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Colette se casó el 30 de noviembre a mediodía. Un gran banquete seguido de baile congregó a la familia. Yo me fui a la mañana siguiente, por el bosque de Maie, cuyos caminos, en esta época del año, están cubiertos de una alfombra tan espesa de hojas y una capa tan profunda de barro que tienes la sensación de avanzar por un pantano. Se me había hecho tarde en casa de mis primos. Esperaba: quería ver bailar a alguien… El Molino Nuevo está cerca de Coudray, donde antaño vivía Cécile, la hermanastra de Hélène. Al morir, dejó Coudray a su heredera, su pupila, una niña a la que recogió y que ahora está casada. Se llama Brigitte Declos. Yo imaginaba que Coudray y el Molino Nuevo vivirían en buena vecindad y que vería aparecer a esa joven. Y, efectivamente, acudió a la cita.
Alta, muy atractiva y desenvuelta, irradia fuerza y salud. Tiene veinticuatro años, ojos verdes y pelo moreno. Llevaba un vestido negro corto. De todas las presentes, era la única que no se había endomingado para la ocasión. Incluso tuve la sensación de que se había vestido de una forma tan sencilla a propósito, para mostrar su desdén hacia la desconfianza provinciana. Le hacen el vacío. Todo el mundo sabe que no era más que una niña adoptada, poco más, en el fondo, que esas chicas de la Beneficencia que trabajan en nuestras granjas. Además, se ha casado con un hombre que es casi un campesino, viejo, avaro y astuto; tiene las mejores tierras de la región, pero habla como los pueblerinos y lleva él mismo las vacas a pastar. Parece que ella sabe apañárselas para sacarle los cuartos: el vestido era de París, y tiene varios anillos adornados con gruesos diamantes. Al marido lo conozco bien: fue él quien compró poco a poco toda mi menguada herencia. Algunos domingos me lo encuentro por los caminos. Se ha puesto zapatos y una gorra; se ha afeitado y ha venido a ver los prados que le vendí, en los que ahora pastan sus vacas. Apoya los codos en la cerca; clava en el suelo el grueso y nudoso bastón del que nunca se separa; apoya la barbilla en sus grandes y fuertes manos y se queda mirando al frente. Paso cerca de él. De paseo con el perro, o de caza. Vuelvo a pasar a la caída de la tarde, y allí sigue, quieto como una estaca. Ha estado contemplando su propiedad; es feliz. Su joven mujer nunca viene por este lado, y tenía curiosidad por verla. Le había preguntado por ella a Jean Dorin.
—Entonces, ¿la conoce? —me preguntó él a su vez—. Somos vecinos y su marido es cliente mío. Los invitaré a la boda y tendremos que tratarlos, pero no me gustaría que Colette y ella se hicieran amigas. Es demasiado liberal con los hombres.
Cuando entró esa joven, Hélène estaba de pie, no muy lejos de mí. Se la veía emocionada y cansada. Ya habíamos acabado de comer. Habían servido un banquete de cien cubiertos sobre un entarimado traído de Moulins y montado al aire libre, bajo un entoldado. Hacía una temperatura agradable, y el aire era húmedo bajo un cielo sereno. De vez en cuando se levantaba un trozo de lona y veíamos el amplio jardín de los Érard, los árboles desnudos, el estanque cubierto de hojas secas… A las cinco retiraron las mesas y empezó el baile. Seguían llegando invitados, los más jóvenes, los que no querían comer ni beber en exceso, pero sí bailar; aquí no sobran diversiones. Entre ellos estaba Brigitte Declos, pero no parecía conocer íntimamente a nadie. Había venido sola. Hélène le dio la mano, como a todo el mundo; pero, por un instante, sus labios se fruncieron, e hizo una de esas sonrientes y animosas muecas que las mujeres emplean para disimular sus auténticos sentimientos.
Luego, los mayores cedieron el improvisado salón de baile a la juventud y se retiraron al interior de la casa. Se formaron corros ante las grandes chimeneas; en aquellas habitaciones cerradas hacía un calor sofocante. Había granadina y ponche. Los hombres hablaban de la cosecha, de las granjas arrendadas a aparceros, del precio del ganado… En las reuniones de gente madura se respira una especie de imperturbabilidad; los organismos han digerido todos los platos pesados, amargos y picantes de la vida, han metabolizado todos los venenos, y durante diez o quince años permanecen en un estado de perfecto equilibrio, de envidiable salud moral.
Están satisfechos de sí mismos. El penoso y vano trabajo con el que la juventud intenta adaptar el mundo a sus deseos ha quedado atrás. Han fracasado y ahora descansan. Dentro de unos años, volverá a agitarlos una sorda inquietud, que esta vez será la de la muerte; pervertirá sus gustos de un modo extraño, los volverá indiferentes, o raros, o gruñones, incomprensibles para su familia, extraños para sus hijos. Pero, de los cuarenta a los sesenta, gozan de una precaria paz.
Eso es lo que yo sentía, con enorme fuerza, después de aquella buena comida y aquellos excelentes vinos, recordando los días del pasado y al cruel enemigo que me hizo huir de esta tierra. Intenté ser funcionario en el Congo, comerciante en Tahití, trampero en Canadá. Nada me satisfacía. Creía estar buscando fortuna; en realidad, me empujaba el ardor de mi joven sangre. Pero, como ahora su fuego se ha extinguido, ya no me entiendo. Pienso que he hecho mucho camino inútil para volver al punto de partida. Lo único de lo que estoy contento es de no haberme casado; pero no debería haber corrido tanto mundo. Debería haberme quedado aquí y haber cuidado de lo mío; ahora sería rico. Sería el tío del que heredar. Me sentiría en mi sitio en la sociedad, en vez de flotar entre toda esta gente pesada y tranquila como el aire entre los árboles.
Fui a ver bailar a los jóvenes. En la oscuridad, veía aquel gran entoldado transparente, del que salían los sonidos metálicos de la orquesta. En el interior habían instalado una iluminación improvisada: hileras de pequeñas bombillas, cuya viva claridad proyectaba las sombras de las parejas sobre la lona. Parecía un baile del Catorce de julio o una verbena, pero así es la costumbre de aquí. El viento de otoño silbaba entre los árboles y por momentos el entoldado parecía oscilar, casi como un barco. Visto desde fuera, desde la oscuridad, aquel espectáculo tenía algo extraño y triste. No sé por qué. Quizá por el contraste entre la naturaleza inmóvil y la agitación de la juventud. ¡Pobres chicos! Se lo estaban pasando en grande. Sobre todo ellas: aquí las educan tan severa y castamente… Hasta los dieciocho años, el internado en Moulins o Nevers; luego, aprender a cuidar y administrar la casa bajo la vigilancia materna, hasta el día de la boda. Así que cuerpo y alma rebosan fuerza, salud y deseos.
Entré en el entoldado; los observé; oía sus risas y me preguntaba qué gusto podían encontrarle a menearse a compás. Desde hace algún tiempo, la gente joven me produce algo muy parecido al asombro, como si estuviera ante una especie animal distinta de la mía, como si fuera un perro viejo viendo bailar a unos ratones.
A Hélène y François les pregunté si sentían algo parecido. Se echaron a reír y me contestaron que no soy más que un viejo egoísta y que, gracias a Dios, ellos no habían perdido el contacto con sus hijos. En fin. Creo que se hacen demasiadas ilusiones. Si su propia juventud volviera a aparecer ante ellos, les horrorizaría o simplemente no la reconocerían; pasarían de largo y dirían: «Ese amor, esos sueños, esa pasión, no tienen nada que ver con nosotros». Su propia juventud… Entonces, ¿cómo van a comprender la de otros?
En una pausa de la orquesta, oí las ruedas del coche que se llevaba a los jóvenes recién casados al Molino Nuevo. Busqué con la mirada a Brigitte Declos entre las parejas. Estaba bailando con un joven alto y moreno. Pensé en su marido. Qué imprudente. Sin embargo, seguramente es muy sensato, a su manera. Calienta su viejo cuerpo bajo un edredón rojo y su vieja alma con títulos de propiedad, mientras su mujer disfruta la juventud.