14

Aquella noche tan agradable, me senté en el banco que hay detrás de la cocina, desde donde veo el huertecillo que ahora cultivo, porque si bien durante mucho tiempo sólo le pedí las verduras necesarias para el caldo, desde hace unos años lo cuido. Yo mismo he plantado los rosales, salvado la viña que se moría, cavado, escardado, podado los árboles frutales. Poco a poco, me he ido encariñando con este pedazo de tierra. En verano, al atardecer, el ruido de la fruta madura que cae del árbol y golpea blandamente la hierba me produce una especie de felicidad. Llega la noche… ¿Y? No se le puede llamar noche: el azul del día se enturbia, se torna verde, y todos los colores abandonan despacio el mundo visible y no dejan más que un tono intermedio entre el gris perla y el gris hierro. Pero los contornos son de una nitidez exquisita; el pozo, los cerezos, la pequeña tapia, el bosque y la cabeza del gato, que juega a mis pies y me muerde el zueco. Es la hora en que la criada se marcha a casa; enciende la luz de la cocina e instantáneamente la claridad hace que todos los objetos se sumerjan en una profunda noche. Es el mejor momento del día; y, naturalmente, es el que eligió Colette para venir a pedirme consejo. La recibí con frialdad, lo confieso, con tanta frialdad que se quedó desconcertada. Y es que, cuando salgo voluntariamente de casa y me mezclo con los demás, acepto interesarme más o menos en las vidas ajenas; pero si me meto en mi agujero, me gusta que me dejen en paz y no vengan a importunarme con sus amores y remordimientos.

—¿Qué puedo hacer por ti? —le dije a Colette, que se había echado a llorar—. Nada. No comprendo qué te atormenta tanto. Que la historia de ese maldito crío tenga consecuencias depende de tus padres. Ve a verlos. No son niños. Conocen la vida. Les dices que tenías un amante, que ese amante mató a tu marido… De hecho, ¿cómo ocurrieron las cosas exactamente?

—Esa noche yo esperaba a Marc. Jean no debía volver hasta el día siguiente. Incluso hoy, sigo sin entender qué pasó y por qué regresó antes.

—¿Por qué? Qué inocencia… Porque alguien le avisó que esa noche esperabas a tu amante.

Cada vez que oye la palabra «amante» se estremece y agacha la cabeza. La oigo suspirar penosamente en la oscuridad. Está avergonzada. Pero ¿qué otra cosa puedo decirle?

—Creo que se lo contó la criada que teníamos entonces —dice al fin—. Sea como fuere, yo esperaba a Marc a medianoche. Pero en el momento que cruzaba la pasarela, Jean, que lo estaba esperando, se arrojó sobre él. Pero Marc era más fuerte. —¡Qué inconsciente orgullo en su voz!—. Marc no pretendía hacerle daño; sólo se defendía. Al final, la cólera pudo más que él. Lo levantó en vilo, lo llevó al lado sin barandilla y lo arrojó al agua.

—No era la primera vez que ese chico iba a verte, ¿verdad?

—No.

—No le fuiste fiel al pobre Jean mucho tiempo… —No responde—. Sin embargo, nadie te obligó a casarte con él…

—No. Lo quería. Pero el otro… El primer día que lo vi, ¿me oye?, el primer día, ya habría podido hacer conmigo lo que hubiera querido. ¿Le parece algo extraordinario?

—No, en absoluto. He conocido casos parecidos.

—Se burla de mí. Pero al menos comprenda que yo no nací para ser una mala mujer. Si estuviera hecha para tener aventuras, seguro que todo esto me parecería muy sencillo: un adulterio que acabó mal y ya está. Pero estaba hecha para llevar la misma vida que mi madre, para tener el corazón limpio, para envejecer como ella, noblemente, sin dudas, sin remordimientos. Y de pronto… Recuerdo que había pasado el día con Jean. Éramos tan felices… Fui a casa de Brigitte Declos. Habíamos congeniado. Ella era joven y yo no tenía amigas de mi edad. Y es extraño, pero nos parecemos. Se lo dije varias veces; ella se reía, pero seguramente pensaba que tenía razón, porque me respondía: «Podríamos haber sido hermanas». Fue en su casa donde vi a Marc por primera vez. Y comprendí al instante que ella era su amante, que lo quería, y sentí… unos celos extraños. Sí, he estado celosa antes que enamorada. Pero celosa no es la palabra adecuada. No; tenía envidia. Envidiaba desesperadamente una felicidad que Jean no podía darme. No sólo la felicidad de los sentidos, ¿comprende?; también una fiebre del alma, algo que no tenía comparación con lo que hasta entonces había llamado amor. Volví a casa y pasé toda la noche llorando, horrorizada de mí misma. Si Marc me hubiera dejado tranquila, lo habría olvidado todo; pero le gusté, y no dejaba de perseguirme. Así que un día, semanas después…

—¿Sí?

—Yo sabía perfectamente que aquello no podía durar. Comprendía que él acabaría casándose con Brigitte en cuanto muriera el viejo Declos. Pensaba… Pero no, no pensaba en absoluto. Lo quería. Me decía que mientras Jean no se enterara, era como si no hubiera nada. A veces, en mis pesadillas, imaginaba que acabaría sabiéndolo, pero más tarde, mucho más tarde, cuando fuéramos viejos. Y creía que me perdonaría. Pero ¿cómo iba a prever una desgracia tan espantosa? Yo lo maté. Maté a mi marido. Murió por mi culpa. De tanto repetírmelo, creo que voy a volverme loca.

—Tus lágrimas no lo resucitarán. Cálmate y piensa en evitar el escándalo, porque es evidente que una investigación seria sacará a la luz la verdad muy fácilmente. La sabe toda la comarca.

—Pero ¿cómo evitar el escándalo? ¿Cómo?

—Tienes que impedir que tu padre presente una denuncia, y para eso debe saber…

—¡No puedo! No le diré nada. No puedo. No me atrevo…

—¡No seas absurda! Ni que tuvieras miedo de tus padres, de tus propios padres, que te quieren.

—Pero ¿cómo es posible que no lo entienda? Usted, que sabe cómo ha sido su vida, lo maravillosamente que se entienden, la idea tan elevada que tienen del amor conyugal, ¿cómo quiere que yo, su hija, les confiese que engañé a mi marido de un modo innoble, que recibía a otro hombre en mi casa cuando él no estaba y, por si fuera poco, que mi amante lo mató? Para ellos sería un golpe terrible. ¿No tengo ya bastante con una desgracia sobre la conciencia? —exclamó, y rompió a llorar.

Cuando se calmó un poco, volví a preguntarle qué quería de mí.

—¿No podría decírselo usted?

—Pero ¿cuál sería la diferencia?

—Pues… ¡no lo sé! Pero si tuviera que confesárselo yo, creo que me moriría. Usted… usted les haría entender que fue un momento de locura, que no soy totalmente mala y depravada, que yo tampoco comprendo cómo pude actuar así. ¿Lo hará, mi querido primo Silvio?

Reflexioné y respondí:

—No.

La pobre Colette soltó una exclamación de sorpresa y desesperación:

—¿No? ¿Por qué?

—Por muchas razones. Para empezar (no puedo explicarte por qué, pero te ruego que me creas), si el golpe, como tú lo llamas, viniera de mí, tu madre sufriría aún más. No me preguntes el motivo. No te lo puedo decir. Y para acabar, porque no quiero verme mezclado en vuestras historias. No quiero ir de miembro en miembro de la familia con consuelos, comentarios, consejos y montones de preceptos morales. Soy viejo, Colette, y quiero tranquilidad. A mi edad se siente una especie de frialdad… Tú no puedes entenderlo, como yo no puedo entender vuestros amores y vuestras locuras. Por más que lo intente, no puedo ver las cosas como tú. Para ti, la muerte de Jean es una catástrofe espantosa. Para mí… He visto morir a tanta gente… Era un pobre muchacho tímido y celoso que está bien tranquilo donde está. ¿Te acusas de ser la causa de su muerte? Para mí, no existen más causas que el azar y el destino. ¿Tu aventura con Marc? Os lo pasasteis bien, ¿no? ¿Qué más queréis? Y en lo tocante a tus padres, no podría evitar decirles verdades que los sorprenderían y apenarían, a los pobrecillos…

—A veces, primo Silvio, me parece… —empezó Colette—. Usted no los admira como yo —concluyó tras una vacilación.

—Nadie merece que lo admiren con tanto fervor. Como nadie merece que lo desprecien con demasiada indignación…

—Ni que lo amen con demasiada ternura…

—Tal vez. No lo sé. Mira, el amor… A mi edad, la sangre se ha apagado; lo que se siente es frío —repetí.

De pronto me cogió la mano. Pobrecilla… Estaba ardiendo.

—Lo siento por usted —dijo con suavidad.

—Y yo por ti —respondí con sinceridad—. Te atormentas por tantas cosas…

Nos quedamos inmóviles largo rato. El aire era cada vez más húmedo. Las ranas croaban.

—¿Qué hará cuando me vaya?

—Lo mismo que todas las noches.

—¿Qué es?

—Cerraré la verja. Echaré el cerrojo a las puertas. Le daré cuerda al reloj. Cogeré las cartas y haré un par de solitarios. Tomaré un vaso de vino. No pensaré en nada. Me acostaré. Dormiré poco. Soñaré despierto. Volveré a ver cosas y gente de otros tiempos. Y tú regresarás a casa, te desesperarás, llorarás, le pedirás perdón a la foto del pobre Jean, lamentarás el pasado, temblarás por el futuro… No sé quién de los dos pasará mejor noche.

Guardó silencio unos instantes.

—Me voy —murmuró con un suspiro.

La acompañé hasta la verja. Cogió la bicicleta y se marchó.