8

Las lesiones de Just eran menos graves de lo que los otros habían temido al principio. Sufría un par de contusiones y numerosos moratones, pero al día siguiente ya volvía a estar en pie. Sólo insistió en conducir al mulo de Konrad de las riendas, porque ello le permitía reanudar las conversaciones que quedaron interrumpidas cuando Maite huyó de Pamplona.

Tenía mucho que relatar, porque hacía varias semanas que se encontraba en la región dominada por los sarracenos y se había abierto paso penosamente hacia el sur. Aunque en diversas ocasiones había recibido informaciones falsas, una y otra vez se las ingenió para retomar la pista de Fadl Ibn al Nafzi, pues albergaba la esperanza de que éste y sus hombres le informaran de lo ocurrido con Ermengilda. Cuando descubrió al bereber y a su tropa, los siguió un trecho hacia el norte. Pero según confesó a Maite, no logró averiguar gran cosa.

—Sabrás que los sarracenos no hablan de sus mujeres ni de los otros hombres, tal como lo hacen las gentes de nuestras tierras. Sin embargo, entre los acompañantes de Fadl se encontraban un viejo vascón y algunos de sus compañeros de tribu. El viejo tampoco era muy locuaz; en cambio sus compatriotas comentaron que aquél te había abandonado en Córdoba. En su mayoría, temían a Fadl y a su crueldad, y algunos —entre ellos un tal Danel, que supongo que pertenece a tu misma tribu— ya se arrepentían de haberse dejado convencer por los sarracenos de atacar el ejército del conde Roland y ahora temían la venganza del rey Carlos. La ejecución de Solimán el Árabe y la destrucción de las murallas de Pamplona les habían demostrado que el franco era capaz de grandes maldades.

En general, Maite siempre había regañado al muchacho cuando al hablar de la ciudad la llamaba Pamplona en vez de Iruñea, como la denominaba su pueblo, pero ese día lo pasó por alto porque se hallaba absorta en otras ideas. Si bien Just no se lamentó por los sufrimientos padecidos, tenía presente el esfuerzo y el miedo que el viaje supuso para él. Pero sus palabras también delataban su voluntad de cumplir con el encargo encomendado por Philibert. De haber logrado escapar de la gente a quienes les robó el pan y el queso porque tenía hambre, tras unas semanas habría alcanzado Córdoba e intentado obtener información sobre Ermengilda.

Maite se alegró de haberse encontrado con él a tiempo, porque en la capital de los sarracenos habría llamado la atención debido a sus preguntas y a no mucho tardar habría sido detenido por espía. El castigo que destinaban a éstos los jueces del emir sin duda era tan espantoso como el que el rey Carlos le impuso a Solimán Ibn Jakthan al Arabi el Kelbi.

—Recorriste el camino hasta aquí andando. ¿Cuánto crees que tardaremos en llegar a la frontera? —le preguntó cuando inopinadamente Just cerró el pico durante unos momentos.

El muchacho cerró un ojo y reflexionó.

—¡Ni idea! Tardaremos lo que tardaremos. No te preocupes por el dinero. Yo me encargaré de conseguir víveres y podremos dormir en viejas chozas o en casas de campesinos. Es mucho más barato que en las posadas. Además, así Konrad correrá escaso peligro de encontrarse con otros judíos a quienes les resultaría un poco extraño. Por cierto: ¿se cuida de que nadie lo observe cuando está meando?

—¿Por qué? —exclamó Maite, perpleja.

—Bueno, dicen que a los judíos les cortan un trozo de sus atributos… Sería fatal si alguien descubriera que en ese lugar a Konrad no le falta nada —dijo Just con una sonrisa, porque le divertía alardear de sus conocimientos.

Poco después, cuando el franco ordenó un alto y desmontó para aliviarse al borde del camino, Just le pegó un codazo a Maite.

—¿Quién se lo dirá? ¿Tú o yo?

—Creo que será mejor que se lo digas tú.

Maite se desconcertó al comprobar que desaprovechaba la oportunidad de indicarle su error al franco mediante un comentario mordaz, pero al pensar en aquella parte del cuerpo de la que se trataba, recordó la escena en la que Konrad y Ermengilda habían yacido de manera tan impúdica y volvió a sentirse asqueada.

—¡Eso está hecho! —exclamó Just, ajeno a los sentimientos de Maite, y se apresuró a situarse al lado de Konrad para orinar e informarle acerca de la costumbre judía de circuncidar a los varones de su pueblo.

Konrad pegó un respingo y miró en torno. Ermengilda lo notó y se volvió hacia Maite.

—¿Qué les ocurre a esos dos?

—Just acaba de decirle que tenga cuidado cuando saque su varita, porque a los auténticos judíos les falta algo que él todavía posee.

Sus palabras provocaron la risa de Ermengilda y al mismo tiempo también se deslizó del lomo del mulo y miró en derredor.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Maite.

—Yo también he de orinar.

—¿Otra vez? —exclamó Maite, suspirando, puesto que hacía un momento que la astur se había ocultado de las miradas ajenas en un bosquecillo para aliviarse.

Por desgracia, en ese lugar no había arbustos tras los cuales esconderse. No obstante, como la apremiaba la necesidad, no le quedó más remedio que levantarse la falda y acuclillarse a la vera del camino.

—¡Si todo sigue así, tu niño nacerá antes de que veamos los Pirineos a lo lejos! —dijo la vascona, porque le parecía que avanzaban a paso de tortuga. Y encima sus monedas desaparecían como la nieve en primavera y necesitaban ropas de abrigo con urgencia.

Pese a los temores de Maite, en compañía de Just avanzaron más rápidamente que antes, porque el muchacho conocía la región mejor que ellos. De camino volvieron a encontrarse con patrullas sarracenas en dos ocasiones; no obstante, los cabecillas se dejaron impresionar por el pasaporte de pergamino con el sello del emir y los dejaron seguir su camino.

Por fin también dejaron atrás Zaragoza y desde la cima de una colina Maite y Ermengilda divisaron las montañas de su tierra natal. Pero justo cuando ya creían haber dejado atrás lo peor, oyeron gritos y el entrechocar de armas.

Mientras miraban en la dirección de la que surgía el alboroto, Maite alzó la mano.

—Será mejor que no nos inmiscuyamos. En esta región siempre hay escaramuzas entre jinetes astures y patrullas sarracenas. Hemos de largarnos de aquí cuanto antes. Si nos descubren los astures, podría costarnos la cabeza: aquí el pasaporte del emir carece de valor.

Cuando se disponían a seguir viaje, Konrad desmontó del mulo y los detuvo.

—Al menos deberíamos comprobar quiénes son los que combaten. Si los compatriotas de Ermengilda salieran victoriosos, podríamos unirnos a ellos.

—Pero también podría tratarse de tribus árabes y bereberes enemistadas entre sí. ¡Y será mejor que los esquivemos!

—Para averiguarlo hemos de comprobar en qué dirección cabalgan —dijo Konrad, quien indicó a los demás que se pusieran a cubierto y se acercó sigilosamente hacia el lugar del combate.

La rosa de Asturias
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