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Aunque en el harén del emir los cálidos colores de los tapices, las alfombras y los cojines del diván creaban un ambiente acogedor, para Maite fue como si la puerta de un calabozo se cerrara a sus espaldas. Mientras Ermengilda se sumía en la melancolía y parecía revivir el espanto de la matanza una y otra vez, Maite miró en derredor con ojo experto y comprobó que escapar de allí era casi imposible. Entonces se alegró de ser sólo una huéspeda que pronto podría regresar a su hogar; al tiempo que lo pensaba acarició la empuñadura del puñal: en cuanto llegara a su tierra natal, Okin recibiría el merecido castigo.
Al volverse hacia Ermengilda vio que ésta se encontraba sentada en el diván, llorando, pero ni el cansancio del largo viaje ni las lágrimas disminuían su belleza. «Eward fue un necio al tratar tan mal a su mujer. ¡Ambos podrían haber llevado una vida estupenda!», pensó la vascona. Pero Eward estaba tan muerto como una mosca aplastada y junto con él, también los otros francos en el desfiladero de Roncesvalles. En vista de ello, incluso era mejor que su esposo no significara nada para Ermengilda, porque así le resultaría más fácil acostumbrarse a su nueva vida y convertirse en la sumisa sierva de su amo sarraceno. Dado que casi lo ignoraba todo sobre Abderramán, Maite no podía valorarlo. Hacía más de veinte años que había establecido su dominio sobre España, extendiéndolo paso a paso. Tras el fracaso de la invasión franca, era de esperar que los últimos príncipes rebeldes de las provincias acabaran por someterse a él. Después tendría vía libre para incorporar Asturias y también para amenazar la libertad de su pueblo.
Entonces entraron varias esclavas y un eunuco, interrumpiendo las cavilaciones de Maite. Como tenía sed, se dispuso a pedir algo de beber a las mujeres, pero el eunuco se detuvo ante ella y la contempló con mirada altiva.
—Esta esclava está sucia y apesta. ¡Hay que darle un baño!
—¡No soy una esclava! —lo reprendió Maite.
El eunuco no le prestó atención, sino que se dirigió a Ermengilda.
—Esta esclava también ha de tomar un baño. No escatiméis los ungüentos perfumados y las esencias, porque nuestro amo reclamará su presencia hoy mismo. ¡Preparadla!
Las mujeres inclinaron la cabeza y se volvieron hacia Ermengilda.
—¡Síguenos, por favor! —dijo una de ellas.
La joven astur se puso en pie y se dejó conducir sin oponer resistencia a una habitación donde habían preparado el baño. Maite las siguió, se apoyó en la pared y observó a las esclavas mientras éstas desvestían a su amiga y le quitaban la suciedad acumulada durante el viaje con paños húmedos. Después le rogaron que se metiera en la tina y se entregara a sus cuidados.
Una nube de perfumes desconocidos flotaba en el aire mientras las mujeres bañaban a Ermengilda; luego la secaron y le dieron un masaje. Volvieron a eliminar minuciosamente su vello corporal y por fin le pusieron un vestido de seda y terciopelo cuyo valor a Maite le pareció inconmensurable, a juzgar por las perlas y las piedras preciosas que lo cubrían. Al parecer, el amo de la astur era muy generoso.
Sin embargo, Maite no la envidiaba. El precio de su atuendo era la libertad… y consideraba que era demasiado elevado. Ermengilda nunca volvería a recorrer las laderas de las montañas ni a hablar con un desconocido, sino que moraría para siempre en esos aposentos rebosantes de aromas cálidos y húmedos, y como mucho podría pasear por el jardín del harén, el mismo que se veía por las celosías de la ventana, mientras aguardaba las ocasionales visitas del emir.
En cuanto acabaron de vestir a Ermengilda, el eunuco la acompañó fuera de la habitación. Cuando la puerta se cerró tras ella, una de las mujeres se plantó ante Maite y anunció:
—¡Ahora te toca a ti!
La esclava sabía que Maite no estaba destinada al emir y consideraba que no le debía la misma cortesía que a la astur.
Contenta de poder quitarse el polvo y el sudor del camino, Maite se desvistió y se entregó a los cuidados de las esclavas. Si bien hubiese preferido bañarse ella misma, era muy agradable permanecer sentada en el agua perfumada y relajarse. Las mujeres también le lavaron los cabellos, los enjuagaron y le aplicaron aceite de rosas hasta que brillaron como las plumas de un cuervo.
—¡Sal de la tina!
La brusquedad de la celadora le pareció innecesaria, pero como ya no quería permanecer más tiempo en el agua, se encogió de hombros y obedeció.
Dos criadas la secaron con paños suaves sin dejar de señalar su pubis, cubierto de un vello liso y oscuro.
—¡Eso ha de desaparecer! —exclamó la celadora.
—¡No! ¡No me toquéis! —dijo Maite en tono cortante; para ella ese punto significaba la diferencia entre una sarracena y una mujer cristiana libre. Apartó las manos que pretendían sujetarla y le pegó una sonora bofetada a la una de las esclavas que seguía insistiendo en su propósito.
Tras ello reinó la calma. No obstante, cuando Maite ya creía haber impuesto su voluntad, más esclavas y diversos eunucos entraron en la habitación, la aferraron y la arrastraron hasta el banco donde las mujeres recibían masajes tras el baño y, sin poder hacer nada para evitarlo, se encontró tendida de espaldas, dominada por más de una docena de manos que le impedían mover las piernas y los brazos. Al tiempo que una de las mujeres le recortaba el vello púbico, otra trajo un recipiente. Cuando la primera acabó con su tarea, le vertió una mezcla de cera caliente, miel y resina en el pubis. Estaba tan caliente que Maite soltó un grito de dolor.
La esclava la observó con aire burlón, aguardó a que la mezcla se enfriara y luego la arrancó de un único tirón. El dolor fue tan intenso que los ojos de Maite se llenaron de lágrimas; entre tanto la primera esclava cogió unas pinzas y le arrancó los últimos pelillos que quedaban en su zona más sensible.
Lo único que Maite pudo hacer fue retorcerles mentalmente el pescuezo a esas mujeres y eunucos, pero ni siquiera las sonoras maldiciones que lanzó a diestro y siniestro, deseando que todos murieran de peste, lograron consolarla.
Cuando por fin la horda la dejó en paz, no le quedaba ni un pelillo, al igual que a Ermengilda. Sin embargo, en vez de darse por vencida, Maite agarró el objeto más próximo y se abalanzó sobre sus torturadores. Ahora gozaba de una ventaja, puesto que ella podía golpearlos mientras que los otros debían evitar que sufriera daño alguno.
Pero las esclavas y los eunucos no presentaron batalla, sino que desaparecieron por ambas puertas y las cerraron con llave.
Entonces Maite se vio encerrada en la habitación a la que había sido conducida inicialmente. Aporreó la puerta con furia, arrojó los numerosos cojines contra las paredes y sólo al cabo de un buen rato se tranquilizó lo suficiente para volver a pensar con claridad. Se preguntó qué significaba el trato recibido, puesto que ella sólo era una visitante y partiría junto con sus compatriotas.
Todavía jadeando de rabia, dejó caer el último almohadón y se acercó a la ventana que daba al jardín del harén. Vio algunas mujeres paseando entre los canteros de flores y las hileras de arbustos. A juzgar por su atuendo, dos de ellas eran las concubinas del emir, y el resto, sus criadas. En su mayoría, estas últimas aún eran muy jóvenes y lo bastante bonitas como para despertar el interés de su amo en algún momento. Las mujeres cuchicheaban entre ellas y aunque Maite sólo entendió unos fragmentos, se dio cuenta de que hablaban de Ermengilda. Al parecer, las favoritas del emir sentían un entusiasmo más bien escaso por esa nueva presencia y sus criadas no dejaban de soliviantar sus ánimos.
«Ermengilda también tendrá que habérselas con los celos de las otras mujeres», pensó Maite. Si la astur no lograba conservar el interés de Abderramán o no le daba un hijo, allí llevaría una vida muy solitaria.
La fresca brisa que surgía del jardín recordó a Maite que aún estaba desnuda y, enfadada, fue en busca de algo con que cubrirse, pero las esclavas se habían llevado las ropas con las que había viajado y también el vestido destinado para ella, así que no le quedó más remedio que recoger los cojines, amontonarlos en torno ella y entregarse a su ira.