8

Los días siguientes fueron duros. A pesar de la muleta, Philibert tuvo que recurrir a la ayuda de Just una y otra vez para cruzar arroyos o superar tramos abruptos del camino. Todavía se encontraban en lo alto de las montañas, pero ante sí ya se extendían las tierras llanas del norte.

—Pronto lo habremos logrado, señor —dijo Just, procurando animar a Philibert, que resolló y soltó una carcajada.

—Aquello es Gascuña, muchacho. Es verdad que forma parte de nuestro reino, pero dicha circunstancia no impidió que el duque Lupus y sus hombres nos atacaran en el desfiladero de Roncesvalles. Si caemos en manos de esos canallas nos degollarán.

—Pues entonces hemos de avanzar con mucho sigilo —contestó Just.

—No será necesario. El rey Carlos nombró a buenos condes francos en esas tierras y estoy seguro que sabrán imponerse. Lo único que hemos de hacer es abrirnos paso hasta la corte de uno de esos señores. Entonces estaremos a salvo.

A Just le pareció más fácil de decir que de hacer, pero asintió para no desanimar a Philibert. La comarca era demasiado extensa y no pudieron preguntar a nadie por esas casas señoriales francas.

Ya al día siguiente, los temores de Just se confirmaron. Se toparon con una aldea y se vieron obligados a tomar un desvío que resultó ser un callejón sin salida. Se perdieron mientras buscaban un sendero transitable y al mirar hacia el norte se percataron que la llanura se encontraba más alejada que la noche anterior.

Philibert se dejó caer y cerró los ojos mientras Just lloraba, embargado por la decepción.

—¡Hemos caminado un día entero en vano! Además, aquí no hay ningún camino que conduzca al norte. Debemos regresar e intentar rodear la aldea por el otro lado.

La desilusión había acabado con las fuerzas de Philibert. La pierna le dolía tanto que cada paso y cada roce suponía un suplicio, sentía la cabeza a punto de estallar y ya no podía pensar con claridad. Sólo era consciente de que mientras él erraba a través de esas montañas, Ermengilda era arrastrada al reino de los sarracenos para convertirse en la esclava de un infiel.

—Debería haberla protegido —gritó.

Just dio un respingo y echó una apresurada mirada en torno.

—¡Callad, señor! Alguien podría oíros.

Philibert se cubrió el rostro con las manos.

—No merezco ser llamado hombre y guerrero. ¡He fracasado! Konrad y todos los demás están muertos y Ermengilda es prisionera de los sarracenos.

—Creo que los vascones también la mataron a ella.

—No —dijo Philibert, sacudiendo la cabeza—, oí que daban la orden de dejarla con vida para llevársela al emir de Córdoba como botín. ¡Hemos de salvarla, vive Dios!

Como Philibert hizo ademán de volverse y encaminarse directamente al sur, Just lo sujetó.

—¡No podemos, señor! Ni siquiera podemos ayudarnos a nosotros mismos. Vuestra herida ha empeorado y si no recibís un tratamiento experto pronto perderéis la pierna y acaso también la vida.

—¿De qué me sirve la vida si Ermengilda permanece en manos de los sarracenos? —dijo Philibert, quien se zafó y se puso de pie con la ayuda de la muleta. Pero para alivio de Just, estaba tan débil que tras dar unos pasos se tambaleó y cayó al suelo.

Y allí permaneció tendido, llorando y maldiciendo a Dios y al mundo porque no le proporcionaban la oportunidad de seguir a Ermengilda. Just se sentó a su lado, pero guardó silencio: tenía claro que su acompañante se encontraba ante un umbral tras el cual lo aguardaba la muerte.

De repente oyó pasos en medio de la oscuridad. Un hombre con una antorcha en la mano se acercaba a ellos. En la otra llevaba un cayado rematado por una punta de hierro con el que podría haber atravesado incluso a un oso. A su lado trotaba un perro, venteando; de pronto el animal soltó un ladrido y echó a correr hacia Just y Philibert.

«Es el fin», pensó el muchacho, pero no trató de huir, sino que se quedó sentado con la cabeza gacha. El pastor siguió a su perro, se detuvo a unos pasos de ellos y alzó la antorcha. Su rostro alargado curtido por la intemperie expresaba la sorpresa que sentía.

—¿Estáis solos? —preguntó en la lengua del sur de la Galia.

Just asintió.

—Sí, estamos solos. Nos hemos perdido; mi acompañante está gravemente herido y morirá si no recibe ayuda —contestó, dirigiendo al hombre una mirada suplicante, pese a que no creía poder conmover el corazón del pastor.

Éste los contempló a ambos y por fin asintió lentamente con la cabeza.

—¡Quedaos aquí! Estoy buscando una oveja perdida. En cuanto la encuentre regresaré y os llevaré hasta mi choza.

El hombre habló en un tono más amistoso del esperado y Just albergó la esperanza de que les ayudara. Una choza: eso no sólo significaba un techo y el calor de una hoguera, sino también un poco de comida y sobre todo una manta para abrigarse y dormir sin temblar de frío durante la noche. Y más que nada suponía ayuda para Philibert. Aunque Just ignoraba hasta dónde había avanzado la infección, creía en la salvación de su amigo con la confianza de la juventud.

La rosa de Asturias
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