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Tras recorrer un breve trecho a pie, Konrad alcanzó la aldea y enseguida encontró la casa que Eleazar le había descrito. Se trataba de una choza que servía tanto de establo como de vivienda. Llamó a la puerta y tuvo que aguardar un momento hasta que un individuo menudo vestido con una camisa mugrienta se asomó y lo contempló parpadeando.

—¿Qué quieres? —preguntó en tono desabrido.

—Eh… Shalom! ¿Eres el judío Simeón Ben Jakob? —preguntó Konrad, y cuando el otro hizo un ademán afirmativo, extrajo el escrito de Eleazar que guardaba bajo la camisa.

El hombre lo tomó y lo leyó frunciendo el ceño.

—¡Ahí pone que he de entregarte dos mulos! —exclamó tan horrorizado como si Konrad acabara de exigirle que le entregara todos sus bienes, incluso su mujer y sus hijos.

—Sí, exacto: dos mulos —contestó el franco, convencido de que no se los daría y preguntándose en qué habría estado pensando Eleazar cuando le indicó que fuera a ver a ese individuo.

—¿Cuánto me pagarás?

Desconcertado ante la pregunta de ese hombre menudo y esmirriado, Konrad trató de recordar qué le había dicho Eleazar. ¿No había afirmado que se ocuparía del pago a cambio de los beneficios por la venta de las gemas? Porque ahora no lo parecía.

—No tengo mucho dinero —dijo Konrad, retorciéndose las manos con desesperación—. Me espera un largo viaje en el que deberé pagar por la comida y la posada.

—¿Cuánto puedes pagar?

Aunque Simeón siguió hablando en tono escasamente amable, Konrad cobró esperanzas. Así que sacó el talego del cinto y depositó unas monedas en la palma del otro.

—¡Toma, no puedo darte más!

—Dame el doble y recibirás todo lo que has pedido.

—¡Imposible! —replicó Konrad, pero en el último instante recordó que cada vez Eleazar había regateado por el precio del vino, y que por tanto tampoco había de tomarse esa exigencia como definitiva. Así pues, se apresuró a depositar otra moneda en la mano de Simeón.

—Es la última. Si no lo consideras suficiente tendré que seguir el viaje a pie.

Simeón Ben Jakob pareció reflexionar y por fin hizo un gesto de asentimiento.

—¡De acuerdo! No quiero robarte —accedió finalmente, aunque con un brillo irónico en la mirada, puesto que en la carta Eleazar Ben David le indicaba que, a cambio de los dos mulos, le perdonaba la deuda que había contraído con él por haber atendido a su mujer, así que las monedas de Konrad suponían una bonita ganancia extra.

Al sospechar que quien se encontraba ante su puerta era un gentil, no lo invitó a pasar, sino que se dirigió a la parte posterior de la casa y lo condujo hasta la puerta del establo, donde le indicó que aguardara. Mientras tanto, él entró en la primitiva choza de madera, cuyo mísero aspecto parecía proclamar a gritos la pobreza del propietario. Sin embargo, tanto su domicilio como su atuendo —unas ropas harapientas— eran un recurso para engañar a los cobradores de impuestos del emir.

Frente a Konrad también fingió que él, su mujer y sus hijos estaban al borde de la inanición, y lloriqueó hasta que el joven franco le entregó una moneda más.

—¡Toma, cógela! ¡No quiero perjudicarte!

—¡Gracias! ¡Que Adonai te bendiga! —dijo Simeón Ben Jakob, divertido ante la gazmoñería del joven, al tiempo que se guardaba el dinero. Después escogió los dos mulos más viejos entre la media docena que ocupaba el establo, sujetó unas cuerdas a los ronzales y le tendió los extremos a Konrad.

—¡Éstos son mis mejores mulos! Trátalos bien, pues siempre me han servido fielmente. Si aguardas un momento, te traeré unas provisiones para el viaje. —Acto seguido se marchó, dejando solo a Konrad.

El joven no sabía si alegrarse de disponer de dos mulos o más bien enfadarse debido a la provecta edad de los animales. Como dudó de que el judío regresara, tras unos momentos se dispuso a emprender la marcha, pero en cuanto pasó por detrás de la casa con los dos mulos, Simeón Ben Jakob salió a su encuentro con un gran saco en la mano.

—Toma, esto es para ti. ¡Que Adonai bendiga tu viaje! —dijo, tras lo cual le entregó el saco y desapareció en el interior de la casa.

El franco lo siguió con la mirada y sacudió la cabeza. El saco pesaba lo suyo, así que seguramente contenía alimentos suficientes para los tres durante varios días.

—¡Gracias! ¡Que Dios te lo pague! —dijo. Montó en el mulo más fuerte y arrastró al otro de la cuerda. Los animales avanzaron con lentitud, pero no parecían tener malas mañas: se limitaron a agitar las orejas para espantar las moscas y resoplaron traviesos, como si se alegraran de emprender el viaje.

Konrad se puso de buen humor y, mientras se burlaba un poco de sí mismo y de sus cabalgaduras, se dio cuenta de que era la primera vez tras la derrota de Roncesvalles que volvía a ser su propio amo.

El bosquecillo en el que debía reunirse con Ermengilda y Maite estaba más lejos de lo que había calculado. El sol estaba a punto de ponerse y temió no encontrarlas en medio de la oscuridad.

«¡Debí llevarlas conmigo, por más que protestara Maite!», pensó y se detuvo para buscarlas con la mirada bajo los primeros árboles. De pronto una figura oscura surgió entre los arbustos y Konrad aferró el puñal, pero de inmediato reconoció a Maite.

—¡Ya empezaba a preocuparme por vosotras!

—¡Y nosotras por ti! Has tardado mucho. Pero al menos veo que has conseguido los mulos. ¿Traes también víveres? Ermengilda y yo no hemos comido nada desde esta mañana.

Konrad señaló el saco y preguntó dónde estaba la astur.

—Encontramos un buen escondite, un pequeño desfiladero con una fuente de la que incluso en esta época del año mana agua. Ven conmigo —dijo Maite, quien cogió las riendas de uno de los mulos y lo condujo bosque adentro. Konrad, que la seguía arrastrando al otro animal, no podía pensar más que en ver de nuevo a Ermengilda.

Cuando alcanzaron el escondite el ocaso empezó a dar paso a la noche, pero durante el último trecho una lucecita les indicó el camino. Maite había logrado encender un fuego mediante un trozo de hupe, que utilizó como yesca, y dos pedazos de madera. Aunque había procurado que fuera pequeño, para no llamar la atención de nadie, las llamas proporcionaban luz suficiente para que Konrad pudiera desempacar el saco de víveres que Simeón Ben Jakob le había dado.

Ermengilda miró con ojos hambrientos el pan, el queso y las olivas y luego se sirvió. Entre tanto, Maite condujo a los mulos hasta un lugar donde crecía un poco de hierba y los sujetó. Después regresó, se sentó junto a los otros dos y también comió. Finalmente alzó la cabeza y miró fijamente a Konrad.

—Espero que no hayas cometido ningún error que pueda llamar la atención de nuestros enemigos.

Ella misma ignoraba por qué le hablaba en un tono tan rudo, aunque quizá se debía a la insistencia con que Konrad miraba a Ermengilda.

Claro que la astur también hacía lo suyo para llamar la atención del joven, al que no dejaba de sonreír con gran dulzura y admiración. Era evidente que lo consideraba un héroe que por tres veces la había librado de un destino horroroso. Maite también le estaba agradecida por haberla salvado del oso, aunque consideraba que había saldado esa deuda en el desfiladero de Roncesvalles. Y en esta ocasión había contribuido al menos tanto como Konrad al éxito de la huida. Pese a ello, los otros dos actuaban como si ella no estuviera presente, sin incluirla en la conversación. Así que se puso de pie en cuanto terminó de comer.

—Voy a echar un vistazo a los mulos —anunció, y se marchó sin volver la cabeza. Tan encolerizada estaba que ni siquiera se fijó por dónde iba y se vio obligada a buscar a los animales durante un buen rato. Como los dos mulos seguían arrancando la hierba seca en el pequeño claro, se sentó cerca de ellos y cruzó los brazos con la vista perdida.

Había recuperado la libertad, pero el futuro le parecía muy sombrío, como si su camino la condujera irremediablemente a la perdición. Debido a las intrigas de Okin se había convertido en una extraña en su propia tribu, por tanto era de suponer que tampoco obtendría apoyo alguno cuando lo acusara del asesinato de su padre. Reprimió dicha idea y procuró ocuparse de asuntos más inmediatos, lo cual la llevó a pensar de nuevo en sus dos acompañantes y a preguntarse qué estarían haciendo.

La rosa de Asturias
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