estemos discutiendo algo así. Me sorprendes, Hélène. ¿Cómo es posible que tú, que tienes un espíritu tan recto y tan limpio, no veas lo indigna que es la simple idea de ocultar una mala acción, sólo porque lo contrario perturbaría nuestra tranquilidad?

—La nuestra no, François. La de nuestra hija.

—El deber no tiene nada que ver con el amor paterno o materno —repuso François con suavidad—. Pero ¿para qué discutir? Colette volverá. Hablaremos de esto tranquilamente, y estoy seguro de que ella atenderá a mis razones.

Se hacía tarde. Mis primos volvían a casa. Habían venido a pie hasta Mont-Tharaud, y me invitaron a acompañarlos. Durante el trayecto, evitamos de común acuerdo hablar del asunto, pero yo veía con toda claridad que no pensaban más que en aquella terrible desgracia y el golpe de efecto del día anterior.

Hélène me invitó a almorzar. Acepté. Apenas habíamos acabado de comer, cuando sonó el timbre. La criada anunció a la señora Brigitte Declos.

—Desea hablar con el señor y la señora —añadió.

Hélène palideció. En cuanto a François, parecía sorprendido, pero, como estábamos en el despacho, donde acababan de servirnos el café, le dijo a la criada que hiciera entrar a la visita y se levantó para recibirla.

El despacho es una pequeña habitación muy acogedora, llena de libros y con dos grandes sillones de orejas frente a la chimenea. Allí, desde hace más de veinte años, pasan mis primos sus tranquilas veladas, él en un sillón, con un libro, y ella en el otro, con su labor. Entre ambos, el reloj, que suena como un corazón sin remordimientos, lenta y apaciblemente: la imagen de la felicidad conyugal.

Brigitte entró en el despacho y lanzó una mirada curiosa en derredor: no conocía aquella estancia de la casa de mis primos, en la que sólo había estado una vez, el día de la boda de Colette. Entonces no había pasado del salón, ceremonioso y oscuro. Allí, en cambio, todo hablaba de felicidad y de un amor profundo y mutuo. Las personas mienten, pero las flores, los libros, los retratos, las lámparas, la suave pátina que el uso deposita en todos los objetos, son más sinceros que los rostros. Antaño solía observar todas esas cosas y pensaba: «Son felices el uno por el otro. Es como si el pasado no hubiera existido. Son felices y se quieren». Con el tiempo, me resultó tan evidente que ni siquiera volví a pensarlo. Además, dejó de interesarme.

Brigitte parecía más pálida y delgada, más mujer y menos… animal, por decirlo así. Me refiero a que había perdido el insolente aplomo de la felicidad; parecía inquieta, y en las miradas que lanzaba alrededor había algo inexplicable, como un desafío, un resentimiento y, al mismo tiempo, curiosidad y angustia. Rechazó la taza de café que le ofreció educadamente Hélène y, con voz baja y un tanto temblorosa, dijo:

—He venido a suplicarle, señor Érard, que renuncie a su idea, que no acuda a la justicia en relación con la muerte de su yerno. Es muy grave. Si se supiera la verdad, sólo habría más desgracias.

—¿Más desgracias? ¿Para quién?

—Para ustedes.

—¿Sabe usted quién mató a Jean?

—Sí. Fue Marc Ohnet, mi prometido.

François se levantó y empezó a andar agitadamente por el despacho. Hélène permaneció en silencio. Brigitte esperó unos instantes y, al ver que ninguno de los dos decía nada, prosiguió:

—Nos casamos dentro de unos días. Nos queremos. Sería un escándalo terrible que nos destrozaría la vida y no se la devolvería a su pobre yerno.

—Pero, señora, ¿se da cuenta de lo que dice? —exclamó François—. Que el asesino sea un desconocido, un vagabundo cualquiera, o Marc Ohnet, su prometido, no cambia nada en cuanto al crimen; el hombre que lo cometió debe ser juzgado. ¡Cómo! ¿Se atreve usted a suplicarme en nombre de su felicidad, usted, que destruyó la de mi hija? Esos dos hombres se pelearon por usted, supongo… La cortejaban tanto el uno como el otro, ¿me equivoco?

El bueno de François tiene un solo defecto: su falta de mundo hace que, cuando algo le afecta profundamente, se exprese, como dice la gente, «como un libro abierto». No sé por qué, pero nunca me había chocado tanto como ese día. Así que no pude evitar una sonrisa, y Brigitte tampoco, aunque en la suya había poca benevolencia.

—Señor Érard, puedo asegurarle que esos dos hombres no se pelearon por mí y que Jean Dorin nunca me hizo la corte. Es usted injusto con él. Era fiel a su mujer y, por otra parte, yo nunca me habría fijado en él. Soy la amante de Marc Ohnet desde hace cuatro años. No quiero ni he querido a nadie más que a él.

Brigitte lo miraba con una actitud desafiante que exasperó a François.

—¿Y no le da vergüenza? —le preguntó.

—¿Vergüenza? ¿Por qué?

—Por haber cometido una mala acción —respondió François con frialdad—. Su marido era un anciano, pero usted tenía el deber de respetarlo. Es una vileza engañar al hombre que la tomó por esposa cuando usted no tenía nada, que la quería y la mimaba, y que le dejó una fortuna. Con su dinero se paga un joven galán…

—El dinero no tiene nada que ver con eso.

—El dinero siempre tiene algo que ver con eso, señora. Yo soy un viejo y usted una niña. Ciertamente, sus asuntos no me conciernen; pero, puesto que ha considerado pertinente confiarse a mí, permítame señalarle con el dedo esa vileza que usted no ve, ¿de acuerdo? Usted engañó innoblemente a su marido. Él le deja una fortuna. Su prometido y usted vivirán de esa fortuna. ¡Bonita pareja! Y entre ustedes dos habrá el recuerdo de un asesinato… puesto que usted misma dice que ese desgraciado mató al pobre Jean. ¡Qué hermoso futuro el suyo, señora! Ahora es joven. No ve más que su placer. Pero piense en cómo será la vejez para ustedes dos.

—Tan tranquila como la suya —murmuró Brigitte.

—En absoluto.

—¿Está seguro? —El tono de la joven fue tan extraño que Hélène hizo un movimiento en su dirección y soltó una especie de suspiro quejumbroso. Brigitte pareció dudar—. Es usted de una moralidad intachable —dijo al fin—. Sin embargo, ¿no es cierto que la señora Érard era viuda cuando se casó con usted?

—¿A qué viene eso? ¿Cómo se atreve a compararse con mi mujer?

—No la estoy ofendiendo —repuso Brigitte con la misma voz baja y monótona—. Sólo pregunto… La señora Érard se casó en primeras nupcias, como yo, con un hombre viejo y enfermo. Si le fue fiel, que me diga si esa fidelidad le resultó fácil y agradable.

—No quería a mi primer marido, es verdad —dijo Hélène—. Pero no me casé con él contra mi voluntad. En consecuencia, no podía quejarme, y usted tampoco…

—Hay muchas cosas que fuerzan nuestra voluntad —replicó Brigitte con amargura—. La pobreza, por ejemplo, el abandono…

—Oh, el abandono…

—Sí, exactamente. ¿Cree usted que a mí no me abandonaron?

—La señorita Coudray…

—La señorita Coudray hizo por mí lo que pudo: sustituyó a mi madre. Eso no cambia el hecho de que mi madre no se preocupara por mí. Cuando me quedé sola, no dio señales de vida. Así que el primer hombre que se presentó… ¿Cree usted que una chica de veinte años se casa de buena gana con un viejo campesino de sesenta? ¿Un viejo duro y avaro? ¿Voluntariamente? Voluntariamente, dice usted… Su hija, su hija «legítima» —Brigitte recalcó el adjetivo—, Colette, se casó voluntariamente con Jean Dorin, lo que no le impidió ser la amante de Marc Ohnet. Pregúnteselo; ella le contará que dejaba entrar en su casa a Marc de noche, cómo se enteró su marido y cómo murió.

Y Brigitte contó todo lo ocurrido. François y Hélène la escuchaban estupefactos. Al ver resbalar las lágrimas por la cara de Hélène, Brigitte le preguntó:

—¿Llora por su hija? Vamos, tranquilícese. Lo olvidará; eso se olvida. Con el recuerdo de una mala acción, como usted la llama, e incluso de un crimen, se puede vivir perfectamente. Usted ha podido —añadió mirando fijamente a Hélène.

—¡Un crimen! —protestó débilmente mi pobre prima.

—Llamo crimen a tener un hijo y abandonarlo. En todo caso, es peor que engañar a un marido viejo al que no se quiere. ¿Qué opina usted, señor Érard?

—¿Qué quiere decir?

Hélène, que temblaba pero había recobrado una serenidad admirable, pidió a Brigitte que se callara con un gesto y se volvió hacia su marido.

—Puesto que tienes que enterarte, prefiero que sea por mí. Esta mujer tiene derecho a hablar como lo hace: antes de casarnos tuve un amante —dijo Hélène enrojeciendo lastimosamente bajo las arrugas—, una aventura que no duró más que unas semanas. Di a luz una niña. No quería confesarte lo que pasó ni imponerte la presencia de esa niña, pero tampoco quise abandonarla. No, pese a lo que ella dice, nunca quise abandonarla. Mi hermanastra, Cécile Coudray, estaba libre y sola, y se hizo cargo de Brigitte. Yo creía que era feliz. Y poco a poco… —Se interrumpió.

—Poco a poco se olvidó de mí —dijo Brigitte—. Yo siempre lo supe… Un día se presentó usted en Coudray, con su marido y Colette, que todavía era pequeña. Lloraba; tenía sed. Usted la sentó en sus rodillas y le dio un beso. Llevaba un vestidito muy bonito, una cadena de oro al cuello… Y yo… ¡qué celos sentí! Usted ni me miró…

—No me atrevía. Me daba tanto miedo delatarme…

—No es verdad —replicó Brigitte—. Simplemente me había olvidado. Siempre lo supe. Me lo dijo Cécile. Su hermana Cécile la odiaba. La odiaba casi sin saberlo. Usted era más joven, más guapa, más feliz que ella. Porque usted ha sido feliz. Lo sabe perfectamente. Así que déjeme hacer como usted. No sea demasiado severa con Colette, que la cree una santa, que preferiría morir antes que mostrarse ante usted tal cual es. Yo tengo menos pudor. No presentará denuncia, ¿verdad, señor Érard? Son historias de familia y deben quedar entre nosotros.

Y se quedó esperando una respuesta que no llegó. Se levantó, recogió tranquilamente el bolso y los guantes, se acercó al espejo de encima de la chimenea y se puso bien el sombrero. En ese momento, la criada entró para recoger el servicio de café. Solícita, curiosa. Luego, Hélène salió con la joven al jardín y la acompañó hasta la verja. Al poco regresó.

—Aquí estoy de más —dije entonces—. Vais a deciros cosas que luego lamentaréis.

Hélène me miró a los ojos.

—No temas, Silvio.

François dejó que me fuera sin responder a mi adiós. No se había movido; de pronto parecía muy viejo, y esa especie de fragilidad que tienen sus facciones se había hecho aún más acusada; parecía un hombre herido de muerte.

Los dejé solos, pero no me fui. El corazón me latía como nunca antes. Todo mi pasado volvía a la vida. Tenía la sensación de haber dormido veinte años y haber despertado para reanudar la lectura en el punto que la había dejado. Sin darme cuenta, llegué al banco que hay bajo la ventana del despacho, desde donde podía oír todo lo que decían. Durante mucho rato no oí nada. Luego, él la llamó:

—Hélène…

Un gran rosal me ocultaba casi por completo, pero podía ver el interior de la habitación. Veía a marido y mujer sentados el uno al lado del otro, cogidos de la mano. No se habían dicho una sola palabra. Un único beso, una mirada, habían borrado el pecado. No obstante, él le preguntó en voz baja, con vergüenza:

—¿Quién?

—Está muerto.

—¿Lo conocía?

—No.

—Pero ¿lo querías?

—No. Sólo te he querido a ti. Fue antes de casarnos.

—Pero ya nos queríamos. Yo al menos ya te quería.

—¿Cómo quieres que te explique lo que ocurrió? —exclamó Hélène—. Fue hace más de veinte años. Durante unos días, no fui yo. Es como si alguien… como si alguien me hubiera suplantado y vivido en mi lugar. La pobre Brigitte me acusa de haber olvidado. Pero es verdad. ¡Lo olvidé! No los hechos, naturalmente. Ni los espantosos meses que precedieron a su nacimiento, ni su nacimiento mismo, ni esa aventura… pero sí los motivos que me impulsaron a actuar así. Ya no los comprendo. Es como una lengua extranjera que aprendiste con esfuerzo y has olvidado.

Hablaba febrilmente, deprisa y muy bajo.

Yo escuchaba con una atención apasionada, pero algunas palabras se me escapaban. Aún pude oír:

—… quererse como nos queremos… y descubrir a otra mujer.

—Pero ¡es la misma, François! François, amor mío… Es el amante quien tuvo a una mujer falsa, distinta de la auténtica, una máscara, una mentira. La verdad sólo ha sido tuya. Mírame. Es tu Hélène quien te hace dulce la vida, quien ha dormido en tus brazos todas las noches desde hace veinte años, quien se ocupa de tu casa, quien siente tu dolor en la distancia y lo sufre más que tú, quien pasó los cuatro años de la guerra temblando por ti, no pensando más que en ti, no haciendo otra cosa que esperarte.

Hélène se interrumpió y hubo un largo silencio. Conteniendo la respiración, me deslicé fuera de mi escondite. Crucé el jardín. Llegué a la calle. Caminaba deprisa, con la sensación de que un calor olvidado renacía en mis entrañas. Era extraño: hacía muchos años que Hélène había dejado de ser una mujer para mí. De vez en cuando, me da por acordarme de una negrita que tuve en el Congo, o de aquella inglesa pelirroja, con la piel como la leche, con la que viví dos años cuando estaba en Canadá… Pero ¿Hélène? Todavía ayer, habría necesitado cierto esfuerzo mental para decirme: «¡Pues claro que Hélène!». Como esos viejos pergaminos en que los antiguos escribieron relatos voluptuosos que más tarde los monjes rasparon pacientemente para redactar en ellos la vida de algún santo, rodeada de ingenuas miniaturas. La mujer de hacía veinte años había desaparecido por completo bajo la Hélène de hoy.

La única verdadera, había dicho ella. Me sorprendí exclamando en voz alta:

—¡No! ¡Miente!

Acto seguido me reí de mi propia emoción. En definitiva, ¿cuál es la cuestión? ¿Quién conoce a la verdadera mujer? ¿El amante o el marido? ¿Son realmente tan distintas la una de la otra? ¿O están tan sutilmente mezcladas que resultan inseparables? ¿Están hechas de dos sustancias que una vez combinadas forman una tercera que ya no se parece a las otras dos? Lo que sería tanto como decir que a la verdadera mujer no la conocen ni el marido ni el amante. Sin embargo, se trata de la mujer más sencilla del mundo. Pero he vivido lo bastante para saber que no hay corazón sencillo.

No muy lejos de casa, me encontré con uno de mis vecinos, Jault, que volvía con sus vacas. Hicimos parte del camino juntos. Yo veía que tenía una pregunta en la punta de la lengua pero dudaba en hacérmela. No obstante, se decidió cuando estaba a punto de dejarlo para entrar en casa. Palmeaba distraídamente el flanco de uno de sus animales, una hermosa vaca rojiza con los cuernos en forma de lira.

—¿Es verdad lo que se dice, que la señora Declos va a vender sus propiedades?

—Yo no he oído nada.

Jault parecía decepcionado.

—Sería lo mejor.

—¿Por qué?

—Aquí no podrán vivir —masculló vagamente, y añadió—: Dicen que el señor Érard piensa poner una denuncia. Que el señor Dorin murió de mala manera y que el señor Marc Ohnet tuvo algo que ver.

—Por supuesto que no. El señor Érard es un hombre demasiado prudente para acudir a la justicia sin tener más pruebas que las habladurías de un crío. Se lo digo porque me parece que está usted muy al corriente del asunto, amigo Jault. No olvide que un hombre acusado injustamente puede atacar a su vez a quienes hablen mal de él sin pruebas. ¿Lo ha comprendido?

Él levantó la vara y juntó las vacas a su alrededor.

—No se puede impedir que la gente hable —murmuró—. Pero aquí nadie quiere historias con la justicia. Si la familia no se mueve, nadie lo hará en su lugar, eso seguro. Pero usted que conoce a la señora Declos y a Marc Ohnet…

—Los conozco muy poco.

—Dígales que vendan y se vayan. Sería lo mejor.

Se tocó la gorra, murmuró «buenas noches» y se alejó. Estaba anocheciendo.