11

La impaciencia corroía a Roland. Si permanecía demasiado tiempo en España no lograría reunirse con el rey Carlos antes de que este alcanzara las comarcas sajonas, de ahí que impulsara el desmantelamiento de la muralla con mano dura y ordenara a la mitad de sus guerreros que participaran en la tarea, puesto que la otra mitad era necesaria para vigilar a los habitantes forzados a trabajar.

Konrad formaba parte de los guardias y le habían encargado la vigilancia de un tramo de la muralla. Se sentía agradecido a Roland por haberle asignado dicha tarea, porque lo distraía de su enfado por la negativa de Ermengilda de huir con él.

Su amigo Philibert se encontraba peor; la herida había vuelto a infectarse y su debilidad aumentaba día tras día. A ello se sumaba el dolor por el rechazo de Ermengilda. Después de su encuentro la había eludido, pero no podía dejar de pensar en ella. Había estado dispuesto a traicionar a su patria y quebrantar su fidelidad al rey por esa mujer, y ahora lo agobiaba la sensación de no haber sido lo bastante bueno para ella.

También a Konrad, afectado por sentimientos similares, le resultaba casi insoportable ver a Ermengilda aunque fuera de lejos. Amaba a sus padres y a su hermano y sentía nostalgia de su aldea; sin embargo, había estado dispuesto a renunciar a todo para ayudar a la Rosa de Asturias. Ahora ansiaba ver rostros conocidos y lamentaba haber dejado de pertenecer a la leva del prefecto Hasso, que ya marchaba en dirección a su tierra natal. En cambio debía pelear con vascones renuentes y encima tenía que cargar con Ermo, a quien el rey había incorporado a la retaguardia como siervo. Aunque el hombre realizaba las tareas que le encomendaban, su mirada delataba que culpaba a Konrad por su destino.

Rado notó el odio que embargaba a Ermo y trató de advertir a Konrad.

—Te aconsejo que no te acerques demasiado al borde de la muralla mientras Ermo esté cerca de ti.

—No lo haré, y tampoco le daré la espalda. Bien es verdad que no lleva un arma, pero una pica o una palanca también sirven para partirle el cráneo a cualquiera.

—¡Pues pártele el suyo! Sólo es un esclavo condenado y nadie te lo reprocharía.

La sugerencia de Rado resultaba tentadora, y a Konrad le hubiese venido bien una víctima en la cual descargar su desilusión y su ira por Ermengilda. Pero cuando empuñó la espada, le vino a la memoria el rostro de su padre: parecía mesurado y también un tanto reprobador, y a Konrad incluso le pareció oír la voz de Arnulf: «Aun cuando Ermo es un miserable, no actúes con precipitación. Tiene parientes que responden por él y que lo vengarían. Ese hombre no se merece que te arriesgues por él».

—Tienes razón, padre —murmuró Konrad.

Rado le lanzó una mirada desconcertada.

—¿Qué has dicho?

—¡Nada! Sólo que ese bribón no merece que una buena espada le dé muerte —contestó Konrad y se alejó.

Algunos de los habitantes obligados a realizar trabajos forzados lo hacían con excesiva lentitud y al verlo Konrad soltó un grito.

—¡Daos prisa, bellacos! De lo contrario no acabaremos hasta el día del Juicio. ¡Y no olvidéis que entre tanto también debéis alimentarnos!

Los hombres pegaron un respingo y clavaron la mirada en su espada. Como Konrad aferraba la empuñadura, creyeron que la desenvainaría de inmediato para matarlos, así que se afanaron en trabajar. Su ironía mordaz afirmando que los habitantes de Pamplona tendrían que alimentar a las huestes de Roland hasta que hubieran quitado la última piedra circuló con rapidez. Todos los habitantes de la ciudad deseaban que los aborrecidos ocupantes se fueran al infierno, pero como no estaba en su mano enviarlos allí, querían quitárselos de encima lo antes posible.

Un poco después, Just se reunió con Konrad.

—¿Hemos de quedarnos aquí mucho tiempo más?

Konrad se detuvo y lo miró.

—Hablas como si echaras de menos tu hogar.

—No, no es eso. Ni siquiera sé dónde está mi hogar, pero me aburro. Antes estaba Maite, pero desde que se marchó ya no hay nadie con quien pueda hablar.

—¡Pero si estás hablando conmigo!

El muchacho esbozó una mueca.

—Sí, es verdad, pero no es lo mismo que hablar con Maite.

—Aún eres demasiado joven para esas cosas —lo reprendió Konrad.

Al principio, Just no comprendió a qué se refería, pero después soltó una carcajada.

—¡Dios mío, eso ni siquiera se me ha pasado por la cabeza! Y aun menos con Maite. Con ella podía charlar de todo aquello que me interesa; incluso me enseñó a hablar en árabe. ¿Queréis que os diga unas palabras, señor? —Sin esperar la respuesta de Konrad, pronunció varias frases en el idioma de los sarracenos.

—¿Y se supone que eso es una lengua? ¿Qué significa lo que has dicho?

—Es el principio de las sagradas escrituras del islam y significa lo siguiente: «¡En el nombre de Alá, el misericordioso! ¡Loado sea Alá, el Señor de todos los habitantes del mundo, el misericordioso y benévolo que reinará el día del Juicio Final! Sólo a Ti queremos servir y sólo a Ti suplicamos ayuda».

Just contempló a Konrad con expresión orgullosa, como si esperara un elogio, pero el joven guerrero hizo un gesto de rechazo.

—¿Así que Maite te enseñó esas tonterías paganas? Menos mal que el rey Carlos se la llevó a ella y a los demás rehenes.

Just parecía perplejo.

—¡Pero si no los llevó consigo! Maite se marchó dos días antes de la partida del rey.

—Entonces se la llevó la vanguardia, junto con los otros rehenes.

—No, no fue así —dijo Just, negando con la cabeza—. Vi cómo se marchaba la vanguardia y los rehenes no iban con ellos. Desaparecieron junto con Maite.

—Debes de estar equivocado. Si el rey Carlos los hubiera puesto en libertad, yo lo sabría.

—A lo mejor huyeron —apuntó Just.

—¿Huir? —Konrad rió—. ¡Sueñas, muchacho! A fin de cuentas, el conde Eneko está en nuestro poder. El cabecilla de los rehenes era su hijo y no arriesgaría la vida de su padre.

—Si vos lo creéis así, señor… —Just estaba decepcionado. Por una parte, Konrad lo había reprendido por sus conocimientos del árabe y encima consideraba que sus ideas eran una tontería, así que igualmente podría dedicarse a almohazar a los caballos: ésos al menos lo escuchaban.

La rosa de Asturias
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